¿Quién puede entender el
dolor de un joven de dieciséis años?. Si su vida es tan corta, que inadmisible
sería pensar, que ante una vida escasa de un adolescente, pueda uno morirse de
amor?. ¿Cómo si en verdad conociera ese sentimiento tan puro?, ¿Como si fuera
esa relación que tuviera Jesús con Fernanda, la única en toda su vida?. Jesús
moriría no de amor, sino por Fernanda, ¿Quién podía pensar en ti Fernanda?.
¿Quién podía quererle, adorarla, suspirar y cada noche no dormir por ella,
¿Quién Fernanda?. ¿Quién de ti podía quererte y pedirle al Cielo, que también
lo quisieras?.
Los grillos seguían
cantando, los árboles, el bosque, el sonido del viento, la fría mañana y la
salida del sol, que anunciaba una majestuosa belleza, que hacía lucir, aquella
hermosa construcción que era el Castillo de Chapultepetl: - ¡Fernanda¡. Tenerte
en la memoria y no olvidarte. – decía en su mente en todo momento Jesús, al
mismo tiempo en que se encontraba en su clase de atletismo frente a las faldas
del establecimiento militar - Recordarte en estos momentos en los cuales, debía
estar poniendo atención en las ordenes del capitán, quien gritándonos a todos
los presentes, nos ordenaba marchar, con el cuerpo derecho y el pecho en
frente; aguantando el frió, más que la humillación, la pedantería de estos
tipos que se creen perfectos, pero más que nada, seguir soportando esta maldita
ansiedad, que es la de no estar contigo. La de morir por ti, en este eterno
silencio que mata, con este recuerdo, que también aniquila cada momento en que pienso
en ti. – ¡Qué lejos está la Ciudad, de
este maldito bosque¡, ¿cómo no desertar del Colegio para irte a buscar y
pedirte que seas mi esposa?.
Haber sido admitido en las
filas del Colegio Militar, había sido una distinción que el gobierno de la
República había otorgado al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal; quizás, era
también una señal de que el buen trato que exigía de sus altos mandos, fuera ya
el acorde a los más de treinta y ocho años de servicio incondicionado que había
prestado a la Corporación. ¡Era un héroe
de la patria¡. Cierto había prestado sus servicios en Veracruz, tiempo después
su compañía se había trasladado a Cuautla, bajo las ordenes, de quien años
después sería el Virrey de la Nueva España. El ilustrísimo y excelentísimo
Félix María Calleja. Como olvidar
aquellos días de Cuautla, donde los insurgentes encabezados por el padre de
Zitacuaro José María Morelos y otros ilustres señores como los hermanos
Galeana, Nicolás Bravo, Juan Álvarez, Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria, se
negaban a entregar la plaza. ¿Qué
hubiera pasado, si hubieran doblegado a la resistencia?. ¿Si hubieran capturado
vivos o muertos a los heroicos insurgentes de Cuautla?. No hubiera llegado
jamás a la presidencia del país, los generales Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero
y Nicolás Bravo, ni tampoco hubiera gozado de esa pensión que sabiamente, el
Congreso había decretado a favor de los soldados del Ejército Trigarante,
quienes con Agustín de Iturbide, habían alcanzado, la consumación de la
Independencia de México.
Combatió a los ilustres
insurgentes de la independencia mexicana, pero no lo hizo por ser enemigo de la
causa separatista, sino plenamente convencido de la honorabilidad de su
majestad el Rey de España. Y también, por atención a sus jefes inmediatos, en
especial del ilustre e inmemorable Félix María Calleja, hombre notable que bien
pudo haber sido el verdadero padre de la patria de la independencia mexicana y
que se negó hacerlo, porque ante sus ideas liberales, simpatizantes de las
cortes de Cádiz, inclusive hasta de los sentimientos de la nación enarbolados
por Morelos, seguía creyendo, en la lealtad que siempre juro a su Majestad el
Rey de España.
Las clases de atletismo de los cadetes del
Colegio Militar, era complementada con la de tiro que se hacía, con aquellos
rifles tan viejos y obsoletos que contaba la Institución. Las balas eran de
salva y en algunos casos, el casquillo siempre se trababa con el rifle. No es
que uno fuera torpe en el manejo de las armas, era simplemente, lo obsoleto de
esos aparatos, que no permitía a sus alumnos, desarrollar las demás habilidades
que debía contar los futuros soldados de la patria.
