Cuando el licenciado Enrique Salcedo y Salmorán
recibió la foja de servicios del Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal, no
podía dar crédito, sobre el tipo de persona que era el susodicho.
La carrera militar del Coronel, era una muestra de
deslealtad, traición, hipocresía; mil veces debió haber sido fusilado, debió
haber muerto como cualquier soldado desconocido y no haberse convertido en la
amenaza que a la patria y a las instituciones, representaba ese oscuro militar.
Ingreso como caballero cadete en el Regimiento de
Infantería en Veracruz en el año de 1808; bajo el mando del Coronel Joaquín
Arredondo, posteriormente bajo las instrucciones directas del entonces Teniente
Antonio López de Santa Anna, quien a su vez, lo convirtió en compadre suyo bajo
el auspicio y el protectorado de su mentor, José García Dávila, gobernador y
jefe militar en Veracruz.
Melgar Gutiérrez y Mendizábal se convirtió en el
eterno amigo y soldado subordinado del hoy general Antonio López de Santa Anna.
Solamente él podría ser testigo de la vida del ilustre general; solo él y nada
más él, podía hacer una biografía en la que se describiera la vida del
caudillo, sus años en el regimiento de infantería, su ascenso militar, político
y social como un hombre respetable, no solamente en Veracruz, en el ejército o
en la política, sino también, en la historia del país.
Melgar Gutiérrez y Mendizábal participó junto con Santa
Anna en cada una de sus gestas heroicas, de cada uno de sus triunfos y
derrotas; en el Plan de Iguala, donde se sumo al ejército trigarante de
Iturbide para lograr la consumación de la independencia, posteriormente en el Plan de Casa Mata, que destituyera al
mismo Iturbide para proclamar la Republica Federal. Fue también militar
combatiente en Tampico; posteriormente se sumo al Plan de Jalapa, al Plan de
Cuernavaca; así como la triste expedición a Texas que culminaría en la derrota
de San Jacinto y a la resistencia de Veracruz, cuando esta fue cañoneada por
los buques marinos franceses en 1838.
Sobre la campaña militar a Texas, la hoja de
servicios refería a más de trescientos fusilamientos sin juicio previo, de
diversos rebeldes texanos acusados de piratas, los cuales fue directamente
Gutiérrez y Mendizábal quien ejecutara cada uno de dichos fusilamientos. Si
algún día los texanos hicieran justicia sobre los actos criminales ocurridos
por el ejército mexicano en el suelo tejano, ese sería Gutiérrez y Mendizábal,
quien debía de responsabilizarse de haber matado vilmente a personas inocentes,
desecho familias, dejado viudas e hijos huérfanos y todo a causa de la lealtad,
no a la patria ni a las instituciones, sino a su jefe inmediato, el general Santa
Anna.
Sin embargo, durante su encarcelamiento en Texas, Melgar
Gutiérrez y Mendizábal se salvo de la horca, pese a que las multitudes de los
ofendidos texanos pedían dar muerte al general Santa Anna, nadie absolutamente
nadie, reconoció en Gutiérrez y Mendizábal la responsabilidad directa de haber
ordenado la ejecución de cada uno de esos texanos. Cuando Santa Anna salió
libre de su encierro, partió éste rumbo a Washington D.C y el Coronel Gutiérrez
a Monterrey, donde lo esperaba el general Cos.
No podía el licenciado Salcedo Salmorán reincorporar
en el servicio al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal. Si actuaría con la
ética, debería de denunciarlo ante el Supremo Gobierno para que al igual que su
amigo, estuviera preso también en la cárcel de Perote Veracruz por haber
disuelto el Congreso y no permanecer libre, como se encontraba hoy en día,
esperando su reingreso a la milicia, bajo la presión política de un político
caído en desgracia, pero nunca jamás aniquilado.
