El
escribano Alfonso Martínez del Valle, había recibido a cambio de esas
escrituras, la inmensa cantidad de dos millones de pesos. ¡Sin duda alguna era
el escribano más rico del mundo¡, pero más aún, el cliente que se los había
pagado, era sin temor a equivocarse, el personaje más importante de la nación
entera, el más influyente, el más distinguido, fuerte, poderoso y por ende, el
político militar más rico de todo el país.
Su nombre por favor no lo digan, que nadie lo sepa; el hijo más
importante de la patria, no merece mayores descalificativos que la sociedad y
sus rumores malintencionados hayan formulado antes.
El Coronel Martín Yáñez en
compañía de su amigo el licenciado Jorge Enrique Salcedo, habían acudido a la
notaria para cerrar el trato. El pago se hizo miles de onzas de oro, los cuales
cubrían el importe de la cantidad pactada: Nada menos y nada más que dos
millones pesos; ¡era una ganga¡. Por dos millones de pesos, el distinguido
caudillo militar más poderoso del país y porque no, quizás del planeta entero,
había realizado la mejor compraventa en bienes raíces que quizás ningún rey de
Europa hubiera celebrado antes. Ni Napoleón Bonaparte con el uso de las armas,
había logrado tantas extensiones territoriales como en su momento hiciera el
Hijo de Anáhuac a través de su astucia. A cambio de eso, el americano James
Thompson en su carácter de vendedor y en el nombre de los anteriores
propietarios de dichos bienes, hizo entrega de los títulos de propiedad.
No bastaba haber comprado la
Hacienda del Mago de Clavo, El Encero, o algunos bienes inmuebles en la Isla de
Cuba; la oferta de haber comprado extensas propiedades territoriales en el
norte de México, constituía uno de los mejores negocios que ningún político de
ese país podía resistir. ¡Vaya¡ Ni su majestad Carlos V llegó a tener tanto
poder como Su Señoría; ningún príncipe italiano, noble español, austriaco, ruso
o de cualquier otro imperio o dinastía del mundo; podía convertirse en este
suelo patrio, en casi a un soberano. Sin duda alguna sería la envidia hasta del
mismísimo Pontífice Romano; de todos los cardenales de la Santa Iglesia de Roma
y de México; nadie absolutamente nadie en el mundo, había celebrado tan
acertado negocio.
- Estos terrenos están mucho
más allá de Chihuahua, California y Sonora; ¡Llegan hasta San Francisco¡. – De
veras que Su Alteza Serenísima no tenía ni siquiera imaginación alguna, de las
grandes extensiones territoriales que adquiría a cambio de esa suma millonaria.
¡Dos millones de pesos a cambio de la mitad de México entero.
- ¡Que estupidez – pensaba
una y mil veces el Licenciado Salcedo - ¿Cómo era posible que en el país
pudiera existir gente como el ilustre general, capaz de adquirir con dinero del
propio pueblo, el patrimonio de la nación. No era posible que la bajeza moral
de los hombres de la República llegaran a ese extremo; de haber comprado el
país, como si en verdad les perteneciera, valiéndole un comino, si este era o
no parte integrante del territorio nacional, si estaba dentro o no del comercio
jurídico, si eran terrenos inalienables, si el suelo al norte de la Republica
formaba un elemento constitutivo del Estado. ¿No será acaso un fraude de ese
escribano en contubernio con ese supuesto apoderado de los vendedores de nombre
James Thompson?. Seguramente la soberbia del Supremo Dictador lo había cegado a
tal grado, que ya no bastaba que en su nombre se levantaran estatuas o placas
conmemorativas, se cambiara el nombre del gran Teatro Nacional, e inclusive llegara al extremo de haber
enterrado su pierna con todas las pompas fúnebres como si se tratara de una
parte corporal de un héroe de guerra, una pierna con identidad propia; ahora lo
que había hecho el Ilustrísimo Benemérito, no tenía mención alguna para
calificar una conducta, a la cual Salcedo no sabía si calificarla de inmoral,
asombrosa o simplemente como lo que era, una actitud sumamente estúpida.
