No pudo descansar el general Antonio López de Santa
Anna; su mente seguía aún desconcertada por todo lo que acababa de presenciar;
no era posible, el tesoro de la Nación o su tesoro, escondido en centenares de
piedras, arbustos, lodo, custodiado por doce bandoleros cuya honorabilidad no
era del todo confiable, en una loma que seguramente, a esas horas, ya estaba
bajo el control de los americanos. ¿Y él?. ¿Qué diablos hacía él?. Más que
recordar lo que días antes había presenciado con sus ojos. ¡Un tesoro¡. Un
tesoro de cuyas joyas, desconocía saber quienes eran o habían sido sus
propietarios; cofres y más cofres de oro, documentos y pergaminos, telas y dos
gigantescas piedras al parecer de oro, con escritos jeroglíficos de los
aztecas; un esqueleto y posiblemente, otros doce esqueletos se quedarían
también ahí enterrados por toda la eternidad hasta el fin de todos los tiempos,
a no ser que los muy bandidos pudieran salir de su entierro o encontrar quizás
un camino secreto que los sacará del escondite.
Pero era muy tarde en el pensar en el “hubiera”, las
cosas ocurrieron como tenían que ocurrir, imposible cambiar el destino; quizás
así el creador había dispuesto que el combate de la Padierna tenía que
perderse; si hubiera actuado como en algún instante lo llego a pensar, hubiera
seguramente caído en la trampa; sin duda alguna hubiera ocasionado muchas bajas,
pero más de la mitad del ejército mexicano hubiera quedado destrozado por la
poderosa artillería americana. Hizo lo mejor, no le quedaba duda alguna al
benemérito, no tenía otra opción, lo mejor que pudo haber hecho fue no sumarse
al plan improvisado de su subordinado Gabriel Valencia, de no haber atacado a
esos perros gringos; pagaría su deslealtad e insubordinación el muy ladino, le
abriría consejo de guerra y lo condenaría a muerte por traición a la patria,
por haber desobedecido sus órdenes. Le dijo que se quedara en San Ángel, para
reforzar la línea de contención e impedir el avance americano, pero el muy
imbécil desobedeciendo sus órdenes, se bajó más allá de San Ángel y “atacó” a
los gringos, creyendo que lo iba apoyar en su grave falta, dicha medida estúpida
le había ocasionado a la nación la perdía de una cuarta parte de su estado de
fuerza, había debilitado las líneas defensivas y ahora, los americanos
fácilmente podían entrar ya fuera por Churubusco o por Chapultepetl;
¡pendejo¡…¿Por qué tuvo que desobedecer las órdenes ese patán hacía el mando
supremo encargado de defender a la nación?. ¿Por qué el muy imbécil pensó más
en sus intereses personales y olvido por completo, el sentido de unidad y
subordinación que debió de haber tenido en el plan estratégico de la defensa de
la nación. ¡Era un traidor jijo de puta¡. Debía de haber sido alcanzado por un
proyectil de los americanos o apresado por estos, era preferible que muriera
por los invasores y no por la furia incontenible del benemérito, quien no le daría
perdón alguno a su desacato.
La lluvia había cesado pero aún era incomoda,
pasando el poblado de San Ángel, el general Joaquín Rangel se reportó
inmediatamente con el benemérito Santa Anna, quien le mostró a diez soldados
mexicanos desertores; sólo eso bastaba, liderar a un ejército de traidores y
cobardes, no bastaba ya la insubordinación y las faltas graves en las que había
incurrido el patán de Valencia, sino también entre la tropa, los soldados no
eran más que unas gallinas cobardes; con todo el coraje del mundo, Santa Anna
recordó la fortificación del peñón que rehuyó Scott y ¿Por qué habría sido?.
