Jorge Enrique Salcedo y Salmorán,
se quedó pensando en la Casona de Tizapan, la hija del escribano, en los dos
millones de pesos, en la posibilidad de denunciar anónimamente en el Siglo XIX,
sobre una de las corruptelas más indignantes de su antiguo jefe, el general
Antonio López de Santa Anna. Pero en verdad, es que Salcedo es un tipo inseguro
de sí mismo, uno más de los tantos mexicanos que habitan en éste país,
condenado a su miseria y a su destrucción; un país que ríe, llora y canta, que
por momentos, su gente mata, roba y viola a cuanta mujer agradable a los
placeres e instintos visuales humanos, pueden complacer a cualquier hombre,
inclusive a los más justos. Un país alegre, donde la honestidad, la lealtad o
el compromiso de servir a la patria, son sólo ideales de las personas más tontas
e inocentes, que no entiende, o siguen sin entender, las reglas del juego, que
un dios juguetón, por momentos cruel e incomprensible, impone al universo, para
seguir jugando a la baraja en un país llamado México, donde el dolor de la
desgracia, es una fiesta y un jubilo, para todos; donde pocos son los que ganan
y donde todos, siempre pierden. Y Salcedo, sólo era un tipo más, un hombre
anónimo, condenado a ser olvidado por la historia.
Aquella tarde, el Ministerio
de Policía, Relaciones Exteriores y Gobierno, anuncio formalmente la captura
del general Antonio López de Santa Anna; inmediatamente, el gobierno acordó
para el día veintiséis de enero, se celebrase una misa de acción de gracias en
el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe; lugar donde se reuniría la alta
burocracia del Supremo Gobierno, los integrantes de ambas Cámaras, los
magistrados de las Cortes Suprema y Marcial, empleados de las asambleas
departamentales, del Ayuntamiento de la Ciudad de México, prelados religiosos e
inclusive, los académicos de la Universidad de México. La misa sería presidida
por el Arzobispo Manuel Posadas; posteriormente, ante el desfile del batallón
militar “Defensores de las Leyes”, nacido en la revolución popular de diciembre
del cuarenta y cuatro, escoltarían al presidente interino general José Joaquín
Herrera, a una función de gala, en el Teatro Nacional - antes Teatro Santa Anna
– a presenciar, una obra, del gran dramaturgo, Calderón de la Barca.
El general Antonio López de Santa
Anna sería juzgado con arreglo a las leyes que en su momento juro lealtad y que
en contravención a ellas, desobedeció, siendo ahora responsable del castigo que
los jueces le impusiesen. La acusación
que bien podría formulase serían los veintidós años de constantes revueltas
encabezadas bajo su negro liderazgo, de haberse rebelado en contra de varios
gobiernos y sistemas establecidos; de haber faltado a su palabra de militar, de
deshonrar a la Constitución y a las leyes que rigen la forma de gobierno; de
haber tomado de su propia autoridad en contra de todas las reglas de justicia y
moral, la comprobable cantidad de noventa mil pesos de las arcas del
Departamento de Guanajuato; de evadir con sus ministros, el destino de los
cuatro millones de pesos que el Congreso le autorizara para la excursión
militar a Texas, los cuales, dicha soberanía popular, al exigirle una
explicación del uso de los mismos, ordenó junto a sus lacayos, el general Canalizo
y a don Manuel Crescencio Rejón, la disolución del Congreso.
Mientras eso ocurriría, el
mismo día de la magna misa de acción de gracias y la verbena popular que
encabezaría el Presidente Herrera en la tarde luego de la función de gala en el
Teatro Nacional; el licenciado Salcedo se dispuso a quedarse en su oficina para
seguir trabajando; siendo responsable por instrucciones de su amigo y jefe
inmediato, del reclutamiento del Batallón de Defensores de las Leyes. Sin
embargo, noto que luego de varias horas de espera, aquel militar retirado
seguiría esperándolo, tal cual ansiaba tener entrevista con el joven
funcionario. ¿Qué diablos quería ese señor?. ¿Había que dejarlo pasar para
escuchar su petición?. Después de todo, como funcionario del Supremo Gobierno,
tenía la obligación categórica de atender a cualquier ciudadano de la
República, independientemente del gobierno, partido o facción que
pertenecieren.
