En la ciudad de México, el rumor fue cierto. La
revuelta popular, patrocinada por el clero estalló. ¡Abajo el mal gobierno¡.
¡Religión y Fueros¡. Por una parte los denominados “puros” presididos por el
masón de Valentín Gómez Farias, quien ostentaba ideas liberales que atentaban
contra la santa fe y la iglesia de Dios nuestro señor y por la otra parte, los
jóvenes Polkos, defensores de los principios del evangelio y de nuestra madre
la patrona de América, santísima Guadalupe.
De nada habían servido las intensas discusiones que
desde un mes antes habían sostenido los representantes del pueblo, enterrados
quedaron las disputas de los diputados y los proyectos financieros de a cuanto
podía ascender el monto de lo “prestado”, nada absolutamente de nada sirvió la
Ley del 11 de enero de 1847, ni los estudios doctrinarios de inminentes juristas provenientes del Fuero de Castilla que ya
autorizaba a los soberanos españoles, la ocupación de los bienes del clero en
“manos muertas” por causa de utilidad pública. De nada tampoco sirvieron los
estudios de ilustres juristas canónigos como el de Berardi quien también
consideraba que el clero podía vender sus bienes para salvar a la nación; las
excepciones que la Novísima Recopilación decía que en tiempos de guerra la
plata y los bienes de la iglesia, podían ser tomados por el rey; nadie
absolutamente nadie defendió las leyes españolas que legitimaban a sus
soberanos a ocupar los bienes de la iglesia católica, sin el riesgo o la
amenaza de ser excomulgados, como ahora lo estaba haciendo el clero mexicano.
Inclusive mucho se hablaba en los círculos intelectuales, que Su Majestad
Carlos IV ingreso a las arcas públicas los bienes de la iglesia, sin que
mediara guerra alguna, sino únicamente por su propia voluntad de soberano; pero
la situación que vivía el país, no lo permitía, lo censuraba, México había más
católicos que en la propia España; el clero mexicano tenía mayor poder, que ni
el propio papa en la mismísima Roma o en Madrid. Esa era la verdad; de nada
sirvieron las leyes que alguna vez dictaron las cortes españolas respecto a los
bienes eclesiásticos de la península ibérica, leyes que fueron aprobadas y
sancionadas por sus respectivos monarcas y que no por eso, habían recibido la
excomunión, como ya la había recibido el encargado de la presidencia, Valentín
Gómez Farías y toda su comitiva de ayudantes, quienes por haber apoyado dicha
ley, habían sufrido, el peor castigo de la religión católica: la excomunión.
Aquella mañana, mientras el ejército mexicano
capitaneado por el general Santa Anna se batía en armas con las tropas del
invasor, sufriendo hambre, sed, desolación, resistiendo a las tempestades del
clima, defendido con decoro y dignidad el avance yanqui sobre cada centímetro
del territorio nacional; aquella mañana, los batallones Independencia y
Victoria, se levantaron en armas, desconociendo al gobierno puro de Valentín
Gómez Farías y ocupando las instalaciones de la Universidad de México como su
cuartel.
Ahí donde se reúne la gente supuestamente pensante,
la que discute y se difunde el conocimiento, donde se encuentran las cabezas
pensantes de la nación entera, la triste Universidad de México, actuaba como
siempre lo había hecho en ocasiones anteriores, para vergüenza de muchos
universitarios, como un centro donde se organizaban las fuerzas conservadoras,
supuestamente inteligentes, enemigos de cualquier idea liberal que representaba
cambio. Ahí, en sus paredes de sus recintos,
se encontraban los jóvenes más radicales, preparando la pólvora y las
municiones de sus obsoletos rifles, implorando las consignas de “abajo el mal
gobierno”, “en defensa de la fe de dios”, “religión y fueros”; los cientos de
jóvenes estudiantes universitarios, hijos de las buenas familias aristócratas
de la Ciudad de México, “soldados de la fe”, portando orgullosamente sus
amuletos y escapularios, manipulados por las fuerzas conservadoras del clero,
una vez mas presentes en la historia de la joven república, para descalificar al “liberal”, “puro”,
“masón”, “hijo del diablo”, “traidor” y cualquier otro calificativo, que
mereciera en esos momentos al presidente de México.
