El ilustre doctor Manuel de
la Peña y Peña, Director de la Academia de Jurisprudencia, dio la cordial
bienvenida al licenciado Jorge Enrique Salcedo y Salmorán, como su nuevo
catedrático; lo sustituiría, hasta en tanto, el claustro de profesores
ratificara su nombramiento o bien, buscara otro profesor, de mayores cualidades
académicas, para impartir la clase de Derecho Público que su maestro, el
insigne y inmemorable doctor Samuel Rodríguez había dejado vacante.
La noticia fue bien aceptada
por el Coronel Yáñez, quien con sus pocos conocimientos en letras y en leyes,
sabía que esa invitación, era para su amigo Enrique Salcedo, un gran honor, una
distinción, que ni trabajando en el Palacio Nacional cerca de quien fuera el
Presidente de la República, la podía igualar. Yáñez observaba a su amigo, tan
raro, tan diferente, era un tipo anormal, rara vez bebía o se divertía con él y
sus amigos en la taberna, viendo a las hermosas mujeres bailar, beber, cantar y
haciendo otro tipo de actividades tan placenteras para los hombres. Pero Jorge
Enrique no hacía nada de eso, se encerraba en su oficina y escribía como si
nada ocurriera a su alrededor. Se entregaba tanto a su trabajo, pero también a
sí mismo, que nada parecía ser tan importante en su vida, como esa ansiedad de
saber cada día más.
- Amo la docencia. Me gusta
impartir clases. Es como escucharme a mí mismo, entrar a un monologo donde yo
mismo me hablo, me escucho, me entiendo e interpelo. Dar clases, es formar a
los alumnos y formarme a mí mismo. Yo también soy uno de ellos, un estudiante
de mí mismo, también aprendo de mi como profesor, para reconocerme en cada
clase, lo neófito que sigo siendo.
Cada mañana, en la inmensa
soledad en la que vivía Jorge Enrique, se levantaba de su cama, preparaba su
ropa del día para irse derechito a la Academia. ¡Había que vestir bien¡. Uno
era el profesor, quien debía poner el ejemplo a sus alumnos, para ello, había
que lustrar los zapatos, ponerse bien los calcetines y lucir gallardamente ese
moño acompañado de esos sacos tan intachables de arrugas, a los cuales debían
tener sus botones completos. ¿Qué difícil era aparentar alguien quien realmente
no era. Verse todas las mañanas en el espejo, asearse y cuidarse aquella barba,
para conservar esa personalidad de hombre respetable. Ser ahora, un catedrático
de la Academia de Jurisprudencia. Que mejor reconocimiento a mi sabiduría en el
arte y técnica de las leyes. Soy académico, soy al igual de lo que fue el Doctor
Rodríguez, un maestro en el aula, en la plantilla de la insigne Universidad de
México, de la Academia de Jurisprudencia, véanme señores, puedo llegar a ser
Juez, Magistrado de alguna Corte Marcial o bien, de la propia Suprema Corte; puedo ser juez de Minería, de Rentas, de
causas criminales; puedo llegar a ser, si yo quisiera, a ser el abogado
defensor de cualquiera de estos legos que desconocen el arte de las leyes. Pero
no me importa serlo; lo único que quiero en la vida, es estar frente a una aula
de alumnos, impartirles clases, enseñarles nuevos conocimientos, leyes,
criterios Jurisprudenciales; tener todas las horas del día, para escribir al
igual que mi maestro, todo aquello que aún no está dicho. Saciar esta necesidad
de decir mediante todas las formas, que este país, puede llegar a ser justo,
libre, igualitario y feliz. Decirle a todos los políticos y a la sociedad
entera, que las ideas no se guardan en las páginas de los libros, ni se
empolvan en las bibliotecas; sino que las mismas perduran eternamente, que
siguen ahí viviendo; que yo soy el hilo conductor que las hace revivir; que por
mis labios habla Sócrates, Platón, Aristóteles, Polibio, Cicerón, Santo Tomás
de Aquino, San Agustín; Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant; que algo de
mi vive mi querido maestro el doctor Rodríguez, a quien siempre recordare por
siempre, hasta el último día de mi vida. Que en mis oídos, escucho lo que aún
no descubro, lo que aún el tiempo no me ha permitido leer; pero que leeré para
contárselo y escribírselo para cada uno de mis alumnos. ¡Soy académico¡. ¡Soy
profesor¡. Nací para dar clases y entregarme de lleno a la vida académica. Soy
simplemente su alumno, doctor Rodríguez.