Seguramente por soldados de la tropa traidores que informaron respecto al plan
de defensa y ataque que les tenía planeado a esos invasores; esa es la tragedia
del ejército mexicano, soldados traidores y desertores, liderados por generales
insubordinados; como seguramente había ocurrido en Cerro Gordo, en la
Angostura, o en San Jacinto; era el colmo de la insolencia, de la deslealtad,
de la falta de patriotismo; Santa Anna con toda su ira reprimida, ordenó al
general Joaquín Rangel, le prestara su fuete y también le fueran presentados
esos diez soldados desertores, quien al tenerlos frente, les exigió mostrara su
espalda desnuda, la cual recibió cada uno de ellos, frente a la presencia de
los batallones que lo acompañaban, veinte latigazos cada uno, como queriendo
desquitar en cada golpe, toda su coraje, su frustración, su impotencia de
dirigir un ejército inservible, de muchos soldados, pero ninguno de ellos con
agallas, con profesionalismo, viles imbéciles jugando a ser infantes de un ejército,
más acostumbrado a los pronunciamientos políticos, que a enfrentar una guerra de a de veras; con
ese coraje, con ese enojo al grado del encabronamiento total, el generalísimo
pego una y otra vez más, hasta ver sangre, hasta sentir el fuete como era
apretado por sus puños, como lo azotaba y como escuchaba el lamento de esos
soldados traidores a la patria, debían de seguir sufriendo, aprender a ser
infantes en serio y no maricones huyendo a los cañonazos; tengan jijos de la
chingada, sientan cabrones, a ver si así aprenden a ser hombrecitos.
El general cansado y sudado por los golpes que
acababa de dar, recibió frente a la tropa que dirigía otra noticia fatal, toda
la artillería de la Padierna perdida, incluyendo los tres cañones americanos
que había capturado en la angostura, también las banderas mexicanas en manos
del invasor, más de mil prisioneros mexicanos, deserciones sin control alguno,
un caos, una anarquía; el generalísimo no quería escuchar más, recordando
aquellos momentos en que tuvo conocimiento como su pierna fue ultrajada en el
panteón de San Paula, en que todo el mundo sospechaba de su patriotismo, en que
el insubordinado de Valencia lo desobedeció, al carajo pinche México, pinches
soldados mierdas y pendejos; una cuarta parte del ejército perdido y
seguramente, a esos pasos, el día de la mañana desaparecería la otra mitad del ejército
que le quedaba.
Santa Anna trato de guardar calma, pensar que lo que
estaba viviendo no era tan grave, ya había vivido situaciones parecidas a esta
y había salido triunfante, así que no tenía de que preocuparse, tenía las
agallas y la experiencia para salir avante, así que respiro, vio que ya no
estaba lloviendo, que el camino estaba lleno de lodo y retardaría mucho
cualquier desplazamiento, así que ganando tiempo al tiempo, tomo la decisión más
acertada; romper la línea defensiva de la ciudad de México y reforzar
Churubusco, replegándose a San Antonio Abad y Calendaria; ese era el
presentimiento que tenía, los americanos atacarían Churubusco para ganar la
guerra, para poder someter a México y
lograr lo que su plan ambiciosos y despojador les motivaba. El robo del siglo.
Al carajo las líneas defensivas de la Ciudad de México,
al carajo los días en que se fortificaron, en que se hicieron trincheras y
colocaron piezas de artillería, no habría combate en San Antonio, había que
desmantelar lo más pronto posible, desplazarse inmediatamente y dirigir todo el
estado de fuerza en Churubusco, para que desde ahí, se sostuviera el próximo
combate con los invasores.
Inmediatamente los soldados mexicanos empezaron a
evacuar la zona, a colocar las piezas de artillería sobre cada uno de los
carros y a punta de latigazos, hacer que los caballos también colaboraran en el
desplazamiento de la tropa; no quedaba mucho tiempo, esos americanos eran
verdaderos conejos, brincaban de un lugar a otro, podían ser sorprendidos por
estos, así que para que esto no ocurriera, debía de evacuarse la línea defensiva
lo más pronto posible. De tal forma, que le general Nicolás Bravo abandono la
Hacienda de San Antonio, con tres mil soldados que defendían la plaza. Tropas
que debían de dividirse en varias legiones, algunas para reforzar las garitas
de Niño Perdido y Belén; por si el el
zorro de Scott logrará vencer en Churubusco.
