Amparo frente al espejo de su recamara, peinaba su
cabello largo y rubio, ya del todo descuidado, amenazado por la orzuela y por
el aparecimiento de una que otra cana que no podía obviamente disimular, aunado
a esas arrugas en su bello rostro, que mostraban su verdadera edad.
Pensaba Amparo en tantas cosas, primero antes que
nada, pensaba en si, luego en si y finalmente, seguía pensando en si; sin
encontrar todavía en el interior de su alma, alguna respuesta que le permitiera
encontrar algún verdadero sentido de su vida.
Casada pero sin ejercer vida de mujer feliz, se
encontraba abandonada, mirándose frente al espejo, como los años de su vida se
le iban, sin haber hecho nada aún de su propia existencia; quizás la educación
de su hija Fernanda, haber servido bien o mal, como la esposa del ilustre
escribano Alfonso Martínez del Valle y seguir ejerciendo la noble profesión de
ser ama de casa. Olvidada por el marido, también por la hija, pero lo peor de
todo, olvida o mejor dicho, ignorada por una parte del mundo, que desconocía de
su persona, de sus sentimientos, de sus anhelos.
Aún no perdía de vista, la memoria del pretendiente
de su hija, el ilustre profesor universitario Salcedo y Salmorán, se veía
además de un caballero, todo un hombre culto, de buenos sentimientos, no tan
feo como muchos otros, de una cierta personalidad agradable, que muy en el
fondo, hubiera deseado quizás de joven haberse encontrado así a un caballero y
no el patán de su marido, quien con su soberbia y actitud autoritaria, le
amargaba la vida todos los días.
Pero al verse al espejo, peinando aquella cabellera
larga, descuidada, con alguna que otra cana; se había dado cuenta, que no era
una señorita como el caso de su hija; era una señora de casi cincuenta años,
que constituía todo un pecado mortal y una verdadera falta, reprochable
moralmente, siquiera imaginar, que ella podía sostener, algún tipo de relación
extramatrimonial con el ilustre abogado.
Tan guapo, tan inteligente, tan agradable;
definitivamente Fernanda no erró al escoger a un prospecto como el licenciado
Salcedo; distinguido profesor de la escuela de leyes y funcionario del Supremo
Gobierno, con una cierta posición social y una promisoria carrera política.
Y mientras ella pensaba en cosas que nunca jamás en
su vida podían ocurrir, Amparo renunciaba a soñar, a fantasear; a disimular y
si era posible, reprimir aquellas sensaciones que la hacían sentirse mojada y
pesada en sus senos. Ah tratar de suspirar y persignarse, por todos aquellos
pecados auto censurables, que no negaba, le despertara una sonrisa, pero que al
reaccionar sobre el verdadero sentido de sus actos, terminaba tajantemente a
renunciar cualquier fantasía, reprochándose lo vieja que ya era.
¿Por qué se caso con el ilustre y distinguidísimo
escribano Alfonso Martínez del Valle?. Mejor dicho, ella no se caso, sino fueron
sus padres, quienes la obligaron a contraer nupcias. Tras un breve noviazgo de
apenas seis meses, se había casado hace treinta años, justo, cuando aquel joven
abogado pretendiente de su hija, tenía unos dos años de edad. El era un niño,
casi un bebe, cuando Amparo, era toda una señorita. ¡Mayor razón todavía para
reprocharse silenciosamente¡.
El escribano Alfonso Martínez del Valle, había sido
orgullosamente egresado de la Academia de Aspirantes y Pasantes de Escribanos,
era orgullosamente miembro, de la que alguna fuera el Real Colegio de
Escribanos de México; conocía la técnica del escribano público y de
diligencias, contaba además de su certificado que le acreditaba su calidad de
escribano, lo que lo hacía valorar su profesión para no renunciar a ella, ni
mucho menos ponerlo a venta. Además de prestar sus servicios como escribano
publico independiente, autorizando diversos contratos y registrando hipotecas,
prestaba también sus servicios para la Suprema Corte de Justicia.
Hombre de casi setenta años de edad, además de
contar con su esposa y una hermosa hija; tenía el prestigio que la escribanía
le otorgaba; lo que le permitía celebrar diversos contratos que le retribuían
provechosamente sus honorarios, además de contar con muy buenas relaciones con
miembros del clero y del ejército; lo que le permitía hacer gala de su
influyentismo.
Su actitud prepotente y soberbia con sus criados era
algo característico de él; su pedantería ante su propia esposa también lo era;
quizás pensaba él que con las joyas que le obsequiaba a su esposa, podía
indemnizar de sus constantes e injustificados celos, gritos, golpes e
inclusive, de todas aquellas noches en que la forzaba a tener relaciones
sexuales, las cuales siempre culminaba, con el coraje y el llanto de Amparo en
su alcoba matrimonial.
