Es difícil dar noticias tan dolorosas como la que
Jorge Enrique tendría que hacer a Amparo Magdalena; no encontraba el momento
oportuno para hacerlo pero tendría que hacerlo; tenía que buscar lo más pronto
posible el momento idóneo para informarle sobre la muerte lamentable de su
hija.
Son noticias muy difíciles que uno tiene que escuchar,
pero se tienen que hacer. Ante todo poner la verdad por muy dolorosa que fuera,
informar las cosas como son, sin titubeos, sin medias tintas, decir las cosas
como fueron y no decir más, ni una palabra más que fuera innecesaria,
simplemente dejar respetar el llanto, la soledad, el reproche a dios, eso era
lo más prudente que podía hacer Jorge Enrique y no tanto, informar sobre la
encomienda que minutos antes le había ordenado el general, … indagar sobre los
títulos de propiedad.
Aquella noche el general Santa Anna regreso a la
casona de Tizapan, no a cumplir su compromiso con Amparo que ya desde la tarde
había anunciado, eso era lo de menos, ahora su pendiente no era propiamente
satisfacer una necesidad de carácter sexual o saciar su venganza de hombre
omnipotente frente a la mujer que constantemente lo despreciaba, su nueva preocupación
que lo distraería de esas pasiones humanas, sería el avance del ejército yanqui
que ya por esas horas, se encontraba demasiado cerca; en espera quizás de lo
que sería el primer combate en la Ciudad.
Aquella tarde el cielo se nublo, los viejos soldados
siempre como buenos adivinos predecían que llovería, factor de que de hacerse
realidad, influiría en el destino de la próxima batalla; el generalísimo sólo
contemplo la noche, sintió el viento, por momentos pensaba en que los
americanos estaban cerca de sus terrenos y por otros instantes, recordaba en la
mente, aquel tesoro de incalculables joyas, cofres y demás utensilios, que se
encontraba escondido, también a tan solo unos pasos de donde se encontraba. No
descansaría el general toda la noche, ni tampoco los hombres del bandolero
Ignacio Cien fuegos quien en compañía del oficial Gaudencio, se dispusieron
únicamente ellos, en compañía de los hombres de confianza de estos, a trasladar
treinta carretas que contenía también cofres con oro y documentos y legajos que
conformaban según Rejón, el archivo de la nación, para llevarlos sobre aquel
escondite en la cueva del diablo del monte más alto del Olivar de las
Carmelitas.. No pudo dormir esa noche el general Santa Anna, a media noche, no
debía de ser traicionado ni sorprendido de que otro más audaz que él, le robara
su tesoro; tampoco podía permitir que por ningún motivo, ese valioso botín
cayera en manos de los enemigos; así que cauteloso de lo que podría ocurrir en
los próximos días, instruyó al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal para que
se trasladara inmediatamente a la ciudad de México, y pidiera un regimiento de
soldados para que este acudiera a donde se encontraba y así, reforzar con ello
la línea defensiva entre la Villa de San Ángel, la plaza de Mexicalcingo, la
Hacienda de San Antonio, el puente y el convento de Churubusco. Estaba seguro que
esa línea defensiva estaba lista para resistir cualquier ataque. ¡Sin embargo
no fue así¡. El general Gabriel Valencia envió un correo a Santa Anna
informándole que había estudiado ampliamente el terreno y había tomado la
decisión de ir al rancho la Padierna, para evitar el ataque yanqui a cualquiera
de las dos fortificaciones de la ciudad, Churubusco y Chapultepetl. Con tal
insolencia e iniciativa propia, el subordinado de Santa Anna había desobedecido
las órdenes del mando supremo y decidido éste a
estacionar sus tropas, no en San Ángel donde se le ordenó que acampara,
sino mucho más adelante, en el rancho la Padierna, un camino rocoso, con
magueyes y demasiados árboles, no recomendable para sostener el primer combate
con los americanos, aunado a que dicha posición pareciera ser una provocación
para que los americanos atacaran primero en forma certera como siempre lo
hacían, sin haber tenido el ejército mexicano la debida planeación para montar
dicho operativo. ¡Era una estupidez lo que estaba haciendo Valencia¡. Había que
sustituirlo inmediatamente del mando. Santa Anna respondió el correo ordenando
la inmediata retirada de Valencia al poblado de San Ángel, pero el general Valencia,
al mando de la División del norte y de seis mil soldados, respondió que no
necesitaba consejos, sino la ayuda del general para derrotar ambos a los
yanquis.