-
Licenciado, - dijo aquel
viejo militar vestido de civil - necesito hoy más que nunca, de su comprensión,
de su apoyo; ruego me escuche antes de cualquier determinación que tenga Usted
que ejecutar sobre mi persona. Quiero que sepa, que contrario a lo que han
dicho de mi los altos mandos a los que debo respecto y subordinación, no soy
enemigo, ni de la republica a la que tanto me he esforzado y servido con
dignidad y honor; y tampoco soy enemigo del Supremo Gobierno a quien he
prestado mis servicios, independientemente del partido, la facción o el credo
religioso que pertenezcan o haya pertenecido, aquellos gobernantes que han
presidido los destinos de la patria.
Quiero anunciarle que he sido víctima de una acusación falaz, he sido
destituido sin juicio alguna de mi investidura militar como Coronel del Ejército
Mexicano, por el simple hecho de ser señalado sin prueba alguna, como
simpatizante del anterior gobierno constitucional; poniendo en tela de juicio,
mi lealtad hacía el Supremo Gobierno, de quien vos dignamente sirve.
Era la voz, del Coronel
Mario Melgar Gutiérrez y Mendizábal; militar de carrera de treinta y ocho años
de servicio; originario de Veracruz, pedía audiencia ante el mismo Presidente
José Joaquín Herrera, quien ante constantes reiteradas solicitudes de
entrevista con su Excelentísimo, se había negado a recibir. El Coronel
Gutiérrez, luego de tocar puerta tras puerta, para solicitar su reincorporación
en el Ejército, no había sido recibido por ningún funcionario del Supremo
Gobierno, la debida atención y buen trato, ni siquiera, había contado con cinco
breves minutos, donde pudiera exponer o mejor dicho, justificar las razones que
le causaron su baja de la Corporación.
El licenciado, sólo
escuchaba desde su escritorio aquel viejo y retirado militar; al fin y a cabo,
los militares son expertos en el arte de la mentira, de la manipulación; tanto
han engañado y robado al país; que es un secreto a todas voces, que ellos sólo
han servido para saquear y robar al pueblo, inclusive hasta de aliarse con las
gavillas de bandoleros que aterrorizaban los parajes solitarios y los distintos
caminos a diversas plazas del país; simples traicioneros que en vez de defender
a la república, atentan contra ella; tipos serviles que sólo les interesa
defender sus fueros y a la institución más abominable de todos los tiempos,
enemiga del pueblo y de la propia fe a la divinidad, la negra, no solamente por
sus sotanas, sino por su historial oscuro y reprochable, quien dice llamarse:
la Iglesia de Dios.
¿Por qué había que creerle a
un hombre así?. Un militar vestido de civil, cuyo tono de voz parecía sincero;
que acaso, los otros militares, no utilizaban las mismas palabras, de lealtad y
honorabilidad; no era así Agustín de Iturbide, quien no se unió al insurrecto
Hidalgo, que combatió a Morelos, que convenció al estúpido de Vicente Guerrero,
para consumar aquello que decía, la “Independencia de México”; para luego
erigirse, en soberano emperador y tener el atrevimiento, antidemocrático y
soberbio, de disolver el Congreso.
¿Por qué había que creerle a
ese tipo de militares, chaparritos y panzones, caricaturescos de los castrenses
franceses o americanos; cuyo concepto de honor y lealtad a la Institución,
dejaba mucho que decir. A ese tipo de malandrines que tanto hablaban de la república,
formas de gobierno, federación y democracia; sin haber jamás leído a
Tocqueville, a Rousseau, Montesquieu; que tanto admiraban a Napoleón Bonaparte,
pero que perdían las batallas de la forma más estúpida y pendeja, como se
perdió en Texas.
