Mientras el general Mariano
Arista y Pedro Ampudia estudiaban la posición del enemigo, a cientos de
kilómetros, en la Ciudad de México, los rumores de una conspiración en contra
del gobierno del presidente Paredes Arrillaga eran ciertos.
Mucho se decía, en las calles,
las plazas, hasta en las pulquerías, respecto al inminente regreso del
generalísimo Antonio López de Santa Anna. Era una verdad de cuestión de tiempo,
solamente él y nada más él, sería el hombre indicado y el único mexicano para
poder enfrentar con gallardía y patriotismo, la crisis política que se
avecinaba. Había por lo tanto que desmentir cualquier campaña calumniosa en su
contra, tendiente a desmoralizar el patriotismo que en esos días exigía la
nación mexicana. Para ello había que actuar en la normalidad, vivir la vida
nacional ignorando cualquier amenaza, inclusive la propia guerra. Desmentir el
rumor del golpe de Estado, dar confianza o al menos, simular que el nuevo
gobierno revolucionario presidido por su caudillo el general Mariano Paredes
Arrillaga, daría plena confianza al pueblo mexicano.
Obvio que para el licenciado
Jorge Enrique Salcedo y Salmorán le era difícil conciliar sus altas
responsabilidades en la oficina del presidente, junto con su preparación
académica al tratar de aprender esos verbos en inglés, preparar su clase en la
Academia de Jurisprudencia, así como esperar las horas del día, para poder ver
a su prometida.
Durante esos días, uno de sus
alumnos, Alfredo Villarejo terminaba sus estudios de Jurisprudencia y de un
momento a otro, iniciaría sus trámites para obtener el titulo de Abogado. Había
escogido como tema de tesis para su titulación, el estudio respecto a la
necesidad de una Constitución Política. Era un tema polémico, más aun en esos
días en los cuales la discusión en todos los lugares de la ciudad de México, lo
era la forma de gobierno, las ventajas y desventajas de la monarquía frente a
la república, las críticas al federalismo, la llamada “intolerancia religiosa”
de aceptar como única religión la católica, así como también, la necesidad de
implementar un mecanismo de control constitucional que permitiera el
reconocimiento de los derechos del hombre, pero también, la estabilidad
política que requería el país. Muy lejos, estaba de analizarse otros temas que
ameritaban igual o quizás de mayor importancia para la reflexión, la denuncia y
en su caso, la discusión. Nada se decía de los planes militares que el general
Arista tenía para expulsar al enemigo, del terreno patrio invadido.
Jorge Enrique Salcedo y
Campuzano revisaba ese pequeño ensayo que presentaba quien había sido uno de
sus alumnos, al mismo tiempo que desde su escritorio, leía alguna de las
columnas del honorable abogado Mariano Otero. Era un excelente crítico no
solamente de las leyes, sino también de las costumbres mexicanas; un hombre
realmente envidiable, razón tenía en vida el doctor Samuel Rodríguez cuando le
hizo mención de este jurista, el cual, en un país como este, estaría condenado
al olvido. Quien más que él, podría escribir sobre la situación política y
jurídica por la cual pasaba la nación. Nadie más que él podía entender la
realidad social de su país; era sin duda alguna cada una de sus columnas
publicadas, un verdadero ataque a la forma conservadora de pensar y un auténtico
liberal que de forma libre, opinaba, ejerciendo de manera crítica, una de los
derechos fundamentales del hombre en las sociedades modernas y civilizadas: La
libertad de pensar, de creer, de objetar, de decir y decidir.
Que admiración podía sentir
Salcedo respecto a la inteligencia de un desconocido como Otero; que envidia y
tristeza le podía despertar la originalidad de sus ideas, la forma de pensar,
de exponer en forma elegante, sus críticas al modelo de gobierno centralista.
Que brillante forma de escribir, de opinar, manifestar; de asentar en cada una
de los renglones de su escrito, la descomposición política por la que estaba
pasando el país.
