El general Gabriel Valencia recibió la instrucción
del general Santa Anna de que trasladara su tropa de la Villa de Guadalupe
hasta San Ángel, donde tendría que esperar a que llegara el enemigo. Obviamente
era una orden incompleta, tibia y que mostraba cobardía del mando supremo de la
defensa de la ciudad, pues no se le ordenaba en ningún momento emprender ataque
alguno. ¡Era indignante¡. Esperar que fueran los americanos quienes tomaran la
decisión y que el ejército mexicano asumiera una posición defensita, sin tomar
la iniciativa esta de sorprender a los americanos y abatirlos en el camino.
Aun y con todo eso, Santa Anna era el jefe supremo
de las fuerzas armadas y había que obedecer sus órdenes, aunque estas no fueran
dignas de un estratega militar; inconforme con ellas, Gabriel Valencia ordeno a
su tropa a efectuar el desplazamiento y dirigirse al sur de la ciudad, para
“esperar” a los americanos. Aunque su razón o quizás su instinto le pedía al
general, acatar de una vez a los gringos. Entonces Valencia pensó por algunos
minutos lo que esa decisión significaría en su carrera militar, podría inclusive
hasta convertirse en el héroe nacional que la patria tanto esperaba; ¿Por qué
no?. Esperar a los americanos conforme a las instrucciones de Santa Anna no era
una decisión militar acertada, atacarlo, in duda alguna, levantaría la moral de
los mexicanos. ¿No acaso habían esperado los mexicanos tantos meses para que se
librara este combate con los americanos?. La afrenta de Cerro Gordo, la de
Veracruz, Monterrey, debía sanarse en las inmediaciones de la Ciudad de México,
había que derrotar al enemigo en nuestros campos de batalla, destrozarlos,
dejarles un mensaje a los invasores y al gobierno protestante de Polk, de que
en México, la dignidad y la patria jamás se vendería.
Santa Anna, para esas horas, había logrado ingresar
sobre aquellas lomas del Olivar de los carmelitas, unas pequeños montes cuya
posición geográfica se encontraba arriba de los poblados de Tizapan y San
Gerónimo; cerca de la iglesia de Tetelpan, en los terrenos propiedad de los
sacerdotes carmelitas, montes de olivos y árboles, en las que se encontraban en
sus subsuelos, muchas cuevas en las que el pueblo inventaba muchas leyendas,
decían estas leyendas que al ingresar en aquellas pequeñas cuevas, uno entraba
a las puertas del infierno, que jamás regresaría uno una vez entrado a esos
escondites; Santa Anna se rió al escuchar esas leyendas, no eran más que las
invenciones de los propios bandoleros que tenían que decir, para asegurar que
ningún cristiano, tuviera el atrevimiento de pisar esas cuevas.
-
¿y
las cuevas?. ¿Dónde están esas cuevas?. – Santa Anna pregunto a Ignacio cien fuegos, cuando observó que en
el paisaje boscoso, no se apreciaba ninguna cueva.
-
¡La
cueva esta debajo de sus pies¡.
Santa Anna observó el piso y solamente encontró
pasto, pero el bandolero se agacho y quitó la paja, luego unas piedras pesadas,
que estaban encimadas una sobre la otra, hasta que finalmente para su sorpresa,
encontró un pequeño agujero.
-
Aquí
es general. Bienvenido a la boca del diablo.
Santa Anna observó aquel orificio, justo a la medida
para que cupiera un cuerpo humano. Al parecer no era la única “puerta secreta”,
había otras más, también escondidas con piedras y arbustos.
-
¿Aquí?.
Pregunto desconfiado e incrédulo.
-
Si
general aquí es. Por favor entre.
El bandolero se dio cuenta que Santa Anna por
desconfiado no entraría, así que tomo la iniciativa, se agacho, metió sus pies
y entro al orificio, como si la tierra se lo hubiera comido. Santa Anna
incrédulo que sobre ese orifico estuviera una cueva, escucho a la altura de sus
pies, que el bandolero Ignacio le dijera.
-
Pásele
General.
Santa Anna, instruyo a Gaudencio que también se
agachara y se introdujera por aquel agujero. Hecho lo anterior, entraron otros
tres soldados, entonces Santa Anna confiado de que nada grave había allá abajo,
se persigno y se dispuso a entrar al orificio.