El licenciado Salcedo y Salmorán,
sólo se dedico a escuchar lo que le decía aquel militar retirado; quizás,
simulando que lo escuchaba, porque su cabeza, pensaba en otras cosas;
posiblemente en la hija del escribano Fernanda, quien podía encontrarse en
riesgo de casarse con cualquier otro hombre que no fuera él. Quizás el
distinguido abogado, pensaba en sus alumnos de la Academia de Jurisprudencia; o
bien, a lo mejor pensaba, en terminar de leer la “Democracia en America” de
Alexander Torqueville, para tratar de entender, la forma de gobierno
democrática, representativa y popular, del país vecino del norte.
- He servido con dignidad a
la patria; si bien es cierto el comportamiento de algunos de mis compañeros no
ha sido el correcto; créame abogado que el mío, ha tratado de ser ejemplar,
leal con la causa de la independencia de nuestra patria y de la defensa de este
suelo, al que orgullosamente pertenecemos. No me vea como enemigo de la
republica, le insisto a Vos, que no soy adversario del Supremo Gobierno, púes a
ella he servido, desde que por mi propia convicción y fe a la causa, me uní al
Plan de Iguala que logró la independencia de nuestra patria;
Sólo reía el abogado
silenciosamente, si aquel militar era originario de Veracruz, seguramente
conocía al Benemérito de la Patria, se había unido seguramente al Plan de casa
de Mata que derrocaría a Iturbide; habría hecho otras cosas, quizás igual de
indignantes pero trascendentales en la historia contemporánea del país, a lo
mejor, había participado en la disolución del Congreso y no al de la época de
Iturbide, sino a lo mejor el Congreso constituyente de 1842, que tantas
expectativas de cambio nacional dió, pero que fuera traicionado y sustituido en
forma vergonzosa por una “Junta de Notables” que en forma despótica, fueran
designados por aquel distinguido insurgente Nicolás Bravo.
¿Qué cosas podía seguir
pensando aquel joven funcionario, cuyo copa de alcohol escondía la cava de sus
libreros, que sólo dejaba pasar los minutos para llegar a la Escuela de
Jurisprudencia y enseñarle a los alumnos, como debía de amarse a la patria; que
podía esperar aquel abogado, que dejaba transcurrir el tiempo, en la espera
ansiosa de absorber un trago y sentir con ello, un instante de felicidad; un
lapso momentáneo que le permitiera recordarle, que la vida, era o mejor dicho,
debía de ser interesante.
Sólo escuchaba el abogado,
tan sólo seguía escuchando, oyendo murmullos, tratando de concentrar su mente,
en cada palabra que le decía el militar retirado, sin prejuzgar el contexto
político de la honorabilidad y lealtad que decía defender – Su señoría, no lo
tome a mal, - alcanzaba escuchar de la voz del militar retirado - dispénseme
que lo distraiga de sus múltiples ocupaciones; no es una falta de respeto a su
digna investidura; pero quiero que sepa que yo era militar desde antes de que
Usted naciera; yo era militar desde que Usted era un niño; yo era un militar,
desde antes de que usted llegara; y quiero que sepa, que es mi máximo anhelo
seguir siendo toda mi vida un militar, quiero que me ayude; es por ello que
confió en su integridad e imparcialidad; en su actitud imparcial y justa, que
como observo en su Señoría, inspira ese espíritu justo, que es muy difícil ver
a quienes como Usted, presta sus servicios en el Gobierno.
-
Muchas gracias por sus
palabras Coronel, no dudo de la honestidad y de esa lealtad que usted dice
tener; deme el tiempo suficiente para estudiar su situación y resolverle en
todo caso, si está dentro de mis atribuciones encomendadas, para darle una
solución a su problema.
-
Créame licenciado, que le
estaré eternamente agradecido, yo le aseguro que si investigara
pormenorizadamente mi vida en el Ejército, no encontrara en mi historial, algún
antecedente que denigre mi paso por la Corporación; yo le garantizo que no se
arrepentirá, de ayudar a su servidor, que lo único que pide de esta Institución
a la que he servido por tantos años, justicia, solamente justicia, mi Señor.
