sábado, 6 de agosto de 2016

CAPITULO 3


Jorge Enrique Salcedo y Salmorán, se quedó pensando en la Casona de Tizapan, la hija del escribano, en los dos millones de pesos, en la posibilidad de denunciar anónimamente en el Siglo XIX, sobre una de las corruptelas más indignantes de su antiguo jefe, el general Antonio López de Santa Anna. Pero en verdad, es que Salcedo es un tipo inseguro de sí mismo, uno más de los tantos mexicanos que habitan en éste país, condenado a su miseria y a su destrucción; un país que ríe, llora y canta, que por momentos, su gente mata, roba y viola a cuanta mujer agradable a los placeres e instintos visuales humanos, pueden complacer a cualquier hombre, inclusive a los más justos. Un país alegre, donde la honestidad, la lealtad o el compromiso de servir a la patria, son sólo ideales de las personas más tontas e inocentes, que no entiende, o siguen sin entender, las reglas del juego, que un dios juguetón, por momentos cruel e incomprensible, impone al universo, para seguir jugando a la baraja en un país llamado México, donde el dolor de la desgracia, es una fiesta y un jubilo, para todos; donde pocos son los que ganan y donde todos, siempre pierden. Y Salcedo, sólo era un tipo más, un hombre anónimo, condenado a ser olvidado por la historia.

Aquella tarde, el Ministerio de Policía, Relaciones Exteriores y Gobierno, anuncio formalmente la captura del general Antonio López de Santa Anna; inmediatamente, el gobierno acordó para el día veintiséis de enero, se celebrase una misa de acción de gracias en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe; lugar donde se reuniría la alta burocracia del Supremo Gobierno, los integrantes de ambas Cámaras, los magistrados de las Cortes Suprema y Marcial, empleados de las asambleas departamentales, del Ayuntamiento de la Ciudad de México, prelados religiosos e inclusive, los académicos de la Universidad de México. La misa sería presidida por el Arzobispo Manuel Posadas; posteriormente, ante el desfile del batallón militar “Defensores de las Leyes”, nacido en la revolución popular de diciembre del cuarenta y cuatro, escoltarían al presidente interino general José Joaquín Herrera, a una función de gala, en el Teatro Nacional - antes Teatro Santa Anna – a presenciar, una obra, del gran dramaturgo, Calderón de la Barca. 

El general Antonio López de Santa Anna sería juzgado con arreglo a las leyes que en su momento juro lealtad y que en contravención a ellas, desobedeció, siendo ahora responsable del castigo que los jueces le impusiesen.  La acusación que bien podría formulase serían los veintidós años de constantes revueltas encabezadas bajo su negro liderazgo, de haberse rebelado en contra de varios gobiernos y sistemas establecidos; de haber faltado a su palabra de militar, de deshonrar a la Constitución y a las leyes que rigen la forma de gobierno; de haber tomado de su propia autoridad en contra de todas las reglas de justicia y moral, la comprobable cantidad de noventa mil pesos de las arcas del Departamento de Guanajuato; de evadir con sus ministros, el destino de los cuatro millones de pesos que el Congreso le autorizara para la excursión militar a Texas, los cuales, dicha soberanía popular, al exigirle una explicación del uso de los mismos, ordenó junto a sus lacayos, el general Canalizo y a don Manuel Crescencio Rejón, la disolución del Congreso.

Mientras eso ocurriría, el mismo día de la magna misa de acción de gracias y la verbena popular que encabezaría el Presidente Herrera en la tarde luego de la función de gala en el Teatro Nacional; el licenciado Salcedo se dispuso a quedarse en su oficina para seguir trabajando; siendo responsable por instrucciones de su amigo y jefe inmediato, del reclutamiento del Batallón de Defensores de las Leyes. Sin embargo, noto que luego de varias horas de espera, aquel militar retirado seguiría esperándolo, tal cual ansiaba tener entrevista con el joven funcionario. ¿Qué diablos quería ese señor?. ¿Había que dejarlo pasar para escuchar su petición?. Después de todo, como funcionario del Supremo Gobierno, tenía la obligación categórica de atender a cualquier ciudadano de la República, independientemente del gobierno, partido o facción que pertenecieren.