Podía perdonársele todo a Melgar Gutiérrez y
Mendizábal, quizás haber asesinado a esos trescientos texanos sin juicio
previo, podía perdonársele el que fuera amigo de Santa Anna, pero no su
hipocresía, su deslealtad al gobierno, al Presidente, al Congreso, a la Suprema
Corte. El día que el Congreso que fue destituido, éste se encontraba
acompañando al general Santa Anna en Querétaro, posteriormente en Puebla, pero
al ser capturado Santa Anna, éste escapo y regreso a la Ciudad de México,
pidiendo impunemente y cínicamente su regreso al ejército. Como si éste nunca
hubiera sido parte de alguna revuelta militar. A decir cierto, de una serie de
mentiras del cual ni el mismo podía creérselas. “no soy enemigo, ni de la
republica a la que tanto me he esforzado y servido con dignidad y honor; y
tampoco soy enemigo del Supremo Gobierno a quien he prestado mis servicios”.
¡Bahh¡ ¡Puras mentiras¡. ¡El arte de convencer utilizando palabras huecas, como
hacía su amigo y mentor político. Salcedo seguía sin olvidar el día que conoció
Gutiérrez y Mendizábal vestido de civil y con un habla que por momentos parecía
sincero, llego a creer en su honestidad, en que había sido acusado falazmente y
destituido sin juicio previo, cuando el muy cínico, había desertado del ejército
para huir del encarcelamiento, fingiendo ser una persona leal cuando realmente
era un desleal, un traidor, un mentiroso, uno de esos militares de los cuales,
deberían ser expulsados no solamente de las filas del ejército, sino también,
del propio país.
¿Por qué había que ayudarlo?. ¿Por qué era amigo del
general Santa Anna? ¡Por esa razón¡. Por
eso había que reincorporarlo al ejército, para seguirle otorgando su renta
mensual y consintiendo que siguiera utilizando ese uniforme, el cual ni el
mismo, por más que así lo decía, ni lo respetaba, y si por el contrario, lo
ofendía con cada una de sus mentiras, de sus actos militares reprochables, de falsos juramentos a la
república y a la independencia; ayudar a un vil militar, cuando la única
lealtad que tenía ese hombre, era hacía sus privilegios.
Era muy fácil reincorporar en el servicio a ese
oscuro militar. Sólo había que preparar la hoja de alta y pasarlo a firma del
Presidente; el cual entre otros tantos documentos, firmaría sin darse cuenta.
Total, la instrucción de ayudarlo venía directamente de su amigo el Coronel Yáñez,
así que sin tener mayor remordimiento, únicamente pregunto sobre la nueva
adscripción del referido Coronel. El cual, también por una instrucción
superior, sería directamente con el general Mariano Salas, en el Cuartel de la Ciudadela.
Cuando Enrique Salcedo Salmorán preparo el oficio de
alta del Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal; observó sobre su escritorio
otro expediente, era el del Coronel de Artillería Joaquín Rangel. Pero ese,
ameritaba otro estudio minucioso. Salcedo estaba ya cansado de leer informes
indignantes, había que premiar a los traidores, a los cínicos y ladrones. Así
que Salcedo, no quiso seguir trabajando, sólo vió el reloj y pensó en la forma
en que se entrevistaría con su futuro suegro, como pediría la mano de Fernanda.
Mientras Enrique Salcedo y Salmorán ideaba una y mil
formas para pedir la mano de Fernanda; el Coronel Yáñez en la soledad de su
oficina, orquestaba la forma en que ejecutaría el plan subversivo que
terminaría desconociendo al gobierno constitucional del presidente José Joaquín
Herrera.