-
Tenga la seguridad Coronel,
que no puedo prometerle nada de lo que quizás Usted pretenda, más que el
compromiso de mi parte, de estudiar su situación y ponerlo a consideración, si
fuera posible, del mismísimo Presidente de la Republica.
Porque había dicho esas
palabras el licenciado Salcedo y Salmorán; porque se había comprometido a
estudiar un caso en concreto, teniendo otras ocupaciones mucho más importantes;
quizás muy en el fondo de su alma, había cedido a las palabras del Coronel
Gutiérrez y quería creer que dentro de esa bola de tipejos generales con los
que trabajaba, existían o podían existir, militares de carrera, dispuestos a
defender el honor de las instituciones republicanas.
¿Qué difícil pensar en esos
ideales, en un país, donde el rumor, siempre tiene algo de verdad. Alguna vez,
tuvo conocimiento que ese mismo Coronel, era miembro de la gavilla de
bandoleros presidida por un tal Ignacio Cienfuegos.
-
Licenciado Salcedo, salí del
ejército – abogando para si mismo el Coronel Mendizábal – por que me tienen
identificado, como gente de mi general Santa Anna. No niego mi lealtad y
amistad hacía el distinguido protector de la patria, a quien tengo
orgullosamente el honor de conocer desde hace más de treinta años y de haber
combatido junto con el, en importantes campañas militares, que han dado orgullo
y prestigio, a nuestros regimientos de soldados.
¿Pero cual orgullo militar?. Pensaba entre si Jorge Enrique. ¿Que campañas
militares?. … Tampico, Texas, Veracruz.
-
¡Tampico, Texas y Veracruz¡;
- exclamado el Coronel en voz alta, como si leyera el pensamiento del
Licenciado - Frente a los españoles en
el 28, los piratas americanos en el 36 y los franceses en el 38. Frente a ellos, combatí al lado de mi general
Santa Anna, quizás teniendo errores en los frentes militares, pero con el
orgullo, la dignidad y la valentía que distinguen al general y a sus leales
soldados. ¿Por eso pido a usted licenciado, de la maneras más gentil y humilde
que pueda tener su servidor a Vos, que pueda ayudarme en mi caso y ordene, si
tiene las facultades para ello y si la verdad y la justicia lo iluminan, de
incorporarme nuevamente en el servicio.
-
¿Pero porque quiere
incorporarse nuevamente en el servicio?. 38 años de servicio en el ejército, no
le ameritan irse a su casa a descansar.
-
No licenciado, no me siento
tan viejo para irme a mi casa, no soy militar para morirme en la cama de mi
casa de cualquier diarrea o dolor estomacal; soy militar para morirme donde
deben morirse, a las personas que como yo, eligen la noble profesión de las
armas, ¡en el campo de batalla¡, en defensa de mi patria, de mi país, de mi
gente.
El abogado Salcedo y Salmorán,
se quedó pensando en cada palabra que le decía el Coronel. Aún no lo convencía
su retórica castrense que alardeaba su convicción y valentía en la defensa
nacional. Necesitaba algún otro argumento, que decidiera de una vez por todas,
conocer su situación jurídica, para valorar su reincorporación en el ejército.
-
Le insisto licenciado, salí
expulsado del ejército, no mediante un juicio ante el Fuero de Guerra, que como
militar que soy tenía derecho a soportar las injustas acusaciones que me
formularon, para poderme defender de cada una de ellas y poder demostrar no
solamente la falsedad de las mismas, sino mi honorabilidad de militar. Salí del
ejército, no por que hayan encontrado en mi historial laboral, ser el ejecutor
de más de trescientos fusilamientos injustificados, de enemigos de la nación,
gente sin escrúpulos que no tenían el mínimo respeto a la investidura del
gobierno de la República y que de la noche a la mañana, por decreto o por los
oscuros intereses de ciertos gobernantes, les llaman hasta mártires o
inclusive, hasta el cinismo de decirles héroes nacionales. ¡No licenciado¡.
