-
¡Que
gusto verlo Coronel¡.- Exclamo el
Escribano al verse sentado frente al Coronel Martín Yáñez.
El Coronel Yáñez sólo hizo una mueca que denotaba,
su aberración hacía ese tipo. Tenía que hacerle unas preguntas respecto a sus
gestiones en la legalización de la escritura que días antes había firmado, del
mismo modo, tenía que pedirle cuentas respecto a los títulos de propiedad y
garantizar la discrecionalidad de los dos millones de pesos escondidos en las
cuevas de la Barranca del Moral, pero lo más importante, tenía que tratar el
asunto de su amigo Enrique Salcedo.
Cuando Yáñez se dispuso a preguntarle al escribano,
el carruaje comenzó andar, siendo este escoltado por el oficial Gaudencio y dos
soldados más.
-
¿Qué
razón me tiene respecto a la legalización del asunto de mi general Santa Anna.
-
Precisamente
del juzgado vengo Coronel, estoy haciendo las gestiones conducentes únicamente
para que la autoridad judicial convalide el acto con su respectiva
intervención, y así, darle mayores seguridades al general Santa Anna sobre la
autenticidad del acto.
Para esos momentos el carruaje estaba cruzando la
calle de los Plateros, frente al Convento de San Francisco; entonces Yáñez
pensó dentro de si, que aquel acto, realmente era una farsa, tenía razón
Salcedo, no se necesitaba ser abogado para darse cuenta que todo era una farsa.
Que el único que saldría ganando de ese negocio inmoral, sería el mismo
escribano, cuyos principios le eran mucho más indignantes y desleales que los
suyos propios.
-
Llevara
a los más una semana Coronel – en forma demasiada segura aseveró el escribano –
créame que si he tenido demora alguna, no ha sido por mi culpa; ha sido el juez
suplente quien ha puesto algunas observaciones sobre este asunto en particular.
-
¿Qué
le ha dicho?.
-
¡Nada¡.
Pero con sus actos me ha demostrado que no está muy convencido de la
legalización del acto; manifiesta una serie de argucias jurídicas para no
intervenir en el contrato celebrado con el general Santa Anna, pero le hecho
saber, que se trata de una orden de Su Alteza.
-
¿Quién
es ese juez?.
-
Es
el licenciado Alfonso Villarejo; es un joven muchacho inexperto, realmente no
es el titular del juzgado, el Juez es Su Señoría Pedro Manuel Vázquez
Goroyteza, amigo mío de muchos años, pero ha de entender que el estado de salud
en que se encuentra Su Señoría, no le ha permitido absorber en forma directa
este asunto, por lo que se lo ha encomendado al señor Villarejo.
Ese informe obviamente le
genero un instante de preocupación al Coronel Yáñez, nadie absolutamente nadie
debía de saber sobre esa extraña compraventa. El escribano había cometido un
error, al haberle depositado la confianza de legalizar ese acto en ese juzgado
y más con ese Juez Vázquez Goroyteza, quien a su vez, se lo había encargado al
tal Villarejo. Esto ocurría, cuando aquel carruaje paseaba por la Alameda,
cerca de la casa del Hospicio y del Palacio de la Acordada.
-
Don
Alfonso, nadie absolutamente nadie, debe saber sobre los actos de mi general Santa
Anna, y menos en estos momentos en que se encuentra la situación política del
país. Como entonces, pudo tener el atrevimiento o la absurda estupidez de
encomendárselo a ese Juez.
-
No
tiene por qué preocuparse Coronel, conozco mi trabajo y el del Juez Vázquez
Goroyteza; no tiene por qué suponer que habrá una indiscreción de Su Señoría,
respecto a ese negocio que vos y yo conocemos.
-
Pero
no me acaba de decir que un tal Villarejo había objetado el contrato.
-
Si
así es, pero eso no implica que aquel joven sea un traidor, puede ser un aliado
nuestro; es un joven inteligente al cual si ayudamos, el también nos ayudara.
Yáñez se quedo sólo pensando,
en la confiabilidad de aquel escribano, cuya desconfianza le seguía teniendo.
Pero el que no podía, negarle su capacidad persuasiva y a veces, hasta
manipuladora.