Pero esa forma de aprender
la profesión de las armas, en nada se parecía a la forma, en que aprendió el
padrino de Jesús, ahí en el campo de batalla, disparando con demasiado tacto el
fusil para evitar que una bala enemiga lo hiriera. ¡Había que disparar el
rifle, pero ya. ¡Hay que pegar, porque atrás vienen pegando¡. ¡Si no matas¡,
¡te matan¡, así que mata. Sigue disparando, cúbrete si puedes, escóndete,
resiste y cuando sea el momento oportuno, dispara el gatillo, hiere, mata y
corre, no dejes que nunca te alcancen, porque si lo hacen, son capaces de
fusilarte, cortarte la cabeza y lo que es peor, no darte la cristiana
sepultura.
¿En verdad, así había
aprendido mi padre?. ¿Acaso él recibió clases de tiro en el bosque, con rifles
obsoletos?. – Realmente, el Coronel Gutiérrez aprendió el oficio por la
necesidad de sobrevivir en cada combate, dando gracias a Dios, de que en
treinta y ocho años de servicio, ninguna bala enemiga, le atinara justamente en
el corazón o en la cabeza.
Las clases eran también
interesantes, después de todo, había que tomarle sabor a la carrera militar.
Era interesante conocer la materia de Táctica y Estrategia, donde nos enseñaban
historias de algunas batallas, algunas de ellas demasiado mitológicas, como las
que se referían a los aqueos y los troyanos, en aquella guerra que culminaría,
con el ingreso del caballo de Troya a la ciudad fortaleza. ¡Que imaginación¡.
Las guerras médicas, púnicas, entre griegos y persas, las guerras de
Peloponeso, y el famoso Atila, que estuvo a punto de someter al imperio Romano.
¿Cuánta gente murió en aquellos combates?. Había que reconocer que salvo uno
que otro buen maestro que había en el Colegio Militar, los demás profesores
eran nefastos, quizás habían tenido la suerte de que su adscripción fuera en el
Colegio Militar y no en un campamento al
norte de la República, cuidando quizás el puerto de Veracruz de cualquier otra
invasión de alguna potencia extranjera, o bien, los caminos que llevaban de la
Ciudad de México a Puebla, evitando el vandalismo que ya estaba azotando el país.
Aprender la heráldica
militar. Que significaba tantos listones, estrellitas y el sin número de
medallas que el Ejército, el Congreso o el Presidente de la República, habían
inventado para satisfacer el ego de los militares. – La legión de honor de la Virgen
de Guadalupe – brillante distinción al que podía aspirar cualquier militar, por
el sólo hecho de sus meritos en campaña.
Medalla de honor, que ni su padre, ni con treinta y ocho años de
servicio había obtenido.
Algunos compañeros del
Colegio eran sin duda alguna, hijos de muy buenas familias; que otros
compañeros podía citar de aquella generación de cadetes; quienes divirtiéndonos
en las faldas de castillo, seguíamos disparando o mejor dicho, jugando a ser
los futuros soldados de la patria. ¿Acaso mi padre aprendió esta profesión
divirtiéndose? Mataba a sus propios compañeros, sólo por el hecho de que fueran
sus adversarios.
¿Y a todo eso, que diría
Fernanda?. ¿Qué estaría haciendo ella en este momento?. ¿Estaría pensando en
mi?. – Se preguntaba Jesús, mirando el cielo, sintiendo los árboles, la tierra
y el pasto del bosque; - este seguramente fue el palacio de algún emperador
azteca – le decía el cadete Miguel Miramón – mucho antes de que nuestros
antepasados llegaran al Valle de Anáhuac, se internaron en Chapultepetl. Me parece que aquí, el emperador Moctezuma
venía a bañarse- ¿Pero quién diablos había metido a la conversación a ese
pedante; que diablos me importa la historia de México, de lo que hicieron o dejaron
de hacer los aztecas o ese tal Moctezuma; quería pensar en Fernanda, sólo en
ella, recordar su gesto, su cabello, su inolvidable cuerpo; recordarla como
paseaba junto a ella, en aquellas calles empedradas de la Ciudad de México;
recorriendo la calle de plateros, la alameda, hasta llegar al Convento de San
Francisco. ¡Maldito bosque¡. Tan lejos de ti y tan cerca de mi corazón
Fernanda.