Los jóvenes aristócratas, distinguidos
universitarios, futuros abogados, con su uniforme limpio, habían tomado las
calles de la Ciudad de México para defender a la verdadera fe, “ a su santa
Religión católica” y de sus “humildes ministros”, de la “santísima e inmaculada
madre de dios la Virgen de Guadalupe”; recibían las muestras de apoyo popular
que ningún otro grupo social había recibido antes, hasta las monjas de los
conventos de la ciudad de México, suspiraban mundanamente y olvidando sus votos
religiosos, al verlos pasar tan gallardos y joviales; de esa forma y ahí
reunidos los batallones de jóvenes estudiantes, con el apoyo popular de muchos
de los líderes de opinión de los principales periódicos del país, como el
Republicano y el Siglo XIX, mostraban una vez mas al mundo, su patriotismo y su
fe, en la religión católica. El presidente de la Republica al enterarse sobre
los primeros motines ocurridos en la Universidad, ordenó a ocupar las
instalaciones de la Universidad de México, lo que generó sin haberlo pensado,
en aumentar el disgusto de los jóvenes universitarios, legitimando más la causa
de los batallones cívicos “los polkos”, que se lanzaban en armas para
desconocer al mal y traidor gobierno.
Pero además, muchos eran los rumores que se decían
del alzamiento del batallón Independencia, uno de ellos, había sido la orden de
trasladarse a Tuxpan y a Veracruz, en virtud de la amenaza del ejército
americano de iniciar un desembarco por esas costas; obviamente, muchos de los
padres de los jóvenes universitarios aristócratas se habían opuesto a tal
instrucción, pues para eso estaba Santa Anna quien defendía con su leva y sus
soldados al territorio nacional, no había necesidad de molestar a los jóvenes
universitarios de los batallones cívicos para sacrificar su vida en una guerra,
que no la habían iniciado ellos.
Aunado la prensa y la “opinión pública”, consideraba
que las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos, eran solamente
pretextos para desviar la atención y cumplir con un plan perverso que los
masones habían planeado implementar en México, desde su independencia: “vender
a México”, “sacrilegar a la santa iglesia católica”, “mancillar a nuestra
Virgen Morena”, “enajenar los bienes propiedad de dios, para cedérselos a los
herejes protestantes y masones”, ese el plan secreto que el Supremo Gobierno
tenía y obviamente, ningún joven universitario, con su preparación académica,
iba permitir dicha ofensa. “¡Entiende Gobierno¡ ¡La iglesia no se vende, se
defiende¡”. “¡Abajo Gómez Farias y su gobierno de ateos anticristianos¡”.
La noche del 26 de febrero de 1847, jamás será
olvidada. Los batallones Independencia, Hidalgo, Victoria y parte de los
cuerpos de Mina, enalteciendo el nombre de los insurgentes de la independencia,
auténticos y verdaderos católicos, pues se levantaban en armas en contra del
mal Gobierno, aclamando ante la opinión pública, la verdadera revolución que
pondría finalmente en el sentido correcto y verdadero al futuro de nuestro
país: la restauración de los verdaderos principios federativos.
Gómez Farías no era un liberal puro y menos
federalista, era un masón que aprovechando la confianza que le otorgaba el
protector de Anahuac, había pretendido apoderarse de los bienes propiedad de
los hijos de dios, para cedérselos a los americanos protestantes; el presidente
espurio, era un ateo, masón, que ni era federalista, ni republicano, ni
santaannista, ni mucho menos le interesaba defender a la patria de la guerra
contra los americanos. Como se atrevía el muy cínico a vender lo que no era
suyo, para luego después, regalárselos a los invasores.
El general en Jefe Matías de la Peña Barragán, había
podido por fin, conglomerar a la gente más inteligente del país, para dar por
terminada una vez por siempre, este caos. Contando con el apoyo del general
Valentín Canalizo Jefe de la Guardia Nacional, se sumaban nuevamente las
proclamas, para instaurar de una vez por siempre, los verdaderos principios de
la federación: que cesen por lo mientras en funciones de los poderes
legislativo y ejecutivo, por no representar los intereses de la nación, pero
que no cese obviamente, la vigencia de la Constitución de 1824, por ser el
único pacto que nos une a los mexicanos. Que cesen el presidente y mientras
tanto, sea el ministro presidente de la Suprema Corte quien dirija los destinos
de la nación, en tanto se convoque a elecciones libres y limpias para elegir
nuevamente a los diputados; que cese lo que se tenga que cesar, incluyendo los
decretos de la ocupación de los bienes eclesiásticos de manos muertas, por ser
esta disposición legal, la causante de una guerra civil que dividió a los
mexicanos, en vez de unificarlos en contra del enemigo exterior; que cese lo
que no sirva, menos la jefatura del ejército mexicano y presidente interino de
la Republica, el benemérito de la patria y general de división don Antonio
López de Santa Anna.