Era sorprendente lo que estaba viendo. Quien iba a
pensar que debajo de aquel agujero, se encontraba toda un cuarto pavimentado
con paredes, no alcanzaba a ver porque estaba oscuro, así que el oficial Gaudencio prendió un quinqué y lo que vió,
era aún más que sorprendente. ¡Su tesoro¡. Una cueva construida por los mejores
albañiles mexicanos, con la ayuda de la naturaleza, una cueva en lo más alto
del pequeño monte, oculta entre piedras ya arbustos, ¿Quién lo imaginaría?.
Debajo de esa pequeña cúspide, yacían en el subsuelo aproximadamente unos
doscientos metros cuadrados, que incluía hasta calabozos y pequeños quinqués
que alumbraban el interior del escondite. Muchos cofres saturados de dinero,
Ignacio mostró uno de ellos, para mostrarle a Santa Anna lo que guardaba el
escondite; o Santa Anna entonces, vió todo el dinero que tenía escondido; tomo
una vara que recogió del piso y con ello, la enterró en alguno de los cofres
para pisar al fondo del baúl, la movió y lo removió, con uno de sus puños tomo
las monedas que en ella encontró y era oro, realmente era oro. Sonaba como oro,
pesaba como era, parecía oro. ¡era oro¡.
Ignacio le explico al general Santa Anna, que ese
lugar ya tenía años de haberse construido, aunque no sabía quién era el que había
mandado a construir dicho escondite; parte de esa riqueza escondido, según el
dicho del bandolero, a quien a su vez se lo había comentado el padre de éste en
vida, había sido propiedad de uno de los últimos virreyes españoles, que
inconforme de pagar tributo a la corona española, en los tiempos en que
Napoleón había conquistado a España, decidió esconderlo.
-
¿y
después?.
-
Después
estalló la revolución, el virrey se fue y el dinero se quedó.
Santa Anna no tenía ojos para seguir viendo aquellos
cofres de oro; abrió otro de ellos para cerciorarse si eran ciertos; Gaudencio
con el quinqué alumbro al general para que este acercara sus manos, su vista y
su olfato y se percatara de que lo que estaba viendo era cierto.
-
Así
que esto era el tesoro del Virrey.
-
Así
es general. Mi padre me decía que el Virrey tenía este tesoro. Pero que en la época de Napoleón Bonaparte,
lo escondieron para no entregárselo a los franceses; después llegó la guerra de
independencia, y se tuvieron que esconder para que el padre Hidalgo no los
encontrara.
-
¿Cuánto
dinero habrá?.
-
No
lo sé mi general. Mucho dinero; tan sólo con un cofre de esos, podría pagársele
decorosamente a cinco mil hombres durante un mes; imagínese si eso hace un
cofre de estos, que no haría los demás.
-
¿Los
demás?.
-
Si
general, los demás cofres. Pase a ver por aquí
.
El bandolero se acercó a una de las paredes de aquel
cuarto y abrió una puerta secreta; lo que en ella vió, también era
sorprendente:
-
¿Qué
es eso?. – había mucho polvo en el lugar, no se podía apreciar lo que había en
ese lugar, inmediatamente sacudieron el lugar, para poder ir ganando
visibilidad; prendieron mas quinqués para ver lo que había en ese lugar.
-
No
lo sé general. Mi abuelo le decía a mi padre, que eso era el tesoro de
Moctezuma.
Había calaveras de cristal, de piedras relucientes
de color verde, banco, gris; muchos monolitos, joyas y hasta un penacho;
escudos, yelmos, corazas con planchas y adornos de oro puro embutidos, collares
y brazaletes del mismo metal, sandalias, abanicos, penachos y cimeras de
variadas plumas enlazadas con hilos de oro y plata, perlas y piedras preciosas,
figuras de pájaros y animales, labradas o fundidas en oro y plata de exquisito
trabajo, cortinajes, colchas y mantas de algodón tan finas como la seda, de
variados colores entretejidos de plumajes que parecieran fines pinturas; unas
dos planchas de oro, tan gigantes como dos o tres veces más grandes que las
ruedas de una carreta, ese tesoro era aún más valioso que todos los tesoros
antes descubiertos; Santa Anna demasiado asombrado por lo que estaba viendo, le
quitó el quinqué al oficial Gaudencio para con ello acercarse aún más a ese
cúmulo de joyas que estaba viendo. Eran muchas piedras, algunas de ellas no
sabían si eran piedras verdaderas o prefabricadas por artesanos, sea lo que
fuera, eran unos verdaderos diamantes, ¿Cuánto podría valer uno de esos?.
Millones de pesos. Quien poseyera ese tesoro, sería el hombre más rico del
planeta.
