Luego de haber enterrado al escribano, Antonio López
de Santa Anna trato de tranquilizarse y esperar a que su fiel vasallo, le
informara donde estaba realmente escondido tanto el dinero, como los títulos de
propiedad que había adquirido por la compra de “medio México”. ¡Claro, tenía
que estar tranquilo y guardar el protocolo ceremonial que implicaba, un velorio
mexicano. La viuda después de todo, debía de guardar votos por la muerte de su
esposo y había que tratar de ser célibe, hasta en tanto, no pasaran por los
menos esos nueve días de guardar hasta que finalmente, habiéndose levantado la
cruz del difunto, pudiera fornicar con esa mujer. Así lo había hecho con su
primera esposa. Dios le había perdonado esa falta, porque finalmente, era
hombre y tenía que dispensarlo de todos sus pecados. Al menos eso le decía el
señor Obispo y hasta el cardenal de la ciudad de México, tenía la plena
confianza, que si alguna vez estuviera postrado frente al santo Padre, allá en
Roma, le perdonarían de todas sus faltas y pecados.
Sin embargo, Santa Anna no podría hacer lo que
tantas ganas tenía de hacer. Si por él hubiera sido, habría acompañado a la
viuda Amparo, a rezar cada uno a uno los nueve rosarios que tenían que rezarle
al difunto. Le hubiera gustado acompañar a la viuda, inclusive, quedarse hasta
en la boda de su otro fiel criado, Jorge Enrique Salcedo Salmorán, pero
lamentablemente, había elegido la vida pública y con ello, todas las penurias y
privaciones que el desempeño del cargo le conferían, inclusive, abstenerse de
fornicar, con esa viuda y bella mujer.
Junto con él estaba Crescencio Rejón quien le
informaba a su alteza, lo que la prensa en la ciudad había dicho; el general
Mariano Salas y toda la comitiva de empleados públicos, se habían sentido
despreciados y hasta un poco humillados, porque su excelentísima por no haber
llegado a la Ciudad de México. ¡Era claro¡. Había que demostrar una vez más,
que el regreso de Santa Anna México, se debía por una causa patriótica como era
esta guerra y no por la ambición del poder. ¿Sin embargo, hasta cuando lo
entenderán estos mexicanos?
Crescencio Rejón siguió informando al general, que
el general Salas renunciaría a la presidencia, para cedérsele obviamente por
novena vez; ¿Quién más podría ser el jefe máximo de nuestra nación?. Santa Anna
no le parecía esta propuesta, preferiría entrar a la Ciudad de México, luego de
haber triunfado una batalla, exigía y tenía hambre de gloria, quería vengarse
de la afrenta de San Jacinto y que mejor oportunidad que dirigir sus tropas a
saltillo, para encontrarse a Taylor. – sería mejor entonces, que se instituyera
un Consejo de Gobierno y hacer todos los movimientos que fueran necesarios,
para que el doctor Valentín Gómez Farías pudiera ser el próximo presidente.
Crescencio Rejón hizo ver al general Santa Anna, la
urgencia de una recaudación fiscal para hacer frente a la guerra. Sin embargo,
dicha medida fiscal sería momentánea y de muy pocos efectos; lo más que se
pudiera juntar sería cien mil pesos, nada que ver con los quince millones de
pesos que podrían arrebatarle al clero.
Santa Anna por momentos pensó que no era necesario
quitarle un peso a los curitas. Tenía dinero suficiente para seguir financiando
su guerra. Sólo tenía que esperar a su vasallo el coronel Yáñez para
preguntarle en donde diablos estaba escondido su dinero. Crescencio Rejón mientras tanto, siguió
exponiendo al general Santa Anna que estaban negociando con la iglesia católica
un préstamo por lo menos de dos millones de pesos para evitar en cualquier
momento la confiscación; - es cuestión
de que usted lo ordene su Excelencia – dieciséis millones de pesos se podría
obtener de autorizar las ideas del doctor Gómez Farías, si no lo hace,
aceptaríamos los dos millones de pesos que nos ofrecen los Vicarios Patiño e
Irizarri. Es muy poco dinero, nos darían dos años para pagarles, pero además,
dicho dinero no es efectivo, es en papel.
-
¡Dinero
de papel¡. Lo que faltaba. Tener escondido miles de barras de oro que
equivaldrían millones de pesos, y estar supeditado a las limosnas de la
Iglesia, para aceptar tan sólo dos millones de pesos de papel. ¡Diablos donde está
mi tesoro¡.