Bastaría sólo contar con unos quinientos efectivos
para ocupar el Palacio Nacional, más aparte, contar con el apoyo del cuartel
militar de la Ciudadela, para emitir un pronunciamiento conjunto que proclamara
a Santa Anna, en el supremo dictador y divino redentor que salvaría a la patria
de la guerra que se avecinaba. Para ello, había que elaborar un plan secreto,
una conspiración elaborada desde el corazón del Palacio Nacional, desde ahí, se
apresaría al Presidente, se asaltaría al Congreso, saldrían los comandos
dirigidos a encarcelar a cada uno de los magistrados, a los burócratas, a los
periodistas y a todo opositor al gobierno. Había que buscar la bendición de los
santos cardenales de la Iglesia Católica, para obtener del clero el apoyo
económico, moral y religioso suficiente; posteriormente, luego de las santas
bendiciones al nuevo gobierno revolucionario, se esperaría a que el regimiento
militar de Veracruz se sumara a la revolución; luego se buscaría alguna
potencia extranjera, Francia, Inglaterra, o porque no, España; para solicitarle
a dichos país créditos, y con ello comprar armas y preparar un ejército para la
defensa de la soberanía nacional.
Cuando Yáñez termino de fumar aquel puro, se percato
también que la revuelta sería difícil. El Coronel Rangel sería el primero que
daría el primer paso, al que se le tenía que sumar, con el apoyo de Melgar Gutiérrez
y Mendizábal, pero sobre todo, con el aval decisivo del general Mariano Salas,
encargado del cuartel de la Ciudadela. Así que Yáñez termino de fumar aquel
puro y siguió pensando que su plan, no tendría posibilidades de éxito, no
existía detonante alguno, ningún motivo que haría incendiar al populacho y
proclamar una vez más, el regreso de su dictador. ¿De que forma podría apoyar
al Coronel Rangel?. ¿Quiénes estaban detrás de él?. ¿Realmente el general Santa
Anna estaba detrás de esa conspiración, o sencillamente, la conspiración
únicamente trabajaría para que regresara una vez más el Napoleón del Oeste a
dirigir la vida de los mexicanos. ¿Qué diablos debería de hacer Yáñez?, ¿A
quién tenía que apoyar?, porque al parecer cada pensamiento suyo se esfumaba
como el humo del tabaco, con ese aliento tan agradable que le daba un poco de
paz y serenidad, pero que no le permitía tomar una decisión correcta. Quizás lo
único cierto de todo aquello que pensaba, era que su amigo terminaría casándose
con la hija del escribano, mejor garantía no podría tener de que el dinero
escondido en la Casona de Tizapan se siguiera conservando por un buen tiempo,
quizás el suficiente para que Santa Anna muriera fusilado y nadie en el país,
absolutamente nadie, recordara el uso y destino de esos cuatro millones de
pesos.
Cuando Yáñez termino de exhalar el tabaco, su amigo Jorge Enrique Salcedo se dispuso a viajar a Tizapán; luego de emprender el viaje y llegar a la Casona, tocó la puerta, pidiéndole a la criada,
hablar con don Alfonso Martínez del Valle. La ama de llaves, no hizo más que
dejar pasar al distinguido abogado, al interior de dicha casa era hermosa,
digno de un palacio virreinal, después de todo, Salcedo no sabía si era el
general Santa Anna o el escribano, quien podía tener esos bellos gustos en la
decoración de la casa.
-
¡Buenas
tardes¡. – Saludo aquella mujer al mismo tiempo en que bajaba las escaleras.
Cuando Salcedo le respondió el saludo, sospecho que se trataba de la esposa del
escribano, al menos que fuera su hermana o porque no, quizás, una de sus hijas.
-
Buenas
tardes.
-
Veo
que espera a mi marido. Tiene acaso una cita con él.- efectivamente, esa
elegante dama no podía ser la hermana del escribano, ni mucho menos su hija,
era nada menos y nada más su esposa.
-
Si
señora. Busco al señor Don Alfonso Martínez del Valle; yo soy …- interrumpió
bruscamente el dialogo la Señora.
-
Si
ya se quien es, usted es el licenciado Enrique Salcedo y Salmorán, ¿No es asi?.
-
Si
.- obviamente se mostró sorprendido Enrique de que aquella Señora, supiera ya
su nombre. – efectivamente, yo soy el licenciado Enrique Salcedo y Salmorán.
