lunes, 17 de octubre de 2016

CAPITULO 66


La paz durara muy poco. Reflexiono Santa Anna cuando se percató que esos días debían de ser aprovechados para fortalecer sus líneas defensivas, rehacer un censo de su estado de fuerza, planear un golpe certero que le permitiera expulsar a los americanos del valle de México, para si bien, o ganar la guerra o quizás retrasar en lo más que pudiera la derrota militar de México; el generalísimo también llegó a pensar, que de vencer a los americanos, independientemente de los títulos y honores militares a la que se hiciera merecedor, los americanos quizás esperarían esos días de tregua para recibir refuerzos. Cabía la posibilidad de que estuvieran derrotados; finalmente ellos estaban en un territorio desconocido. ¡México no¡.

Claro que lo sabía Scott, su tropa había pasado grandes obstáculos para llegar al Valle de México, lograron resistir al clima de Veracruz, pese a que cientos de sus soldados no pudieron resistir algunas enfermedades muy típicas del trópico mexicano; lograron a vencer en Cerro Gordo, batalla fundamental que le permitió a su ejército ganar la confianza sobre la vialidad de su campaña militar; logró sobornar a la gavilla de bandoleros que asaltaban los caminos de Veracruz - México, para que estos nos les hiciera daño a sus soldados y si en cambio les sirvieran para protegerlos de cualquier ataque guerrillero; salió avante de las 1500 bajas de los soldados americanos que se les había acabado su contrato; pudo ganar diplomáticamente la plaza de Puebla, sin disparar un solo tiro, tan sólo convenciendo a los clérigos sobre la pacifica invasión que estaba llevando a cabo; la suerte o mejor dicho, la Divina Providencia,  le había favorecido en Padierna y Churubusco; ahora, no debía desaprovechar esa pequeña tregua, para reforzar tanto de víveres como de efectivos a sus soldados.  Debía aprovechar lo dicho por el artículo séptimo del armisticio celebrado y entrar de una vez, a la Ciudad de México.

Al mismo tiempo que el gobierno mexicano designaba a José Joaquín Herrara, quien mejor que él expresidente mexicano, que había sido derrocado un año antes por un golpe militar, quien mejor conocía los antecedentes políticos de la guerra, para negociar la paz; éste más, acompañado de los licenciados José Bernardo Couto, Miguel Atristain y don Ignacio Mora Villamil, así como del interprete José Miguel Arroyo, para llevar a cabo las conversaciones de paz, en el poblado de Azcapotzalco, donde se encontraba el Señor Trist, representante del Gobierno de los Estados Unidos de América.



¡Mientras negocias avanzas¡. Winfield Scott había recibido en manos del agente especial James Thompson, los mapas de la Ciudad de México, en ellos se describía, la plaza de armas: Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana; donde se encontraban las iglesias y los conventos, algunos edificios públicos y residencias, la Alameda y otros rincones de la Ciudad; esos mapas señalaban también, hasta los lugares de vicio, donde se frecuentaban la peor calaña de la sociedad mexicana, léperos y prostitutas, que podían convertirse en un factor de riesgo que podía aprovechar su contrincante; Scott siguió observando esos planos, los cuales señalaba también, donde se encontraba el mercado y los principales establecimientos mercantiles donde podía adquirir víveres para sostener a su tropa. No lo dudo. Entrar a la ciudad de México en tiempos de paz, era una brillante oportunidad para realizar una inspección y prever con anticipación, que lugares podía ocupar ante una futura y segura invasión, tan pronto se interrumpiera las platicas de paz e iniciarán nuevamente las hostilidades.

Tardo tiempo en convencer al responsable de la garita de Niño perdido, dejar entrar a cien carros americanos, quien escudados en la bandera blanca y en lo dispuesto en el artículo séptimo del tratado de la tregua, pudieron entrar a la Ciudad de México. “El ejército americano no impedirá con violencia el paso del campo á la ciudad de México para los abastos ordinarios de alimentos necesarios para el consumo de sus habitantes  ó del ejército mexicano que se halle dentro de la ciudad, ni las autoridades mexicanas civiles ó militares harán nada que obstruya el paso e víveres a la ciudad ó de campo, que necesite el ejército americano.”. ¡que estupidez de los mexicanos¡. Dicho precepto facultaba a los americanos que estaban en el campo, ir a la ciudad, bajo pretexto de abastecerse de alimentos; como si también, el ejército mexicano, pudiera desplazarse del campo, también a su propia a ciudad, también abastecerse de alimentos. ¡Una gran imbecilidad?. Pero más aún lo fue, cuando el oficial responsable de defender la garita de Niño Perdido, fue convencido de que debía aceptar lisa y llanamente lo firmado por el general Santa Anna, permitiendo la entrada de esos cien carros americanos.