Mientras eso ocurrió, el generalísimo corrió a todo galope rumbo a
Churubusco, exponiendo que cualquier escaramuza lo detuviera y lo asesinara; ya
que importaba, con pendejos como Valencia y desertores como los pinches
soldados del ejército mexicano, que importaba ya si un comboy americano lo
interceptara y lo llevaran a la horca, ya que diablos importaba seguir
sosteniendo esta guerra perdida, para que tanto planear una línea defensiva, si
uno no podía confiar hasta en el más indio de todos los soldados rasos, para
que pelear en una guerra con oficiales igual de traidores que los soldados que
se sentían más generales que su Excelentísima,… ¡México estaba perdido¡,… al
diablo su guerra de la independencia y todos sus problemas financieros, al
diablo el banco del Avio, las reformas liberales en contra de la iglesia, al
diablo formar la legión de Guadalupe, al diablo liberar a Cuba, al diablo, mil
veces al diablo todo proyecto para el engrandecimiento de la patria; no habría
escapatoria, la patria se desmoronaba entre sus manos y no habría soldados
valientes que la defendieran.
El generalísimo llegó al Convento de Churubusco,
debidamente fortificado como lo esperaba; estaban los cañones apuntando, las
trincheras detrás del puente, las milpas bien crecidas, sirviendo como
escondites para los soldados; con su caballo, el benemérito recorrió el área,
sólido edificio con bóvedas fuertes ubicado a más de quinientas varas del
suroeste del puente, al mismo tiempo que inspeccionaba las trincheras de adobe
improvisadas, presenciaba también como
varios de sus oficiales comenzaron a saludarlo y a escuchar como existían aun
soldados valientes que lo vitoreaban cuando lo veían pasar.
Fue ahí cuando el sostuvo el encuentro con los
generales Rincón y Pedro María Anaya; tenía que ser tolerantes con sus
enemigos, olvidar cualquier resilla pasada y parecía que así estaba ocurriendo;
los oficiales responsables de la defensa de la plaza, estaban en toda la disposición
de sostener el combate que se avecinaba, el generalísimo apenado por haber
dudado de la existencia del creador y de haber inclusive invocado, al mismísimo
Satanás, se retiró un momento del centro
de mando y se dirigió a la capilla principal del convento, donde le pidió a
dios lo perdonara de sus pecados y le diera las bendiciones a todos sus
soldados para salir triunfantes de estas horas decisivas.
Los frailes observaban desde sus habitaciones todo
el ajetreo de los soldados; como estos iban tomando posición desde las azoteas
y desde las naves de las torres del convento, para ver desde lejos, si existía
alguna pista del avance americano; los frailes al igual que Santa Anna también
rezaban pidiendo a dios que el próximo combate no fuera tan sangriento como los
anteriores; de igual forma, los sacerdotes del convento empezaron a repartir
rosarios, a persignar y a confesar a todo soldado que así lo solicitara; todos
en comunión con dios, incluyendo el hijo de Anahuac, quien con los ojos
cerrados e hincado frente a la virgen invocaba una y otra vez más, que su
tesoro tampoco fuera descubierto.
-
Sólo
nos falta parque general. Municiones, no tenemos municiones, más que para tres
horas de combate.
-
No
se preocupen, oficiales, el parque viene en camino.
Ahí en ese lugar, Santa Anna observó que el convento
estaba custodiado por los batallones Hidalgo y Victoria, los mismos soldaditos polkos que meses antes,
habrían destituido al doctor Gómez Farías en los mismos días en que el ejército
mexicana casí obtenía el triunfo militar arrollador frente a los americanos en
los llanos de la Angostura; “chamaquitos babosos, este si va ser un combate de
a de veras y no una kermes”, “escuincles pendejos”; los jóvenes polkos,
sonrientes, como creyéndose aún en una fiesta nacional se quitaban el gorro
para saludar desde lejos al generalísimo que se sumaba a la resistencia. Santa
Anna únicamente cabeceaba en forma asertiva, respondiendo dichas muestras de júbilo.
-
General
– dijo Rincón, al mismo presentaba a un oficial de apariencia americano – le
presento al Coronel John Riley, jefe del batallón de San Patricio.
El Coronel Rilley con total respeto y subordinación
a la investidura de Santa Anna, se puso en posición de firmes y lo saludo con
gallardía; el general respondió de igual
forma. Ahí fue informado sobre las acciones heroicas del batallón de San
Patricio a lo largo de toda la campaña militar, un agrupamiento de soldados
irlandeses desertores del ejército de los Estados Unidos que se habían sumado a
la causa mexicana; “como no hay más hombres de esto”, pensó Santa Anna, al
estrechar el fuerte saludo a su regimiento de honor.