Por eso Amparo no deseaba lo mismo para su hija, al
menos, ella había tenido la oportunidad de escoger a su futuro marido, al quien
se veía, de buenos modales y sentimientos; nada comparable con su esposo, más
que la formación profesional de juristas, uno como escribano y el otro como
asesor en el Gobierno, pero fuera de ahí, el pretendiente de su hija, era ante
un todo, un caballero que deslumbraba una inteligencia descomunal, su
personalidad fiel a sus convicciones, podía llegar a ser escribano como su
marido, juez o magistrado, inclusive aunque fuera exagerado suponer que así
fuera, podía llegar a ser Presidente de la República. Pero no uno de esos
presidentes del montón, que sólo llegan al poder para enriquecerse, prometer y
defraudar al pueblo, robando las arcas nacionales para gastarlas en sus
haciendas en la costa veracruzana, en alguna isla caribeña o inclusive en
Sudamérica. ¡No, ese tipo de hombre, no podía ser el licenciado Salcedo, el se
veía, un hombre honesto, un buen patriota, un estadista, una personalidad que
dejaría historia en la joven república. ¿será masón?. ¿en verdad, será personal
fiel al general Santa Anna?.
-
¿En
que piensas?. – pregunto con la voz seca, el señor Martínez del Valle. Cuando
ingreso a la recamara matrimonial.
-
¡Nada¡,
simplemente en nada.
-
Me
choca ese tipo de contestaciones tuyas, sospecho que en algo aberrante y
monstruoso estas pensando; ¿Qué acaso piensas, que no logro leer tus miradas?,
¿ que no puedo interpretar tu silencio?.
-
Pensaba
en nuestro futuro yerno.
-
El
licenciado Salcedo. ¿Cómo lo ves?.
-
¿Creo
que primero debiste de haberme consultado, mi opinión.
-
Mira
mujer, tu opinión, es lo que menos importa para el bienestar de mi hija.
-
Aún
así, quiero que sepas, que no te equivocaste en haber aceptado la propuesta del
joven licenciado, para pretender a nuestra hija.
-
¡Lo
ves¡. Estas totalmente de acuerdo conmigo, ves como tu opinión en nada importa.
Amparo sólo dio una mueca, como
queriendo decir o mejor dicho diciendo en su pensamiento. ¡Imbécil¡.
-
Has
de saber mujer, que el licenciado Salcedo, es un brillante abogado al servicio
del Gobierno de la República. Además de ser un profesor de leyes en la Academia
de Jurisprudencia, es también un asesor del Presidente de la República.
-
¿Cuál
de todos los presidentes de la república, porque en este país, son muchos los
que gobiernan. El ejército quita y pone presidentes cuando se les da su gana.
-
¡Cállate
mujer¡. Sino sabes de política, es preferible que te calles mil veces. Dedícate
mejor abordar y tejer, que es lo único que deben hacer todas las mujeres.
-
¡Perdón,
por mis expresiones políticas¡, lo que quise decir, es que desconozco en éste
momento, quien es el actual Presidente de la República, con las últimas
revueltas militares que derrocaron a tu admirado y respetado general Santa Anna,
desconozco si quien gobierna en el país, es el general Mariano Paredes
Arrillaga o el otro general José Joaquín Herrera.
-
Quien
gobierna el país, es el general Antonio López de Santa Anna; se encuentre éste
sentado o no en el Palacio Nacional; pero en tu elemental y más pobre y
estúpida lógica, quien en éste momento es el presidente oficial, es el general
José Joaquín Herrera.
-
Creó
que el Presidente Herrera, no quiere ir a la guerra con los Estados Unidos.
-
¡Efectivamente¡.
Es un traidor. Un títere del Congreso. Un estúpido vestido de oficial, quizás
contaminado de ideas exóticas de esos malditos masones, que sueñan, con algún
día parecernos a los Estados Unidos.
-
No
creo que sea un títere. La prensa dice que tiene razón, al decir, que una
futura guerra con los Estados Unidos estaríamos condenados a perderla.
-
¿Quién
te dijo eso?.
-
Lo
leí en el periódico Siglo XIX.
-
Debo
tener más cuidado con lo que leas, ¡Maldita la hora en que te conocí¡. Las
mujeres como tú no deben saber leer ni escribir. – Amparo sólo se rió en
silencio.
-
Efectivamente,
la prensa de ese periodicucho se ha atrevido a sostener, que la futura guerra
con los Estados Unidos, estaríamos condenados a perderla. Inclusive, se atreven
a decir, que perderíamos la mitad del territorio nacional, si bien nos va;
-
¿Y
no lo crees?.