-       Licenciado, - dijo aquel viejo militar vestido de civil - necesito hoy más que nunca, de su comprensión, de su apoyo; ruego me escuche antes de cualquier determinación que tenga Usted que ejecutar sobre mi persona. Quiero que sepa, que contrario a lo que han dicho de mi los altos mandos a los que debo respecto y subordinación, no soy enemigo, ni de la republica a la que tanto me he esforzado y servido con dignidad y honor; y tampoco soy enemigo del Supremo Gobierno a quien he prestado mis servicios, independientemente del partido, la facción o el credo religioso que pertenezcan o haya pertenecido, aquellos gobernantes que han presidido los destinos de la patria.  Quiero anunciarle que he sido víctima de una acusación falaz, he sido destituido sin juicio alguna de mi investidura militar como Coronel del Ejército Mexicano, por el simple hecho de ser señalado sin prueba alguna, como simpatizante del anterior gobierno constitucional; poniendo en tela de juicio, mi lealtad hacía el Supremo Gobierno, de quien vos dignamente sirve.

Era la voz, del Coronel Mario Melgar Gutiérrez y Mendizábal; militar de carrera de treinta y ocho años de servicio; originario de Veracruz, pedía audiencia ante el mismo Presidente José Joaquín Herrera, quien ante constantes reiteradas solicitudes de entrevista con su Excelentísimo, se había negado a recibir. El Coronel Gutiérrez, luego de tocar puerta tras puerta, para solicitar su reincorporación en el Ejército, no había sido recibido por ningún funcionario del Supremo Gobierno, la debida atención y buen trato, ni siquiera, había contado con cinco breves minutos, donde pudiera exponer o mejor dicho, justificar las razones que le causaron su baja de la Corporación.



El licenciado, sólo escuchaba desde su escritorio aquel viejo y retirado militar; al fin y a cabo, los militares son expertos en el arte de la mentira, de la manipulación; tanto han engañado y robado al país; que es un secreto a todas voces, que ellos sólo han servido para saquear y robar al pueblo, inclusive hasta de aliarse con las gavillas de bandoleros que aterrorizaban los parajes solitarios y los distintos caminos a diversas plazas del país; simples traicioneros que en vez de defender a la república, atentan contra ella; tipos serviles que sólo les interesa defender sus fueros y a la institución más abominable de todos los tiempos, enemiga del pueblo y de la propia fe a la divinidad, la negra, no solamente por sus sotanas, sino por su historial oscuro y reprochable, quien dice llamarse: la Iglesia de Dios.

¿Por qué había que creerle a un hombre así?. Un militar vestido de civil, cuyo tono de voz parecía sincero; que acaso, los otros militares, no utilizaban las mismas palabras, de lealtad y honorabilidad; no era así Agustín de Iturbide, quien no se unió al insurrecto Hidalgo, que combatió a Morelos, que convenció al estúpido de Vicente Guerrero, para consumar aquello que decía, la “Independencia de México”; para luego erigirse, en soberano emperador y tener el atrevimiento, antidemocrático y soberbio, de disolver el Congreso.

¿Por qué había que creerle a ese tipo de militares, chaparritos y panzones, caricaturescos de los castrenses franceses o americanos; cuyo concepto de honor y lealtad a la Institución, dejaba mucho que decir. A ese tipo de malandrines que tanto hablaban de la república, formas de gobierno, federación y democracia; sin haber jamás leído a Tocqueville, a Rousseau, Montesquieu; que tanto admiraban a Napoleón Bonaparte, pero que perdían las batallas de la forma más estúpida y pendeja, como se perdió en Texas.