-
Conozco
el motivo de su visita - Afirmo Amparo, sabedora del motivo que tenía Enrique
para visitar la Casa – Vos busca a mi marido para celebrar negocios no de todos
justos, ni morales ante los ojos de Dios .- ¿Qué decía esa Señora?, ¿Qué sabía
ella?. – Lo he visto en varias ocasiones con mi marido, conozco su trayectoria,
se quién es Usted, aunque Vos no me conozca.
Se mostró aturdido Enrique
Salcedo cuando aquella señora hizo esas manifestaciones.
-
Señora,
no son motivos de negocios los que me orillan hablar con su marido.
-
Eso
ya lo sé, pero siéntese por favor, no he sido lo suficientemente amable con
Vos, ¿Desea té, café, chocolate, que se le ofrece?.
Enrique Salcedo Salmorán antes
de sentarse a la sala de aquella lujosa casona, hizo una pequeña reverencia a
la distinguida dama; al sentarse ella en el sillón, Enrique hizo lo mismo.
-
Chocolate,
abusando de su amabilidad.
La Señora llamo a la ama de
laves, ordenándole preparara tres tazas de chocolate.
-
Espera
a mi marido, ¿No es así?.
-
Así
es, supongo que su esposo es el señor Alfonso Martínez del Valle.
Amparo guardo un penoso
silencio, para luego contestar como si eso le doliera decirlo.
-
¡Así
es¡. Yo soy la esposa del escribano.
Cuando Amparo respondió a dicha
pregunta, Enrique Salcedo deseo desde lo más profundo de su corazón que esa
mujer fuera la hermana o la hija mayor del escribano, deseaba conocerla, saber
cómo era ella, rápidamente imagino una situación de la cual, automáticamente
rechazo la idea por parecer pecaminosa, censurable, inmoral.
-
¿Vos
es la esposa de escribano? – lo dijo otra vez con curiosidad, pero también con
la esperanza de a que dicha pregunta recayera una aclaración, quizás una
negativa, porque no una mentira.
-
Sí,
soy la señora Amparo Magdalena Iturbe Adams, soy la madre de Fernanda.
Cuando la señora Amparo
respondió a la pregunta, automáticamente Enrique se acordó del motivo de su
visita. Sabía que la razón de su visita, no era celebrar negocios con su
marido, sino pedir permiso para el cortejo de la hija de dicho matrimonio.
Mientras tanto, Amparo Magdalena
sabía ya de la última travesura de su hija. Su nana Juanita le había informado
que la otra vez, la niña al ir a misa a Catedral, había recibido una carta del
dichoso licenciado que se encontraba frente a su ojos, pidiéndole a su hija
noviazgo. La niña Fernanda emocionada por la propuesta, aventó el pañuelo a los
pies del caballero como una muestra de que sería capaz de aceptar el cortejo de
su nuevo pretendiente. Esa era la razón
del porque ese licenciado visitaba a su señor Marido.
-
Entiendo
que Vos es licenciado.
-
Así
es Señora. Soy abogado del Supremo Gobierno. Presto mis servicios para el
Presidente de la República.
-
¿A
Santa Anna?.
-
No
señora, el presidente actual es el general José Joaquín Herrera.
-
¡Eso
ya lo sé, pero que acaso el que no manda en éste país es Santa Anna.
Enrique Salcedo no sabía si la
señora había dado un comentario personal, una apreciación, o dicho quizás una
verdad. No sabía si con ello daba pie a una conversación, lo cierto era, que
esa Señora, al mirarla le despertaba curiosidad.
Amparo anunció que su marido no
tardaría en llegar, había realizado una diligencia en el Convento de San
Fernando y que por lo tanto, no tardaría en llegar. Por lo que le pidió al
licenciado Jorge Enrique que lo esperara.