Ante la mirada incrédula de los habitantes de la ciudad; por vez primera en la historia de México, las calles de su ciudad, eran pisadas por otro ejército que no fuera el de Santa Anna, Bustamante, Victoria, Iturbide; estos eran los soldados del ejército invasor, hombres altos, güeros, que observaban con curiosidad, los edificios de la Ciudad; los cientos de miradas incrédulas que los veían pasar, tras aquella bandera blanca que escondían disimuladamente, su verdadera insignia.

Muy pronto el general Tornel, responsable del Ayuntamiento de la Ciudad de México, le fue informado que más de cien carros americanos habían ingresado a la Ciudad; con el pretexto de abastecerlos de alimentos, al menor trescientos soldados americanos, caminaban por las calles de plateros, abasteciéndose de pan, frutas, verduras, trigo; otros más, caminaban frente a la catedral Metropolitana y el Palacio Nacional, como si fueran turistas.

-       ¡Quien los dejo entrar¡. – El gesto de indignación era justificado. Solo un militar imbécil, se le había ocurrido dejar entrar esa expedición supuestamente pacifica, al mero corazón de la república mexicana. Los informes que después recibió el general Tornel, es que los soldados “visitantes” del ejército americano, venían en son de paz, con la bandera blanca y desarmados, con la única intención de proveerse de alimentos.

¿Qué hacer?. Horas angustiantes que había que tomar una decisión. La primera de ellas, comunicárselo en forma inmediata al general Santa Anna, para que este instruyera lo conducente. ¿Qué diablos le iba a responder el generalísimo cuando se enterara de la absurda pregunta?. ¡Pendejos¡. Yo no los deje entrar, ni elabore el tratado; que no pensaron en eso. ¡Cómo puedo estar rodeado de gente tan pendeja¡.

Inmediatamente los soldados acuartelados en el Palacio Nacional, esperaron la señal de ataque, para sacar a punta de balazos a tan polémicos visitantes; pero la señal no se recibió; ni en ese minuto, ni en lo sucesivos; los americanos estaban en su legítimo derecho de llegar a la plaza del Volador, para comprar los alimentos que estos quisieran; los suficientes para llenar esos cien carros y regresar a su posición, de la que nunca debieron de haber salido, para darles de comer a por lo menos ocho mil soldados americanos hambrientos; que si bien, no pudieron haber sido derrotados en la Padierna y en Churubusco, si los pudo haber vencido el hambre.

-       ¡Por ningún motivo disparen¡. Fue lo único que ordeno Santa Anna, no había que disparar a esos americanos provocadores, sonrientes, algunos de ellos, no resistieron la tentación de visitar la catedral metropolitana, otros más, llegaron a la Alameda, donde estacionaron a gran parte de sus caballos, para que con la mierda de estos, ensuciaran una de las plazas más bellas de la Ciudad; ahí estaban los muy cínicos, recibiendo algunos suspiros de  algunas señoritas mexicanas, que no daban crédito que pudieran existir determinados tipos de hombres, de una fisonomía muy distinta a la mexicana.



La comisión se instaló y junto con ella, el tratado de paz propuesto por el gobierno americano. Once artículos nada más. México cedía todo el territorio de Texas, Nuevo México, parte de Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua, Sonora, la Alta y la Baja California; así como también el libre tránsito de personas y mercancías por el istmo de Tehuantepec. ¡Bonita propuesta de los americanos¡. ¡Era una propuesta de paz o un acto de bandidaje¡.  El expresidente José Joaquín Herrera, con toda la elegancia que lo distinguía, se atrevió a responder que dicha propuesta, excedía mucho más allá, de las causas que habían originado la guerra y que en ese caso, había sido el reconocimiento de la republica mexicana, a la anexión de Texas a la Unión Americana. Situación que había provocado la guerra y que en todo caso, a eso debía de limitarse la discusión.

Jorge Enrique Salcedo Salmorán fue testigo de las conversaciones de paz celebrada entre la comisión mexicana y la representación diplomática del Gobierno de los Estados Unidos. Llevada a cabo en el pueblo de Azcapotzalco, territorio neutral donde no habían tropas mexicanas y americanas en hostilidades, donde se llevaría a cabo, las conversaciones de paz que resolverían las diferencias entre ambas naciones, desde ahí Trist, con todos los plenos poderes que le había otorgado el presidente Polk, se dispuso a negociar, uno de los tratados internacionales mas importantes en la historia de su país.