Y mientras Salcedo pensaba
esto; mientras desde su escritorio sólo observaba más que aquellos cuadros que
representaban el paisaje mexicano de la gran capital; no hacía más que pensar
que su destino de hombre sería quedarse sólo, abandonado y olvidado. Su vida no
tendría sentido porque se sentía sin ninguna cualidad, más que de ser un simple
empleado de gobierno al que había encontrado la forma vil y cada día mas servil
de ganarse la vida. Ser una especie de esclavo, un adulador del presidente en
turno, un empleado público de esos que se apoderan de un puesto y que jamás
renuncian a él por convertirse en personas indispensables, así fuera el
funcionario más corrupto o ignorante de todos, pero al fin y a cabo
indispensable en un país que se descompone cada vez más, al grado que en meses
posteriores sería testigo de su aniquilamiento.
Salcedo y Salmorán seguía aprendiendo
esos verbos de inglés para agilizar su mente. Si no podía aprender hablar y
escuchar el inglés, si al menos se sentía con la capacidad para leerlo y
escribirlo. El pese que no tenía la posición política de un Mariano Otero, pese
que jamás podía ocupar puestos importantes por su inteligencia como Crescencio Rejón,
ni tenía la trayectoria política militar de un Paredes Arrillaga, Nicolás Bravo
o inclusive del propio Santa Anna; sabía perfectamente que él era una persona
sumamente diferente.
Sobre su escritorio encontraba
algunos de los periódicos locales, algunos de ellos hablaban sobre los primeros
enfrentamientos militares entre el ejército mexicano y el americano, al norte
de la frontera; muchos de los columnistas catastróficos y pesimistas hablaban
que los territorios de Nuevo México, la Alta California e inclusive los de San
Francisco, ya se encontraban ocupados por los americanos y que definitivamente
era imposible, que una incursión militar podía desalojar al invasor. Otros mas
pesimistas, hablaban de que los puertos de Tampico y Veracruz podían ser
ocupados en cualquier momento y que posiblemente, los americanos podían abrir
dos expediciones para la nueva conquista de México, una que entraría por el
norte y la otra por Veracruz. Algunos de ellos, todavía más trágicos, hablaban
de que el catolicismo sería sustituido por el protestantismo, como lo fue en su
momento los ídolos de los antiguos indios de México, que fueron suplantados por
el cristianismo, más aún, por el llamado milagro de Tepeyac de la Virgen de
Guadalupe.
Salcedo trataba de ignorar esos
rumores, pero el Presidente de la Republica ya le había confiado desde días
antes, redactara la declaratoria de guerra. Para poderlo hacer, necesitaba
asegurarse de que los rumores de que se habían suscitado los primeros combates
fueran ciertos. Se esperaba ya que de un momento a otro se recibiera una carta
enviada por el general Arista o Ampudia, dando constancia de las primeras
hostilidades.
En la tarde al visitar a su
prometida, Jorge Enrique no podía disimular su aburrimiento. Vivir con una
mujer de pensamientos cortos, mas preocupada por la vida privada de sus primas,
de sus vecinos, de sus amigas; se le hacía hueco, sin sentido alguno. Salcedo
no podía aceptar que esa mujer al cual poco a poco le iba perdiendo su belleza,
iba adquiriendo su verdadero rostro: una mujer tonta, frívola, caprichosa e
indecisa; sería esa mujer en los próximos días, su esposa.
Mientras el general Mariano
Arista planea con el general Pedro Ampudia rebasar los límites del rio Bravo,
cortando las líneas de comunicación entre el Fuerte Brown y el Frontón Isabel;
pudiendo cercar a los adversarios a fin de deponerlos y fusilarlos; Jorge
Enrique en cada clase de ingles seguía admirándose cada vez más de Amparo,
mujer que pudo ser culta, que pudo ser diputada, juez, ministro o porque no
presidente, pero que por el hecho de no haber nacido hombre, estaba condenada a
vivir sometida bajo el poderío de una sociedad masculina. ¡Diablos¡. Como podía
pensar de esa forma Salcedo, esa mujer, tan alta, tan bella, pero tan
respetable, nunca sería nada suyo; su destino sería, quisiera o no casarse con
su hija; y ver esa mujer, no solamente un pecado, sino como una promesa jamás
cumplida.