El generalísimo todavía tuvo tiempo para entrar al
cuarto de guerra y observar los planos que le mostraban a lo largo de esa mesa;
desde ahí, con una vara, mostró a los concurrentes los puntos que había que
proteger, así como también sobre los regimientos que iban a defender el sitio;
el generalísimo ya con la mente fría, como si fuera una actividad cotidiana
para él, empezó hablar de artillería, municiones, rifles, tácticas y
estrategias ha seguir, los generales presentes únicamente lo escuchaban, como
por momentos aceptando lisa y llanamente lo que el general Santa Anna decía,
inclusive hasta indignándose por la traición en que había incurrido el general Valencia. Ya para esas horas, había sido informado que
el enemigo se encontraba en Coyoacán dispuesto a enfrentar el combate; no había
tiempo que perder, estaba obligado abandonar el convento de Churubusco, no si
antes de instruir a sus subalternos, que defendieran la plaza hasta con la última
bala y a falta de esta, con las bayonetas y la lucha de cuerpo a cuerpo; ¡a
pelear por México y su independencia¡. En caso de emprender una retirada –
instruyo Santa Anna a Pedro María Anaya – deberán dirigirse con lo que resten
de las tropas, a los pueblecillos de la Ladrillera y Nativitas y desde ahí,
esperar mis instrucciones.
Sin embargo cuando acababa de dar estas
instrucciones, fue informado que el ejército americano, se encontraba dividido
en dos columnas, al lado poniente por el general Worth quien se encontraba con
su tropa en la Calzada de Tlalpan, formando una línea horizontal a la espera de
iniciar el ataque por el lado izquierdo del convento, la otra columna, al mando
del general Twiggs, quien seguramente intentaría asaltar el puente y la entrada
principal del convento.
Santa Anna, tomo la decisión importante. ¡Abandonar
el convento¡. El general Rincón y Pedro
María Anaya¡ coincidieron en que el generalísimo debía de estar tomando
posiciones en la hacienda de los Portales, para que desde ese franco, atacara
al ejército enemigo, mientras ellos resistían en Churubusco. Sabía decisión
estratégica, pues también eso les garantizaba, que en esa posición, fácilmente
llegaría el tan anhelado parque que necesitaban para resistir por más de tres
horas a los invasores. .- ¡Confió en su
sagacidad¡ en la protección de nuestra santísima Virgen de Guadalupe; sé que
saldrán delante de este compromiso ante la patria. - General no se le olvide el
parque. - No se preocupen. Estaré con ustedes desde afuera acompañándolos,
esperando al cobarde invasor.
El generalísimo procedió a retirarse del lugar, aún pese a la insistencia de algunos soldados
polkos; que invitaban a su máximo líder a esperar la batalla; entre ellos, los
estudiantes de Jurisprudencia liderados por el capitán licenciado Alatriste y
otros más por la Escuela de Medicina, a las ordenes el doctor Miguel Jiménez.
Soldados que horas antes se encontraban en la Hacienda de San Antonio.
Sonriente a ellos, respondió en silencio diciéndoles. “jovencitos pendejos”,
“ojala tengan huevos para enfrentar a esos pinches gringos”.
El general Santa Anna abandono la plaza de
Churubusco y tomo posición en la hacienda de los Portales, donde ya era notorio
que la batalla había comenzado; escuchándose desde ese lugar las balas y el
intenso cañoneo, tanto del ejército americano como del mexicano; tan solo siete
cañones defendiendo Churubusco, siete cañones nada más, casi nada, simbólica
las armas que tenía el ejército mexicano para defenderse; con parque únicamente
para tres horas, pero con muchas ganas de recibir al enemigo y enfrentarlo en
un combate de cuerpo a cuerpo, a batirse como verdaderos hombres de honor.
Del Palacio Nacional salieron aproximadamente cuatro
carruajes que llevaban consigo, al menos treinta cajas con las municiones que
requerían los defensores de Churubusco; nunca como antes, la sede del poder
Ejecutivo había tenido la apariencia de un cuartel militar, debidamente
fortificado y con una cantidad de armas, que nunca antes se había visto; cuatro
carretas y nada más que las necesarias para racionalizar el parque y poderles
hacer entrega del general Rincón, que por esas horas, resistían con todo en
Churubusco.