Y mientras eso ocurría, mientras al norte del país,
sangre y destrucción se respiraba en los llanos, miles de soldados morían de
frío, hambre, sed o de las balas del enemigo en una guerra sin sentido; una estúpida
confrontación destinada a perderse, donde los únicos patriotas que si sabían lo
que había que hacer, eran precisamente los americanos, ahora comandados desde
un buque de vapor por el general Wilfried Scott.
Cerca de las costas de Tampico y Veracruz, navega
una flotilla de buques de vapor que nunca antes había navegado por nuestras
costas, pues ni en los tiempos de Cortes ni en la época de los piratas
ingleses, habían desfilado en nuestro territorio marítimo, aquellas imponentes
fortalezas de hierro que ondeando la bandera de las barras y las estrellas,
trasladaban a trece mil soldados enganchados por la Secretaria de Guerra del
Gobierno de los Estados Unidos de América, en espera de iniciar el primer
desembarco infante marino en la historia moderna del mundo.
El general Scott había terminado de leer nuevamente
su libro favorito, “Historia de la
Conquista de México”, escrita por el historiador William H. Prescott, un
autentica crónica que describía la vida y obra de Hernán Cortes, cuando hace más
de trescientos años, piso el suelo mexicano para derrotar contra toda la
adversidad, al imperio azteca. La historia vuelve a repetirse. El nuevo Hernán
Cortes que acecha las costas mexicanas, es un anglosajón, un militar veterano
de buena familia y buenas costumbres, un buen ciudadano americano que además de
sus dotes militares y de su lealtad al Presidente James Polk, se sabe ahora,
ser la figura principal de esta guerra seguida por los corresponsales
americanos de New York, Chicago, Louisiana, Bostón y de otras colonias
americanas, que quizás no durarían, de salir avante en esta importante misión,
en promoverlo en su carrera política y de influir a través de sus crónicas
periodísticas en las legislaturas estatales para que estas a su vez le pudieran
darle los votos necesarios para alcanzar la presidencia de la República.
De esa forma, el general Scott tenía conocimiento de
cada uno de los movimientos armados y de defensa que emprendía el ejército
mexicano, sabía por ejemplo, que el puerto de Veracruz contaba con cinco mil
efectivos mal armados y que en el fuerte de San Juan de Ulua construida en la
época virreinal, se guardaban doscientos cañones obsoletos e inservibles, que
nada podrían hacer frente a sus poderosos buques de vapor; también sabía que la
naval mexicana tenía únicamente dos buques de vapor llamados el “Moctezuma” y
“Guadalupe”, que el gobierno de Paredes Arrillaga, había vendido a Cuba, para
que estos no fueran destruidos por la potente naval americana. Sabía también
que los únicos barcos mexicanos que estaban disponibles para defender las
costas mexicanas, los bergantines Mexicano, Veracruzano Libre y Zempoalteca;
las goletas Águila y Libertad, el pailebot Morelos y las cañoneras de Guerrero,
Queretana y Victoria, todos ellos de navegación a vela; se encontraban
escondidos en el río Alvarado, precisamente para que tampoco la naval americana
les hiciera el menor daño. Sin embargo, el comodoro Conner, cumpliendo las
instrucciones de Scott, se encargó de
efectuar dos misiones con la encomienda de destruir dichos navíos. Lo que logro
hacer, pese a la resistente, heroica y anónima defensa del almirante mexicano
Tomas Marín.
