Cuando Jorge Enrique despertó, escucho las puertas
de las rejas que se abrían percatándose el grito de varios soldados que
gritaban sin poderles entender claramente sus palabras; eran ni más ni menos
que los soldados americanos quienes habían entrado al cuartel de la Ciudadela
para finalmente liberarlos.
Más de cinco días sin comer ni ingerir agua, Jorge
Enrique estaba debilitado, semiinconsciente también a consecuencia de los
golpes que había sufrido por los escoltas del coronel Gutiérrez y Mendizábal;
no pudo identificar en qué lugar se encontraba, ni tampoco entender lo que le
decían aquellos soldados americanos, pero algo era cierto, el sitio donde se
encontraba había sido abandonado por el ejército mexicano y ahora, este era
ocupado por los invasores. Paradójico aún, los soldados de su propia patria lo
habían encarcelado injustamente, mientras que los soldados de la invasión lo
habían liberado.
Jorge Enrique Salcedo tan pronto fue recobrando la
confianza, se pregunto alarmantemente donde
estaba su compañera Amparo Magdalena. No la alcanzo observar por ningún
lado, sus ojos aun borrosos por la luz del día, trato de identificarla entre
tantos americanos que recorrían cada rincón del cuartel de la Ciudadela. Este
trato de levantarse, pero no pudo por su cuerpo débil y golpeado, entonces un
doctor americano le dio un vaso de agua y la ración de un queso. Fue entonces
cuando Jorge Enrique, también hambriento, pudo ingerir ese alimento.
Los soldados del ejército americano ingresaron a la
ciudad de México, en medio de una total anarquía. Horas antes, en la madrugada,
una comisión de funcionarios del Ayuntamiento de la Ciudad de México le
solicitó al general Scott diera garantías para su entrada a la ciudad,
inclusive, pretendieron firmar una capitulación, pero el general americano
soberbio y triunfante no acepto. La ciudad de México fue posesión de los
americanos, a partir de que los generales Worth y Quitman tomaron control de
las garitas. Confirmado lo anterior, cuando el capitán Roberts del regimiento
de rifleros, ingreso al palacio nacional, para enarbolar desde su asta, la
bandera de los Estados Unidos de América. Minutos después, a las ocho de la
mañana, entre vítores y aplausos, el general Winfield Scott pisaba la Plaza de
la Constitución, para tomar posesión del Palacio Nacional.
Los léperos de la ciudad, en contubernio con algunos
delincuentes recientemente liberados de las cárceles por instrucciones del
general Santa Anna, fueron los primeros en consternarse por lo que estaba
ocurriendo, encolerizados por los ojos veían, se dedicaron a ofrecer éstos la
ultima resistencia de la soberanía mexicana. Con las armas de fuego que estos
tenían, dispararon a los americanos que vanagloriaban sus banderas, les aventaron piedras, palos, cualquier objeto
que pudiera dañarles; maldiciéndolos con palabras, como queriendo llorar el
pueblo de México, por la traición de sus gobernantes y padecer la peor
conquista que había sufrido su patria independiente. ¡Es el fin de nuestra
independencia¡. Los soldados americanos atraviesan la Alameda y desfilan por la
calle de Plateros, con sus insignias nacionales, con sus melodías ruidosas y
con el triunfalismo militar de haber vencido y aniquilado por siempre a los
mexicanos. Los residentes mexicanos
salen a las azoteas de sus casas y desde ahí, les avientan piedras, las aguas
sucias de sus baños, inclusive hasta los muebles de sus casas, a los soldados
que ven pasar, otros mas, indignados por lo que sus ojos ven, sacan sus rifles
y disparan a los soldados americanos que pisan la ciudad. La respuesta
americana no se espero, actúo en forma inmediata.
- ¡Amparo, donde esta Amparo¡. Jorge Enrique pudo
finalmente pararse y buscar en aquellos pasillos a su compañera. No la encontró
en la otra celda, ni tampoco en la otra, camino y sin entender todavía los que
los oficiales americanos de sanidad le decían, siguió preguntando por esa mujer
que tanto le intrigaba. A lo lejos, observo varias camillas con muchos soldados
muertos y heridos, sin todavía distinguir si estos eran mexicanos o americanos,
pero lo cierto, es que se encontraban atendidos medicamente por los oficiales
americanos.
Jorge Enrique siguió buscando ansiosamente en cada
rincón del cuartel donde estaba Amparo, como también, los soldados americanos
invasores buscaban desde lo alto del Palacio Nacional, aquellas casas de donde salían
los disparos.
