A las dos de la tarde del nueve de agosto de 1847,
estalló el primer cañonazo de alarma, anunciando a todos los capitalinos la
proximidad del enemigo y haciendo recordar a todo mexicano mayor de 16 y menor
de 50 años, a presentarse con las armas o sin ellas, a los distintos puntos de
fortificación de la Ciudad de México. Mientras eso ocurría y la circular del
ministro de Guerra Lino Alcorta era
circulada por el general en jefe del ejército del oriente Manuel María
Lombardini, aquella tarde, una vez que Santa Anna tuvo conocimiento del
desplazamiento de la tropa de Winfield Scott a la Ciudad de México,
inmediatamente decidió en compañía del diputado Crescencio Rejón, del abogado
Salcedo y Salmorán, del coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal y del oficial
Gaudencio, a dejar el Palacio Nacional y trasladarse inmediatamente a la casona
de Tizapan, con una escolta de aproximadamente de cien soldados, trayendo
consigo treinta carretas que contenía cajas con documentos, barriles y cofres
que contenían barras de oro, rifles y pólvora, para salvaguardar con ello, los
pocos recursos que aún quedaban del erario público y también desde luego, el
archivo de la Nación.
Las carretas zarparon y salieron del Palacio
Nacional, cruzaron la Alameda, Paseo de Bucareli, Arcos de Belén y tomaron el
camino rumbo al Colegio Militar en Chapultepetl, cruzaron el río Consulado,
después tomaron el viejo camino a Tacubaya, luego la Villa de San Ángel, para
finalmente llegar a la casa de Tizapan, donde se encontraba Amparo Magdalena,
viuda del viejo escribano don Alfonso Martínez del Valle. Ese fue el trayecto
que tomo la escolta del general Santa Anna, así como cada una de las treinta
carretas, que guardaban tan importante tesoro; ahí, el oficial Gaudencio
contactaría con el bandolero de nombre Ignacio Cien Fuegos, quien además de ser
ladrón del rumbo, era fugitivo de la policía, acusado de haber robado inmensas
fortunas y de haber cometido homicidios; dicho bandido, conocía cada pulgada de
las montañas del poniente de la Ciudad, sabía de todos los escondites de las
barrancas, inclusive las leyendas decían que conocía paso a paso los interiores
de las distintas cuevas que yacían escondidas en el rumbo, cubiertas con la
vegetación, los arbustos, olivos y sino, con la simple paja o piedra de volcán.
Era importante esa visita a la casa de Tizapan, pues
con ella, Jorge Enrique comunicaría a doña Amparo el lamentable fallecimiento
de su hija Fernanda; de igual forma, el general Santa Anna tendría la
oportunidad valiosa de recuperar los títulos de propiedad de la compraventa
realizada a los indios cherokes y los señores Juan Zambrano, don Joaquín de
Arrendondo, Joseph Vehlein Arthur Wavell, James Wilkison, James Long y
Sthepen F. Austin, que le habían vendido a Su Alteza serenísima, grandes
porciones de tierra, ubicadas todos ellas al norte de la república. Por vez
primera Santa Anna recobraba confianza al enterarse que en rumbo existía un
bandolero que lo llevaría al escondido lugar del que tanto le hablaban, iría a
recuperar su tesoro y a conocer físicamente el lugar donde este se encontraba. El
que tanto le platicaba el desaparecido Coronel Yañez. Ahora el generalísimo era
ungido como el último emperador azteca después de la muerte de Cuauhtémoc,
viviría el una experiencia muy parecida, con la que hace más de trescientos
años Hernán Cortes había sometido a los aztecas; Santa Anna era el nuevo
Tlatoani de la resistencia mexica; el nuevo guerrero que tendría la oportunidad
de reivindicar la defensa del territorio nacional y con ello, frustrar
cualquier ataque o conquista de sus enemigos, los invasores americanos.