Pero ante estos actos de hostilidad entre las filas
del ejército mexicano, que importa ya, pues la muerte de una hija es una
perdida irrecuperable, Amparo lloró a su hija por lo que le había pasado, por
su vida truncada a causa de la guerra que se libraba en los campos de batalla,
quizás de esos poderosos cañones y obuses que cargaban en carretas los soldados
americanos, entre aquel camino rocoso lleno de piedras volcánicas, llamado el Pedregal.
Amaneció, el sol volvió a salir y la tarde no se
aparecía ni una sola nube, cualquier presagio de luna era fallido, aun pese a
que algunos de los oficiales le
informaba al generalísimo del movimiento de las hormigas, ¡patrañas¡ contesto
el general. Predecir el estado del tiempo por el movimiento de las hormigas,
era un absurdo. No había que observar aquellos minúsculos insectos, sino
observar otros más repugnantes, aquellos que estaban tan cerca de unos metros
de la primera línea defensiva del ejército mexicano, la que encabezaba el
general Valencia el muy ladino se había atrevido a desobedecer y poner
entredicho su autoridad de jefe supremo de las fuerzas armadas, motivado de
enfrentar a los adversarios en sus intereses personales de ser el héroe de la
guerra y no por el interés de la nación a al que representaba Santa Anna. Entonces el generalísimo suscribió una carta
diciéndole al general Valencia que sin
aprobar su conducta arbitraria, obrara bajo su responsabilidad como le
pareciera. Una manera muy sutil de decirle, “chingue usted su madre”.
Ya en la mañana, sin que aún se librara el combate,
el general Gabriel Valencia tuvo conocimiento, que muy cerca de él, se
encontraba el general Santa Anna y que bien o mal, pese a su disgusto y
aparente insubordinación, a la hora del combate tenía que apoyarlo; sabia
también, porque así le fue informado por sus subalternos, que el adversario se encontraba en una posición
muy cercana a donde se encontraban sus tropas, era evidente que el ataque se
libraría en cuestión de horas. Así lo sabía Scott que se encontraba en los mas
alto del cerro de Zacatepec, viendo con sus catalejos la zona arbolada en que
se encontraban escondidos los soldados mexicanos y presenciando también, el
avance determinante de su tropa, así lo vio también el general Santa Anna, en
compañía de un regimiento de soldados y de caballería, en los montes del Olivar
de las Carmelitas, sitio precioso para tener también una vista panorámica del combate
que se libraría.
Eran momentos de tensión los que se vivía en la
casona de Tizapan, pues en el drama en que vivía el Amparo era del todo
justificado; hubiera sido demasiado absurdo y fuera de toda lógica y de buena
educación, preguntarle sobre esos títulos de propiedad, pertenecientes al
generalísimo Santa Anna y que habían sido además escriturados por el difunto
Alfonso Martínez del Valle; quien podía hacer determinadas preguntas y tomar
esas decisiones improvisadas, fuera de toda planeación y motivadas por la
ambición política, que las que tenía en esos momentos el general Valencia, que
en compañía de los generales Salas y Torrejón, auguraba un combate glorioso en
los anhelos de la historia de México, la victoria del 19 de agosto de 1847, de
cómo el general Valencia y un puñado de hombres valientes, defendieron la
soberanía nacional, ganándole la guerra a los Estados Unidos.