Y Fernanda al parecer no sabía
nada de su vida, más que experimentar esa sensación de vivir aburrida en la
casa de sus padres, observando la vida aburrida de su madre, quien en forma
abnegada, simple y hasta absurda, no se atrevía a salir más allá de los
balcones de la alcoba, ni siquiera a salir por la calle, viviendo encerrada
como dama de sociedad, de una honorable familia mexicana, acomodada, con titulo
y respetabilidad, pero viviendo una vida tediosa sin sentido alguno, sin saber
lo que era realmente enamorarse. Fernanda observaba su cuerpo en el espejo,
cada vez mas delgado y simple, al hecho que esa carne humana pudiera
convertirse en objeto de pecado, del deseo es lo que ha orillado a los seres
humanos a perderse. ¡Maldita sea esta sensación de sentir los brazos de un
hombre fuerte, seguro, protector, maldito era ese calor que le faltaba, esa
cobija de piel que le cubriera o apagara, el ardor de sus malévolos deseos¡.
Fernanda seguía guardando cada
una de las cartas que le había enviado su exnovio Jesús Melgar. No sabía si
regresar con el, si dar por terminado esa relación que tenia con Jorge Enrique,
aprobada por sus padres, para iniciar un noviazgo formal con Jesús, o bien,
ignorar a su antiguo enamorado, hacer oídos sordos y hacer como si esa hermosa
relación, nunca hubiera existido.
Jesús Melgar al menos seguía en
sus clases en el Colegio Militar, rezando el rosario en las horas de descanso,
yendo a dormir cada noche pensando en ese cuerpo de mujer que imaginaba podía
poseer su amada. Su novia amada al que tanto quería, pero que nada hacía para
hacerle caso.
El día 30 de abril, cruzo el ejército
mexicano el río Bravo, dividiéndose en dos regimientos; el primero de ellos al
mando del general Pedro Ampudia y segundo, por el general Mariano Arista, quien
pudo cruzar el río veinticuatro horas mas tarde. El general Mejía se quedo en
Matamoros cuidando la plaza de cualquier ataque sorpresa, sobre todo esa
infantería que serviría para defender la plaza de cualquier posible ocupación.
No existían tantas embarcaciones para que cada uno de los soldados cruzara el
rio, la mayoría de ellos lo cruzo nadando, cargando en sus brazos aquel rifle
mosquetero el cual, debería utilizarlo disparando al enemigo en caso de ataque.
De esa forma, cada soldado cruzo el rio, sintiendo en su uniforme y en sus pies
descalzos, lo frío del agua; cruzando milímetro a milímetro el agua, que se
hacía mas profunda al seguirse adentrando al mismo. Un sargento tuvo la
ocurrente idea de buscar lazos, para que en forma de cadena fueran cruzando
cada uno de los miembros del batallón; sin embargo, el obstáculo se dio al
intentar cruzar con la caballería, pues algunos caballos incurrieron en el
nerviosismo de sentir al agua, al grado que algunos de ellos se perdieron en la
profundidad del rio, haciendo sonar sus rechillidos que asemejaban para muchos
de nuestros soldados los gritos de la llorona.
De esa forma, mientras cada
soldado seguía dando paso sobre paso en el planicie del río, para luego
sentirse confiado y poder nadar algunos metros, lejos muy lejos de ese lugar,
algunos poderosos telescopios del ejército enemigo observaban en forma alarmante
y en otras de manera optimista, el cruce que de soldados mexicanos hacían de
dicho rio. Las órdenes del general Pedro Ampudia era ocupar el Fuerte Brown,
emular la heroica toma del Álamo para poder pasar por las armas a cada uno de
esos piratas mercenarios. Al descubrir cuales eran las intenciones del ejército
americano, el general Zacary Taylor ordeno el inmediato despliegue de su
ejército, para asentarse en la planicie de Palo Alto, lugar donde pensaría
enfrentar la primera batalla de la guerra.