“En la Ciudad de Méjico a los veinticinco días de noviembre de mil
ochocientos cuarenta y cuatro; ante mí, Don Alfonso Martínez del Valle,
escribano público ante la gracia de Dios y de conformidad a las leyes de la
República que me invisten de ello; Doy Fe, ante la Patria y la Divina
Providencia; que comparecieron ante mi los CC. Manuel Yáñez Alarcón y Enrique
Salcedo Campuzano, apoderados de su Exmo. General de División y Benemérito de
la Patria, Antonio López de Santa Anna y del distinguidísimo Señor James
Thompson en su carácter de apoderado de la parte vendedora; reunidas ambas
partes a efecto de celebrar la compraventa de los siguientes territorios”. - . ¡Que estupidez¡ - aunque una escritura pública dijera eso, no era
posible, el cuento aquel del escribano, donde aseguraba que dichas tierras, si
bien era cierto formaban parte del territorio nacional, lo cierto era también,
que sobre las mismas existían títulos de propiedad que en su momento la Corona
Española había extendido a favor de los nativos. - ¡No lo creo Señoría¡. – Seguramente Salcedo
era un estúpido, para poner en duda, no solamente la honestidad del escribano,
sino también, la inteligencia del Supremo Dictador.- Más vale que te guardes
cualquier otro comentario que ponga en tela de juicio la audacia del
Ilustrísimo General.- ¡Más vale – se decía asimismo Salcedo, seguir siendo
igual de idiotas que mis jefes, a decirles que estaba siendo testigos, de uno
de los fraudes más grandes en la historia de la humanidad. Era como comprar el
mar, la luna, el aire; lo que el Coronel Yáñez no se había atrevido a decirle
al General, era que con la compra de casi la mitad del territorio nacional, se
estaba cometiendo, no solamente el peor fraude de la historia, sino también, un
acto de estupidez, de ignorancia, incredibilidad y soberbia.
El Escribano se percató que efectivamente
el licenciado Salcedo no estaba del todo convencido de la situación jurídica
que guardaba dichos territorios; había que explicarle que la propiedad de
dichos terrenos, pertenecían a los Reyes de España, quienes con la legitimidad
que en su momento les había otorgado Su Santidad el Papa, a través de la Bula
Inter. Caetera del año 1493, les había reconocido el dominio y autoridad de
todos aquellos suelos, subsuelos y mares, que conquistare la Corona de su
Majestad el Rey de España, en el nombre de la santa evangelización. - ¡Le
aseguro que estos títulos de propiedad, fueron entregados por los escribanos
del Rey, a las comunidades de indios que las habitan. - ¿pero que razón tendrá para enajenarlas?. –
Entienda licenciado, los indios que habitan esos lugares inhóspitos, han sido
en los últimos años asediados por los anglosajones protestantes; han preferido
vender lo que les pertenece, antes que caer en la esclavitud de los intereses
imperialistas de los americanos. Realmente, este contrato que se protocoliza,
no atenta contra el interés nacional, no es contrario a las leyes, ni mucho
menos a nuestra Constitución y a los ojos de la Divina Providencia; es un mero
acto, que el ilustre general Santa Anna hace en beneficio de dichos aborígenes;
les está comprando su protección, para hacerlos respetar ante las amenazas del
país del Norte; es un acto, en el cual se extiende en los hechos la
jurisdicción del pueblo mexicano, sobre los oscuros intereses de los
expansionistas americanos.
Salcedo se quedó únicamente
pensando en la legitimidad de aquellos extensos terrenos que el general Santa
Anna adquiría; su argumento consistente en que la propiedad que ostentaban los
supuestos vendedores, viles comunidades de indios apaches idolatras, no parecía
tan descabellada, después de todo, efectivamente, la bula papal a la que
refería el escribano existía; realmente tenía razón, todas aquellas tierras que en su momento
conquistaran Hernán Cortes, Diego de Velásquez, Francisco de Pizarro y otros
conquistadores de no grata memoria, que sometieron y dominaron América en el
nombre del Rey de España, fueron legitimados por la autorización papal y en ese
tenor, el propietario original de dichos terrenos, era conforme a Derecho, el
Rey de España. ¡De eso no tenía duda¡. Sin embargo Salcedo dentro de su
conciencia jurídica critica, seguía pensando que la propiedad original no podía
ser del conquistador español, aunque lo dijera Su Santidad el Papa, pues las
teorías de la propiedad de Thomas Hobbes, John Locke y Juan Jacobo Rousseau,
aseguraban que la propiedad se adquiría por la ocupación y no propiamente, por
la invasión militar que hace trescientos años hicieran los conquistadores españoles,
sino por la mera posesión sedentaria que en su momento hicieran los aborígenes,
desde antes de la conquista española. Seguir suponiendo que los aborígenes del
norte, habían decidido transmitir la propiedad de dichas extensiones
territoriales al general Santa Anna, era realmente una cuestión absurda,
irracional, estúpida; en ningún momento, Salcedo había visto a los vendedores
aborígenes, acordando su voluntad con ellos; la forma de dicho contrato se llevó
a cabo, fue la simple entrega de aquellos documentos denominados títulos de
propiedad, supuestamente endosados por los indios apaches, a través de los
cuales, acordaban con el Supremo Dictador, la transmisión de la propiedad de
tan extensas llanuras. Un simple negocio
oscuro, del cual, la prensa, ni mucho menos los adversarios políticos del
Dictador, tenían que enterarse.