Sali del ejército, no porque fuera el militar más malo del mundo, ni por
imponer la disciplina de mi tropa a sangre y a fuego; ni mucho menos por
desconocer al Congreso ni a la investidura de presidente Herrera: ¡Salí
arbitrariamente del ejército, por ser gente de mi general Santa Anna. Por la
casualidad de haberlo conocido desde que fuimos cadetes en el Regimiento de la
Reina en Veracruz hace treinta y ocho años,
al servicio de mis entonces generales Arredondo y Dávila; por estar bajo
las ordenes de mi amigo y general Santa Anna, en las campañas militares de
Tampico donde derrotamos a quien quería repetir la hazaña de Hernán Cortes y a
quien lo pusimos en su lugar, del tamaño de un triste e ingenuo militar de
nombre Barradas de cuya mínima existencia, la historia lo olvidara. ¡Por eso se
me acusa¡. Por haber sido sorprendido en la batalla de San Jacinto y
encarcelado cerca de mi general Santa Anna, en los difíciles días en que fuimos
reos de aquellos embusteros y ambiciosos mercenarios, a quien días antes, había tenido el orgullo y
la satisfacción de haberlos fusilado cada uno de esos traidores, ocupando el
fuerte del Álamo, para que recordaran por siempre, que en este país, el quien
manda es el Presidente.
- ¿Y cual es su posición respecto al
gobierno del general Herrera?.
- Licenciado, como le dije al
principio de mi conversación no soy enemigo del gobierno de la República. Respeto a quien tenga la investidura de
Presidente de la República, ya sea por decisión del Congreso o por causa de la
revolución triunfante. Soy hombre de armas y no de ideas. Los militares sólo
somos militares que buscamos el bien del país, como ustedes los licenciados,
que buscan también, el bien de la patria.
- Lo entiendo Coronel. Pero necesito
conocer la situación personal que guarda con el Presidente Herrera, porque si
dice que conoce al general Santa Anna, es de todos conocido, que el presidente
no la lleva bien con su amigo el general.
- Así es licenciado. Es una historia
muy larga de contar. Santa Anna hace algunos años, encarcelo al hoy Presidente
por insubordinación y otras faltas graves a la disciplina militar; pero eso es
tiempo pasado, la última revolución, el Congreso desconoció como Presidente a
mi general y puso en éste lugar, al hoy Presidente, quien aprovechándose de su
posición política, cobro venganza, al encarcelar también a mi general.
- No creó que le vaya tan mal;
seguramente lo exiliaran del país en forma definitiva, lo desterraran a Cuba o
a Venezuela; al menos, que deciden fusilarlo.
- Posiblemente licenciado, sólo
quiero recordarle que mi general Santa Anna, no fusiló al hoy Presidente cuando
lo tuvo preso por insubordinación; le respetó la vida, porque ante todo, Santa
Anna es un hombre de honor, caballeroso, que sabe perdonar a sus enemigos y que
no guarda rencor a sus adversarios. Esperando ahora que pueda recibir el mismo
trato que en su momento dio al hoy presidente.
- ¿Veo que lo conoce?. – pregunto
Salcedo, esperando recibir de su contestación, quizás algún mensaje de su
anterior jefe.
- Claro que lo conozco licenciado. Y
por ese sólo hecho, se me acusa de ser enemigo del gobierno del Presidente
Herrera. ¡Pero falso¡. También conozco desde hace años al general Herrera y
también, le tengo las mismas consideraciones que tengo con cualquier militar de
rango más alto que el mío.
- ¿Cree Usted que el general Santa Anna regrese a
la presidencia de la República?. Aun pese a su condición de estar encarcelado y
en espera del juicio sumario que puede recaer en su persona.