Los días del internado de
hacerse largos, se fueron convirtiendo cada día, en más cortos. Como si el
tiempo se fuera reduciendo, las horas dejaban de tener tantos minutos y el sol
se escondía más rápido de lo que tardaba la primera semana, el primer mes o el
primer año. ¡Qué eternos fueron los días en que pensaba en ti Fernanda¡. Podía
morir de amor de sólo recordarte, quedarme en los últimos segundos de mi vida, con una fijación tuya en
mi mente, quizás recordándote con tu vestido blanco, largo, tus cabellos tan
negros como de un metal tan precioso, que ni el oro ni la plata podía
asemejarlo; Fernanda, Fernanda, Fernanda. ¡Escúchame que te hablo¡, ¡te imploro¡.
He aquí sufriendo cada día del calendario en esta maldita escuela, donde los
oficiales nos enseñan el orden interno y el externo; donde he aprendido a
ponerme en firmes, a marchar y dar señales con la mano, los brazos; a sentarme
y pararme derecho frente a cualquier mando militar; donde juego todos los días
en los campos del bosque corro, cargando el rifle, la cantiflora, soportando el
sol, el viento, el frió y el calor; conociendo los distintos tipos de pólvora y
descubriendo que es mi ojo derecho, con el que apunto el fusil y disparo. Veme
aquí Fernanda, preparándome todos los días, para ser el hombre por el que te
respeten y por el que me acepte, tu respetable padre.
Y mientras tanto, las horas
del día mataban el eterno aburrimiento de soportar esta tristeza, de pensar en
Fernanda y nunca morirse. De sentir a lo lejos a Jesús, que había abandonado la
ciudad para enlistarse al ejército, de la conducta honorable que bien podría
reprocharle, gritándole en su cara al joven cadete, llorándole de furia, de
resistir las ganas de rasguñarle su rostro, de abofetearlo, de decirle que lo amaba, pero que también, lo
odiaba.
Los días fueron solitarios;
cuando Jesús se marcho al Colegio Militar, la vida de Fernanda había cambiado
radicalmente. Si bien es cierto lo volvería a ver en un algunas ocasiones,
dichas visitas además de clandestinas fueron esporádicas, el amor que le había
tenido, se iba desvaneciendo como aquella distancia que entre kilómetros y el
tiempo se estaba perfilando. Ya no quería a Jesús, lo llego a querer, es
cierto, lo amaba intensamente cada vez que lo veía, tenía las inmensas ganas de
abrazarlo, de cuidarlo como si fuera un niño, ¡pero ahora ya no¡; las horas de
simpatía, en que Jesús y sus ocurrencias hacían reír a Fernanda sólo formaban
parte del recuerdo; jamás volvería a encontrarse a un hombre igual que él, pero
tampoco tenía ya la necesidad de buscarlo, simplemente había dejado de amarlo.
Su cariño, si bien al principio en su ausencia lo mataba, poco a poco iba
desapareciendo, al grado de formar parte de un bello recuerdo. La vida
continuaba y ella no podía desaprovechar, la inmensa felicidad que le
despertaba sentirse bella, verse de cuerpo completo en el espejo de su
recamara, viendo como su madre la vestía y se sentía orgullosa de ella,
apretando el corsé para marcarle aquella bella cintura y ese inocente busto,
que podía llamar la atención hasta de los hombres más educados; ¡ésta soy yo
caballeros¡; son linda, soy hermosa, soy Fernanda. Una mujer diferente, a la
que le gusta los hombres, pero más aquellos que tengan clase, porte,
distinción; que por mi muestren esa actitud galante de entregarse a mí por
siempre. Soy Fernanda, hija del escribano y de mi amada madre Amparo;
custodiada por cada minuto por mi nana Juanita, quien no se despega de mi por
un instante y a quien confieso en secreto, cuales son mis pasiones y mis
amoríos secretos, censurando obviamente, aquellas fantasías tan intimas y
secretas que ni dios padre debía
saberlo.
¡Soy Fernanda de Martínez,
la mujer más hermosa de toda la Ciudad¡ La hija del escribano.