Pobre de México, pobre patria,
a donde diablos llegaría esta falta de gobernabilidad, pues apenas fue depuesto
de la presidencia el general Herrera, para que dentro de unos meses se hablara
en todos lados, del inminente regreso de Santa Anna y remoción a causa de la
nueva revolución, del presidente Mariano Paredes Arrillaga.
Eran noticias que provocaban la
euforia del presidente, pues obviamente todas esas opiniones venía de la prensa
vil que se complacía todos los días atacando su forma de gobierno, desprestigiando
sus meritos y burlándose inclusive de las acciones y promesas que de
reconstruir el país, visualizaba el clero y las mejores familias mexicanas.
Había que tomar mezcal, pulque
o cualquier otra bebida embriagante que hiciera olvidar a cada mexicano de su
próxima desgracia. Había que llorar, enojarse, después seguirse llorando y
después de un rato, salir gritando de alegría, bailar y después tomar, hacer el
amor, enojarse, golpear y hasta matar; todo fuera por esa maldita desgracia que
era vivir en ese pedazo de patria corrupta sin esperanza, sin rumbo alguno, con
el deseo de ser hombre de suerte y así poder alcanzar uno todos sus deseos.
La situación era tensa, porque
era obvio que los informes que el Presidente tenía del norte de al república no
eran de todo alentadores. Un problema era latente y no era tanto la forma de
gobierno, si la república o la monarquía; tampoco era el regreso de Santa Anna,
ni aun menos, si los ejércitos americanos eran superiores a los mexicanos; el
verdadero problema, era el dinero. No existía dinero para afrontar heroicamente
el enemigo. ¿Cómo se podría renovar el parque, las armas, los víveres?.
¡Pero tenemos huevos¡. ¡Muchos
huevos¡. … Tenemos lo que esos maricones no tienen. Muchos y ¡tamaños de
huevos¡. ¡Que ningún pendejo americano pisará suelo patrio¡. Primero los
cogemos a toda esa bola de gueritos cabrones, antes de que vengan a chingarnos.
- ¿Pero con que dinero general?. – El dinero lo dará nuestra Santa Iglesia, ¿de
que chingados se preocupan?; esos pinches gringos son pendejos para tirar con
la pistola; son tan, pero tan pendejos, que han de creer que seguimos siendo
indios con taparrabos como en la época de Moctezuma. ¡Pinches Pendejos¡.
...¡gueritos de mierda¡.
La conspiración era latente, el
verdadero enemigo de la patria no eran los Estados Unidos de América, no eran
los soldados americanos que evacuaban el Fuerte Brown ante la embestida del
ataque mexicano; realmente, los verdaderos enemigos de la patria, era el perro
de Santa Anna, quien seguramente ya había pactado con los americanos para
vendernos; lo era el Ministro de Hacienda Ignacio Trigueros quien no soltaba el
dinero para financiar ni siquiera la escolta del señor Presidente; los
verdaderos traidores eran esos liberales masones herejes, quien con sus
doctrinas democráticas y federalistas, seguían empeñándose en llevarnos cada
día al desastre.
Firme en su decisión, el
Presidente de la República, generalísimo Mariano Paredes Arrillaga, solicitó al
personal de su escolta, detuviera en forma inmediata a los conspiradores del
Supremo Gobierno; desactivar cualquier intentado golpista, encarcelar a los
traidores, a los que criticaban su gobierno; había que acelerar en forma
inmediata los preparativos para el Congreso Constituyente; el tiempo era demasiado
lento y no se recibía señales de apoyo a cargo del gobierno Británico, Francés,
Español; ningún país civilizado quería hacerle el favor al nuestro de
protegernos en contra de esos malditos anglosajones. Había que pedirle apoyo no
solamente a la virgencita de Guadalupe, sino también, al mismísimo Papa si era
posible. No podía quedarse nuestro país sólo, como aquellos soldados mexicanos
encabezados por el general Ampudia que a sangre y a fuego, intentaba tomar el
Fuerte Brown.