No veo otra alternativa Su Excelencia. – Decía Crescencio
Rejón – el general Salas hasta en tanto no se defina la situación de
confiscarle los bienes a la iglesia emitirá una contribución extraordinaria
para gastos de guerra, consistiría en cobrarle tanto a caseros, como a
inquilinos y subinquilinos, el importe de un mes de renta. Con eso se podría
acumular ochenta y siete mil pesos para empezar.
Santa Anna comenzó a pensar en cantidades de pesos,
ya fuera ochenta y siete mil míseros pesos, o bien, dos o dieciséis millones de
pesos que podría robársele al clero, o el maldito tesoro escondido, en miles de
barras de oro, que ni Santa Anna sabría cuánto pudiera valer y en donde diablos
pudiera estar escondidos.
El dinero yace escondido y solamente tres personas
saben de su destino, el primero de ellos había fallecido en circunstancias
misteriosas, el segundo de ellos, había negociado con Thompson la contratación
de compra de armas y el tercero de ellos, era posiblemente, la ahora viuda del
escribano. Pero Santa Anna, trataría de disimular su ansiedad, por tener en su
control aquellas barras de oro para estar en posibilidad de maniobrar y
emprender la guerra.
El Ministro Crescencio Rejón hizo también ver al
general Santa Anna el inconveniente de que fuera designado Gómez Farías como
presidente de la república – ¡se corre el riesgo de un levantamiento popular¡ –
el doctor no cuenta con la simpatía del clero – insistía el ministro. De llegar
a la presidencia, necesitara el doctor todo su apoyo político e inclusive
militar, él emprendería las reformas políticas que necesita el país. Si llegara a confiscar los bienes a la
iglesia, tendremos los recursos económicos para sostener la guerra, pero sino
se le apoya en la obtención del dinero, perderemos general.
Santa Anna al observar el doctor, tuvo una ocurrente
idea.
-
Don
Crescencio, agradezco gentilmente sus palabras y coincido que solamente un
hombre como el doctor Gómez Farías podrá dirigir los designios políticos de nuestro
país. Es obvio, necesitara todo el apoyo y creadme que lo tiene, empezando por
el mío y también supongo que por Vos también. En atención a ello, y tomando en
cuenta las promesas enarboladas en la proclama del general Salas, solamente un
país con las mismas instituciones de la que gozan nuestros vecinos invasores,
podremos hacer frente a esta guerra provocada por estos. Por esta razón
convocaremos a la instalación de un nuevo congreso constituyente que defina de
una vez por todas el destino de nuestra patria y será Usted, don Crescencio,
quien dirigirá esa representación ciudadana para apoyar desde ese bastión al
doctor Gómez Farias. Esta vos de acuerdo.
-
¡General
Santa Anna¡. ¿Me está usted proponiendo como futuro diputado de dicho Congreso.
-
Así
es don Crescencio, la patria necesita en estos momentos de hombres ilustres
como Vos, que logren también modernizar el país, no solamente con la separación
del Estado y la Iglesia, sino también en la legislación de leyes que logren
modernizar nuestro país, a los mismos niveles de las naciones europeas.
-
General
tenga la seguridad que desde la posición en la que vos me coloque, apoyare
incondicionalmente su gobierno, así como al doctor Gómez Farías, e impulsare
desde la asamblea soberana del pueblo, los cambios legislativos que requiera el
país.
-
La
utilización de los recursos económicos y el honor de este país, es la principal
prioridad en este momento, ya después habrá tiempo en pensar en otras acciones,
para cuando salgamos avantes de esta guerra.
-
Así
es general. Así será.
Santa Anna dio un caluroso apretón de manos a su
ministro y se dispuso a regresar a la Casona, para que desde ahí y con la
tranquilidad de ya no ser acosado por las frecuentes visitas que recibía,
ponerse pensar en el siguiente plan. -
¡Marchar a saltillo¡ - sostener su primer combate con Zacary Taylor. Entonces
giró sus apreciables órdenes e instruyó a la escolta que lo acompañaba, a
emprender la marcha para la mañana siguiente.