Mientras eso ocurría, una centena de léperos mexicanos, comenzaron a insultar a los soldados americanos, quienes empezaron a recibir de estos las piedras que les aventaban. ¡Gringo¡. ¡Gringo¡.  Que traducido al español, era “vete verde”, que se largaran de ese lugar esos soldados invasores, que en complicidad con el gobierno mexicano vende patrias, habían tolerado el ingreso de los americanos, al corazón de México; donde habían quedado las ordenes de defender con todo la Ciudad, si el muy vende patrias de Santa Anna, ahora ordenaba no efectuar ni un solo tiro, para que transitaran libremente esos americanos jijos de puta.

 No es de honor, disparar a un ejército desarmado, que entra a la ciudad, legitimado por una tregua y por una causa humana como lo son los alimentos. No era tampoco nacionalista, ético, ni conveniente, permitir que esos americanos, entraran a la ciudad como lo habían hecho, amparados por un supuesto armisticio, que les concedía hasta facultades cínicamente de espías, permitiéndoles estos a entrar.

Pronto a la altura de Santo Domingo, la muchedumbre empezó a protestar, gritando mueras al gobierno y a Santa Anna, incitando también a seguir insultando a los americanos. – ¡Es una provocación que no entienden¡. Gritaba Tornel a sus oficiales, haciéndoles entender que se estaban llevando las platicas de paz, que de iniciar cualquier hostilidad en contra de los americanos, eso legitimaría a los invasores para desconocer la tregua y de una vez por todas, concluir la guerra con la conquista de México. ¡Claro que la muchedumbre no lo entendió¡. Pero lo que se estaba viviendo en esos minutos, era nada menos y nada más, que la sobrevivencia de la patria; ante una comitiva de diplomáticos invasores dispuestos a conquistar todo México y si no al menos la mitad de éste, y de al menos ocho mil soldados perfectamente armados, en espera de efectuar el ataque final a la ciudad de México. ¡No disparen¡. Era una orden sensata, por muy incomprendida que fuera; por muy vende patrias y traicionera, los soldados mexicanos, nada hicieron para contrarrestar esa provocación de sus enemigos; su triste papel consistió, únicamente en servir de escolta de los propios americanos, para que la muchedumbre, ya para esa hora, miles de civiles inconformes, nada les hiciera.

Las noticias de la ocupación de la Ciudad de México habían llegado al poblado de Azcapotzalco, donde las pláticas fueron suspendidas, bajo pretexto de que los americanos habían interrumpido su promesa de sujetarse a la tregua; ¡era falso¡. Respondió Trist, algún malentendido, mientras eso ocurría en la mesa de dialogo, a cientos de leguas, los soldados mexicanos plenamente armados, salen a escoltar a los americanos, de que estos no siguieran recibiendo pedradas de una turba enardecida, dispuesta a linchar al primer americano que se dejara capturar.



Santa Anna vuelve a despotricar por lo ocurrido en la Ciudad. Para colmo, se me va atribuir semejante torpeza; van acusarme de traidor y solapador, cómplice y de otras marrullerías, a causa de mis subordinados cretinos, incapaces de resolver conflictos, pero si, de meterme en los problemas más tontos y absurdos. Dos mil quinientos soldados mexicanos, salieron a las calles de la Ciudad, para defender a trescientos soldados americanos trasladados en cien carros, repletos de alimentos; que pudieran ser víctimas de esa turba espontánea, que ya rebasaba al menos, a los treinta mil habitantes. ¡la situación debía de controlarse¡. No había que efectuar ningún disparo¡. Convencer al pueblo de México, que la presencia de los soldados americanos en las calles de la ciudad, obedecía a razones humanitarias; muy cuestionadas, pues en una guerra cruel, que razón humanitaria podía existir, reprochable e inmoral, era garantizarles la comida, a los soldados invasores, que meses antes había matado a fuego y hambre, a sus compatriotas los veracruzanos.

También llegó el general José Joaquín Herrera, quien proveniente de Azcapotzalco, se reportó inmediatamente con el general Tornel para sumarse a esa muralla de soldados mexicanos, que escoltaban a los defensos americanos. Dentro de la tensión, José Joaquín Herrera comunicó a la representación militar de aquellos inoportunos visitantes, que los alimentos serían entregados en la noche, tan pronto fueran calmadas las pasiones de la plebe enardecida; ofrecía su palabra y su buena voluntad de encontrar una paz digna, con el menor numero de bajas para ambos ejércitos.