De esa forma, mientras en la Ciudad de México los
batallones cívicos “Independencia” y “Victoria”, integrado por los jóvenes
católicos universitarios, apodados “polkos”, celebraban con júbilo la renuncia
del presidente Gómez Farías, así como la restauración de los verdaderos
principios de la federación; y los sobrevivientes de las batallas de la
Angostura regresaban a México, cansados y algunos de ellos heridos, luego de
haber casi vencido los americanos; el general Scott seguía en su camarote con
la vista en las costas mexicanas, a la espera de iniciar en cualquier momento
el desembarco. ¿Y que con el tesoro de Moctezuma?. – se preguntó asimismo el
general Scott - ¿Cuánto vale el tesoro de Moctezuma o mejor dicho, cual es el
verdadero valor de esa reliquia?. ¿Podría cotizarse en castellanos, pesos,
libras o dólares?. ¿o quizás su verdadero valor, sería inconmensurable?. La leyenda decía que el tesoro lo había
encontrado Hernán Cortes y que le fue arrebatada en aquella noche donde fue su ejército
fue destruido por los guerreros aztecas; posteriormente cuando Cortes se repuso
de esa derrota y logro vencer a los aztecas, torturaron a Cuauhtemoc para que
este revelara el lugar donde se encontraba escondido dicho tesoro, pero nunca
dijo dónde estaba, negó su existencia, no dio referencia alguna donde encontrarlo,
entonces el último emperador azteca Cuauhtemoc, se llevó a la muerte ese secreto,
que al parecer, él mismo Scott lo iba a revelar en los meses próximos.
La vida sigue mientras el mundo continúa cambiando;
Fernanda y Jesús Melgar llevaban más de un mes en el puerto de Veracruz y las
cosas no salían como pensaron; Fernanda pronto se dio cuenta que Jesús Melgar
era un hombre que no podía ofrecerle nada, después de todo la vida en risa por
momentos se vuelve tediosa y más cuando el nivel socioeconómico de aquella niña
consentida, no era sostenida por aquel joven desertor de la academia militar,
que de comercio no sabía absolutamente nada. El hambre llega, la necesidad
material de seguir sosteniendo el mismo nivel de vida se hace presente y las
excusas que manifiesta Jesús respecto al bloqueo americano, no parece ser
entendidas por Fernanda quien día tras día, se desilusiona de la incapacidad y
posca solvencia económica de quien considero ser el amor de su vida. Fernanda se mira al espejo y por momentos, se
ve reflejada en su madre, entiende entonces el motivo por el cual, ella vivió
sobajada tantos años al lado de su padre.
La vida en el puerto se vuelve cada día más tensa.
Jesús Melgar siente por vez primera la necesidad de olvidarse de su nueva
profesión de comerciante y siente ahora si, la vocación por las armas. Sabe
perfectamente que se encuentra ante un verdadero ejército, altamente capacitado
en las artes militares, con batallones de auténticos soldados remunerados por
sus servicios y no, harapientos enganchados como lo eran los soldados
mexicanos. Los rumores que le llegan a Jesús Melgar, es que los americanos ya
estaba en posesión de los puertos de San Francisco y que habían desembarcado
meses antes en san Juan Bautista Tabasco, habiendo sido estos rechazados por el
jefe de armas de apellido Traconis. No obstante de eso, lo que veía Jesús
Melgar, es que su vida en Veracruz no iba a ser tan sencilla como parecía;
ilusamente pensó que la guerra contra los Estados Unidos se libraba en el norte
del país, pero no pensó, que lo fuera alcanzar en Veracruz, donde iniciaba una
nueva vida con su mujer amada.
Mientras Gutiérrez piensa en cómo sobrevivir a ese
bloqueo militar que imposibilita el comercio en Veracruz, el general Winfield
Scott al mando de 163 buques de vapor que concentraba a 13 000 mil soldados
americanos y centenares de cañones paixhans, miles de costales de carbón, de
raciones de víveres y de municiones, se dispone a efectuar el primer desembarco
marítimo en la historia de los Estados Unidos de América. Frente a las costas
mexicanos, en Veracruz. Los miles de soldados americanos bajan de sus buques en
unas lanchas diseñadas para el desembarco y pisan las playas mexicanas, sin
encontrar resistencia alguna; si que hubiera ni siquiera un americano muerto.
El general Scott pisa el territorio veracruzano y
decide establecer su centro de mando, “campo washigton”, ordena hacer
inspecciones de reconocimiento al lugar, trabajar durante toda la noche en las
trincheras y con sus ingenieros militares, decide colocar su artillería para
preveer en los días próximo un posible bombardeo. Su informante en México James
Thompson le hace de su conocimiento, en una carta confidencial sobre la
adquisición de treinta mil rifles y treinta millones de municiones que serían
adquiridos por el gobierno de Santa Anna; a cambio del pago de un millón de
pesos, pero todavía, de algo mucho más importante.
¡Del tesoro de Moctezuma¡.
Winfield Scott ansioso de haber leído el informe de
su agente especial, vuelve a leer el libro de William H. Prescott “Historia de
la Conquista de México”, lo hojea una y otra vez, hasta buscar el pasaje del
famoso tesoro. ¿Qué secretos guardaba el emperador azteca?.