Las tropas del general Santa Ana llegaron a San
Ángel, después se dirigieron al pueblo de Tizapan donde se estacionaron sus tropas,
esperando la orden del general en jefe a subir a los montes del Olivar de las
Carmelitas; mientras eso ocurría, cerca de donde se encontraban cuatro soldados
colgados, el oficial Gaudencio le informo a Santa Anna que el trabajo ya estaba
hecho, habían podido esconderse todos y cada uno de los cofres del erario
publico, al igual que todos los documentos del famoso archivo de la Nación; el
trabajo estaba efectuada, tomando además en cuenta, que el bandolero Ignacio
Cien Fuegos y doce de sus hombres, estaban escoltando el sitio y poniéndose al
servicio del general para lo que este ordenara.
Santa Anna ya más tranquilo por lo que acababa de escuchar, pregunto a
Gaudencio si creía que Ignacio Cien fuegos era un bandolero de fiar; a lo que
Gaudencio contesto riéndose que ningún bandido era gente de fiar. Santa Anna al
escuchar esa opinión miro seriamente a Gaudencio como reprochándole su dicho;
Gaudencio corrigió su dicho, en el sentido que solamente los hombres de honor
eran de fiar, los que se ganaban la confianza con muestras de lealtad, pero por
más que quiso decir Gaudencio, Santa Anna desconfiaría también de aquel humilde
oficial.
Santa Anna decidió entonces apartarse del grupo de
oficiales militares que lo acompañaban; ¡quédense ahí ahorita regreso¡. Los
oficiales respondieron naturalmente que si, por momentos pensaron que esa
retirada disimulada de Santa Anna obedecía a que este iba al monte, a buscar un
arbusto para poder mear o cagar; era obvio que una diligencia personalísima de
esa magnitud, obedecía discrecionalidad.
Santa Anna retirándose donde se encontraba su grupo
se dirigió al monte más alto donde se encontraba ahí, Ignacio Cien Fuegos, el
bandolero y diez de sus hombres, estaban a la orden del general; debajo de
aquellas piedras, donde se encontraba la “boca del diablo”. El bandolero
acompañado de toda su banda, diez delincuentes más, vestían uniforme militar,
poniéndose a los servicios de Santa Anna para librar el combate que se
avecinaba; Santa Anna agradeciendo el gesto de valor, respondió que lo más
importante era custodiar la “boca del diablo”, montando una guardia permanente
en lo que durara la batalla y después de haberse librado éste.
-
No
se preocupe mi general, ahorita mesmo lo hacemos.
-
Don
Ignacio – ordeno Santa Anna – la guardia tiene que hacerse dentro de la cueva y
no por encima de éste; si los americanos toman el control de este cerro pueden
descubrir el lugar, así que lo mejor, será que entren todos al escondite y
desde ahí aguanten el tiempo que sea necesario.
El bandolero rió por la propuesta, una risa
desconfiada, con miedo, pero fundada; efectivamente, si los yanquis avanzaban
se corría el inminente riesgo de que encontraran ese lugar secreto; Santa Anna
después de todo tenía razón. Pero como
entrar a la cueva, con que alimentos.
Santa Anna instruyo al oficial Gaudencio, les diera
estos ración de alimentos para dos días; a lo que el oficial cumplió dicha
instrucción; Ignacio un poco desconfiado le pregunto al general, ¿Quién lo
sacaría del lugar?. - ¡Pues nosotros mismos¡. – indignado y en tono eufórico,
el generalísimo cuestiono. - ¿Qué no confía en mi?. - ¡Si mi general. Usted
dispense, no quise insinuar que desconfiaba de su palabra. – Mire soldado –
manifestó Santa Anna en un tono de voz enérgico. – los americanos están aquí
abajo; los muy cabroncitos brincan como conejos y nada me garantiza que se
monten sobre este cerro; si eso llegara ocurrir, usted tiene la orden de
defender este tesoro con su propia vida, ¿Entiende eso?. - ¡Si mi general¡. –
la mejor manera de defender este tesoro, es estando escondido en la propia
cueva y no afuera encima de este. ¿Lo entiende?.- ¡Si mi general¡. – ¡Entonces
que chingados espera¡.