Mientras cabalgaba, el general Santa Anna con el
control absoluto de la Ciudad, más de veinte mil soldados defendiendo la
ciudad, la cual se encontraba asegurada con las fortalezas del Cerro del Peñón,
el Convento de Churubusco, el Castillo de Chapultepetl y en todo caso, hasta
con el Cuartel de la Ciudadela y el Palacio Nacional; una ciudad protegida por
los soldados del ejército mexicano y por los voluntarios civiles que
próximamente se alistarían para impedir que
la triste historia de Veracruz, se volviera a repetir. Tenía entre sus planes, que el primer combate
con los americanos se libraría en el Cerro del Peñon, donde los americanos se
verían sorprendidos en su extremo derecho por la caballería de los regimientos
de los generales Valencia y Juan Álvarez, esa batalla de salir como lo
planeaba, frenaría la invasión yanqui, además de posponer cualquier otra
invasión quizás en otra campaña militar y mínimo retrasaría la determinación de
la guerra por un año mas; Santa Anna tenía la firme esperanza de que si los
americanos perdieran ese combate, podrían ser sitiados desde Veracruz y Puebla,
para tenerlos acorralados y con ello, obligar su rendición; por supuesto que
ese combate victorioso se tenía que dar y debía de darse en el cerró del peñón;
pero si así no fuera, si las cosas no ocurrieran de esa forma como lo planeaba,
si los americanos entraban por otro punto distinto de la ciudad, como pudiera
ser Tlalpan o Churubusco; entonces debía de adelantarse a la partida y poner en
un lugar seguro, tanto al erario público, como también el archivo de la nación,
que no debía por ningún motivo, caer en las manos del enemigo, ningún
instrumento, documento, códice o libro, que comprometiera y pusiera en riesgo,
a la soberanía nacional.
¿Porque cuidar esos documentos?, ¿Cuál era el valor
de dichos instrumentos?. ¿Qué tanto había que cuidar en esos legajos de papel
que decía tener datos muy importantes?. – el diputado Manuel Crescencio Rejón
explicó a Salcedo que en dichos documentos, se encontraban muchos secretos que
jamás debían caer en manos de los americanos; pues en su aire sensacionalista y
ambicioso, utilizaría dichos documentos, para descubrir ciudades perdidas o
nuevos yacimientos de oro y plata; Rejón explicaba a Salcedo, que en los
tiempos de la independencia, el varón Humbold había donado al entonces Virrey Iturrigaray,
diversos libros que había conseguido los antepasados de éste de los reyes de
España, códices que a su vez, el conquistador Hernán Cortes rescató de su
barbarie destructiva y que había entregado a los reyes españoles para dejar
constancia de las cultura retrograda que aparentemente destrozaba y
evangelizaba; ah decir verdad, los códices de Humboldt describían en sus
jeroglíficos, una serie de rituales de
los antecedentes primitivos de los aztecas, de los príncipes de Texcoco, Tacuba
y Tezozomoc, así como de un príncipe poeta de nombre Nezahualcoyotl; dichos
códices describía un calendario en que según se predecía los próximos eclipses
solares y lunares, así como los acontecimientos más importantes del mundo,
incluyendo la caída de los aztecas por la conquista de los españoles y de la
aparición de un nuevo imperio que gobernaría a todo el mundo; Salcedo no podía
creer lo que decían esos códices que tanto custodiaba Rejón en su carreta,
decía también que había una manual de herbolaria, en el que se describía una
serie de conjuros con algunas determinadas plantas y hongos con propiedades
curativas, fuera pasa sanar e inclusive hasta enfermar a la gente; plantas que
también servían para entablar contactos con el “mundo de los muertos” o al “más
allá”, una especie de inframundo que según permitía a los seres humanos,
comunicarse con sus dioses; esos códices como otros más, se encontraban bajo el
resguardo del Supremo Gobierno, otros más estaban escondidos por la iglesia
católica, la cual en principio muchos de ellos destruyó, otros los conservo
pero negando su existencia, como alguna vez lo hiciera y lo sigue haciendo, con
algunos libros de Pitágoras, Aristóteles y Platón.
Habían pasado el pueblo de San Ángel, donde se
encontraba una pequeña escolta en custodia del poblado, ahí se encontraba entre
los oficiales el bandolero Ignacio Cienfuegos quien se reportó con el oficial
Gaudencio, estrechándole un caluroso abrazo como si estos si conocieran de
tiempo; acto seguido se traslado a la carreta donde se encontraba el general Santa
Anna, para quintarse frente a este su sombrero y acercársele para informarle
quizás el parte de novedades; mientras Salcedo contemplaba la escena, lo cual
se le hacía demasiado raro, el hecho de que un bandolero malhechor, se acercara
con tanto respeto y subordinación, al jefe del estado mexicano, quien
representaba ante todo la legalidad y el orden, y que nada hiciera por
detenerlo, juzgarlo y castigarlo como delincuente, sino únicamente darle
ordenes como si se tratara de un soldado más.
