- ¡No hay nada que hacer¡. – dijo el general Antonio
López de Santa Anna frente a la junta de militares en el cuartel de Ciudadela,
luego de haber escuchado los partes de guerra, que describían la cadena de
errores consecuentes, de cómo había librado la guerra el ejército mexicano. -
Tenemos que abandonar la Ciudad de México. Las posiciones del enemigo son más
estratégicas que las propias. Están en el Convento de San Fernando y aquí afuera
del cuartel en la garita de Belén. No emprenderemos ningún armisticio, ni
claudicaremos. Simplemente nos retiraremos del lugar para reforzarnos en Puebla
y después regresar a recuperar la capital. ¡Está claro¡.
Sólo un eterno silencio.
Defendimos con honor la Republica Mexicana. Peleamos
con todo; resistimos al invasor, en cada plaza, en cada combate que se libró.
Su ingreso a esta Ciudad, ha sido entre ríos de sangre, sin duda alguna, una
batalla pírrica. Le ha costado muertos, heridos, deserciones, mucho dinero; la
guerra aún no está definida. ¡Comprenden¡.
Continúa el silencio.
Entonces el general mira a sus colaboradores,
quienes únicamente callan; en espera de que mañana catorce de septiembre, la
ciudad se encuentre ya del todo conquistada. Que nadie se responsabilice de
todos los errores cometidos antes de este trágico día. ¡Nadie¡. Únicamente Santa
Anna.
Sigue el silencio.
Más de seiscientos soldados al mando del general Nicolás
Bravo desertaron aquella madrugada, luego del intenso bombardeo sufrido en
Chapultepetl; los cuatrocientos soldados de batallón de San Blas murieron
batidos por los americanos en las faldas del cerro de Chapultepetl; los cadetes
del Colegio Militar fueron abandonados a su suerte por sus autoridades académicas;
y el coronel Rangel, como la estatua de Carlos IV, únicamente se quedo pasmado,
viendo a sus compañeros morirse. Pero nadie tiene la culpa, más que el traidor
de Antonio López de Santa Anna. ¡Nadie¡.
Prosiguió el silencio.
Culpable es y nada más él. El héroe nacional que
pudo ser recordado por siempre como el gran padre de la patria, ahora es y será
por siempre, el gran traidor. De nada sirven los supuestos cuatro mil soldados
que quedan defendiendo la ciudad, ni las palabras huecas que alguna vez se
dijeron, de que se defendería la ciudad casa por casa y calle por calle, ahora
nada de eso quedaba en el recuerdo, más que el mensaje desmotivante de tratar
de disimular una derrota. De encubrir la verdad de una nación que acababa de
morir. Un territorio despojado. Una guerra perdida. Una historia olvidada. El
día más triste de la historia de México.
El silencio perdura por siempre.
Acuso a los mexicanos de haber otorgado su confianza
a ese hombre que como todos los seres humanos, se encontraba lleno de defectos
y virtudes; un hombre enfermo de megalomanía, vanidad y estupidez. Acuso a los
gobernantes del pueblo de México, por no solidarizarse, ni unirse en los
momentos más difíciles de su vida, por su visión corta y estúpida politización,
de aspirar el poder por el poder mismo, sin programa, sin futuro, sin porvenir
para nuestras futuras generaciones; de vivir de los impuestos del pueblo y
contratar empréstitos con las naciones extranjeras, sin sacar provecho de esos
créditos, más que para las fortunas personales de sus oscuros políticos. Acuso
al clero por no haber prestado al gobierno los recursos económicos que este
necesitaba para sostener un ejército y estar en posibilidad de defender
centímetro a centímetro el suelo de la patria; por haber politizado las leyes
de desamortización de los bienes eclesiásticos, incitando a los ciudadanos y a
los jóvenes universitarios, a un discurso radical, dogmatico, divisionista, que
termino por dividir al pueblo de México y de haber defendido a una corporación apatriótica,
oscura y también corrupta. Acuso a los diputados del Congreso, por no haberse
impuesto en sus determinaciones, por haber perdido la prudencia y la visión
política, ni haber apoyado en esas horas difíciles al presidente de México. Por