Los primeros informes que recibió Scott fue que el ejército
mexicano, comandado por un tal Morales,
tenía a lo mas 4900 efectivos, integrados por los batallones de Puebla,
Jamiltepec, Tampico, Tuxpan, Alvarado, Oaxaca; un ejército obviamente
hambriento y mal pagado, los nueve meses de bloqueo comercial se hacían sentir
sobre la tierra veracruzana; los recursos del gobierno central no llegaban, más
que el préstamo que el administrador de la aduana don Manuel María Pérez había
hecho para sostener a la guarnición, pues el gobierno central había centrado
sus esfuerzos en frenar el avance de Taylor, pero descuidado su ingreso por
Veracruz y no conforme con eso, los pocos soldados de la Ciudad de México que
se enfrentarían contra los americanos, los llamados polkos, habían
desperdiciado su ímpetu guerrero en desconocer nuevamente otro gobierno
nacional.
Así que lo que supo Scott en esa primera misión de
reconocimiento no le causo conflicto alguno, incluso se rió cuando se enteró
que las tropas mexicanas se habían concentrado en San Juan de Ulua, dirigiendo
toda su defensa en el ataque marítimo, cuando nunca se imaginaron, que pisaría
terreno veracruzano, sin haberles hecho batalla alguna.
El ataque había comenzado. Scott tuvo que reaccionar
inmediatamente, porque por cada día que dejaba pasar, la plaza de Veracruz se
iba fortificando en soldados voluntarios, víveres, inclusive hasta de dinero
que el gobernador de Veracruz había dado para defender el sitio; como nunca
antes, Scott se percató que lo que estaba pasando en Veracruz era algo fuera de
lo normal, por vez primera tenía conocimiento de la solidaridad de los
mexicanos, de que el Ayuntamiento de Veracruz y las mejores familias de éste,
se unían con el brazo, con los nuevos reclutas mexicanos que se sumaban a la
resistencia.
Algunos de los pequeños comerciantes como Jesús
Melgar, había cedido su tienda para que ahí se alimentara con raciones de
comida a la tropa mexicana; fue entonces cuando Jesús Melgar comprendió lo que
era vivir una guerra realmente; supo por fin, por qué había estudiado una
carrera militar, lo era para ese momento, para poner sus conocimientos al
servicio de la patria. Fernanda su mujer, no lo entendió. Habían huido de la
guerra que no existía en México, a una provincia supuestamente prospera, pero
realmente no era así, se había ido a vivir en un territorio belicoso que
desencadenaría en las próximas horas y días, en una de las peores batallas de
la historia.
Scott no podía permitir ni por un minuto más que los
mexicanos se organizaran para resistir con heroísmo, tenía que actuar de
inmediato y así lo hizo, con su potente artillería ordeno el ataque, a todos
los puntos del puerto, no solamente a la fortaleza de San Juan de Ulua, sino
también a las casas, los hospitales, conventos, escuelas, iglesias; calle por
calle, kiosco por kiosco, árbol por árbol, casa por casa, Scott no tuvo
miramiento alguno para frenar el ataque.
Aun pese a las misivas que les envió el cónsul de España en Veracruz el
señor Escalante, en el que le pidió al ejército americano, garantías para las
propiedades de los súbditos españoles residentes en el puerto; pero el general,
soberbio, cauteloso y demasiado ansioso, no se limitó en su ofensiva;
únicamente se comprometió a ofrecer dichas garantías en la medida de lo
posible; y sin honor alguno, ni respeto a las vidas civiles, no detuvo su orden
de ataque despiadado hacía la población civil.
Aquel 22 de marzo de 1847, tronaron las bombas en la
plaza de Armas y el Correo, el fuego mexicano contesto desde Ulua y desde otros
sitios que nada lamentablemente pudo hacer ante la embestida criminal de Scott,
quien atacaba también el convento de San Agustín, a los cuarteles, a los
hospitales de caridad, a las casas con chimeneas donde presumía se encontraban
las panaderías, algunas casas particulares; las calles de Veracruz se volvieron
desiertas, algunas casas se incendiaron y el fuego seguía cayendo una y otra
vez, el ruido de las balas de los cañones seguía sin cesar, una y otra vez más,
recordando Scott la furia de Cortes en Cholula, de demostrar ante la opinión
pública americana, su firme convicción de terminar esta guerra de una vez por
todas, de manera enérgica triunfante y no titubeante como lo había hecho su
compañero de armas Zacary Taylor. Eso quería demostrar Scott, su firme
convicción y frialdad, de ver desde el campo Washigton, la muerte y desolación,
en esa provincia mexicana convertida ante la soberbia de Scott, en una Sodoma y
Gomorra de mexicanos borrachos, holgazanes y harapientos.