Pero no solamente esas
extensas porciones de tierra tenían como propietarios a los aborígenes
americanos quienes habían cedido sus derechos a un representante de “bienes
raíces” identificado como James Thompson, resulta también que en dicha
compraventa, figuraban otras prominentes figuras, uno de ellos ara antiguo
latifundista de nombre Juan Zambrano, quien en vida había capturado a uno de
los insurgentes mexicanos de la revolución de 1810 Juan Bautista de las Casas,
quien se había adueñado de esas tierras con motivo de la lucha por la
independencia llevada al suelo texano y que para aquel entonces lideraba un sacerdote
en Guanajuato México, de nombre Miguel Hidalgo
y Costilla; de igual forma, otro de los distinguidos vendedores que
habían cedido su poder para actos de dominio, era la sucesión de don Joaquín de
Arredondo, antiguo jefe realista de la región de San Antonio Texas, fallecido
en esos años pero dueño de extensas porciones de tierra de ese rumbo, al igual
que un próspero comerciante alemán Joseph Vehlein que obtenía todo lo que
quería; también entre los vendedores representados por Thompson, figuraba un inglés
veterano de la guerra de independencia Mr. Arthur Wavell, quien se decía había
combatido con Simón Bolívar en América del Sur y otro veterano más, según un
viejo comandante de la revolución norteamericana James Wilkison a quien decían
las malas lenguas, había trabajado también al servicio de su Majestad el Rey de
España, para definir, junto con sujeto de la peor calaña, el pirata James Long,
los límites territoriales entre las provincias de Texas y Lousiana.
Entre esa lista de
vendedores, había otro que sin duda, era uno de los propietarios de grandes
extensiones del territorio vendido, era el hijo de Sthepen F. Austin, hijo de
quien en otros años, había sido gobernador, primero “realista” y después
“revolucionario” de la provincia de Texas;
también había sido uno de los gestores y promotores ante el gobierno de
México, de impulsar las leyes de colonización, para permitir en la entrada del
norte de México, a colonos extranjeros de nacionalidad inglesa, francesa,
alemana, sueca, danesa; ahora él, como todos los demás: Vehlein, Wavell,
Wilkison, Long, se encontraban representados por James Thompson en su carácter
de vendedores, para transmitirles la propiedad de millones de hectáreas, al
distinguidísimo don Antonio de Padúa María Severino López de Santa Anna.
Las onzas de oro, que
recibiría el escribano por sus honorarios, así como la paga de los “terrenos”
que supuestamente enajenaban los aborígenes; se encontraban en depósito en la Casa
de Buenavista, un precioso inmueble que fuera el Palacio del Márquez de
Buenavista, conocida también como la Casa de la Herradura o Casa de los
Pinillos, ubicada los terrenos de la antigua Hacienda de San Francisco
Borja, propiedad del Colegio de San
Andrés, de los jesuitas. Casa que fuera remodelada por el ilustre arquitecto
Manuel Tolsá a solicitud de la familia Pinillos, la cual fue arrendada por el
Conde de Regla, para finalmente convertirse, en una residencia más del general
Antonio López de Santa Anna.