-
Resulta
ser una visión catastrófica. Nada alentadora para el honor y prestigio de
nuestros militares.
-
¿Tú
crees que nuestros militares, tienen honor y dignidad. – casi riéndose –
empezando poro tu admirado, respetado y buen amigo, el general Santa Anna. -
¡Maldito cojo, pensó entre si Amparo.
-
¡Vieras
como me encanta tu ironía. Por momentos he llegado a pensar, que me case con
otro hombre. No crea que en tus cabellitos dorados, puedas tener destellos de
inteligencia. Efectivamente, aunque no lo creas, nuestros militares tienen el
honor y la dignidad de defender la Santa Fe.
En esos momentos, Alfonso se
sentó en la cama, se quito las botas, disponiéndose a quitarse la ropa.
-
El
general López de Santa Anna va a regresar a México. Es un rumor a todas luces.
¡Todo el ejército lo sabe¡. ¡La iglesia Católica también lo sabe¡. ¡Vaya, hasta
el populacho también lo sabe¡. El es el único hombre capaz en este país, para
triunfar en la guerra que se avecina.
-
Nuestro
héroe de Tampico. ¡Él es el que nos va salvar. - Enfatizando nuevamente el tono
irónico.
Alfonso, se quedo mirando
extrañamente el reflejo de su esposa en el espejo.
-
¿No
entiendo porque odias a ese hombre?
-
¿Será
porque es uno de tus amigos?
Amparo veía en el reflejo de su
esposo, el cuerpo senil de su marido. Su personalidad pedante, déspota, “viejo
decrepito”.
-
No
creo que regrese Santa Anna al país. ¡Perdón¡. Quise decir, el ilustrísimo y
excelentísimo, benemérito de la patria y protector de la América mexicana, tu
admirado y respetadísimo general Antonio López de Santa Anna.
-
Y
Napoleón del Oeste, aunque te pese decirlo.
Amparo solo oprimió el puño,
como queriendo dar un golpe sobre el buró.
-
No
creo que regrese. Acuérdate de la última revuelta. No salió el pueblo a
derrumbar su estatua que se encontraba en la plaza El Volador. – entonces rió
Amparo – No decía el sable que gallardamente sostenía, apuntaba al norte, como
dando entender que se dirigía a Texas. A recuperar nuestro territorio perdido.
-
Texas,
no es un territorio perdido.
-
Eso
no parece creerlo ni los mismos texanos. Al parecer, el Congreso americano está
discutiendo, si dicha república se anexa a su federación.
-
Cada
vez me sorprendes lo estúpida que eres. Esa facilidad que tienes de decir cosas
que ni tú misma comprendes.
-
Quizás
no las comprendo, pero no olvido, que hace unos meses, el “populacho como tú le
llamas”, no solamente derribo su estatua, sino que también saqueo del panteón
su pierna.
-
Esa
fue una maldita pantomima de los malditos masones y de esos licenciaduchos
leguleyos, que lo único que hacen, es inventar formas de gobierno, que nada
tiene que ver, con la realidad y las necesidades de nuestro pueblo.
-
Pantomima
o no, pero el pueblo saco del país a tu distinguido amigo, condenándolo a su encarcelamiento
a Perote, donde esperemos que nunca vuelva.
-
Volverá
Amparo y verás, que cuando menos te lo imagines, lo tendremos nuevamente en
casa, comiendo de tus majares.
Amparo, no pudo resistir el
impulso de gritar sobre el buro.
-
¡Perdón
sucede algo¡.
-
Nada
cariño, simplemente se me cayo la peineta.
En ese momento, ya
semiacostado, Alfonso contemplaba la todavía belleza de su esposa.
-
¡Sabes¡.
Eres una mujer horrible. Una ramera. ¿Cómo me pude haber casado contigo?.
Amparo se quedo callada,
cambiando el gesto de su rostro y de su mirada. Haciendo caso omiso de ese
tipo de expresiones, tan comunes, de los
labios de su marido.
-
Te
decía Amparo, que el licenciado Salcedo es un buen prospecto para nuestra hija.
El podrá darme los hijos varones, que tú no pudiste darme, ni con tu cuerpo de
prostituta.
-
Ah
si, quieres casar a nuestra hija, con ese fulano, sólo para tener hijos.
-
Por
supuesto mamita. Veo que efectivamente, que con tu largo cabello, puedes tener
destellos de inteligencia. Efectivamente, la cosa que tú me diste como hija, lo
único que pude darme es un nieto, que sea lo suficientemente astuto e
inteligente como yo, para que pueda heredarle la escribanía.