haber huido de la Ciudad y haber evadido cualquier responsabilidad histórica en
aquel momento, incluyendo, la de haber designado presidente de México al señor
Antonio López de Santa Anna. Acuso a los periodistas, que con sus notas
periodísticas, mal politizaron y desinformaron al pueblo de México, con
discusiones estúpidas sobre las formas de gobierno, olvidándose de que lo
importante de todo esto, era el despojo que sufría la patria. Acuso a los
jóvenes polkos, que entusiasmados por su juventud, fueron manipulados por los
intereses más oscuros y egoístas de la sociedad conservadora, incitándolos a
desconocer a su Gobierno que actuaba por el bienestar de la patria. Acuso, si …
acuso a todos y a cada uno de los militares encargados de haber adquirido el
parque y las armas, sin haberse percatado de las compras tan absurdas y tan
ineficientes que se hicieron: nada menos y nada más que rifles sin balas y
balas sin rifles. Acuso a las autoridades académicas del Colegio Militar que
abandonaron a su suerte a sus alumnos, por no haber sido acordes a los
principios éticos que todo colegio castrense debe tener, acuso a su director,
subdirector, jefe de instrucción y a sus maestros, por haber abandonado los
cadetes en el momento en que mas los necesitaban y haber impartido con dicha
lección, la peor asignatura de todas: ¡Cobardía y traición¡. Acuso a los
burócratas, recaudadores de impuestos y también nuevamente a los militares, por
no haber dado ninguno de ellos una colaboración inteligente en esta maldita
guerra tan triste, humillante y vergonzosa. Acuso a los que tengo que acusar; a
los federalistas y centralistas, a los masones y a los católicos, a los santannistas
y no santannistas, que entre saliva, papel y discursos huecos, nada pudieron
hacer en esta guerra, ni pudieron planear, ni organizar, ni dirigir, ni menos
aun controlar el caos y la traición que consumió al país. Acuso a los bandidos
de Puebla, viles delincuentes al servicio de los peores capos de la humanidad y
a esos traidores militares también convertidos de bandidos, valientes en los
pronunciamientos militares y cobardes en los combates que enfrentaron a los
americanos. Acuso en esta foja y en todas las que vienen; acuso todos los días
de la humanidad, de la patria entera que aun existe, del mundo mutable que se
vive. A los que han pretendido borrar esta página de la historia, a los que
nunca han vanagloriado la hazaña heroica de los soldados valientes del batallón
de San Blas, a los hijos adoptados de la patria, los irlandeses del batallón de
San Patricio, más mexicanos que cualquier mexicano. A los valientes cadetes del
Heroico Colegio Militar, de los cuales hasta se duda de su existencia. Acuso a
todos los que tenga que acusar, incluyendo la ambición, el cinismo, el fraude,
la gran mentira, de un gobierno que se dice ser republicano, democrático,
justo, destinado a ser grande, a los Estados Unidos de América. Máxima ilusión
del ideario político de la humanidad y también lamentablemente, su gran
desilusión e hipocresía. Que quede claro, México nunca atacó a los Estados
Unidos. ¡Nunca lo atacó¡. ¡Todo fue un engaño¡. ¡La legitimación del
peor robo en la historia de la humanidad¡. ¡El peor ladrón que haya conocido el
mundo¡: los Estados Unidos de América.
El general Scott feliz por haber conquistado la
ciudad de México, ordena se recojan todos los cadáveres mexicanos, se junten y
se quemen; no merecen honor esos indios harapientos, ni monumentos, ni mucho
menos conocer su nombre; los únicos que tienen nombre en esta guerra, son los
soldados americanos quienes murieron en la guerra. Para ello habrá que
maquillar las cifras, ocultar la cifra real de muertos y desertores, no señalar
más número de muertos, que mil
quinientos soldados y no mas desertores,
que los traidores soldados del autodenominado batallón de San Patricio. Después
de todo, hoy es una fecha importante para los Estados Unidos de América – haber
ganado esta guerra, pues al haber ocupado Chapultepetl, se ha destrozado por
siempre a los mexicanos.