Para esos momentos el cielo empezó a nublarse, una
razón de peso para que Ignacio y su pelotón, se metiera a la boca del diablo,
para no mojarse en caso de que la lluvia estallara. Temerosos de la orden, pero leales a la
palabra de su jefe, Ignacio se metió a la cueva, con toda su banda; ya allá
adentro, Santa Anna ordenó al Oficial Gaudencio, quien ese momento llegaba con
las raciones de comida, ingresara también dentro del agujero.
-
Yo
mi general.
-
¡Claro
que si pendejo¡. Usted también métase.
El oficial Gaudencio se metió a la boca del diablo,
un poco temeroso como todos los demás, pero persignándose también y creyendo en
que su general los rescataría; ya todos adentro Santa Anna se agacho al piso y
alcanzo ver las cabezas de Ignacio y Gaudencio.
-
Por
ningún motivo, se muevan del lugar, así escuchen lo que escuchen. ¡entienden¡.
-
Si
general.
-
Me
responden con su propia vida cabrones; que nadie entre jamás a este lugar;
¡maldito aquel que lo haga¡; que dios, el diablo y la santa muerte, proteja a
este lugar y ustedes cabrones.
-
¡Si
mi general¡.
Santa Anna
cogió una piedra y tapo el agujero; quedando ahí enterrados los hombres de su
confianza. Entonces desde lejos, uno de
los oficiales de Santa Anna se le acerco, informándole que los americanos
estaban avanzando hacía el bosque de San Gerónimo, para sorprender y atacar
desde esa posición al general Valencia;
el generalísimo un poco nervioso por lo que acababa de hacer, instruyo a su
oficial, para que diera la orden de que la tropa estacionada en Tizapan se trasladara
inmediatamente a ese sitio, asimismo solicito el apoyo de unos soldados que lo
acompañaran en formar un mirador, armando lo mas pronto posible una pirámide de
piedras, troncos, arbustos, cualquier cosa que sirviera para formar una pequeña
cúspide.
-
¿En
donde general?
-
Aquí
donde estoy parado.
Algunos soldados se dispusieron ayudar a Santa Anna
a cargar piedras a donde este se encontraba, para irlas amontonando una sobre
la otra – traigan paja también – corten esos árboles, póngalos aquí también, mas
piedras cabrones, quiero un mirador en esta posición.
Los soldados obedientes trajeron paja y más piedras
para ir tapando ese lugar; Santa Anna observó entonces los cuatro cadáveres que
yacían aun colgados en cada uno de los árboles que rodeaban la boca del diablo;
viendo con tranquilidad como sus soldados iban cubriendo poco a poco ese lugar.
Mientras eso ocurría y la lluvia empezaba a caer,
las tropas del general Valencia resistieron el ataque de los americanos;
escondidos en los magueyes y en los árboles, respondieron a fuego el avance de
los americanos que también empezaron a esconderse en los arbustos, para
continuar su ataque. El general Gabriel Valencia estaba convencido en la
victoria; siguió ordenando a sus hombres, fueran tomando posesión de los
pequeños montes de la Padierna y asaltaran las casas que en ella se
encontraban, para desde ahí, dispararle a los americanos. Fue así que estallo
la primera batalla en el Valle de México; los americanos iban cayendo a
consecuencia de las balas, al igual que los mexicanos; el combate era disparar
y esconderse entre la maleza, avanzar y taparse en los troncos de los árboles;
disparar y tirarse al suelo, seguir avanzando y seguir matando para que no lo
mataran a uno.
La tropa del general Santa Anna llegaba al Olivar de
las Carmelitas, desde ahí el generalísimo Santa Anna, se cercioraba de que ese
mirador quedara hecho, sin mirar siquiera el combate que se estaba librando;
cosa curiosa para muchos de sus oficiales, era ver que el general estuviera mas
preocupado en seguir poniendo piedra sobre piedra sobre esa pequeña cúspide y
no observar a detalle lo que estaba ocurriendo.