-
Mi
abuelo – dijo el bandolero – le contaba a mi papa, que a su vez su abuelo, le
decía que este tesoro era el de uno de los últimos emperadores aztecas. La
leyenda dice que el conquistador Hernán Cortes lo busco por toda Tenochtitlán,
que llegó inclusive a quemarle los pies a Cuauhtémoc para que revelara la
ubicación de todo este tesoro, y sabe que… ¡Cuauhtémoc no dijo nada¡. Murió sin
decir nada.
Santa Anna con el quinqué en la mano, acaricio
aquellos telares, toco esas joyas, esos collares y finos escudos de armas;
había mucho polvo, se sentía la humedad del lugar, pero era increíble lo que
estaba presenciado, no era muy letrado en la historia de las culturas
primitivas de México, pero lo que estaba viendo, era algo inusual; era cosa de
otro mundo, de otro México, de una civilización totalmente distinta a la que
estaba acostumbrado a vivir; el
generalísimo con su pie y con la otra pata de palo que lo acompañaba, siguió
recorriendo el lugar y vio en ella, hasta arcos con flechas, otros penachos,
muchas telas con escritos jeroglíficos, no sabía lo que decían, pero había
otras cosas que le llamaban más la atención.
-
¿Que
es eso?. – señalo unos barriles.
-
Eso
al parecer es pólvora.
Santa Anna ordenó al oficial Gaudencio procediera
abrir uno de esos barriles, al destapar dicho barril, salió mucho polvo, todos
tosieron, sintieron una pequeña molestia en la garganta, pero después se fue
pasando, con la luz del quinqué trataron de ver que era.
-
¿Que
es?.
-
¡Mas
oro mi general¡. Son muchas piezas de oro, no sé cuántas, pero son muchas
piezas de oro. Millares quizás; no son propiamente monedas de oro, son
monolitos de símbolos aztecas. Pero oro al fin. Con esto hasta podrían fundir
cañones con balas de oro.
Santa Anna rió de júbilo por lo que está viendo, ese
era su tesoro; sabía de su existencia, siempre se lo había dicho el Coronel Yáñez,
pensaba que era una mentira, se lo juraban y perjuraban ante la virgen de
Guadalupe que existía ese lugar y el, pese que tenía fe de que ese tesoro era
cierto, siempre guardó una pequeña duda sobre la veracidad del mismo, ahora no
había duda, el tesoro de Moctezuma, del Virrey o de quien fuera, existía; claro
que existía.
El oficial Gaudencio se vio tentado a tomar un puño
de aquellos monolitos de oro y esconderlo en la bolsa de su chaqueta, pero el
generalísimo prohibió ese atraco; - ¡de aquí nada se mueve¡. – El general
ordenó a sus soldados, volvieran a dejar las cosas como estaban antes; con los
quinqués siguieron alumbrando aún más puertas secretas que guardaba ese lugar
pero el bandolero le explico al general, que aún muchos de esos lugares,
permanecían intactos, sin saber realmente lo que había en ellos. Santa Anna
incrédulo por la explicación del bandolero no le creyó, pero tampoco quizá
exponerse abrir esas puertas, cabía la posibilidad de que ese lugar fuera una
trampa y quedara ahí enterrado vivo; así que trato de ordenas sus ideas y
ubicarse en el momento histórico que vivía; su misión en esa guerra quizás no
era defender el territorio nacional, sino el tesoro del último emperador
azteca; quizás era el verdadero sentido de la existencia de su vida, o quizás
no, a lo mejor, dios, la virgen de Guadalupe
y la divina providencia le había dado ese regalo, para sacarlo a la
venta, en estos momentos en que la segunda conquista de México, amenazaba la
independencia de su patria. ¿Que había que hacer?. Santa Anna busco la salida
del lugar; así que habiéndolo encontrado, pidió que lo apoyaran para poder
salir del escondite; primero salió Gaudencio, por aquel orifico por donde
entraron, ya Gaudencio arriba estiro las
manos y el generalísimo, como si fuera los mejores años de su juventud, subió
al techo del escondite y pudo salir de
ese mágico lugar.
Seguido de él, salió Ignacio y también los cuatro
soldados que acompañaban al general; ahora ya en el monte, los guardias
volvieron a tapar el orificio, colocaron esas piedras y después las taparon con
orificios, con algunos pastizales y robustos; Santa Anna observó el
comportamiento de sus soldados y automáticamente desconfió de ellos, nada le
garantizaba que aquellos testigos, fueran de chismosos y revelaran lo que
acababan de ver, que tal si volvieran con otros y decidieran robarle a la
nación; así que el generalísimo, siempre cauteloso y previniendo el bandidaje
que azota a la zona, con la simple
mirada ordeno a Gaudencio y a Ignacio a que con sus respectivas armas de
fuego, procedieran a dispararles en la cien, a cada uno de su escoltas, los
soldados sorprendidos por el ataque traicionero, trataron de responder pero era
demasiado tarde, entre Gaudencio e Ignacio, dispararon a los cuatro soldados,
uno seguido del otro y estos murieron. Era preferible matarlos y prevenir
cualquier riesgo que significara fuga de información o tentativa de robo al
tesoro de la nación.