Sin embargo, antes de irse, visitaría a su fiel
amiga. No se iría, sin satisfacer su apetito sexual de poseer de una vez por
todas, a esa mujer. Nadie podía resistírsele, ni mucho menos la quien fuera
esposa del escribano. A quién diablos le importaba ya su viudez, había que
pasar la ultima noche en esa casona, recibiendo las recompensas de un soberano.
¡Finalmente soy Su Excelencia¡. Se decía una y mil veces el generalísimo.
Después de esperar tan ansiosamente de que el día se
volviera tarde y la tarde más oscura, aquella noche entro a la habitación de
Amparo, supuestamente con el único fin de agradecerle su cortesía y
hospitalidad, pese a la lamentable noche del crimen del escribano. El
generalísimo entro a la alcoba, sin poder disimular en sus ojos la lujuria y
sin controlar aquel pene erecto que respondía al ver la silueta de la viuda; al
verse sorprendido por ella, Santa Anna no hizo más que sonreírle y por
momentos, deseó hincarse a los pies de esa mujer, tan bella y majestuosa era,
que ni cualquier virgen podría superar su hermosura. Luego empezaría a besarle
los brazos, los pies, después sus senos. La anfitriona Amparo un poco asustada,
al sentir las intenciones de su visitante, en forma retadora, le advirtió.
-
No
se acerque general.
Santa Anna no hizo más que reírse y por momentos,
aplaudirle o hacerle mofa de su amenaza. Siguió avanzando hacia ella, sin poder
contener ya, el instinto que le obligaba actuar con la fuerza para someterla de
los cabellos.
-
¡Le
digo que no se acerque general¡. – volvió a decir en forma amenazante Amparo.
¡Quién podía hacerle caso¡. La casa estaba
controlada por su tropa, ningún soldado iría a la ayuda de la señora, él era el
dueño de la situación, el dueño del país, del futuro de la patria, del
territorio nacional, de la casa y también desde luego de esa mujer; siguió
acercándose a ella, viendo su cabello y empuñando las palmas de sus manos para
darle las primeras bofetadas que le enseñaran de una vez por todas a esa mujer,
quien era su verdadero macho.
-
Sé
lo que busca y si me hace algo, jamás le diré dónde está lo que busca.
Santa Anna se desconcertó cuando le dijo eso Amparo.
-
¿De
qué hablas mujer?.
-
Del
tesoro. Las barras de oro escondidas en una cueva, de los títulos de
propiedad..
Esa mujer era más lista de lo que aparentaba.
-
Crees
que me espantas. Por supuesto que sé dónde esta ese dinero.
-
No
lo sabe general. Al matar a mi marido, se llevó ese secreto.
-
¡Estúpida¡.
¡Yo sé dónde esta ese dinero¡.
-
¿Dónde?.
-
¡En
esta casa¡.
-
¿En
qué lugar?.
Santa Anna se quedó
callado…
-
No
lo sabe don Antonio, yo si se donde esta lo que busca y necesita. Si usted se
acerca a mi, jamás sabrá.
El
generalísimo lo pensó. Podía darle un par de bofetadas y someterla, pero el
costo podría ser muy caro. ¡No tenía caso¡, pelearse con esa mujer. Ya habría
momento para reclamarle el haberlo rechazado aquella noche, tan pronto tuviera
certeza de haber recuperado su fortuna..
-
Vieja
estúpida. Te puedo hacer mÍa cuando se me pegue la gana. Si no lo hago ahorita,
es porque no quiero.
Amparo no le
bajo en ningún momento la mirada.
-
Regresare
de Saltillo, venciendo a esos americanos y estaré sobre ti montándote,
recordándote quien soy. – sentenció Santa Anna.
Amparo siguió mirándolo, diciéndole en voz baja
-
¡Viejo
estúpido¡.
Santa Anna salió de aquella recamara azotando la
puerta de la recamara, regreso a su alcoba un poco molesto, de que esa mujer lo
rechazara de esa forma. Sin poder contener su instinto, exigió la presencia
inmediata de sus escoltas.
La guardia subió en forma inmediata a esperar
ordenes de su jefe; preocupados estos de alguna emergencia, pero el general al
verlos ahí presentes, sólo exigió que se quedara con él, un soldado afeminado
de nombre Jacinto.
-
Bájate
los pantalones – grito Santa Anna a Jacinto.
El soldado fiel, sin apelar, acató la instrucción.
Entonces Santa Anna pudo hacer con su pene, lo que
esa mujer, no quiso recibir. Jacinto recibió toda la furia del general.