Sangre y mas sangre, fuego y mas fuego; los rifles
disparaban una y otra vez mas; al mismo tiempo que los americanos intentaban
tomar control del lugar; hacer uso de su artillería y atacar las posiciones
donde se creían se encontraban escondidos los soldados mexicanos. El rancho la padierna había sido ocupada por
los soldados mexicanos y desde ahí libraban el tiroteo con los soldados americanos,
muertos por ambos lados, pero el ejército del general Valencia ganaba terreno;
era un momento de jubilo para el general Valencia; saber que en ese combate se
estaba decidiendo no solamente la defensa de la Ciudad de México, sino la
guerra y quizás, el territorio nacional y quizás, hasta la independencia de la república
mexicana; aun con más entusiasmo, continuo dirigiendo el ataque contra los
americanos; rogando a dios, que llegaran los refuerzos de Santa Anna, para
obtener ambos, el triunfo militar.
Sin embargo, a cientos de metros, en la pendiente
hacia arriba, en los montes del Olivar de las Carmelitas, Santa Anna montando
en el mirador que acababa de improvisar, observó lo que estaba ocurriendo
abajo; el muy imbécil de Valencia estaba resistiendo el ataque americano y
seguramente el muy estúpido, deseaba su apoyo. El muy infeliz le gustara o no
dependía de su voluntad; podía bajar y reforzarlo, pero no se lo merecía. ¡Aun
no era el momento¡.
Las tropas del general Valencia siguieron
resistiendo el avance yanqui; continuando disparando y acercándose al ejército
enemigo, para hacer uso de las bayonetas; el combate se libraba, ya en momentos
en los cuales, una lluvia empezaba a complicar mas las cosas; la lluvia de
siempre, la misma lluvia de todos las batallas, la que hizo presencia en Palo
Alto, en la Angostura y ahora, en la Padierna; agua, pinche agua, la que venía
a favorecer como siempre a los americanos; como si el dios Tlaloc, maldiciera
también a los mexicanos. Santa Anna presencio desde su mirador, como los
americanos realizaban pequeñas escaramuzas en el bosque de San Gerónimo, como
queriendo sorprender a Valencia por ese franco; era el momento para atacar, los
americanos estaban rodeados por ambos lados; arriba por Santa Anna, abajo por Valencia,
ellos en medio, la derrota era segura; Valencia se dio cuenta desde abajo lo
que estaba ocurriendo; entusiasmado por el apoyo recibido, grito ¡Viva México¡.
… ordeno a los músicos tocaran las dianas en señal de triunfo; los americanos
habiéndose dado cuenta de su error táctico, dispararon para emprender la huida,
era tarde, la ultima palabra la tenía Santa Anna.
-
¡Avancen¡.
Fue la orden que dio Santa Anna a toda su tropa; la que se no encontraba como
espectador viendo la batalla, la que no había disparado, sino contemplado el
combate desde arriba, como si fuera una función teatral, una representación
militar de cómo se hacen, se ganan y se pierden las batallas; el generalísimo Santa
Anna ordenó al Teniente coronel Michel Echeagaray avanzara con su batallón y se
metiera al bosque, para desde ahí, acribillar a los americanos que estaban
huyendo.
Era el
momento de la victoria; así lo sintieron los soldados de la división del norte
del general Valencia, era el momento mas anhelado de la guerra México
americana, la victoria tan anhelada que necesitaba la tropa mexicana, ese
combate daría la oportunidad de capturar prisioneros de guerra y canjearlos si así
fuera el caso, por prisioneros mexicanos y sino era así, si los mexicanos no
valían tanto como los americanos, si por lo menos negociarlos para el caso de
un tratado de paz; era el momento decisivo, así lo sintió Valencia desde las
faldas de Padierna y Santa Anna desde la cúspide del monte del olivar, era el
momento que tenía para decidir la guerra y ¿Para quién?. ¿para Valencia?.