Scott desde su tienda de campaña en Coyoacán pudo
definir el resultado de esa batalla, de salir triunfante como en todos sus batallas,
la siguiente plaza a ocupar, sería la Plaza de Armas en la ciudad de México, es
decir, el corazón de la República Mexicana, con ello se resolvería la guerra,
con la conquista consumada. Estados Unidos podría conseguir por la vía de la
fuerza y del derecho de conquista, más o quizás, la totalidad del territorio
mexicano. ¿No había duda. Ese combate, lo tenía que ganar, como un trampolín,
para su siguiente confronta. Pero al parecer, le costaría mucho trabajo
conseguirlo; sus informantes, le comunicaron que la Hacienda de Portales estaba
siendo protegida por el general Santa Anna, quien a su vez, a través de una
línea defensiva abastecía de parque el Convento de Churubusco. No había duda
que esto significaba que dicho lugar se encontraba debidamente fortificado y
que podrían resistir esa plaza, quizás todo el día y la noche, o posiblemente más
de dos o tres días intensos, pues a los soldados recluidos en el convento, se
sumaban ahora parque para responder por más tiempo el plan de ataque; Scott no
tenía mayor opción que continuar con el cañoneo e ir instruyendo tanto a Worth
como a Twiggs avanzaran al sitio para ocuparlo a punta de bayoneta; pues las
armas habían llegado a Churubusco y estas, en un ambiente de júbilo por las
tropas de la resistencia, fueron recibidas personalmente por el general Anaya.
Informado Santa Anna de que las municiones habían
llegado a su destino el Convento de Churubusco, consideró que la línea de
reforzamiento en la Hacienda de los Portales estaba de más quedarse en ese
lugar, pues dicha posición podía desviar la atención de Scott para desistir su
pretensión de tomar Churubusco y encauzar la confrontación en la hacienda, por
lo que no había que caer en la trampa. Finalmente Churubusco estaba
robustecida, así que no había que perder más hombres en esta guerra, las bajas
debían de ser las del ejército de los Estados Unidos comandados por el general
Scott, en su plan erróneo de ocupar Churubusco, idea que desde luego
fracasaría, por no visualizar la
capacidad de resistencia de los soldados mexicanos.
Santa Anna y parte del ejército mexicano que se
encontraba escoltándolo en la Hacienda de los Portales, abandonaron el sitio y
se dirigieron a la Piedad, donde se quedaron acampar parte de la tropa, otras más
se estacionaron en las Garitas de San Antonio Abad y del Niño Perdido, así como
del cuartel de la Ciudadela y sólo un pequeña escolta, se dirigió a la sede del
poder ejecutivo: el Palacio Nacional. Una vez llegando, el generalísimo bajo de
su caballo; pero cosa rara, noto un ambiente de hostilidad, incredulidad entre
las tropas que se encontraban escoltando la sede del gobierno federal; a lo
lejos, dejaron de escucharse los cañonazos provenientes del sur del Valle de
México. Seguramente los americanos, habían desistido de ocupar Churubusco y lo
harían quizás, para el día siguiente. El generalísimo por un momento se sintió
contento de pensar sobre esa posibilidad, pero su rostro cambio repentinamente,
cuando le informaron lo contrario.
-
¡Churubusco
fue entregada a los americanos¡.
¿Cómo?. ¿Qué?. ¿Quién fue el traidor que
desobedeciendo nuevamente al general Santa Anna, tuvo el atrevimiento de
rendirse, sin haber enfrentado con agallas al invasor?. El general solicito
fuera confirmada esa noticia, a lo que un oficial le informó que así era; tras
ocho intensas horas de tiroteo, los generales Rincón y Pedro María Anaya habían
decidido rendirse al enemigo, ¡cómo era posible¡. Esa rendición en ningún
momento fue pactada, no había ninguna razón para claudicar, los soldados
mexicanos se rajaron como viles maricas, gallinas, perros traidores; Santa Anna
eufórico empezó a insultar a sus oficiales, diciéndoles cobardes, indios,
imbéciles; inmediatamente había recibido otra traición en su tropa, al igual
que Gabriel Valencia, ahora Pedro María Anaya y sus muchachitos polkos, habían
decidido ceder esa plaza, sin resistir heroicamente a los americanos. ¡Malditos
mexicanos¡. Ni los texanos y esa pandilla de filibusteros habían sido tan
cobardes en aquellos días de 1836, cuando resistieron El Alamo, como se habían
comportado ahora los mexicanos en Churubusco; pero ahora ese Pedro María Anaya
y el general Rincón, debían de responder a la nación y a la historia por los cargos de traición a
la patria. Ahora por culpa de ellos y sólo de ellos, la guerra estaba perdida;
no había escapatoria, el siguiente objetivo sería La Ciudadela y después la
Plaza de Armas y todo, por la culpa de Valencia, después la de Pedro María
Anaya y de los cientos de oficiales cobardes que encabezando a las hordas de
soldados infantes, indios maricas y cobardes, habían decidido rendirse sin
honor alguno, para convertirse ahora en prisioneros de guerra.