Siete cañones mexicanos seguían
disparando el Fuerte que meses antes habían construido los americanos, siete
cañoncitos mexicanos, casi oxidados pero funcionales, que con buenos soldados
de artillería, podían cargarse con esos pequeños misiles y dispararse en
dirección a donde se encontraban los piratas mercenarios; siete cañones
mexicanos que tiraban una y otra vez, hasta herir al Mayor Brown y dejar
incomunicada a su tropa para pedir su rendición, sino a causa de la artillería
mexicana, si por lo menos, de hambre. Pero porque chingados no mandan mas tropa
pinché Presidente.
-
Respetaremos
a los prisioneros de guerra si aceptan la dimisión del fuerte; os juro que
seremos benevolentes con nuestros enemigos, no os sufrirán tortura, ni sean
pasados por las armas; Les damos hasta las seis de la tarde, ni un minuto más,
para que se rindan en forma digna y entreguen el fuerte militar con todo el
parque; de no aceptar esta generosa oferta, aténgase a las consecuencias.
-
¿General,
y si no se rinden, si son las seis de la tarde y esos malditos gueritos no se
rinden?, ¿Qué vamos hacer?.
-
Deben
de rendirse, porque debemos administrar el parque para alcanzar ese tal Taylor;
a ese cabrón si lo vamos a colgar de los huevos del árbol más cercano que
veamos, faltaba mas, pinché güero.
Pero las horas pasaban y el
fuerte seguía sin rendirse, la artillería mexicana seguía disparando una y otra
vez, al grado que un certero tiro derribo el techo en donde se encontraba el
mayor Brown, estaba herido, era cuestión de horas que el muy perro muriera,
para entonces desalentar a esos piratas americanos y pudieran entregar el
fuerte.
Una y otra vez; que resuene el
cañón, que cada disparo sea una muestra de la dignidad nacional, que muera cada
invasor, que su sangre sea por todas las injurias, ofensas y daños que nos han
generado y nos puedan generar esos malditos americanos. ¡Ya nos robaron Texas¡,
¡ahora nos quieren robar la mitad de México¡.
Toda esta desgracia, toda esta
muerte, es culpa de esos pinches liberales masones vende patrias que quieren
derrocar al Presidente. ¡Sigan disparando¡.
¡Fuego¡…¡Preparen¡…¡Apunten¡….¡Fuego¡. ¿Por qué esos pinches mercenarios no
sacan la bandera blanca y se rinden?, ¡Pero porque no chingados encarcelamos al
Ministro de Hacienda por robarse el dinero?., ¿Pero porque chingada madre, ese
pinché general guerito de nombre Taylor viene a reforzar el Fuerte Brown,
mientras que yo, que a mi me lleve la chingada.
Los soldados de la escolta del
Presidente, dieron el golpe espectacular, después de las diez de la noche, fueron
a distintos domicilios para encarcelas a periodistas, lideres de opinión, e
inclusive hasta el propio ministro de Hacienda acusado de no soltar el dinero.
Y mientras el presidente se redituaba por su gran hazaña de dar un golpe
espectacular, el general Taylor con cerca de tres mil hombres, artillería y
varios carros, entraba a reforzar al Mayor Brown, que ya para esas horas de la
noche había fallecido como consecuencia del intenso cañoneo mexicano.
Entonces el Ejército Mexicano
tuvo que emprender la retirada; para presenciar sin darse cuenta, como cada uno
de los centinelas del presidente, fueron encarcelando a los enemigos del
Supremo Gobierno, incluyendo, al Ministro de Hacienda.
Al día siguiente, el licenciado
Enrique Salcedo y Salmorán termino de leer esa tesis que presentaba el
candidato a obtener el titulo de abogado; había sido designado como jurado para
el examen profesional, junto con los distinguidos señores licenciados; entre
ellos el quien fuera Alcalde del Ayuntamiento de la Ciudad Mariano Otero.
Enrique Salcedo sintió un gran
halago a su personal e, compartir el sínodo profesional ante una inminencia
como el jurista del que alguna vez escucho hablar de él, por conducto del
doctor Samuel Rodríguez; el mismo que vió escupirle el barón frances en el
Teatro Nacional, don Mariano Otero.