Los hospitales y las iglesias de Veracruz se
llenaron muy pronto de heridos, pues las balas de los cañones seguían
demostrando al orgullo mexicano, la soberbia destructiva de sus armas de fuego;
Jesús Melgar, pidió a sus vecinos sabanas, vendas, telas, improviso un pequeño
hospital donde Fernanda angustiada por lo que vivía, se sumó a la noble tarea
de auxiliar a los desvalidos, a las mujeres y niños. Era necesario atender a la población civil,
pues la naval americana había atacado también los hospitales de Belén y Loreto,
más de dicienueve personas, no militares, habían muerto tan sólo de un solo
proyectil; cientos más seguían heridos, detrás de los escombros, apagando
incendios, cargando moribundos, buscando agua y víveres para seguir
sobreviviendo en las horas siguientes. Toda la ciudad de Veracruz fue atacada
sin piedad alguna, inclusive la residencia del general Morelos había sido
destruida con los atinados cañonazos de los americanos.
Scott esperaba que fuera el propio Jefe de armas
quien pidiera la rendición incondicional, mientras no lo hiciera, continuarían
los ataques hasta doblegar el orgullo mexicano. No se frenaría ante el ambiente
hostil y tenso que vivía la población, la ciudad desolada, abandonada, en
ruinas; los americanos desde sus cañones seguían disparando, más aún, cuando
tuvo conocimiento que cientos de los soldados americanos de extracción
irlandesa, habían traicionado a Norteamérica para pasarse al lado mexicano;
ahora con mayor razón, Scott no permitiría dicha ofensa A Norte América y por
ende, daría nuevamente a México, una lección de poderío militar.
Los militares mexicanos nunca esperaron un bombardeo
de esa magnitud, ni cuando años antes los Franceses habían hecho lo mismo con
un bombardeo, no de esa magnitud, en donde le había costado casi la muerte a Santa
Anna, donde éste finalmente había perdido el pie; ahora este nuevo ataque, no
venía de la tierra, sino el cielo, los mexicanos esperaron atacar a los
americanos de frente y sostener con ellos un combate de cuerpo a cuerpo para
dispararles en su pecho y agujerarlos con sus bayonetas y machetes; pero
realmente no fue así, frente las balas que caían al cielo, no había otra más
que correr y esconderse, cuidarse de esquivar las bolas de fuego y rezar a dios
de que el techo de la casa o la construcción no se viniera bajo; había que
pedirle a dios que cuidara a cada familia veracruzana, porque la ira de Scott
era la mismísima reencarnación de Hernán Cortes, sin malinche alguna que lo
apaciguara en sus ansias de ver reducida el pueblo de Veracruz a una montaña de
escombros, fuego y malos olores.
El incendio al cuartel donde se guardaba la pólvora,
seguía sin apagarse; como también seguía uno a uno los proyectiles, que
derribaba las casas y convertía las calles, en escombros dejando a multitud de
familias, en habitaciones arruinadas por completos, resguardándose ya no en los
techos, sino en las paderes agrietadas que también caían al sonor de los
cañones; fue en ese instante, en ese cañón que cayo al cielo, cuando Jesús
Melgar vio a su mujer morirse.
Le grito cuando trato de auxiliar aquel niño que
lloraba por su madre difunta, cuando trato de cargarlo y llevarlo a un pequeño
nicho improvisado, donde se encontraban otros niños que constantemente lloraban
de angustia al verse abandonados por sus padres que no aparecían; en ese
instante tan eterno, inolvidable, inmutable; la bala del proyectil cayó a los
pies de Fernanda y exploto esa luz, que dejo a la pobre mujer, muerta
automáticamente, sin darse cuenta, sin saber si en verdad había sufrido o no
por lo menos la impresión de haber sentido el impacto de la luz y del golpe que
la había fulminado y tirado al suelo. Jesús Melgar corrió a su lado y vio su cuerpo
lleno de sangre, sin responderle, sin reaccionar con movimiento alguno;
llorando también como los demás niños, Jesús cargo en sus brazos el cuerpo de
su amada, olvidándose de aquel pobre niño que también había muerto por el
impacto del cañonazo. Corrió y siguió corriendo como un niño de cinco años,
viendo a su madre morir, Jesús Melgar llegó al pequeño nicho y dejo caer el
cuerpo de su amada, para tratar de despertarla de lo que podía ser un desmayo,
pero no lo era; no podía creerlo porque le estaba pasando eso en ese momento,
porque mientras las balas de los proyectiles de la potente naval americano,
seguían derribando techos, casas, plazas, kioscos, la vida de su novia, su
mujer, su amor, su eterna amada, había dejado de existir. ¡Y entonces Jesús
Melgar lloró lo que era irreversible¡. ¡La muerte de Fernanda¡.