El ama de llaves sirvió las dos
tazas de chocolate y la conversación de aquella dama con el licenciado Salcedo
continúo. Hablaron un poco de todo y a la vez de nada. Sobre política,
literatura y el pasatiempo que tenía ella dentro de la casa, consistente en
leer los contratos que redactaba su marido. Lo único interesante que tenía su
señor, porque fuera de ahí, su carácter, su avaricia, o su forma despectiva con
la que siempre lo trataba, no le era motivo suficiente para seguirlo
soportando. Jorge Enrique sólo la escuchaba, como deseando que el tiempo de la
conversación se extendiera, que nunca acabara, que jamás llegara el tipo
repugnante que era su marido; que aquella platica continuara y no era para más,
la señora Amparo, no solamente mostraba en su léxico ser una mujer culta,
también podía observarse en su cuerpo, aquella silueta que denotaba una mujer
hermosa, una escultora griega viviente, la geometría perfecta y estética en las
líneas de sus curvas, de su cadera y busto, que bien combinaba con su cabello
castaño y su rostro maltratado; pero quizás, lo que más observaba con detalle,
era aquella mirada triste que ocultaba una mujer admirable, reservada, todavía
bella y por siempre joven.
-
Vos
es una mujer joven. – Fue una expresión involuntaria, fue un pensamiento en voz
alta que si Jorge Enrique lo hubiera meditado dos veces, jamás lo hubiera
dicho. Sin embargo, ella sólo rió por el
comentario.
-
En
serio, veo en Vos una mujer joven. – esta vez, si lo hizo con toda intención.
-
Si
lo dice en comparación a mi marido. Por supuesto que soy una mujer joven.
Treinta años menor que él, ¿no le parece?. – sonrió como tratando de hacer un
gesto coqueto de juventud - Sin embargo, licenciado, agradezco su gentil
comentario por el gran favor que me distingue.
-
No
es ningún favor Señora. Aprecio en Vos esa juventud que denota su persona. Le
juro que cuando la vi por vez primera, llegue a pensar por momentos que se
trataba de la hermana del escribano, inclusive llegue a confundirla con una de
sus hijas.
-
¡Yo,
la hermana mayor de Fernanda¡. – contesto sorprendida Amparo.
-
Si
señora, pensé que era su hermana; - rió sin querer Jorge Enrique y con ello,
contagio de la misma risa a Amparo.
-
¡Y
Dijo Vos licenciado, vengo a pedirla a Usted Señora¡.- El comentario fue un
autoelogio que obviamente merecía ser confirmado.
-
Así
es mi distinguida Señora. Llegue a pensar que una mujer como Vos, bien valía la
pena pedirla en matrimonio.
Amparo, termino de asimilar la
grata sorpresa que de su juventud daba aquel joven señor; más aún, ese
comentario picaresco que lejos de ofenderla le hacía sentir por un breve
momento, una mujer todavía hermosa.
-
Créame
jovencito que llego tarde a mi vida. Quizás con diez años de retraso; -
respondió en un tono de resignación y decepción - si por lo menos hubiera
nacido usted temprano y yo tarde, no hubiera dudado en aceptar sus
proposiciones, por muy ofensivas que parezcan.
-
De
ninguna forma sería mi intención ofenderla Señora.
-
Pues
sígame ofendiendo caballero – contesto riéndose Amparo – tenía tiempo de no
escuchar una voz y un elogio tan agradable como el suyo.
Cuando Amparo termino de decir
esa frase, ambos guardaron un silencio profundo, el cual fue interrumpido con
el ruido de la puerta de la casa que se abría, dando entrada al escribano
Alfonso Martínez de Valle.
-
¡Don
Alfonso¡. – Se paro inmediatamente Jorge Enrique, como creyéndose sorprendido
de una grave falta que estaba cometiendo.
-
Siéntese
licenciado, disculpe usted mi demora, pero me salió una diligencia de último
momento.
Respondió el escribano en una
forma fría y despectiva, como si quisiera cerrar un trato más. Al sentarse sólo
observo en la mesa de centro dos tazas de chocolate, habiéndose percatado por
el contenido de las tazas, que ya tenía tiempo en su casa el licenciado.