El licenciado Salcedo y Salmorán, sólo se dedico a escuchar lo que le decía aquel militar retirado; quizás, simulando que lo escuchaba, porque su cabeza, pensaba en otras cosas; posiblemente en la hija del escribano Fernanda, quien podía encontrarse en riesgo de casarse con cualquier otro hombre que no fuera él. Quizás el distinguido abogado, pensaba en sus alumnos de la Academia de Jurisprudencia; o bien, a lo mejor pensaba, en terminar de leer la “Democracia en America” de Alexander Torqueville, para tratar de entender, la forma de gobierno democrática, representativa y popular, del país vecino del norte.

- He servido con dignidad a la patria; si bien es cierto el comportamiento de algunos de mis compañeros no ha sido el correcto; créame abogado que el mío, ha tratado de ser ejemplar, leal con la causa de la independencia de nuestra patria y de la defensa de este suelo, al que orgullosamente pertenecemos. No me vea como enemigo de la republica, le insisto a Vos, que no soy adversario del Supremo Gobierno, púes a ella he servido, desde que por mi propia convicción y fe a la causa, me uní al Plan de Iguala que logró la independencia de nuestra patria;

Sólo reía el abogado silenciosamente, si aquel militar era originario de Veracruz, seguramente conocía al Benemérito de la Patria, se había unido seguramente al Plan de casa de Mata que derrocaría a Iturbide; habría hecho otras cosas, quizás igual de indignantes pero trascendentales en la historia contemporánea del país, a lo mejor, había participado en la disolución del Congreso y no al de la época de Iturbide, sino a lo mejor el Congreso constituyente de 1842, que tantas expectativas de cambio nacional dió, pero que fuera traicionado y sustituido en forma vergonzosa por una “Junta de Notables” que en forma despótica, fueran designados por aquel distinguido insurgente Nicolás Bravo.

¿Qué cosas podía seguir pensando aquel joven funcionario, cuyo copa de alcohol escondía la cava de sus libreros, que sólo dejaba pasar los minutos para llegar a la Escuela de Jurisprudencia y enseñarle a los alumnos, como debía de amarse a la patria; que podía esperar aquel abogado, que dejaba transcurrir el tiempo, en la espera ansiosa de absorber un trago y sentir con ello, un instante de felicidad; un lapso momentáneo que le permitiera recordarle, que la vida, era o mejor dicho, debía de ser interesante.

Sólo escuchaba el abogado, tan sólo seguía escuchando, oyendo murmullos, tratando de concentrar su mente, en cada palabra que le decía el militar retirado, sin prejuzgar el contexto político de la honorabilidad y lealtad que decía defender – Su señoría, no lo tome a mal, - alcanzaba escuchar de la voz del militar retirado - dispénseme que lo distraiga de sus múltiples ocupaciones; no es una falta de respeto a su digna investidura; pero quiero que sepa que yo era militar desde antes de que Usted naciera; yo era militar desde que Usted era un niño; yo era un militar, desde antes de que usted llegara; y quiero que sepa, que es mi máximo anhelo seguir siendo toda mi vida un militar, quiero que me ayude; es por ello que confió en su integridad e imparcialidad; en su actitud imparcial y justa, que como observo en su Señoría, inspira ese espíritu justo, que es muy difícil ver a quienes como Usted, presta sus servicios en el Gobierno.

-       Muchas gracias por sus palabras Coronel, no dudo de la honestidad y de esa lealtad que usted dice tener; deme el tiempo suficiente para estudiar su situación y resolverle en todo caso, si está dentro de mis atribuciones encomendadas, para darle una solución a su problema.

-       Créame licenciado, que le estaré eternamente agradecido, yo le aseguro que si investigara pormenorizadamente mi vida en el Ejército, no encontrara en mi historial, algún antecedente que denigre mi paso por la Corporación; yo le garantizo que no se arrepentirá, de ayudar a su servidor, que lo único que pide de esta Institución a la que he servido por tantos años, justicia, solamente justicia, mi Señor.