¡héroe nacional¡. ¡Libertador de México¡. Un simple estúpido que había
desobedecido al mando supremo; que había jugado a ser militar estratega, cuando
no era mas que un imbécil que pretendía hacerle sombra, para que los honores y
grados militares los recibiera a costa de su talento; si Valencia ganaba esa
batalla, no era por el mismo, militar estúpido e engreído, sino lo haría por Santa
Anna, pero lamentablemente, el muy infeliz diría a todos, que la victoria se
debería a él y nada mas a el; no lo permitiría; en un momento de sensatez y
olvidando su emoción castrense; Santa Anna dio la contraorden al Teniente
Coronel.
-
¡Deténgase¡.
-
¿Qué?.
-
Detenga
sus tropas. ¡no tiene caso¡. Mire como huyen los americanos, parecen maricones.
-
General,
este es el momento para perseguirlos y capturarlos; están rodeados, abajo por Valencia
y arriba por Vos. – replico el general don Francisco Pérez.
-
Que
no entiende general. Este combate ya se ganó. Estamos ganando con nuestra pura
presencia, sin necesidad de desperdiciar parque.
-
Pero
ganaríamos más si disparáramos y entráramos al bosque a perseguirlos.
-
¡No
general¡ … el que da las ordenes aquí, soy yo. ¡entiende¡.
-
Si
general.
Por momentos dudo el general Santa Anna, quizás tenía
razón Francisco Pérez, pero como dejar la gloria de la batalla a su enemigo
político, que diría la prensa nacional; que fue el heroísmo de Valencia quien
había salvado a México y el donde quedaba; no era el artífice de la defensa de
la ciudad, el comandante en jefe del ejército mexicano, el presidente de la república,
el benemérito de la patria; porque diablos le iba a heredar su gloria y buen
nombre, su prestigio y fama de buen militar, a un vil mequetrefe, oportunista;
“que se chingue con su pendejadas, si me sumaba a su revuelta, entonces donde
quedaría mi autoridad”. – El comandante
soy yo¡. ¡No ese pendejo¡. A mi me eligió al pueblo, a mi y nada mas a mi.
La noche cayo y el general Valencia estimo que su
regimiento se encontraba debidamente protegido desde lo alto de los montes, por
las tropas del general Santa Anna; sabia decisión del general de apoyarlo, de
dejar a un lado sus posiciones personalistas y sumarse en serio a la defensa
nacional; así los mexicanos unidos lográramos mejores cosas que con nuestras
estúpidas divisiones, de esa forma Santa Anna ganaría el lugar en la historia
de México que se había construido, un fiel soldado que combatió por la tropa y
que apoyo al general Valencia, en la hora decisiva de la guerra México-americana. “la batalla de Padierna”; fecha histórica en
el calendario cívico militar de los mexicanos; el gran héroe de la patria:
Gabriel Valencia, fue el que freno el avance los americanos, derrotándolos el
18 de agosto de 1847; logrando con ello, la salvación de la patria.
La lluvia se volvió intensa, era un fuerte aguacero;
los soldados de Santa Anna dejaron la posición en que se encontraban y para
sorpresa de muchos de ellos, se encaminaron rumbo a San Ángel; sin avanzar a
San Gerónimo donde esperaban atacar al día siguiente no era para mas; el
generalísimo no durmió aquella noche, pero según él en la penumbra, las tropas
americanas estaban ocupando diversos cerros del lugar, San Bartolo, el Capulin
y el Cerro del Judío; desde ahí colocarían su poderosa artillería, donde los
bombardearía como estaban acostumbrados hacer; así al menos lo hicieron en Cerro
Gordo, esa fue la lección que había aprendido y no volvería a caer en el mismo
error de siempre; quedarse dormido y sufrir los bombardeos desde las alturas;
así que decidió continuar con su plan; dejar que el pendejo de Valencia se
rascara con sus propias uñas y emprender la retirada de sus tropas en aquella noche.