Wiliam Scott en su tienda de campaña no cedía ante
su propia crueldad. No le ocasionaba remordimiento alguno saber que miles de
niños quedaban huérfanos, que matrimonios se disolvieran a causa de la muerte
de sus parejas; no le generaba de ninguna forma la angustia, ni sentía culpa
alguna por el hambre y la escasez que los habitantes de la noble provincia
vivía.
Cientos de heridos, sepultados vivos en los
escombros y otros no, muertos en las calles; incendios sin apagarse; las bombas
seguían cayendo una y otra vez más, hasta volverse ordinarias a los oídos de
los pocos valientes que seguían resistiendo y rescatando la vida de sus
semejantes; eran ya más de diez días y
los bombardeos no cedían; una comisión de cónsules de los gobiernos de Inglaterra, Francia,
España y Prusia, dirigida por los señores T. Gifford, A. Gloux, F. de Escalante
y Enrique d’Oleire, solicitaron al general Scott cesara los bombardeos y
permitiera la salida de mujeres y niños; pero Scott no acepto el ofrecimiento,
insistía nuevamente que el general Morales, se rindiera incondicionalmente e
hiciera entrega del parque y las armas que tuviera, así como también de la
fortaleza de San Juan de Ulua, que militarmente no le representaba nada, pero
si moral y políticamente, porque en ese viejo castillo español, se izaría la bandera
americana. El embajador francés ante la negativa del general Scott amenazo con
pedir ayuda a los barcos extranjeros anclados en el puerto y así poder salir
del puerto; trato de hacerlo, inclusivo algunos voluntarios mexicanos salieron
al campo con la bandera de Francia para efectuar el éxodo de familias
mexicanas, pero el general Scott tampoco lo permitió, inclusive hasta amenazo
con detonar fuego sobre dichas incursiones, sin responder por la vida de los
comisionados extranjeros.
Para el 7 de marzo, los informes militares del
general Scott, calculaban en mil el número de muertos y heridos en la plaza,
cuatro o cinco millones de pesos las pérdidas materiales de edificios y
mercancías, entre seis mil setecientos proyectiles y los mexicanos orgullosos,
seguían sin rendirse. Solamente el hambre y la falta de municiones los doblego.
Una comisión presidida por el general Landero acompañado de los coroneles don
José Gutiérrez Villanueva y don Pedro Miguel de Herrera, auxiliados por el intérprete
Joaquín de Castillo y Cos, solicitaron al general Scott, les diera éste las
bases de su capitulación.
Fue entonces cuando Winfield Scott ordeno el cese de
las hostilidades. Inmediatamente instruyo a los generales Worth, Pillow y al
coronel Totten se entrevistara con dicha comitiva mexicana a efecto de
imponerles las bases de la capitulación. El día 28 de marzo Veracruz se rindió
heroicamente y el dia 29, en el castillo de San Juan de Ulua, se izó la bandera
americana acompañada de una bandera blanca que representaba la paz, la cual fue
saludada cortésmente con lo poco que quedaba de la artillería mexicana;
inmediatamente, los sobrevivientes de la defensa de Veracruz hicieron la
entrega de las armas al general Worth, conservando los oficiales mexicanos sus
espadas y pertenencias personales, emprendiendo la huida honrosa en el término
de cinco días que concedían los americanos, debiendo evacuar la plaza por otra
ruta que no fuera la ocupada por los invasores. Del mismo modo, se declaraba
como propiedad de los Estados Unidos de América el Castillo de San Juan de
Ulua, incluyendo las armas que este poseía, las cuales podían ser devueltas,
previo tratado de paz.