-       Tenga la seguridad Coronel, que no puedo prometerle nada de lo que quizás Usted pretenda, más que el compromiso de mi parte, de estudiar su situación y ponerlo a consideración, si fuera posible, del mismísimo Presidente de la Republica.

Porque había dicho esas palabras el licenciado Salcedo y Salmorán; porque se había comprometido a estudiar un caso en concreto, teniendo otras ocupaciones mucho más importantes; quizás muy en el fondo de su alma, había cedido a las palabras del Coronel Gutiérrez y quería creer que dentro de esa bola de tipejos generales con los que trabajaba, existían o podían existir, militares de carrera, dispuestos a defender el honor de las instituciones republicanas.

¿Qué difícil pensar en esos ideales, en un país, donde el rumor, siempre tiene algo de verdad. Alguna vez, tuvo conocimiento que ese mismo Coronel, era miembro de la gavilla de bandoleros presidida por un tal Ignacio Cienfuegos.

-       Licenciado Salcedo, salí del ejército – abogando para si mismo el Coronel Mendizábal – por que me tienen identificado, como gente de mi general Santa Anna. No niego mi lealtad y amistad hacía el distinguido protector de la patria, a quien tengo orgullosamente el honor de conocer desde hace más de treinta años y de haber combatido junto con el, en importantes campañas militares, que han dado orgullo y prestigio, a nuestros regimientos de soldados.

¿Pero cual orgullo militar?. Pensaba entre si Jorge Enrique. ¿Que campañas militares?. … Tampico, Texas, Veracruz.

-       ¡Tampico, Texas y Veracruz¡; - exclamado el Coronel en voz alta, como si leyera el pensamiento del Licenciado -  Frente a los españoles en el 28, los piratas americanos en el 36 y los franceses en el 38.  Frente a ellos, combatí al lado de mi general Santa Anna, quizás teniendo errores en los frentes militares, pero con el orgullo, la dignidad y la valentía que distinguen al general y a sus leales soldados. ¿Por eso pido a usted licenciado, de la maneras más gentil y humilde que pueda tener su servidor a Vos, que pueda ayudarme en mi caso y ordene, si tiene las facultades para ello y si la verdad y la justicia lo iluminan, de incorporarme nuevamente en el servicio.
-       ¿Pero porque quiere incorporarse nuevamente en el servicio?. 38 años de servicio en el ejército, no le ameritan irse a su casa a descansar.
-       No licenciado, no me siento tan viejo para irme a mi casa, no soy militar para morirme en la cama de mi casa de cualquier diarrea o dolor estomacal; soy militar para morirme donde deben morirse, a las personas que como yo, eligen la noble profesión de las armas, ¡en el campo de batalla¡, en defensa de mi patria, de mi país, de mi gente.

El abogado Salcedo y Salmorán, se quedó pensando en cada palabra que le decía el Coronel. Aún no lo convencía su retórica castrense que alardeaba su convicción y valentía en la defensa nacional. Necesitaba algún otro argumento, que decidiera de una vez por todas, conocer su situación jurídica, para valorar su reincorporación en el ejército.