-
¿Tenía
mucho tiempo esperándome licenciado.
-
En
verdad no don Alfonso, … en si no recuerdo.
-
¿Qué
motivo le trae por acá?.
La pregunta fue concreta al
grano, hecha de mala gana, con una mirada inquisitiva, como si el viejo leyera
la mente tanto de Amparo y de Jorge Enrique, al igual que también percibiera o
por lo menos sospechara, de la agradable conversación que minutos antes se
había celebrado sin su presencia.
-
Don
Alfonso …
Trato de responder Jorge
Enrique pero estaba nervioso, era una tontería lo que le estaba pasando por la
mente, conocía más a la mamá de Fernanda que la propia Fernanda, con la cual,
nunca había cruzado ni una sola palabra, más que aquella señal que le había
hecho la vez que le aventó el pañuelo. Podía retractarse, podía cambiar el tema
de conversación y decirle que lo mandaba el Coronel Yáñez para informarle que
el general Santa Anna ya había remitido una epístola encargándole sus
propiedades y los negocios que él ya conocía; podía decirle otra cosa, quizás
otro negocio, visitarlo con otra excusa, pero no el pedir la mano de una mujer,
al que por cierto, bien tenía que reconocer Jorge Enrique, que no la conocía.
Entonces porque no cambio de
tema Jorge Enrique, porque no desistió de su intención, porque no había
cambiado de opinión y enfrentado en forma inteligente, quizás cobarde, su
intención de pedir el cortejo a su hija. ¡Que diablos estaba haciendo enfrente
de don Alfonso y de la Señora Amparo¡.
-
¿A
que viene licenciado?.- Volvió a preguntar el escribano, estaba vez con un tono
aún, mucho más despectivo.
Entonces Jorge Enrique tomo en
unos segundos, la decisión que había asumido en días antes. Iniciar una vida,
formalizar un noviazgo con la intención de contraer nupcias.
-
Don
Alfonso, quiero… - se encontraba
nervioso Jorge Enrique y a la vez descubierto, quizás desnudado ante la mirada
de Amparo – … manifestarle que le guardo a Vos y a su señora, todo mi aprecio y
mi sincero reconocimiento.
Obviamente que el comentario no
tenía nada que ver con la verdadera proposición que le había motivado a Jorge
Enrique a estar aquella tarde en la casa del escribano.
-
Que
nunca ha sido mi intención comportarme como cualquier lépero de esta Ciudad…que
es tanto mi respeto que siempre os guardado que por ello, me he tomado el
atrevimiento de pedirle a vosotros su consentimiento, para que pueda cortejar a
su hija.
El escribano se quedo callado,
quizás con todo el ánimo reprimido de gritarle a su hija que era una golfa
igual que su madre. Una vil ramera que se exhibía en la calle para que el día
de ahora, cualquier hombre le propusiera fornicar con ella. ¡Igual que la puta
de su madre¡. Una mujer coqueta a la que seguramente, había dado pie para que
el licenciado Salcedo quisiera emparentar con su familia y convertirse ahora en
su sucesor.
Se quedo pensando el escribano,
como si ya estuviera esperando el momento; guardo un profundo silencio, el
suficiente para que Amparo viera en aquel muchacho un buen pretendiente para su
hijo, digno para convertirse en sus yerno, al menos se veía un hombre bien
portado, educado, correcto, nada que ver con la educación prepotente y soberbia
de los militares o con la conducta altanera y ególatra de su marido. ¡Sería un
buen marido¡. Pensó Amparo, al mismo tiempo que Jorge Enrique se quedo callado,
como si fuera un niño ansioso, nervioso, esperando la aprobación o reprobación
de su padre.
El señor don Alfonso Martínez
del Valle, el famoso y oscuro escribano se quedo callado, pensando brevemente
en el futuro que se le avecinaba.