Como muestra de buena voluntad, Winfield Scott
nombró como nuevo gobernador de Veracruz, al general Worth; asimismo ordeno se
distribuyera diez mil raciones de comida para las familias que quedaron
desvalidas a causa del bombardeo, así como también, se comprometió a respetar
la absoluta libertad en el culto y a las ceremonias religiosas. Hecho lo
anterior, Scott solicitó a sus cartógrafos, lo llevaran a Manga de Clavo
hacienda del general Antonio López de Santa Anna, donde también ocuparía por
estrategia política y militar dicha plaza y también por supuesto, para quedarse
de ver con su informante James Thompson y un coronel del ejército mexicano,
Mario Yáñez, para hacerle entrega de treinta y mil rifles y treinta millones de
municiones.
Las noticias obviamente le llegaron a Santa Anna,
cuando este estaba próximo a llegar a la Ciudad de México. Las banderas
americanas que había obtenido en la Angostura, no provocaron el impacto social
que quería producir; los rumores de su derrota, eran más creíbles que la
supuesta victoria que había obtenido. El puerto de Veracruz mientras era
destruido por los proyectiles del enemigo, la ciudad de México, era el caos por
la revuelta de los polkos. Santa Anna algo molesto e indignado por lo ocurrido,
llegó a la Villa de Guadalupe, donde una comitiva de diputados, presidida por
Mariano Otero, le tomo el juramento como presidente de la Republica. Después se
trasladó a la Ciudad de México, acudió a la catedral metropolitana, después de
entonarse el teu deum en la catedral, el generalísimo recibió muestras de apoyo
y de felicitación, implorando a su Alteza, acudiera urgentemente a Veracruz a
pelear en nuestras costas mexicanas, con los invasores yanquis.
Fue entonces cuando Santa Anna, se enteró de manera
pormenorizada de lo que había ocurrido en Veracruz. Mientras su junta de
asesores y burócratas militares le informaba los planes para retirar las
trincheras de la Ciudad de México y los arreglos conciliatorios entre las
rencillas que aún seguían sosteniendo los polkos y los puros, el generalísimo
se enteró de la furia incontenible de Scott, que en menos de diez días, había
destruido por completo a Veracruz. ¡Santa Anna no podía creerlo¡. Sabía de la
tecnología militar de los americanos, pero nunca pensó, que la misma sería
utilizada sobre Veracruz, su tierra.
Santa Anna sintió algo de tristeza, de
consternación, muy en el fondo lloró y pidió a dios, le concediera la dicha de
vengarse de dicha afrenta. Podían hacerle a él lo que quisiera, inclusive,
hasta quitarle el otro pie que le quedaba, pero no podía permitir, que lo
ocurrido en Veracruz, volviera a pasarle a su tierra nuevamente, ni a otro
rincón del país que se estaba mutilando. ¡Claro que lloró Santa Anna¡, lo hizo
en secreto, sin que nadie lo viera afligirse, guardo hasta el último minuto su
comportamiento seguro y arrogante, por momentos demasiado sobreactuado, debía
seguir fingido gallardía, seguridad, decoro, orgullo, soberbia; no debían verlo
sus enemigos vencido, debía instruir a los diputados del Congreso, cesaran por
siempre el cargo de vicepresidente de la Republica, para que nunca volviera al
poder, el doctor Gómez Farías, así mismo instruyo que se hiciera cargo de la
presidencia de México, a un notable líder la revuelta de los polkos, de nombre
Pedro María Anaya, para con ello, demostrar unidad y conciliación.
La Ciudad de México volvió a la paz y al júbilo, de
que su líder máximo, Antonio López de Santa Anna, consiguiera la reconciliación
entre los mexicanos. La iglesia jubilosa, presto dos millones de pesos, para
demostrar también, su disposición de solidarizarse con el gobierno. Todo lo que
se decía de Santa Anna y también de lo ocurrido en Veracruz, eran mitos,
mentiras de los periodistas y corresponsales de guerra, no era para tanto, era
puro chisme, mera fantasía de novelas americanas; no debía la patria mexicana
de que preocuparse, haya ocurrido lo que ocurrió, nada absolutamente nada,
quebrantaría la fe del pueblo de México en la Virgen de Guadalupe y en su
máximo líder, el protector de Anahuac, en su hijo prodigo, eternamente el
Benemérito de la Patria, don Antonio López de Santa Anna.
Que nadie olvide el patriotismo de los jóvenes
polkos y del heroísmo de los batallones cívicos Guadalupe y Victoria, en los
días y horas más difíciles de la historia de la patria.
¡Viva México¡.