Los primeros días fueron
difíciles, el guion que tenía para impartir la clase, se desvaneció en los
primeros cinco minutos, después no tenía nada que decir, más que volver a
repetir lo que ya había dicho. Tratando simular la mirada de mis alumnos, a los
cuales, no me atrevería a leerles el pensamiento para no descubrir la verdad
que yo quería esconder.
Las pocas horas en que me
encontraba en la Academia, saludaba algunos ex maestros míos, los cuales, al
ser ahora ya uno de ellos, no hacían el mínimo esfuerzo para felicitarme,
simplemente me trataban igual que ellos, en otros casos, simplemente me
ignoraban o a lo mejor, no recordaban de que yo había sido su alumno. No
quedaba de otra que soportar la pedantería, la cual no solamente se encuentra
en el gobierno, sino también en los pasillos y aulas de la Academia, donde cada Magíster se siente el
dueño de la verdad absoluta. Algunos de ellos tan respetables como el doctor
Guerrero, el cual recuerdo años atrás como un profesor temible, pero que ahora,
sólo es un viejo senil más cerca de la muerte que de su próxima clase. ¡Y qué
decir, del doctor Paniagua, hombre tan fino y elegante, que increíble imaginar
su aliento etílico de cada clase.
Cada vez que impartía clase,
mis alumnos me escuchaban, observaba en ellos, una mirada de credibilidad como
si lo que dijera, fuera una ficción mía. Por momentos llegue a pensar que así
era; que Sócrates nunca había existido, ni había tenido esa discusión con
Critón en el cual se resistía a fugarse de la cárcel para enfrentar la condena
de muerte que el tribunal ateniense le había impuesto. Había que defender la virtud de la justicia,
ante la sumisión de los tribunales de la república, de las leyes que la ciudad se había impuesto.
Había que seguir por siempre el criterio de Sócrates en sus horas finales,
defender la congruencia de uno mismo, de predicar con el ejemplo, aún en contra
de uno mismo. ¡Pera esa concepción, parecía una interpretación mía, de la cual,
yo hubiera sido el autor de esas líneas, el artífice de esa idea platónica, con
el que mis alumnos, me escuchaban atentamente.
Quien de mis alumnos podría
ser yo mismo. ¿Cuántos años tendría que esperar para encontrarme a mi mismo?.
¿A quién debía preparar para dejar el legado de mi maestro?. ¡Su congruencia,
su rectitud, su pasión por el conocimiento. Debía de seguir su ejemplo y
transformarme en cada clase y después de ella, en el hombre libre y crítico, al
que debía de aspirar.
Pero para hacerlo, tenía que
ordenar no solamente mis ideas, sino también mi vida. Tenía que dejar de pensar
en seguir siendo el hombre soltero y solitario que cada mañana se despertaba,
sin rendir cuentas más que a la casera de los actos de mi vida. Tenía que
encontrar a una mujer a quien cortejare, que me aceptara como su marido, sentar
cabeza y fundar porque no, una familia.
Tenía que renunciar a mi
empleo en el Supremo Gobierno, mandar a volar a mis jefes los militares, los
políticos que de un día para otro se convierten en presidentes de la república,
para posteriormente, también de un día para otro, dejar de serlo. Tenía que
renunciar a las rentas que el Gobierno me pagaba; no podía ya prostituirme, ser
cómplice de fechorías tan indignantes, como los cuatro millones de pesos que el
ejecutivo perdiera y terminara la mitad de ese dinero en una inmoral
compraventa y la otra mitad, escondidos o enterrados en alguna cueva de las
montañas del Valle de México. Tenía que dejar de ser vil empleado de esos
sujetos, que no conocen más lealtad a la patria, que el valor del dinero,
olvidándose del amor a la república y de sus leyes. Tenía que organizar mi
vida, empezando primero, por dejar ese maldito empleo, que me hacía infeliz
como persona. Tipo hipócrita, maestro falso, indigno de la Academia.