¡No puede ser posible¡. Mil prisioneros de guerra
por lo menos, siete cañones perdidos, una plaza más ocupada, tres banderas
mexicanas arrebatadas, una batalla más perdida, como todas las anteriores,
pobre país y que maldito destino para la historia de la patria; hombres que no
defendieron la hazaña de los insurgentes de la independencia, individuos sin
identidad ni patriotismo alguno. Triste
verdad lo que ocurrió aquel 21 de agosto de 1847; la tropa mexicana, incluyendo
aquellos jóvenes universitarios que meses antes conformaron los batallones de
los “polkos”, habían resistido a los invasores; todos ellos lo hicieron, al
igual que los doscientos soldados del Batallón de San Patricio; pero entonces
que había pasado. Porque el general Anaya había optado por rendirse y no
resistir hasta el último minuto. Donde diablos dejó el plan de Santa Anna de
resistir hasta el final y a punta de bayoneta, inclusive hasta de emprender la
retirada a los poblados de Nativitas y la Ladrillera.
Todo por culpa de un acertado cañonzazo que cayó al
centro del Convento y que había provocado un incendio del cual por cierto casi
mata al general Anaya; ¡que buen tino¡; que agallas del general Anaya para
continuar con la batalla, aún casi ciego y con la cara quemada; que injusta
derrota para los mexicanos; haber recibido tan ansiosamente las armas y las
municiones que tanto esperaban y para darse cuenta, que las malditas balas no
entraban a los rifles. ¿Si¿. Las malditas balas, no eran del calibre de los
rifles. ¡Pobre México¡. ¡Qué dios tan cruel que hace una guerra a favor de los
invasores¡. ¿De que sirvió tanta escolta en la Hacienda de los Portales, para
esos cuatro carretas de parque, que contenía por lo menos treinta cajas de
parque?, ¡De nada¡, absolutamente nada sirvieron para resistir a los
americanos, por ese día más y por los que vinieren durante el mes de agosto y
de septiembre. ¿Qué cuentas le daría el
general Anaya no al jefe supremo Santa Anna, cuando le pidiera cuentas de su
rendición, sino a su captor a quien le
entregaría el convento, con todo su ejército vencido?. Había que rendirse con honor. Ante la falta
de municiones, no había necesidad del combate de cuerpo a cuerpo, una guerra
debe ser lo más humana posible, evitando el mayor derramamiento de sangre. Habiendo
optado por esa decisión difícil: rendirse; entonces el general Pedro María
Anaya ordenó a su tropa a formarse en el patio central del Convento, donde se
quedarían a esperar el invasor para saludarlos cortes y marcialmente y
responder a la pregunta, del “parque y las armas” que le formulara el general
Twiggs, para responderle con toda honorabilidad y gallardía: Si hubiera habido
parque, no estaría aquí.