El general Robert E. Lee, brillante militar e ingeniero
corrige a Scott, no cree que los haya destrozado, sino al parecer, los ha
construido. - Les hemos dado a esta nación nombre, identidad, historia, y con
la acción realizada en Chapultepetl, les ha dado a sus propios héroes. Ningún
mexicano olvidara jamás esta afrenta. La recordara por siempre y a nosotros los
americanos, jamás nos darán, ni nos ganaremos ni su amistad ni su confianza, quizás
durante por muchos años. Es la peor vergüenza que como Republica libre hemos
podido cometer. Convertirnos en un país de cínicos y ladrones. Donde queda
nuestra discurso de defender la libertad y los derechos de los seres humanos a
construir su propia democracia; de defender la libertad contractual y en el
sagrado derecho de la propiedad privada; y ahora que América ha ganado esta
guerra, no respetamos la propiedad de esta joven nación, ni menos, su libertad
soberana de contratar la venta de su territorio nacional. Un robo, un despojo,
un acto de vergüenza nacional. Esta es la página mas censurable y reprochable,
de la historia de los Estados Unidos. La guerra que nos debe de avergonzar a
todos.
Y el silencio perdura.
La culpa es de ustedes – dijo Santa Anna en la junta
militar – por desobedecer las instrucciones que en todo momento di, por la cobardía
y la inmoralidad de este ejército, que por cierto el día de hoy, no ha ingerido
alimentos; la culpa es de todos por nuestras constantes revueltas, por nuestra desorganización
social que ni federalista ni centralista; simplemente contradictoria, sin
orden, sin paz, sin proyecto, sin futuro alguno. La culpa es de todos nosotros,
por no renunciar nuestros intereses personales en aras de los intereses de la
nación. La culpa es de Gabriel Valencia por haber enfrentado improvisadamente a
Scott cuando la instrucción fue en todo momento, reforzar la línea defensiva.
La culpa fue de los oficiales de armas, que no entregaron el parque correcto al
general Anaya cuando este los enfrentó en el Convento de Churubusco. La culpa
es de la prensa, por haber sembrado en el pueblo y en mis soldados, la sospecha
de la traición. Ahora el general Santa Anna entiende que está viviendo su peor
fracaso como político y militar. Una guerra contundentemente perdida, una
desconfianza hacia su persona y un veredicto histórico que lo marcara como
siempre como el gran traidor de México. Si al menos tuviera una oportunidad
mas, se daría cuenta que la mejor forma de gobernar este país, seria definitivamente
la monarquía constitucional, pero no por un emperador mexicano, como lo fue Agustín
de Iturbide, sino por un príncipe europeo. Hacer de México, un país protegido
por el poderío de los príncipes Europeos.
-
Tenemos
que abandonar la Ciudad, porque los americanos, solo les bastaría dos horas de
intenso bombardeo sobre este cuartel, para corrernos del lugar, como lo
hicieron en Cerro Gordo Veracruz.
Y los militares reunidos en aquel cuartel militar de
la Ciudadela, sólo obedecieron las instrucciones del general Santa Anna;
quedaron estos callados para siempre; cumpliendo fielmente las instrucciones de
abandonar aquellas primeras horas de la madrugada del catorce de septiembre el
cuartel de la Ciudadela; lo mismo hicieron también, los soldados que se encontraban
en las garitas de Niño Perdido, San Antonio Abad, Calendaría y por supuesto, la
escolta que debió de haber protegido en todo momento, hasta el final, el
Palacio Nacional. Entonces el
generalísimo Antonio López de Santa Anna se prometió así mismo regresar a la Ciudad de México, buscar la última
oportunidad para gobernar el país y convertirse en su gran padre y mentor y por
supuesto, en buscar la entrada de la cueva del diablo, para rescatar el tesoro
por el que casi da la vida. El dinero suyo que se había ganado por su valor y
patriotismo, con el cual el pueblo de México, lo indemnizaría por aquellas
horas de desvelo y ayuno que dio, sin nada a cambio.
A la una de la mañana, del catorce de septiembre de
mil ochocientos cuarenta y siete, el ejército mexicano comandado por su general
en jefe, abandonó la ciudad de México.