-       Le insisto licenciado, salí expulsado del ejército, no mediante un juicio ante el Fuero de Guerra, que como militar que soy tenía derecho a soportar las injustas acusaciones que me formularon, para poderme defender de cada una de ellas y poder demostrar no solamente la falsedad de las mismas, sino mi honorabilidad de militar. Salí del ejército, no por que hayan encontrado en mi historial laboral, ser el ejecutor de más de trescientos fusilamientos injustificados, de enemigos de la nación, gente sin escrúpulos que no tenían el mínimo respeto a la investidura del gobierno de la República y que de la noche a la mañana, por decreto o por los oscuros intereses de ciertos gobernantes, les llaman hasta mártires o inclusive, hasta el cinismo de decirles héroes nacionales. ¡No licenciado¡. Sali del ejército, no porque fuera el militar más malo del mundo, ni por imponer la disciplina de mi tropa a sangre y a fuego; ni mucho menos por desconocer al Congreso ni a la investidura de presidente Herrera: ¡Salí arbitrariamente del ejército, por ser gente de mi general Santa Anna. Por la casualidad de haberlo conocido desde que fuimos cadetes en el Regimiento de la Reina en Veracruz hace treinta y ocho años,  al servicio de mis entonces generales Arredondo y Dávila; por estar bajo las ordenes de mi amigo y general Santa Anna, en las campañas militares de Tampico donde derrotamos a quien quería repetir la hazaña de Hernán Cortes y a quien lo pusimos en su lugar, del tamaño de un triste e ingenuo militar de nombre Barradas de cuya mínima existencia, la historia lo olvidara. ¡Por eso se me acusa¡. Por haber sido sorprendido en la batalla de San Jacinto y encarcelado cerca de mi general Santa Anna, en los difíciles días en que fuimos reos de aquellos embusteros y ambiciosos mercenarios,  a quien días antes, había tenido el orgullo y la satisfacción de haberlos fusilado cada uno de esos traidores, ocupando el fuerte del Álamo, para que recordaran por siempre, que en este país, el quien manda es el Presidente.

-   ¿Y cual es su posición respecto al gobierno del general Herrera?.

-   Licenciado, como le dije al principio de mi conversación no soy enemigo del gobierno de la República.  Respeto a quien tenga la investidura de Presidente de la República, ya sea por decisión del Congreso o por causa de la revolución triunfante. Soy hombre de armas y no de ideas. Los militares sólo somos militares que buscamos el bien del país, como ustedes los licenciados, que buscan también, el bien de la patria.

-   Lo entiendo Coronel. Pero necesito conocer la situación personal que guarda con el Presidente Herrera, porque si dice que conoce al general Santa Anna, es de todos conocido, que el presidente no la lleva bien con su amigo el general.

-   Así es licenciado. Es una historia muy larga de contar. Santa Anna hace algunos años, encarcelo al hoy Presidente por insubordinación y otras faltas graves a la disciplina militar; pero eso es tiempo pasado, la última revolución, el Congreso desconoció como Presidente a mi general y puso en éste lugar, al hoy Presidente, quien aprovechándose de su posición política, cobro venganza, al encarcelar también a mi general.

-   No creó que le vaya tan mal; seguramente lo exiliaran del país en forma definitiva, lo desterraran a Cuba o a Venezuela; al menos, que deciden fusilarlo.

-   Posiblemente licenciado, sólo quiero recordarle que mi general Santa Anna, no fusiló al hoy Presidente cuando lo tuvo preso por insubordinación; le respetó la vida, porque ante todo, Santa Anna es un hombre de honor, caballeroso, que sabe perdonar a sus enemigos y que no guarda rencor a sus adversarios. Esperando ahora que pueda recibir el mismo trato que en su momento dio al hoy presidente.

-   ¿Veo que lo conoce?. – pregunto Salcedo, esperando recibir de su contestación, quizás algún mensaje de su anterior jefe.

-   Claro que lo conozco licenciado. Y por ese sólo hecho, se me acusa de ser enemigo del gobierno del Presidente Herrera. ¡Pero falso¡. También conozco desde hace años al general Herrera y también, le tengo las mismas consideraciones que tengo con cualquier militar de rango más alto que el mío.

-   ¿Cree Usted que el general Santa Anna regrese a la presidencia de la República?. Aun pese a su condición de estar encarcelado y en espera del juicio sumario que puede recaer en su persona.