Si hubiera habido parque; y si también hubiera
habido planeación; si el parque adquirido hubiera sido acorde a los rifles de
los soldados mexicanos, ¿Qué acaso nadie había planeado eso?. Se compraron
armas a diestra y siniestra y nunca se previó, si ese armamento adquirido a
bajo costo por los mercenarios americanos, era realmente el que necesitaba nuestra
tropa; de que servía ahora que el Palacio Nacional fuera el cuartel más
equiparado de toda la República Mexicana, si las cientos de cajas que contenía,
no servían absolutamente de nada. ¡Fraude¡ … ¡Mil veces fraude¡, ¡vil y cruel
engaño¡. ¿Imbécil el mexicano que hiciera esa compra millonaria, creyendo,
haber engañado a tipos como Thompson. ¿Imbécil o mexicanos valemadristas que
subieron esas cajas en las carretas y las condujeron al convento, sin haber
previsto si esas municiones eran acordes al calibre de los rifles de los
soldados mexicanos. Ahora por culpa de esa grave irresponsabilidad, los planes
de la defensa de la Ciudad se venían abajo, como en La Padierna, ahora en
Churubusco, el mismo y eterno perdedor de esta guerra: ¡México¡. De toda esta
irresponsabilidad, de esta guerra perdida, sólo había un solo culpable con
nombre y apellido: Antonio López de Santa Anna.
México debía de rendirse. Al menos que sucediera un
milagro. Todo estaba perdido. Casi la
mitad del ejército mexicano y más de la mitad de su artillería; con cientos de
cajas de municiones inservibles, con soldados que día a día desertaban; quien
podía salvar a México, más que el ministro de Inglaterra Mackintosh, quien se
ofreció a ser intermediario entre el gobierno de México y el de los Estados
Unidos y quien tuvo la ocurrencia de proponer un armisticio. Pero el general Santa
Anna recluido en su oficina de Palacio Nacional, no cesaba de recriminar a los
traidores de Valencia y Pedro María Anaya de haberle estropeado sus planes; de los
soldados y oficiales del ejército mexicano imbéciles, quienes habían traslado
esa decena de cajas con municiones inservibles para los rifles del ejército
mexicano. Ahora resultaba que él, el
gran defensor de la patria, el héroe nacional por excelencia, el benemérito de
la patria, no era más que el responsable de la peor crisis de la historia
política de nuestro país. Y para colmo de todas las tragedias nacionales,
aquella tarde como en todas las demás, el cielo estalló en un mar de lágrimas.
Otra torrencial lluvia, que quizás enlodaría el camino a la ciudad y ayudaría a
los mexicanos esta vez, para evitar el avance que consumara la segunda
conquista.
En su infinita soledad, escuchando los truenos de la
lluvia, el general Santa Anna se quedó sentado en su escritorio, pensando en la
forma en que redactaría su discurso de rendición; era una decisión difícil, la
otra opción, sería, reorganizar quizás por última vez, el ejército que
defendería lo más sagrado de la república mexicana: Su ciudad capital. Para ello contaba aun con nueve mil soldados
según los informes más pesimistas; nueve mil efectivos que podrían repartirse
en las garitas de San Antonio Abad, Niño Perdido, Belén y San Cosme y que
podrían enfrentar a los ocho mil soldados americanos comandados por Scott.
¡Claro que aún había esperanzas de seguir luchando¡. Siempre y cuando en sus
filas no anduvieran traidores de la calaña de Valencia o Anaya. ¡Claro que
existían esperanzas de defender la soberanía del territorio nacional, más aún
cuando recibió aquella carta, proveniente del general en jefe del ejército de
los Estados Unidos Winfield Scott.
Demasiada
sangre se ha vertido ya en esta guerra desnaturalizada, entre las dos grandes
republicas de este continente. Es tiempo de que las diferencias entre ellas
sean amigable y honrosamente arregladas, y saben V.E. que un comisionado por
parte de los Estados Unidos investido con pleno poderes para este fin, está con
este ejército. Para facilitar que las dos republicas entren en negociaciones,
deseo firmar en términos razonables un corto armisticio. Quedo con
impaciencia esperando hasta mañana por
la mañana una respuesta directa á esta comunicación; pero entretanto tomaré y
ocupare afuera de la capital las posiciones que juzgue necesarias al abrigo y
comodidad de este ejército.
¡El milagro llegó junto con esa tormenta¡. Scott no
solamente se había desistido de pedir su dimisión, sino que proponía un
armisticio para celebrar la paz. ¡Tiempo¡. ¡más tiempo para recuperar fuerzas¡.
¡para reorganizar el ejército mexicano.
Pero no había congreso que avalara el armisticio, los diputados cobardes
se habían escondido de la ciudad y el único que debía tomar esa decisión,
también tenía nombre y apellido. Y entonces este personaje decidió.
¡Aceptar el armisticio¡.