-
Don
Alfonso, créame que las intenciones que tengo con su hija son las de un hombre
de honor. Quiero que os sepa que no he faltado de ninguna forma el respeto que
le tengo a Vos y a su familia; es por ello, que mi intención la hago en forma
respetuosa, sincera y con el ánimo de no vulnerar su autoridad como jefe de
familia.
Esta vez, el tono de voz de
Jorge Enrique fue más sincero, pero Don Alfonso siguió permaneciendo callado,
observando como en la mesa de centro seguían aquellas dos tazas de chocolate,
todavía aún sin consumirse.
-
Licenciado
… - hablo el escribano sin perder su acento frió y despectivo – agradezco su
gentil atención que hacía mi persona ha tenido, al manifestarse como hoy lo
hace, en forma sincera y honesta respecto a las intenciones que tiene con mi
hija.
El escribano se quedo callado,
su respuesta fue seca, cortante, como si al seguir mirando aquella mesa de
centro, estuviera maquilando la respuesta que todavía no terminaba de darse.
-
Por
ello, le respondo a Vos que con el tiempo que tengo de conocerlo, sé de su
calidad moral; sé del honor y decoro que Vos ofrece, del debido respeto,
compromiso y de la lealtad con la que siempre se ha conducido, así como de la
forma tan educada y correcta que de Usted siempre he recibido. Por ello
licenciado, quiero que sepa que para mi es un honor y una gran distinción, el
que Vos en esta noche pida iniciar una relación formal con mi única hija.
Relación a la cual no objeto de ninguna forma, ni tampoco cuestiono, ni impongo
mayores condiciones que las que no haría valer cualquier jefe de familia responsable
e integro como su servidor. Me alaba su sana intención, me hace feliz como
padre y por ello licenciado, en el nombre de mi familia y del linaje que tengo,
le advierto a Vos que no aceptare de ninguna forma que se atreva iniciar un
noviazgo con mi hija, sin antepone primero, la fecha de casamiento.
En ese momento, Jorge Enrique
quedo pasmado ante la respuesta del escribano, no esperaba una reacción de esa
forma. Amparo mientras tanto, quedo sorprendida con la aceptación que hacía su
marido.
-
¡Porque
Usted¡ mi estimado licenciado – continúo el escribano hablando - no solamente será el futuro esposo de mi hija
o bien, el padre de mis nietos, sino que también, será mi hijo adoptivo, mi
sucesor en la escribanía, en los negocios que llevo todos los días llevo; en la
gran carga y responsabilidad, que implica sostener esta noble profesión, digna
de un abogado como Vos.
Jorge Enrique se quedo callado,
quería decirle a su futuro suegro, que solamente pretendía iniciar un cortejo y
en todo caso, asumiría con respeto la decisión de su hija de contraer o no
nupcias con él; sin embargo, don Alfonso, ya daba la plena autorización de un
futuro casamiento, inclusive, pedía en forma autoritaria hasta la fecha de la
boda.
-
Don
Alfonso – esta vez, aumento más el nerviosismo de Jorge Enrique quien por un
instante vio, la cara de sorpresa que tenía su esposa Amparo – yo sólo venía a
pedirle su autorización para cortejar a su hija, no creo conveniente, salvo que
usted diga lo contrario, que tengamos a bien planear la fecha de la boda con su
hija.
-
Licenciado,
no creo que sea necesario cortejo alguno, si van a llegar tarde o temprano a
copular.
La expresión fue demasiada cruda, lo que provoco la indignación de
Amparo, misma que trato de intervenir en la conversación.
-
¡Quieres
callarte¡.- Nadie te ha pedido tu opinión. – grito el viejo.
Amparo guardo silencio, sin
poder ocultar su indignación.
-
Lo
que me refiero licenciado – dijo el escribano – es que no veo necesario cortejo
alguno entre vos y mi hija, podemos pactar una fecha de la boda y con
ello, adelantar una serie de trabajo que
me interesa ya encomendarle.