- Ahí se encuentra una a una
de las onzas de pesos oro, que el Congreso otorgara al general Santa Anna, para
que éste en honor a su vanidosa egolatría, hiciera la guerra a los texanos y
pudiera con ello defender centímetro a centímetro el pedazo de territorio
nacional que ahora quieren arrebatar los americanos. Ahí, en ésa residencia de Buenavista,
se encontraba, peso a peso las contribuciones que los ciudadanos mexicanos de
todas las clases sociales habían pagado a su Supremo Gobierno. El impuesto ridículo y gravoso por el numero
de ruedas de cada carreta y carruaje; el que se cobraba a cada propietario por
el número de ventanas y puertas por cada casa, el impuesto por el número de
perros y gallos que tuviera cada familia y otras contribuciones más igual de estúpidas,
que la cantidad de decretos que preparaba a firma del Ejecutivo. En esa casona,
ubicada cerca del Convento de San Fernando,
se encontraba el dinero, con el cual, el Supremo Dictador haría la
traición al pueblo de México.
El negocio había resultado
bien, de no haber sido, por aquella revuelta que encabezara el general Mariano
Paredes Arrillaga en el Departamento de Jalisco, a través del cual había
acusado al Presidente Santa Anna de haberse robado el dinero. ¡Efectivamente tenía razón el Jefe de Armas
de Jalisco¡. Santa Anna era un ladrón, se había robado el dinero para hacer la guerra
a los texanos, la había utilizado no para armar al ejército mexicano en su
cruzada al norte, sino para comprarse aquellos terrenos, codiciados por los
americanos y con ello incrementar, su patrimonio personal.
¡Vaya estrategia jurídica,
política y militar¡ - en sentido de admiración exclamaba Martín Yáñez; - el
general Santa Anna había matado dos pájaros de un solo tiro, por una parte,
celebró una buena compra de bienes raíces y por la otra, consolidaba no
solamente su poder político, sino también económico, al convertirse a partir de
dicha compra, en el dueño de esos extensos territorios mexicanos. ¡Que más
podía pedir el Presidente de México¡. No solamente era dueño de Manga del
Clavo, El Encero, de algunas hectáreas de Cuba; de la preciosa Casa de
Buenavista, dueño de algunas cuentas bancarias de la gran Bretaña y Francia,
socio del Teatro Nacional y de otros establecimientos mercantiles como
pulquerías y plazuelas para corridas de toros, juegos de apuestas y peleas de
gallos; ahora el ilustre general, pasaría a convertirse en dueño de millones de
hectáreas que se encontraban en California y Nuevo México. ¡Era la compra del siglo¡. Si el general Paredes Arrillaga se hubiera
enterado de este acto inmoral, hubiera tenido mayores armas políticas para
levantarse en armas y sacar del país, de una vez por siempre, al hombre fuerte
de todo México. El hipócrita presidente, el cual dios marco quitándole una
pierna para identificarlo de otro tipo de ladrones, mentirosos y embusteros;
esa era el gran secreto que Salcedo tenía que guardar, el cual no podía
revelar, ni aún después de su vida.
Sin embargo, la revolución
de diciembre que destituyera a Santa Anna en el cargo de presidente
constitucional, así como títere el general Canalizo en el cargo de Presidente
Interino; había acelerado la operación contractual. Inmediatamente, el dinero
tuvo que ser guardado en cofres y barriles de madera y trasladado en una noche,
de la casona de Buanavista en el que se encontraba, hasta las cuevas de la
barranca del moral, arriba de la Villa de San Ángel, rumbo a Toluca, en los
pequeños montes de la Casona de Tizapán, donde vivía el escribano; enterrado en
las cuevas de la llamada “boca del diablo”, para que ese dinero, jamás pudiera
ser descubierto ni menos confiscado por el nuevo gobierno constitucional del
general José Joaquín Herrera. Asimismo y en recompensa por los servicios
prestados por el escribano, una de las tantas casas del general Santa Anna, la
Casa de Tizapan, paso a ser propiedad del señor escribano Alfonso Martínez del
Valle; el vulgar prestanombre del presidente, quien con eso había sido
recompensado sus servicios. Así de esa forma, ¡Cada onza de oro escondido en
cofres y barriles escondido en las cuevas de la barranca del moral¡. En los
bellos jardines de los olivares de los carmelitas, cerca de la nueva casa del
escribano; al mismo tiempo en que el supremo dictador se encontraba en Puebla,
con el apoyo de sus soldados fieles, apelando ante el Congreso y el presidente
José Joaquín Herrera, su reconocimiento
como el verdadero y autentico Presidente Constitucional de la República
Mexicana.