Y en parte tenía razón; porque ni la lluvia y la
oscuridad de la noche, había frenado a los soldados americanos, quienes en esa
noche, habían logrado reubicarse en la plaza, colocando sus poderosos cañones y
estacionando a sus tropas, en los puntos clave de la victoria; ya sin el ejército
de Santa Anna, esperaría la luz del día, para dar la estocada final a la batalla
de la Padierna.
Así a la mañana siguiente, Santa Anna, que tenía dos
días de no dormir; pasaba por Tizapan y después a San Ángel, con su regimiento
intacto de no haber participado en combate; no era aun el momento decía Santa
Anna, no tenía porque desperdiciar recursos, debía conservar el ejército
mexicano para los momentos decisivos y la noche de ayer, no era un momento
crucial en la guerra, era un solo combate, de esos que estaba acostumbrado a
perder como siempre el ejército mexicano. Y tenía mucha razón, porque a la
mañana siguiente, bastaron treinta minutos, para que los cañones americanos que
apuntaban a todas partes, destrozaran los árboles, provocaran incendios,
derribara construcciones, sorprendiera a los soldados mexicanos, que como siempre,
ahora eran estos los que huían, escondiéndose en la maleza, en las barrancas,
huyendo como los ratones de siempre, sin responder con fuego, los rifles
certeros de los soldados americanos. El general Valencia huyó entre la
confusión, tomo su caballo y se perdió en el bosque, como hicieron también, mas
de los cinco mil soldados mexicanos que componían supuestamente esa división,
así de fácil, Estados Unidos y el comandante supremo de sus fuerzas armadas Winfield
Scott se apuntaba otra batalla victoriosa; México perdía y Estados Unidos, como
ya era costumbre volvía a ganar.
Esa fue la triste historia de la batalla de
Padierna; mas triste fue, que en la boca del diablo, quedara sepultada entre
piedras, pasto y el lodo provocado por la lluvia; que aquellos cuatro cadáveres
quedaran tirados en el suelo, a consecuencia de los cañonazos de la artillería
gringa que había derribado los árboles; era una tristeza lo que estaba
ocurriendo para todos; debajo de la cueva, el oficial Gaudencio, el bandolero
Ignacio Cien Fuegos y diez soldados mas, impacientes y temerosos de su destino,
habían decidió prolongar la ración de comida para mas días, pues lo que habían
escuchado horas antes, era sin duda alguna, un combate sangriento, donde
seguramente los americanos habían pisado sus terrenos. Para todos los que
estaban en la cueva del diablo, custodiando el tesoro de Moctezuma, ¡era sin
duda alguna, el momento de esperar y rezar
dios, que Santa Anna no los olvidara y fuera éste a rescatarlos de la
muerte.
Lejos de ahí; Santa Anna supuso la derrota de Valencia,
lo mejor que le podría pasar a él y al país entero; sólo así, la opinión pública
y la historia pondría a cada quien en su lugar; traidores e insubordinados como
Valencia merecían eso y más; nadie debía de aprovecharse de la guerra para
ganar sufragios y lugares inmortales en la historia de México, obtenidos a base
de la traición, el oportunismo y la deslealtad.
Era doloroso lo que había ocurrido, pero mas doloroso hubiera sido el
oportunismo político de un tipo ruin como Gabriel Valencia; quien en su momento
debería de ser juzgado y responder en Consejo de Guerra por su falta grave de
insubordinación.
¡Que importaba ya esta maldita guerra¡. ¡Al carajo
México y la bandera nacional¡. ¡la soberanía me la paso por mis vuevos¡. Pero
ese tesoro, esas joyitas y moneditas de oro, será mío y nada más mío.
Y mientras Santa Anna pensaba en lo que haría con
esa fortuna, después de terminada la guarra, a lo lejos, en la casona de
Tizapan, Amparo Magdalena llora por la muerte de su hija.