¿Pero cómo podía hacerlo?.
¿De que forma podría decirle a mi amigo el Coronel Yáñez, que ya nunca jamás
seguiría trabajando al servicio del general Santa Anna, ni de ninguno otro que
ostentara la primera magistratura del país?. Podría dedicarme a la docencia,
¿por qué no?, escribir artículos en la Voz del Pueblo, Siglo XIX, en el Diario
de Gobierno o en Monitor Constitucional. Podría desde la prensa, denunciar la
corrupción, la inmoralidad, la hipocresía de nuestros gobernantes. Sería más
fácil combatir desde esa trinchera a los políticos que nos gobiernan, y no
desde la investidura de un alto funcionario, lacayo de confianza. Artífice de las
leyes, como diría mi maestro, las cuales manipulaba para legitimar la impunidad
de los ladrones que han saqueado al país.
Con quien podía iniciar esta
vida, enterrar lo pasado e iniciar otra nueva forma de ser, de vivir, de ser
libre y no esclavo de las mentiras, las corruptelas y demagogias de nuestros
gobernantes. Tenía que cambiar esto y el primer paso para hacerlo, era elegir a
una mujer que me quisiera y me apoyara en esta nueva aventura por la conquista
de la libertad, de mi felicidad.
Quien podía ser la mujer que
me hiciera caso y aceptara mis proposiciones; de vivir con el hombre académico,
libre de conciencia y de sus actos. A quien podría querer y entregarme de
cuerpo entero. Tenía que ser una mujer
inteligente y no como la esposa del ilustre doctor Rodríguez, cuya sabiduría no
pudo elegir lo más importante que uno debe hacer, y que es precisamente eso,
elegir a una mujer.
Hay amada Dulcinea, ahora
entiendo el Ilustre Quijote de la Mancha, aquel viejo loco idealista que vivía
en algún lugar de la mancha, de cuyo nombre no quisiera recordar. Aquel que
combatió con los molinos del viento; aquel que pregonaba frente a su
caballerango Sancho Panza, diciendo que la libertad, era unos de los dones que
los cielos habían dado a los hombres, que por la vida, así como por la
libertad, se puede y se debe luchar. Ese
era el licenciado Salcedo, aquel caballerango que imitando al quijote se
lanzaba a las calles de la Ciudad buscando quien podía ser la Dulcinea, del
quien se podía enamorarse y entregar cada día de su vida, a la conquista de su
amor.
Así que Salcedo cada vez que
terminaba su clase, salía de la Academia rumbo a la sede del Palacio Nacional;
ahí lo esperaba su amigo el Coronel Yáñez, para despachar aquellos asuntos que
tanto el Ejecutivo como sus respectivos Ministerios tenían que atender. Había
que caminar tan sólo unas calles, que es la distancia que separa la Academia de
Jurisprudencia de la Catedral; había que pensar en tantas cosas, no solamente
en su presente, sino también ir construyendo su futuro. Ver la gente pasar a su
lado, no ensuciarse los zapatos con aquellas piedras que encontraba en el
camino, toparse con algunos pelados y algunos vendedores ambulantes pasteleros
y dulceros, que vendían fuera de la Plaza el Volador; había que seguir pensando
antes que llegar a la oficina, quien era esa mujer a quien podía entregarle su
vida entera y con la que podía sentar cabeza.
Entonces cuando Salcedo
caminaba rumbo al Palacio Nacional, se encontró con ella. Ya la había visto con
anterioridad, la conocía desde lejos, la noche del velorio, pero nunca había
entablado conversación alguna con ella; sabía quien era, hermosa, jovial, alta,
fina y distinguida; era una digna dama a quien bien valía la pena cortejarla.
Esa mujer, era nada menos y nada más, que la hija del escribano. ¡Era
Fernanda¡.