Jorge Enrique se quedo callado,
quizás vencido, sorprendido, sin palabras; desde su lugar vio los ojos rojos de
Amparo, que sólo escondían coraje y una resistencia al llanto.
El escribano, sin más animo que
continuar con la conversación se paro bruscamente de su asiento y le dio la
mano a su futuro yerno, como queriéndolo correr de su casa.
-
Así
es licenciado, cuenta Usted con mi pleno consentimiento para que corteje a mi
hija; sea bienvenido en esta casa y si me perdona el atrevimiento, abandone Vos
mi casa, no tarda por anochecer, así que no me gustaría que el próximo padre de
mis nietos tenga algún percance que le impidiera cumplir con su palabra. – don
Alfonso extendió su mano, el cual fue correspondido por Jorge Enrique – En
cuanto a la fecha de la boda, veámonos el próximo domingo al medio día, para
afinar detalles.
El escribano acompaño a la
puerta de la casa a su futuro yerno, quien todavía seguía sin comprender lo que
estaba sucediendo.
A lo lejos, en el primer piso
de la casa se encontraba escondida Fernanda, quien estaba escuchando la
conversación en compañía de su nana.
-
¿Qué
dijo Nana?. – no alcance escuchar nana.
-
¡Métase
niña¡. La va a descubrir su papa. – grito preocupada la nana, como presagiando
que se acercaba un mal.
-
Es
que no alcance a escuchar lo último, que dijeron.
-
¡Métase
niña¡.
La nana metió a la niña
Fernanda a su recamara, al mismo tiempo que Jorge Enrique abandonaba la casa y
el escribano regresaba a la sala de su casa, viendo con coraje aquellas dos
tazas de chocolate que se encontraba en la mesa de centro de la sala. Fernando
quedo paralizada del miedo que le tenía a su marido, tiempo que resulto
suficiente para que éste tomara una de las dos tazas y se la aventara al
vestido a su esposa.
-
¡Eres
una maldita puta¡.
Amparo no supo qué hacer ante
tal regaño. Era injustificada la reacción que podía tener su marido ante tal
situación. El líquido café escurrió su pecho.
-
Lárgate
de aquí puta, tú y tu pinché hija. ¡Malditas perras¡.
El escribano tomo su bastón y
se dirigió a la biblioteca de su casa, al mismo tiempo que su hija Fernanda
trataba de averiguar que era lo que estaba pasando en la sala de su casa.
Entonces Amparo, no tuvo de otra que estallar en llanto, sintiendo por momentos
lo mojado del vestido y oprimiendo en sus puños y garganta, las ganas de llorar de coraje.
Pero al escribano, a Don
Alfonso, aquel viejo senil, nadie absolutamente nadie entendía por lo que
estaba pasando. Resistió a las ganas de tirar cada uno de los libros que se
encontraban en la biblioteca, de romper los protocolos, los cristales o golpear
intensamente su escritorio. Sólo aventó el bastón y al sentarse en la
privacidad de su oficina, abrió su escritorio para sacar de uno de sus cajones,
aquella pistola.
-
Maldito
licenciado. Maldito Coronel.
El escribano había descubierto
el móvil del matrimonio. La verdadera intención era quedarse con el dinero, con
la casa, con la hija y también con la esposa.- ¡Malditos mierdas¡.- dijo el
escribano con todo el coraje del mundo, con todas las ganas de sacar la pistola
y buscar personalmente aquel licenciaducho y ese militarcillo de poco grado,
para vaciar sobre ellos, cada una de las balas de la pistola.
Eran momentos de confusión,
Fernanda sabía que algo estaba pasando, pero su nana Juanita no le permitía
salir de su recamara; mientras que su madre Amparo, desde la alcoba de su casa,
permanecía acostada llorando sin cesar; Jorge Enrique se regresaba a su casa,
totalmente confundido; mientras que el Coronel Yáñez, desde la soledad de su
oficina, acababa de fumar otro cigarro más, viendo como el humo y el agradable
olor se diluía, en compañía de su ambiciosa idea.