Pero no fue así. Los días de
enero del año cuarenta y cinco fueron difíciles, el general Santa Anna ya
desconocido como Presidente de México, ocupo la ciudad de Puebla, haciendo
proclamas en las cuales, juraba recuperar el gobierno del país y con ello,
poner en orden a los traidores que lo habían depuesto en el cargo que la
revolución de Tacubaya le habían otorgado los ¡pinches mexicanos¡. Obviamente
que el general Mariano Paredes Arrillaga salió a combatirlo, causando una
sospechosa y dudosa grata sorpresa, cuando el Benemérito de la Patria, renunció a la primera magistratura del país, a cambio de pedir su exilio del país. ¡Pero
que había ocurrido¡. ¿Por qué había renunciado Santa Anna a sostener un combate
a los generales Paredes Arrillaga, así como al ilustre insurgente Nicolás
Bravo, para defender la presidencia del país. ¡Que diablos pasaba en el país¡.
Los rumores que se decía en la prensa, era que Santa Anna se había escapado,
siendo posteriormente capturado en el pueblo de Jico, cerca del distrito de
Jalapa, que el Congreso le abriría juicio sumario y que muy pronto lo
fusilarían, al igual que Iturbide, por traición a la patria. Definitivamente,
el caudillo no escaparía a la acción de la justicia, respondería ante la ley
por cada una de sus fechorías.
Como no denunciar a Santa
Anna de ser cierta la noticia. El Coronel Yáñez jugando en su doble papel,
primero como funcionario al servicio del Supremo Gobierno del general José
Joaquín Herrera y por otra, como un vil lacayo del general Santa Anna; aceleró los trabajos junto con su tropa fiel, para seguir trasladando cada uno de sus
cofres que encerraba el tesoro nacional hacia las cuevas que escondidas entre
magueyes y matorrales, se encontraban en los montes cerca de la citada Barranca
del Moral, grandes extensiones de terrenos propiedad de los monjes carmelitas
del Convento del Carmen de la Villa de San Ángel. Había que esconder el dinero,
sin que estos monjes se dieran cuenta, en un lugar tan secreto y escondido que
nadie podía jamás descubrirlo; por momentos, durante el traslado de aquellos
cofres y barriles, Yáñez requirió el apoyo del bandolero Ignacio Cienfuegos, un
vulgar delincuente que siempre fumaba y era de un tiempo a la fecha, un
fugitivo de la justicia; era importante los servicios de este sujeto criminal,
pues conocía a la perfección aquellas cuevas de las cuales, nadie se animaba a
entrar para no perderse de por vida en ellas. Claro que Yáñez pensó en la
posibilidad de asesinar a ese sujeto. Nadie debía saber el secreto que guardaba
dichas cuevas, menos aún ese bandolero; pero luego de pensarlo, resolvió que
mas valía que Ignacio siguiera con vida, después de todo, había que garantizar
que ese tesoro permaneciera durante mucho tiempo oculto, hasta en tanto regresara
al general. Aun en el supuesto de que este se robara el dinero, no encontraría
escapatoria, porque pronto sería reaprehendido como había ocurrido en ocasiones
anteriores.
Yáñez pensó en una y mil
posibilidades. ¿Qué pasaría si Santa Anna en verdad fuera capturado, si fuera
cierto aquel rumor de que el Congreso lo juzgaría, condenándole a muerte,
legislando una ley al estilo de Iturbide, para que cualquier militar, pudiera
darle muerte. Una ley de esas, al que el Licenciado Salcedo consideraba
inconstitucional por tratarse de una disposición legal privativa y retroactiva,
una aberración legislativa que si bien, el Márquez de Beccaria podía censurar
en sus gobernantes, la clase gobernante mexicana no podía hacerlo sin el menor
remordimiento de conciencia.