Mientras Salcedo contemplaba esa escena, alcanzó
escuchar como Rejón le platicaba sobre las antiguas culturas primitivas que
habitaron el Valle de México; le platicaba que muchas de estas civilizaciones
eran objeto de estudio de muchos historiadores y arqueólogos americanos; uno de
ellos y el más conocido por citar sólo uno de ellos, era William H. Prescott,
quien había escrito un libro que
relataba la historia de los aztecas antes y después de la conquista de Hernán
Cortes; así, mientras Salcedo seguía escuchando la conversación, observó que el
bandolero dejara el gabán y el sombrero que lo distinguía, poniéndose en su
lugar una casaca y el sombrero de soldado del ejército mexicano; no era posible
que hiciera eso frente a los ojos del primer jefe del ejército mexicano, de
quien representaba el orden, de quien había jurado días antes, como siempre
estaba acostumbrado hacerlo, observar y cumplir fielmente la constitución y las
leyes que de esta emanaban; no había duda con lo que acababa de ver, Santa Anna,
era el jefe de todos los gavilleros y bandoleros de la región.
Llegaron a las inmediaciones de la casona de
Tizapán, ahí le fue informado al general Santa Anna, que los americanos no
habían decidido atacar el cerro de peñón, no se había suscitado el combate que
tanto esperaban; Santa Anna por momentos se sintió disgustado por esa noticia;
habían fortificado el cerro y metalizándose con su tropa sobre la importancia
de ganar ese combate, de haber invertido horas y horas de estudio y en haber
mandado a elaborar en forma detallada la cartografía de la región, para que
finalmente los americanos, como si se hubieran enterado de los preparativos de
la defensa, decidieran esquivar ese punto y entrar por otro punto distinto a la
ciudad de México. Eso no era más que espionaje, era claro que dentro de las
filas del ejército mexicano, operaban los orejas al servicio de las fuerzas
americanas.
Los criados de la casona de Amparo Magdalena, le
anunciaron que desde lejos se observaba el avance de un centenar de
soldados; Amparo inmediatamente se
dispuso a mantenerse alerta sobre esa insospechada visita; no sabía de lo que
se trataba, se mantenía totalmente apartada de cualquier noticia referente a la
guerra, únicamente dedicaba las horas del día la mantenimiento de la casa, pero
poco sabía de lo que ocurría a la Ciudad de México, lo último que supo fue de
la victoria de Santa Anna en la angostura, pero no estaba más enterada de lo
que había ocurrido en Veracruz, en Puebla y sobre la posible ocupación de la
ciudad de México, la cual seguramente ahora con los últimos cambios tácticos
emprendidos por Scott, dicha conquista sería por Tlalpan y Coyoacán.
Amparo se dispuso a recibir la comitiva que en forma
imprevista visitaba su casa, no espero que volviera a ver, a ese detestable
hombre, entonces bajo del carruaje su viejo amigo, don Antonio López de Santa
Anna.
El generalísimo en forma burlona y retadora, había
llegado nuevamente a esa Casona de su propiedad; saludo a doña Amparo,
haciéndole un gesto falso de caballerosidad inclino su cuerpo hacía ella y le
informó que dado el estado de sitio en que se encontraba la ciudad, se vería en
la penosa necesidad de acampar en ese lugar, para establecer de forma
provisional un pequeño cuartel militar, en ese orden de ideas, anunció verse en
la penosa necesidad de tomar el agua y los alimentos que su tropa requería y de
exigir obviamente, posada en la casona.
Amparo se mostró disgustada por dicho intromisión,
no solamente a su casa sino también a su vida privada; la visita de Santa Anna
por esa región, no siempre le era del todo agradable; soportar un tipo ególatra
y vanidoso no es confortable, mas tratándose de un tipo como Santa Anna, quien
con su actuar soberbio y prepotente, ponía en riesgo su persona como había sido
la última vez, en donde había fallecido su marido. Así Amparo con el ímpetu
reprimido de quererlo correr de su casa, suavizo su gesto de coraje, cuando también observó bajarse del
otro carruaje, al diputado Manuel Crescencio Rejón, acompañado del abogado
Jorge Enrique Salcedo Salmorán.
Cuando Jorge Enrique miro a los ojos de Amparo, la
encontró demacrada de su cara, angustiada como siempre, ahí estaba ella y
sintió que su mirada era correspondida de una tenue sonrisa y de un gesto que
mostraba gusto, como si ambos olvidaran lo que había pasado la última vez en
que se vieron. Salcedo se acercó ante la mujer que meses antes había sido su
suegra y la que ahora, era y seguiría siendo por siempre, el amor prohibido de
su vida; se acercó ante ella, se quitó el sombrero y le beso la mano, con tanto
respeto y con un pequeña insinuación erótica de acariciar toda su piel.