Todavía el Ayuntamiento alcanzo a publicar un
desplegado que fue publicado y pegado en las esquinas de las calles de la
Ciudad, en el que anunciaba la ocupación pacífica de la Ciudad de México,
conminando a sus habitantes a conservar una actitud digna y tranquila. Pero ni los discursos de dignidad, decoro,
paz y tranquilidad, podía consolar a los habitantes de la Ciudad, de sentirse
estos humillados por los americanos que ingresaban a su patria y también por
los gobernantes mexicanos, que los habían abandonado, sin haberles dejado ni
siquiera, una representación simbólica de su ejército, menos aun, haber firmado
la rendición, para establecer las condiciones con las cuales se entregaría la
Ciudad..
Tan pronto el general Winfield Scott le fue
informado sobre las casas de donde provenían los disparos, ordenó entonces
efectuar un ataque intimidatorio, colocó los obuses para disparar en cada uno
de sus inmuebles y entrar a la fuerza a esas casas habitación, para desarmar a
los vecinos. Responder sin miramientos, con energía, no cedería ni ante unos
vecinos bravucones, ni mucho menos, ante léperos desarrapados. El ejército de
los Estados Unidos de América, merecía ser respetado en ese lugar y en
cualquier otro punto del mundo que pisara, y si para imponer su respeto debía
de ejercer medidas violentas de terror y miedo, lo haría hasta sus últimas
consecuencias. Así muriera uno o más mexicanos, alguna familia mas, así se
destruyera también alguna casa, algún muro, alguna trinchera; no importaba ya
el recuento final de los muertos y heridos, pues la guerra estaba concluida.
El cuartel de la Ciudadela ahora ya en poder de los
americanos, se había convertido en un hospital improvisado. En el se
encontraban los heridos tanto del ejército americano, como de aquellos soldados
mexicanos, de nombre desconocido que habían sido abandonados por sus propios
compañeros, durante el desenvolvimiento de los combates. Ahí, entre esos
cientos de heridos y muertos, seguramente estaría Amparo; Jorge Enrique se paro
ya con mayores fuerzas, con la ansiedad que lo motivaba a sacar fuerzas de
donde no tenía, para buscar entre aquellos moribundos, donde se encontraba su
fiel amada. La busco entre los muertos y heridos y no la encontró, siguió
buscándole ansiosamente hasta el final de esta historia.
A eso de los cuatro de la tarde del catorce de septiembre, el general
Winfield Scott dio el último golpe de su expedición punitiva. A esa hora, logro
controlar a toda la turba que se a conglomeraba alrededores del ejército
americano, tomo posesión de aquellas casas donde algunos residentes disparaban
a su tropa y detuvo a todo aquel tipo, hombre o mujer, que profanara insultos
en contra de su ejército. Claro que
también hubo muertos, pero más del lado mexicano que del americano, la
respuesta contundente del ejército de los Estados Unidos fuera rápida y
fulminante, para dejar ya sin esperanza, cualquier vestigio de defensa de los
mexicanos.
Era la hora de reorganizar ese país. La primera
prioridad sería solicitar mayores refuerzos, para ello informaría al presidente
de los Estados Unidos de América, sobre la campaña militar efectuada en el
territorio mexicano, la cual había resultado exitosa, al haber tomado la
capital del país y haber con ello, no solamente desmoralizado al pueblo
mexicano, sino también, destruido políticamente a Santa Anna y aniquilado al
ejército mexicano. Debía de celebrarse lo más pronto posible la paz y definirse
el futuro de la estancia del ejército americano en la ciudad; si quedarse con
el país entero, para anexar la Republica mexicana a los designios del destino
manifiesto, como una estrella más a su bandera patria, o bien, negociar la
compraventa forzosa de los territorios del norte de México.
Jorge Enrique mientras tanto, logro identificar
entre los moribundos atendidos por ese hospital improvisado, el cadáver del
cadete Jesús Melgar, muerto él como Fernanda, muerto como su desaparecido amigo
Martin Yáñez y su maestro el doctor Samuel Ramos; muerto como se encontraba el
escribano y los cientos y quizás miles de mexicanos que habían dado su vida en
esta guerra injusta; muertos y más muertos, entre las cuales, a dios pedía que
su amada, su amor silencioso y censurado permaneciera aun con vida. Y entonces,
una señal de aliento recibió; a lo lejos, le pareció ver acostada en esa
camilla, a quien era Amparo Magdalena; ahí estaba ella, la había encontrado
entre los cientos de muertos y heridos, ahí estaba herida y respirando, aun la
había encontrado en vida, pero en el momento más crucial de su existencia,
Amparo estaba muriéndose.