-
Si,
algo me sospechaba, tenías que escoger como yerno a un abogado, quizás con mayores
conocimientos que tú en el arte de la Jurisprudencia y en la técnica de la
escribanía, para que pudieras donarle tu escribanía y preservar tu buen nombre y prestigio.
-
¡Cada
noche, me sorprendes lo tonta que eres¡. Pero efectivamente, tienes razón. El
licenciado Salcedo, nuestro futuro yerno, es un hombre que aunque no lo creas,
se encuentra bien relacionado, ¿aunque no sabes con quien?.
-
No
me digas, que de tu querido y honorable amigo.
-
Así
es, de nuestro querido y respetado amigo, el generalísimo Antonio López de Santa
Anna. ¡El hombre fuerte de éste país¡.
-
¡Vaya
que sorpresa¡. No podía esperar algo más de ti.
-
Y
también sabes de quien más.
-
¡No¡.
Acuérdate que soy una tonta y que no lo sé todo.
En tono irónico, ante la
confesión honesta de su esposa, Alfonso exclamo.
-
Del
ilustrísimo y excelentísimo Don Manuel de la Peña y Peña. ¿Sabes quién es él?.
-
No.
-
¡Claro¡,
ya era mucho pedir a Dios que tus destellos de inteligencia, te permitiera
conocer más temas, que de tus recetas de cocina.
-
No,
no sé quien sea ese fulano, no lo conozco, ni siquiera he oído hablar de él.
-
Don
Manuel de la Peña y Peña, es el Rector de la Academia de Jurisprudencia y
también, el Presidente del Ilustrísimo Nacional Colegio de Abogados.
-
Pensé
que el ámbito de tus relaciones políticas, únicamente, lo eran, con generales y
tipejos como ese tal Santa Anna.
-
Pues
sigues pensando mal mamita. Don Manuel de la Peña y Peña, no solamente es
Rector de la Academia de Jurisprudencia y Presidente del Ilustrísimo Colegio
Nacional de Abogados; sino que también destaca ser el Magistrado Presidente de
la Suprema Corte de Justicia.
-
¡Vaya¡.
Y que tiene que ver, que nuestro futuro yerno, sea amigo, conocido o
recomendado, de ese tal Santa Anna o de ése último que me acabas de mencionar.
-
¿Qué
no te das cuenta?. ¿Sigues siendo cada día más estúpida, que el día en que te
conocí?. ¡Que no ves, que con esas relaciones, puede llegar a ser Fiscal de
hacienda o de asuntos criminales; ¡Imagínate si el general Santa Anna le
propusiera el cargo de fiscal de hacienda o le diera un fuero mercantil o de
hacienda pública. ¿Te imaginas la cantidad de negocios que podríamos hacer?.
¡Claro que no te lo imaginas¡. ¡Tus destellos de inteligencia no llegan a
tanto¡. Pero los míos si. Tendría asegurado en el futuro, hacer muy buenos
negocios.
Amparo solo rió, ver que aquel
viejo de setenta años que era su marido, todavía imaginaba hacer negocios.
Alfonso, luego de acostarse, le
ordeno a su esposa.
-
Vente
para acá. – saco su brazo, pegando la parte de la cama que le corresponde.
Con el vestido largo, Amparo se
acerco a la cama y se dispuso acostarse. Para ello, ya había apagado, el
candelero de velas que iluminaba la habitación.
¿Qué cosas pensaba Amparo?. Su
futuro yerno, tan guapo, elegante, inteligente; no podía ser igual de barbaján
que su esposa. El no se prestaría a ser un hombre más, de esos que roban,
prostituyen y son capaces hasta de matar. Ese hombre, que iba a ser su yerno,
se veía bueno, de nobles sentimientos, no podía llevarse bien con su futuro
suegro.
Pero en eso que Amparo pensaba
sintió la mano de su marido en el seno izquierdo. Su otra asquerosa mano en su
cintura; y después, ante la oscuridad de la alcoba, vio aquella mancha oscura,
decrepita, repugnante, en forma humana, montándose sobre ella, para después
sentir la cochina y babosa lengua que le llenaba de saliva sus senos.
Amparo cerró los ojos,
sintiendo como su cuerpo era acariciado como si se tratara de una cosa, un
animal, un objeto; entonces quiso dejar en blanco su mente, pensar que
efectivamente era eso, una simple cosa, un simple objeto de placeres sexuales
de aquel viejo decrepito que decía ser su marido. Que no tenía ni siquiera el
miembro erecto, sino unas manos asquerosas y una lengua repugnante, propia de
un animal como si fuera, un simple cerdo.
Amparo sólo alcanzo pedirle a
Dios, que su hija no viviera, lo que en ese momento, ella estaba
experimentando.