Aquella noche, luego de
haber recibido la carta dirigida al Señor Presidente, el Coronel Yáñez confirmó
al Licenciado Salcedo, que su jefe, había sido capturado y que se encontraba en
la cárcel de Perote en espera del juicio que le hiciera el Congreso. Inmediatamente, Salcedo pensó en la
posibilidad de enviar una carta anónima al periódico Siglo XIX y denunciar a la
opinión pública, el inmoral destino que hiciera Santa Anna, respecto a los dos
de los cuatro millones de pesos que el Congreso le autorizara en su fallida
excursión a Texas. Los títulos de propiedad otorgados a Santa Anna por un tal James Thompson. Podía conseguir las pruebas para acreditar dicho acto vil, con
ello, no solamente refundiría al dictador en las mazmorras de San Juan de Ulua,
sino que también, sería la prueba idónea y suficiente para acreditar la peor
traición a la patria que haría el benemérito. Podría producir en la opinión
pública mayores elementos de inconformidad, para lograr una auténtica
revolución popular que transformara por siempre al país. Lo primero que
pasaría, sería el fusilamiento inmediato de Santa Anna, después, la
confiscación de cada uno de sus bienes, empezando por las haciendas de Manga
del Clavo, el Encero, las Casonas de Buenavista y Tizapan. Luego, se pondría en practica las leyes del
doctor Valentín Gómez Farias, arrebatando al clero de todas sus riquezas; había
que hacerlo, sólo era cuestión de enviar
esa carta anónima, dando señales pormenorizadas de los datos que contenían esos
títulos de propiedad, dar el nombre del escribano, del supuesto vendedor y también
de la pseudo compraventa realizada.
- ¡Ni se te ocurra decir
nada¡.- Fue la orden del Coronel Yáñez, quien inmediatamente en compañía de su
tropa fiel, se dirigió a la casona de Tizapán, para entrevistarse con el
escribano.
Aquella noche, ya casi en la intimidad
familiar, Yáñez y Salcedo se trasladaron arriba del pueblo de San Ángel, para
visitar al escribano en la casona de Tizapán. Llegando a ese lugar, pasaron a
la sala de la lujosa mansión, para que en ella bajara su “nuevo propietario”,
el ilustre y viejo decrepito, Alfonso Martínez del Valle. Mientras eso ocurría,
sucedería algo importante en la vida de Salcedo. Fueron recibidos personalmente
por la hija del escribano, una hermosa muchacha de nombre Fernanda, quien en
forma coqueta y aparentemente simulada, informó que su Señor Padre, no se
encontraba, pues se encontraba realizando unas diligencias, en la Villa de
Guadalupe, pero que seguramente, mañana regresaría.
El Coronel Yáñez, en forma
caballerosa y respetuosa, sólo se limito a manifestar que regresarían pasado mañana,
a tratar un asunto muy importante con el escribano. La dama adolescente, de
personalidad regia y segura, contesto, que le informaría a su padre, sobre el
motivo de su visita.
Entonces el Coronel Yáñez se
retiro de la mansión, dirigiéndose al carruaje, donde lo esperaba su
chofer.
-
¿Te diste cuenta de esa
muchacha? - Pregunto Yáñez, dirigiéndose
a Salcedo.
-
¡Si, que tiene¡.
-
Es preciosa, tiene el porte
de una reina. Podría enamorarme de ella.
-
¿De quien?.
-
De la hija del escribano. ¿No
te diste cuenta lo hermosa que es?.
Salcedo se quedó pensando,
tratando de recordar los breves minutos en que se cruzaron.
-
¿Hermosa?. ¿Era hermosa?. No
me fije en ella.
-
Salcedo, no seas imbécil, no
todo en la vida son leyes y sentencias, esa muchacha es realmente hermosa y
bien vale la pena, que sea cortejada.
Ambos subieron al carruaje,
disponiéndose hablar sobre el asunto que parecía importante.
-
¿Crees que existe la
posibilidad de que le permitan salir?. – pregunto, Salcedo.
-
No lo sé, su padre ha de ser
muy exigente.
-
No me refiero a la hija del
escribano, sino al general Santa Anna.
Yáñez se quedó mirando a su
amigo, no dando crédito de la pregunta de su amigo, entonces riéndose en forma
burlona le respondió.
- No lo sé licenciado, lo
único que puedo decirle, es que en esta vida, no todo es trabajo, también
existen las mujeres. Y la hija del escribano, es una mujer muy guapa.
Entonces el carruaje se alejó
de la casona, escondiendo en su biblioteca, los títulos de propiedad.
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