Aprovecho el momento para
informarle también, que el general Antonio López de Santa Anna ya había
entablado comunicación epistolar con él. Encargándole que los títulos de
propiedad de los bienes raíces de su propiedad, pasaran bajo su custodia en la
Casona de Tizapan, obviamente con la discrecionalidad que ameritaba el caso.
El Jinete del carruaje preguntó
al Coronel Yañez, si se irían a Tacubaya, por el camino de Tacuba, para después
tomar la Calzada de la Verónica y de ahí a Tacubaya; o bien, irse por el paseo
de Bucareli, hasta desviarse por los Arcos de Belén. El Coronel Yañez, opto por
la segunda vía.
-
De
eso, no tenga la menor preocupación. Os garantizo la debida discrecionalidad
que el general requiere. ¡Por cierto¡. Tiene noticia de cuando planea regresar
el general a la Ciudad de México.
-
¿Qué
no sabe acaso que el general se encuentra preso en Perote Veracruz.
-
Si,
tengo conocimiento de ello. Pero Vos sabe que el general Santa Anna, puede ser
preso del mismísimo presidente de los Estados Unidos y regresar a la Ciudad,
como lo que es, todo un héroe nacional.
Los dos sujetos, no hicieron
más que reír de aquel chiste irónico, parte aduladora y además, de cierta.
-
Así
es don Alfonso. Quizás en algunos meses, tengamos conocimiento de nuestro gran
héroe nacional. – Suspiro el Coronel -. El dinero. ¿Alguien mas sabe donde esta
el dinero?.- Pregunto Yáñez, alzando la voz en un tono prepotente.
-
Donde
vos ya sabe. No tiene por qué preocuparse. Nadie absolutamente nadie sabe de
esos cofres de oro que se encuentran escondidos en las cuevas de los olivares
de los padres carmelitas. Usted mismo los enterró. ¿Lo recuerda?. Ni yo sè os
juro, en donde los tiene escondidos.
-
Claro
que yo fui el que enterró ese dinero, pero hubo una persona de su propia
familia, que sospecha donde se encuentra escondido ese dinero.
El escribano se quedó pensando,
quien podía ser.
-
¡Su
esposa¡. – Afirmo el Coronel.
-
¿Mi
esposa?.
-
Supongo
que es su esposa, una mujer alta, de cabellera castaña, de por lo menos, unos
treinta años menor que vos. Por cierto, si me perdona el atrevimiento, una
mujer todavía muy hermosa.
-
Si
es mi esposa, pero no se preocupe Coronel, de ella me encargo yo. – respondió
en un tono enfadado el escribano, en cierta forma, le incomodaba la exclamación
que de la belleza hacía el Coronel a su esposa.
-
¿Y
no se ha puesto a pensar, que pasaría si faltara Usted?. – la pregunta del
Coronel tenía un carácter intimidatorio – ¿sería confiable su mujer?
-
¿No
entiendo a que se refiere?.
-
Si
don Alfonso, que pasaría si usted faltare y su esposa, se negara hacer entrega
de lo que a mi general le pertenece.
¿A qué diablos se refería el
escribano?. Que quería decir eso, si llegara a uno faltar. El escribano, no
sabía si ese comentario constituía una amenaza. Después de todo, venía la boca
de un militar, quien podía disponer de todos los recursos que su investidura le
otorgaba, inclusive hasta de su propia vida.
-
Le
reitero que de mi esposa me encargo yo.
-
Se
encarga usted en vida, pero no muerto don Alfonso. Que pasaría entonces,. Si de
repente, un día de estos, unos asaltantes le roban, le golpean, le quitan la
vida. ¿No lo ha pensado?.
-
¡No…¡.
– la respuesta había conseguido en su forma de expresarla, el efecto que había
querido el Coronel. ¡Miedo¡.
-
¿Qué
pasaría si el día menos pensado faltare vos a su familia. No lo digo tanto por
el dinero y los negocios que tiene celebrados con mi general Santa Anna. Me
refiero más que a nada, a su encantadora esposa, y qué decir de su hija.
El escribano comenzó a sentir
un nervio que trataba de simular. Cuando se dio cuenta, habían pasado la Fuente
de la Libertad ubicada en la pequeña glorieta de Bucareli y el carruaje circulaba ya por los Arcos de Belén.