- No solamente estoy convencido que
lo hará, sino que tengo la plena confianza, de que en poco tiempo así será. Mi
general se defenderá en forma convincente de cada una de sus acusaciones, le
aseguro que no será condenado a muerte, saldrá quizás desterrado a Cuba, pero
regresara a este palacio de gobierno, en menos de un año, para convertirse
aunque no lo crea, en su jefe.
- ¿Usted cree Coronel?. Aún con la última revuelta popular que se hizo en su
contra.
- Aún con todo eso, ¡Santa Anna
volverá a la presidencia. ¡Se lo aseguro¡. Sabrá perdonar a sus delatores, a
quienes lo traicionaron y lo arrojaron de la presidencia, como si fuera un bandido, un
traidor, un mentiroso.
El licenciado Salcedo se
quedo mirando al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal; reflexionando por un
instante la conveniencia o no de ayudar a ese militar. ¿Qué tal si efectivamente regresa Santa Anna
a la presidencia del país y me fusila por no haber ayudado a su amigo de
armas?. ¡Vaya¡. Pareciera que por alguna u otra casa, había que ayudar a ese
viejo militar, cuyas palabras eran convincentes, pero cuya negra historia y muy
cercana relación con el Benemérito de la Patria, le era una arma de doble filo.
- Coronel Gutiérrez, estudiare
personalmente su caso, tenga la seguridad que si encuentro elementos que le
permitan su reincorporación en el ejército, así será.
- Le agradeceré cualquier atención
que tenga a mi persona. Tenga la plena convicción que del favor que Usted me
haga, tendrá plena conocimiento mi general y amigo Antonio López de Santa Anna,
cuando éste salga de su injusto encarcelamiento y vuelva al lugar, de donde
vilmente lo sacaron.
Salcedo se quedó mirando
seriamente al Coronel Gutiérrez.
- No me refiero obviamente a la presidencia
licenciado, sino a su dignidad como General de División de nuestras fuerzas
armadas.
Cuando el Coronel Gutiérrez
se retiró de su oficina, luego del fuerte apretujón de manos; el licenciado se quedó
sólo, observando el paisaje azulado que le ofrecía aquella ventana; saco de la
cava aquella botella de licor y tomó por fin un trago, sintiendo el líquido
placentero del vino sobre su paladar y garganta, produciéndole instantáneamente
un momento placentero.
Algún presentimiento tenía,
de que debía ayudar a ese militar, sea cual fuera la responsabilidad en que
hubiere incurrido. La vida da tantas
vueltas, hoy estamos arriba y mañana abajo; quien me garantiza, que seguiré
toda mi vida en esta posición. ¿Qué tal si es amigo del general Santa Anna,
como dice serlo?. Algún contacto político con el Protector de Anáhuac, no podía
desaprovecharse. Quizás el favor que se le conceda al Coronel, pueda mañana
multiplicarse.
Salió de su privado y le
pidió al Oficial Gaudencio, tanto la hoja de servicios como el expediente del
Coronel Mario Melgar Gutiérrez y Mendizábal; había que estudiar el caso, había
que leerlo detalladamente, para entender, porque ese militar que tanto decía
amar al ejército, se encontraba fuera de la Corporación, deseando ahora, su
reincorporación. Después de todo, había que investigar, si en verdad o no,
tenía cercanía personal con el general Antonio López de Santa Anna.
El Oficial Gaudencio, con su
letra mano escrita, asentó el nombre de Melgar Gutiérrez y Mendizábal;
disponiéndose hacer entrega, lo más pronto posible, de la documentación que le
era solicitada.
En ese momento, Salcedo,
cansado de haber sostenido esa conversación y de dudar de la buena fe de ese
coronel, se distrajo por un instante de
su trabajo y recordó en lo que le dijera su amigo Martín Yáñez, el día que
visitaron la Casona de Tizapan. Ya no
pensó en los títulos de propiedad, en la compraventa misteriosa y en los dos o
cuatro millones de pesos que su jefe se había robado del erario público. En ese
momento, Jorge Enrique Salcedo pensó en Fernanda.
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