-   No solamente estoy convencido que lo hará, sino que tengo la plena confianza, de que en poco tiempo así será. Mi general se defenderá en forma convincente de cada una de sus acusaciones, le aseguro que no será condenado a muerte, saldrá quizás desterrado a Cuba, pero regresara a este palacio de gobierno, en menos de un año, para convertirse aunque no lo crea, en su jefe.

- ¿Usted cree Coronel?. Aún con la última revuelta popular que se hizo en su contra.

-   Aún con todo eso, ¡Santa Anna volverá a la presidencia. ¡Se lo aseguro¡. Sabrá perdonar a sus delatores, a quienes lo traicionaron y lo arrojaron de la presidencia, como si fuera un bandido, un traidor, un mentiroso.

El licenciado Salcedo se quedo mirando al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal; reflexionando por un instante la conveniencia o no de ayudar a ese militar.  ¿Qué tal si efectivamente regresa Santa Anna a la presidencia del país y me fusila por no haber ayudado a su amigo de armas?. ¡Vaya¡. Pareciera que por alguna u otra casa, había que ayudar a ese viejo militar, cuyas palabras eran convincentes, pero cuya negra historia y muy cercana relación con el Benemérito de la Patria, le era una arma de doble filo.

-   Coronel Gutiérrez, estudiare personalmente su caso, tenga la seguridad que si encuentro elementos que le permitan su reincorporación en el ejército, así será.
-   Le agradeceré cualquier atención que tenga a mi persona. Tenga la plena convicción que del favor que Usted me haga, tendrá plena conocimiento mi general y amigo Antonio López de Santa Anna, cuando éste salga de su injusto encarcelamiento y vuelva al lugar, de donde vilmente lo sacaron.

Salcedo se quedó mirando seriamente al Coronel Gutiérrez.

-  No me refiero obviamente a la presidencia licenciado, sino a su dignidad como General de División de nuestras fuerzas armadas.

Cuando el Coronel Gutiérrez se retiró de su oficina, luego del fuerte apretujón de manos; el licenciado se quedó sólo, observando el paisaje azulado que le ofrecía aquella ventana; saco de la cava aquella botella de licor y tomó por fin un trago, sintiendo el líquido placentero del vino sobre su paladar y garganta, produciéndole instantáneamente un momento placentero.

Algún presentimiento tenía, de que debía ayudar a ese militar, sea cual fuera la responsabilidad en que hubiere incurrido.  La vida da tantas vueltas, hoy estamos arriba y mañana abajo; quien me garantiza, que seguiré toda mi vida en esta posición. ¿Qué tal si es amigo del general Santa Anna, como dice serlo?. Algún contacto político con el Protector de Anáhuac, no podía desaprovecharse. Quizás el favor que se le conceda al Coronel, pueda mañana multiplicarse.

Salió de su privado y le pidió al Oficial Gaudencio, tanto la hoja de servicios como el expediente del Coronel Mario Melgar Gutiérrez y Mendizábal; había que estudiar el caso, había que leerlo detalladamente, para entender, porque ese militar que tanto decía amar al ejército, se encontraba fuera de la Corporación, deseando ahora, su reincorporación. Después de todo, había que investigar, si en verdad o no, tenía cercanía personal con el general Antonio López de Santa Anna.

El Oficial Gaudencio, con su letra mano escrita, asentó el nombre de Melgar Gutiérrez y Mendizábal; disponiéndose hacer entrega, lo más pronto posible, de la documentación que le era solicitada.

En ese momento, Salcedo, cansado de haber sostenido esa conversación y de dudar de la buena fe de ese coronel,  se distrajo por un instante de su trabajo y recordó en lo que le dijera su amigo Martín Yáñez, el día que visitaron la Casona de Tizapan.  Ya no pensó en los títulos de propiedad, en la compraventa misteriosa y en los dos o cuatro millones de pesos que su jefe se había robado del erario público. En ese momento, Jorge Enrique Salcedo pensó en Fernanda.


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