Santa Anna acompañado del bandolero – ya vestido de
militar – Ignacio Cien Fuegos, se dispuso a señalarle a este lo que contenía
cada una de las treinta carretas que acompañaron su viaje; le mostró que en
algunas de ellas había barriles de pólvora, en otros rifles, en otras más
cofres con monedas de oro que era lo que quedaba del erario público y en otra
carreta, una serie de libros, documentos y legajos, que eran según Rejón, el
archivo de la nación. Asimismo y ya frente Amparo, le dijo al bandolero que la
señora de la casa le haría entrega también, de algunos títulos de propiedad de
algunas fincas de su propiedad, a lo que Amparo le respondió:
-
No
se de lo que me habla Alteza.
Santa Anna se quedo mirando a esa mujer con un aire
de petulancia, como queriéndole decir “no te hagas pendeja”; pero el gesto de
Amparo era igual de altanero, envalentonada de sostener una mentira por
dignidad, quizás por berrinche y rebeldía, de mera adversión a ese hombre. Así
que lo único que hizo el general ante la respuesta retadora de esa mujer, fue
sonreírle e instruirle a Ignacio Cien Fuegos, lo esperara, el personalmente
quería conocer esa cueva misteriosa, donde se guardaba su tesoro. No si antes,
de manera disimulada, se acercó a Jorge Enrique y le dio en voz baja una
instrucción.
-
No
sé cómo le haga abogado, pero quiero esos títulos de propiedad.
Jorge Enrique, también con ganas de responderle a
que títulos se refería, no soportó su asombró de que su pensamiento fuera
inmediatamente leído por el general, quien seguido le manifestó:
-
No
me vaya a decir también “a que títulos me refiero”. Usted sabe a cuales me
refiero licenciado.
Jorge Enrique entonces no pudo disimular más y le
respondió.
-
Si
general no se preocupe.
Santa Anna entonces sonrío y le toco al hombre a su
fiel abogado, procediéndose a retirar del lugar, no si antes de acercarse
nuevamente a Amparo, para decirle personalmente.
-
Tenemos
un asunto pendiente señora; … ¿Lo recuerda?.
-
¡Si
general¡ ,… claro que lo recuerdo.
-
Qué
bueno que lo recuerda, porque esta noche lo trataremos.
Santa Anna con esa risa burlona se dispuso a montar
personalmente su caballo, en compañía de una pequeña escolta de once soldados
armados con sus respectivos sables y rifles. Cuando entonces, desde lejos
observó, a un mensajero cabalgando a todo galope, seguramente con un correo
urgente de última hora.
-
General
creo que le tienen alguna noticia para Vos.
-
Si
ya lo veo; seguramente informaran el cambio de estrategia de Scott para entrar
a México.
Santa Anna espero a que el jinete llegara con él, para entregarle de mutuo propio, la
noticia que esperaba: confirmado Scott no había atacado el peñón; el muy
infeliz desvió su trayectoria y estaba recorriendo el camino de San Agustín,
seguramente para entrar por Tlalpan. Santa Anna se molestó por lo ocurrido.
Pero intuía que así iba a ocurrir; bien o mal, antes de que entraran los
americanos por Tlalpan, él ya se encontraba en una posición estratégica para
conocer el avance del enemigo. Santa Anna entonces ordenó al mensajero, que el
general Gabriel Valencia dejara su posición en la Villa de Guadalupe y se
trasladara inmediatamente a San Ángel, a fin de poner una barrera de contención
en dicho punto y seguir con ello, bloqueando cualquier punto de acceso a la
ciudad, inclusive de servir de refuerzo en caso de Scott decidiera asaltar el
Convento de Churubusco - ¡Por ningún motivo, dígale al general, Valencia, que
se mueva de ese punto¡ ¡Que se quede ahí quieto¡..
El mensajero en señal de subordinación, dio la media
vuelta y solicito al mando supremo, un caballo más descansado para girar la
orden que acababa de dar. Solicitud que fue debidamente atendida.
Santa Anna pronto entendió que los americanos
estaban cerca. Así que le pidió al bandolero que lo acompañaba, lo llevara
inmediatamente sobre aquel mirador que le permitía dominar todos los puntos del
Valle de México; y también que de una vez le mostrara esa misteriosa cueva que
guardaba su tesoro.
El bandolero con su sonrisa asquerosa, carente de
varios dientes, le respondió a su jefe.
-
¡Lo
que ordene general¡
Santa Anna se procedió a retirar, para palpar con
sus manos, ya fuera viéndolo con sus propios ojos u oliéndolo con su nariz, el
tesoro que ese bandolero custodiaba; al que se iba a sumar en su resguardo,
aquel nuevo cargamento que guardaba también, la riqueza de la nación. ¡Su
tesoro¡. Nada menos y nada más que su tesoro, o mejor, otro tesoro de Santa
Anna.