Los soldados americanos huyeron de la ciudad, algunas de sus carretas fueron abandonadas dentro de la ciudad; posteriormente en la noche, como lo garantizo el expresidente Herrera, fueron trasladadas a la garita de Niño Perdido, para que ahí las recogieran los invasores, haciéndoles a estos la cordial invitación, de ser más discretos en sus próximas visitas a la ciudad, para no herir la sensibilidad del pueblo mexicano, ni tampoco, generar malas interpretaciones a las promesas contraídas, como se había hecho horas antes.

A las cinco de la tarde, fue informado Santa Anna de que el incidente había sido superado. Entonces el general, no había calmado su pésimo estado de humor, para otra vez volver a profanar una serie encadenada de insultos, a todos sus subordinados, por haberle metido en ese problema, que lo hacían cuestionar una vez más, sobre su honorabilidad. Los oficiales mexicanos, callados y con la mirada baja, solo se limitaron a escuchar y recibir tan justo regaño.


El daño estaba hecho. Sobre el escritorio de Scott, se recibió el parte de novedades, la descripción sucinta y pormenorizado de cada uno de los edificios de la Ciudad de México. La visita coincidía con los planos presentados por James Thompson; los mexicanos más peligrosos, eran los rufianes de Santo Domingo, los que habían provocado todo el desmane; a ellos había que controlarlos, pidiendo el apoyo de mas efectivos americanos, los más despiadados, los ranger’s de Texas; cuya única misión serviría para contrarrestar a dichos sujetos.

Santa Anna también sobre su escritorio, no descanso de seguir efectuando regaño tras regaño; al estúpido de Tornel, al imbécil de la garita de niño Perdido, por haber permitido la entrada; a todo el mundo culpo de semejante e infantil error; después de haberlo hecho, instruyo que de forma simulada, salieran los respectivos correos a las distintas plazas de la república mexicana, para ordenar el inmediata traslado de tropas a la ciudad de México; satisfactoriamente respondió el Batallón de San Blas, proveniente de Tepic, reforzaría la ciudad con cuatrocientos soldados veteranos al mando del teniente coronel Santiago Xicontecatl; del mismo modo, el generalísimo ordeno al Director del Colegio Militar Mariano Monterde, se sirviera reforzar las faldas de Chapultepetl, así como el camino de Tacubaya a Chapultepetl, donde pudieran entrar los americanos. Debían de seguirse reforzando la ciudad, ante la inminente posibilidad de que las pláticas de paz fracasaran y se iniciara de nueva cuenta, la guerra.

-       Salcedo – dijo Santa Anna cuando vio al abogado, luego de escuchar de este, el informe del primer día de conversaciones de paz entre México y Estados Unidos.
-       Quiero mi dinero. ¡Vaya con Amparo Magdalena y dígale de mi parte, que me haga entrega de mis títulos de propiedad.

Salcedo respondió que si. Inmediatamente se trasladaría al poblado de Tizapán para solicitarle a tan bella dama, la devolución de los títulos de propiedad del general Santa Anna; era una orden suya que tenía que cumplir. ¡Si general¡. – No regrese sin ellos, hoy más que nunca la patria los necesita. ¡Si general¡. ¡Necesito mis títulos de propiedad para cualquier emergencia.




Santa Anna encerrado dentro del cuartel militar del Palacio Nacional, pensó una y mil cosas; mexicanos cobardes y traidores, soldados imbéciles, un tesoro escondido y custodiado quizás por soldados y gavilleros, muertos de asfixia, enterrados vivos, en lo que llamaban “La boca del diablo”; ¿Ahora qué?. Ante cualquier llegada del ejército americano a la Ciudad de México, debía de garantizarse santa Ana su subsistencia para fugarse del país, de la ciudad o de donde fuera; adquirir una casa y efectuar mayores inversiones para posteriormente regresar; debía de recuperar sus títulos de propiedad, porque eso le representaba mayor dinero a su empobrecido patrimonio. Si era necesario, se los pediría a Amparo Magdalena de rodillas, se abstendría de sus proposiciones y amenazas de poseerla, a cambio de recibir esos documentos que con su dinero y servicio a la patria, los había comprado y que ahora, más que nunca los necesitaba.

Jorge Enrique Salcedo y Salmorán se dispuso abandonar la Ciudad de México y salir con una pequeña escolta de cinco soldados, al  rumbo de tizapan, para entrevistarse como Amparo Magdalena y solicitarle a esta, la entrega de los títulos de propiedad. ¡Era una orden que día de cumplirse, de quien en esos momentos, le pesara a quien le pesara, representaba no nada mas al Supremo Gobierno, sino a la patria entera.

Tenía que hacerlo. Porque de no cumplir con dicho mandato; Jorge Enrique incurriría, en el peor acto de deslealtad a quien había sido su jefe, su mentor, su padre político, su héroe nacional.