-
Mi
esposa son herederas de toda mi fortuna. No pasarían penurias …No tendrían de
por qué preocuparse, además…- interrumpió el Coronel en forma conciliadora.
-
No
don Alfonso, no me refiero a la cuestión económica, del cual como buen hombre
de negocios estoy seguro que ha sabido garantizar. Me refiero más a la cuestión
del respeto. Vos entiende. Los hombres somos muy cabrones, apenas vemos una
mujer sola y hacemos todo lo posible para conquistarla, porque no, somos
capaces hasta de vejarlas. ¿Qué acaso no lo ha hecho usted?.
El comentario y la pregunta
sobre todo, parecía mal intencionada.
-
¿Que
trata de hacerme entender?.
-
Que
el día menos pensado, cualquier sujeto puede entrar a su casa, a realizar actos
viles e inmorales, contra su esposa e hija. ¿Podrían fornicar con ellas?.
Inclusive con su encantadora mujer.
El escribano cerró el puño, al
volver escuchar esa expresión del Coronel a su hija.
-
Si,
fornicar con su esposa. – acento más el Coronel. Mostrándole en su cinturón, su
revólver. – Lo digo, porque existen muchos rufianes, que le faltarían el
respeto a sus seres queridos. No creo que vos desearía la peor calaña a sus
encantadoras mujeres, mucho menos a su distinguida esposa, mujer hermosa y
respetable, del cual os aseguro que mas de uno, desearía cometer adulterio con
ella.
Entonces, el escribano empezó a
sentirse no solamente amenazado, sino también privado de su libertad. El tono
de la conversación no era obviamente educado, era intimidante; más aun confirmo
su sospecha de que estaba siendo amenazado, cuando noto que el carruaje circulaba
por los arcos de Belén, temeroso de que su destino fuera el Bosque de
Chapultepetl, donde pudiera ser asesinado en esa región desierta.
-
¿A
dónde me llevan Coronel?
-
A
su casa don Alfonso. ¡A su casa¡. La hermosa Casona de Tizapan, propiedad de mi
general Santa Anna, pero a nombre suyo. ¿No es así?.
-
Así
es,…pero supongo que no nos vamos a desviar cuando lleguemos a Chapultepetl.
-
El
camino lo decido yo don Alfonso, ¿o qué le desagrada mi persona?.
-
No
mi Coronel, de ninguna forma.
-
Entonces,
vaya pensando que necesita vos para garantizar el respeto que su amada esposa e
hija merecen.
-
No
se me ocurre nada.
-
¿Vos
tiene una hija?.
-
¡Así
es¡.
-
¿Y
no cree que tiene edad ya para contraer nupcias.
Quizás esa era la verdadera
intención de esa conversación intimidante. El carruaje había llegado a
Chapultepetl y estaba ahora, en las inmediaciones del cerro en donde se
encontraba el castillo del Virrey don Bernardo de Gálvez, actualmente las
instalaciones del Colegio Militar.
-
Si
por supuesto. No me diga que vos se encuentra interesado en cortejar a mi hija
Fernanda. Si así es Coronel, yo no tengo inconveniente alguno de que vos
formalice alguna relación con mi pequeña hija. Creo que usted sería un buen
partido para ella, además de que con Vos, podría garantizar esa estabilidad y
seguridad que mi familia necesita.
El Coronel se quedo indignado
con el ofrecimiento que le hacía el escribano, podía haber aceptado la
proposición; pero antepuso primero la amistad.
-
Gracias
don Alfonso. Qué más quisiera ser la persona afortunada, para sostener una
relación matrimonial con su hija, la cual, admiro su belleza y merece mis
atenciones. Pero no soy yo, quien pretende su hija; es un querido amigo, al que
vos conoce y el cual, no dudo que ponga objeción alguna para consentir su
noviazgo y futuro matrimonio con su hija.
-
¿No
se de quien me habla?.
-
Del
licenciado Jorge Enrique Salcedo Salmorán.
-
¡El
licenciado Salcedo¡.
-
Así
es don Alfonso. El licenciado Salcedo. ¿Qué le parece la propuesta?.
-
Viniendo
de Vos no encuentro objeción alguna. Me parece un buen partido para mi hija, es
abogado, además es hombre de confianza.