El generalísimo Santa Anna ordenó que lo cadáveres
de esos hombres fueran colgados en cada árbol, como si estos militares hubieran
sido ejecutados acusados de desertores; Gaudencio siempre obediente, cumplió la
orden, al igual que el bandolero Ignacio Cien Fuegos, cada uno de su respectivo
caballos, sacaron las cuerdas, con las cuales hicieron los respectivos nudos al
cuello y a las manos de aquellos soldados difuntos, después los colgaron en cada
uno de los árboles; entonces el generalísimo, ya más tranquilo, se dispuso a
observar la posición en que se encontraba, no debía de olvidarlo, el tesoro
estaba en el punto intermedio de esos cuatro árboles, cuya referencia era,
donde estaban los cuatro soldados colgados, en frente de la barranca del moral,
en el mirador de aquellos pequeños montes del Olivar de las Carmelitas.
-
Necesito
a todos tus hombres. – ordeno el general Al bandolero Ignacio.
-
Como
usted ordene mi general.
-
Todos
tus hombres. ¿Lo entendiste?. Necesito a todos tus hombres, porque son hombres
de fiar en quienes si puedo confiar.
-
Si
mi general.
Santa Anna desde lo más alto de aquel pequeño monte,
observo que aquel mirador controlaba todos los puntos de la Ciudad, podía ver,
sin necesidad de telescopio alguno, el cerro de Guadalupe, el de Chapultepetl,
el de Iztapalapa, los volcanes Popocatepetl y la Mujer Dormida; podía ver ese
paisaje tan hermoso; el cielo azul y soleado las nubes tan blancas como el
algodón; desde su posición veía la zona arbolada del Valle de México, las
torres de la catedral de México y de la basílica de nuestra señora de
Guadalupe; veía también otras torres, podía observar, las iglesias de San
Francisco y Teresa la Antigua, la de san Ángel y Churubusco; era un excelente
mirador para observar lo que debía de observar, incluyendo desde lo mas lejano,
el avance de aquel grupúsculo de hombres al parecer soldados.
Entonces Santa Anna se espantó. ¿Qué estaba viendo?.
Pidió al oficial Gaudencio un catalejo para poder cerciorarse si su sospecha
era cierta o no, o sino era víctima de aquel espejismo, producido a causa de
haber visto lo que minutos antes había visto.
-
¡Maldición¡.
Gaudencio e Ignacio, le preguntaron al generalísimo,
quienes eran esos hombres que desde lo lejos se veían:
-
Son
los americanos. ¡Los pinches gringos vienen llegando¡.
Santa Anna colérico cambió de posición y observó
para su mayor tranquilidad, otro regimiento de soldados, presididos seguramente
por el general Gabriel Valencia.
Respiro un poco de tranquilidad, trato de no perder
la cabeza y guardar compostura y serenidad, así que le esperaría una noche de
arduo trabajo; debía de asegurar que su tesoro no fuera descubierto, por lo que
debería aún más que esconderlo; para evitar que los americanos lo pudieran oler
como perros de caza.
Ignacio mientras tanto, le juro lealtad al general Santa
Anna, por lo que se comprometió a traer a todos sus hombres para ponerse a
disposición del general. Empezando por su atenta orden de traer el erario público
y el archivo de la nación y esconderlo en ese insospechado lugar.
Santa Anna, ya más tranquilo, agradeció el valor y
patriotismo de su nuevo sirviente. Tratando de simular la ambición que le
brotaba, ordeno a Gaudencio lo acompañara de regreso a la casona de Tizapan,
sugiriéndole en su carácter de superior jerárquico, observara la posición en la
que se encontraba y no olvidara, cada legua ni pie, de los terrenos que
pisaban.
Gaudencio e Ignacio obedecieron, ambos partieron
para diferentes caminos; al igual que los miles de soldados mexicanos que
acababan de llegar a San Ángel y de los otros miles de soldados americanos, que
avanzaban por Tlalpan, ingresando después de varios meses de guerra, al tan
anhelado Valle de México.