-
El
licenciado Salcedo además de ser funcionario del Supremo Gobierno, se desempeña
interinamente como Catedrático en la Academia de Jurisprudencia. Una buena
recomendación y podría ser, escribano, juez o magistrado. Porque no, podía
proponérsele como Ministro. ¿No lo cree?.
-
Así
es Coronel. Si el licenciado Salcedo tiene intención alguna de cortejar a mi
hija, tenga la plena seguridad que contará con todo mi aval.
-
Sobre
todo don Alfonso, debe pensar en su inminente ausencia. – Nuevamente el Coronel
volvió a utilizar un tono hostil de la voz. – No somos eternos, a todos tarde o
temprano nos toca. Qué tal si tiene la mala fortuna de ya no regresar a su
casa.
-
No
creo que sea este el momento.
-
Quizás
no, pero si podría ser mañana, dentro una semana, un mes. No lo sabemos don
Alfonso. La muerte en cualquier momento nos toca. Qué tal si en este momento,
nos cae un rayo, o en el peor de los casos….- El Coronel guardo un silencio
pesado para luego sacar su revolver y apuntar hacía al escribano - una bala perdida lo puede matar.
-
No
entiendo esa agresión hacia mi persona.
-
No
don Alfonso, no piense lo que no es. Después de todo mi pistola esta
descargada. – el Coronel Yáñez abrió el casquillo y le mostró que la misma
estaba vacía.- ¿No me diga que lo espante?.
-
Si
Coronel. No pensé que fuera tan bromista.
-
Pues
ya ve que lo soy.- Ambos soltaron la carcajada. Al terminar de reírse, el
Coronel volvió a recalcar.
-
Le
encargo mucho a mi amigo Salcedo. Seguramente lo ira a buscar en estos días.
-
No
tenga cuidado Coronel.
Entonces el Coronel volteo
hacia donde se dirigía el carruaje, el cual había dado vuelta a la izquierda
transitando ya por el camino a Tacubaya. Rió silenciosamente el Coronel, el
cual simuladamente hizo una señal al jinete del carruaje, para que este aumentara
la velocidad de los caballos y pudiera llegar lo más pronto a la casa del
escribano.
El Coronel continúo con aquella
conversación hostil, intimidatoria y por momentos aburrida. Había matado dos
pájaros de un solo tiro. Por una parte, le había hecho un gran favor a su amigo
ayudándole en su futuro matrimonio con Fernanda, y por la otra, garantizaba que
ese dinero, no solamente la Casona de Tizapan, sino también esos cuatro
millones de pesos, siguieran en buenas manos. ¡Ese dinero sería suyo¡. Si era
capaz de resistir a un grupúsculo de militares ambiciosos, ignorantes,
estúpidos, bien valía la pena retirarse con la mejor de las recompensas. Con
esa cantidad, podía irse a vivir a Europa o a Sudamérica. Adquirir otro nombre
y nacionalidad. Cambiar de mujer e hijos. Podía ser una persona distinta que
ese vil militar del que ya era. Bien valía la pena soportar cada día a todos
sus jefes, inclusive al imbécil del general de Santa Anna, del cual, tenía
razón su amigo Salcedo. ¡Es un verdadero idiota¡.
El carruaje finalmente llegó a
su destino, pues se detuvo frente a la Casona de Tizapan, fue entonces cuando
el escribano se sintió aliviado de llegar sano y salvo a su casa; bajo del
carro, tomo su bastón y aquellos legajos que sostenía su brazo, procediendo en
ese momento a despedirse del Coronel Yáñez.
Al verlo bajar del carruaje, el
Coronel Yáñez se quedo mirando aquella lujosa casona del cual, la vida no podía
serle ingrata y negarle el derecho de llegar a tener una mansión de ese tamaño
y belleza. Podía tenerlo. Más aún, que había encontrado quizás la formula
mediante el cual, podía disfrutar lo que ese maldito escribano tenía, sin
poderlo concebir, ni gozar, ni esconder. Una bella casa, los títulos de
propiedad de medio México, cuatro millones de pesos y una hermosa mujer.
-
¡Salúdeme
a su esposa¡. – Le dijo el Coronel al escribano, cuando éste se disponía entrar
a su casa y el carruaje, a emprender la marcha.