Amparo seguía aun sin reaccionar. Se encontraba
inconsciente, como si estuviera durmiendo en un eterno sueño del cual aún no
encontraba forma de despertarse. La tomo de la mano como queriéndola despertar
y esta no reacciono; siguió en su prolongado descanso, respirando y viendo su
cuerpo maltratado, intacto, sucio. Jorge Enrique le dio un beso en la frente y
le pidió a dios que se despertara.
Aquel quince de septiembre de mil ochocientos
cuarenta y siete la ciudad de México, amaneciendo siendo ocupada por las
fuerzas invasoras de los Estados Unidos de América. No solamente la bandera de
las barras y las estrellas yacía en el asta bandera del palacio nacional, sino
también desde el mirador del castillo de Chapultepetl; en el cuartel de la
Ciudadela, en las garitas de San Cosme, Belén, Niño Perdido, San Antonio Abad;
en los edificios públicos, en algunas calles y campamentos, donde se
encontraban estacionados los soldados. Dentro de la ciudad y fuera de la misma,
en el convento de Churubusco, en la Villa de San Ángel, el palacio de gobierno
de Puebla, Monterrey, Matamoros; en los puertos de Veracruz, Tampico, San
Francisco. En todo el país. En todas las plazas en que los invasores hubieran
tomado el control.
El general Winfield Scott fue informado que aquel
quince y dieciséis de septiembre, la República mexicana celebraba treinta y
siete años de su gesta heroica en su guerra de la independencia, fecha en que
un párroco de la Iglesia de Dolores Guanajuato, tocara las campanas de su
iglesia para convocar al pueblo de México, a una insurrección popular que
tuviera como objeto, expulsar de esa provincia todos los gachupines. Ahora, a más de treinta y siete años de
aquella gesta heroica, la patria mexicana que obtuviera su independencia con
Agustín de Iturbide desde mil ochocientos veintiuno, se encontraba conquistada
bajo los designios y el poderío político, económico y militar de los Estados
Unidos de América. México ha muerto y los Estados Unidos de América crece como
una potencia militar, tan poderosa como Inglaterra, como Francia, como alguna
vez había sido España. Más poderosa quizás que esas tres naciones juntas,
porque ahora América, sería de todos los americanos.
Es un día importante en la historia de los
mexicanos. Es el día en que México obtuvo lo que se había sembrado durante
muchos años, lo que la constante revuelta les había generado, planes y
manifiestos políticos, nuevas constituciones y proclamaciones populares, no
habían podido solucionar el grave conflicto que vivían los mexicanos. Su
divisionismo, su sobre politización que en vez de unirlos como una sola nación,
los dividía en más de dos Méxicos, en dos visiones políticas diferentes, dos
programas de gobierno diferentes; una visión republicana, liberal, más acorde
al ideario político de los Estados Unidos de América, a favor de la libre
empresa y el comercio, de imitar al pie de la letra las instituciones
republicanas, de aspirar a vivir en un gobierno republicano, federal,
democrático, donde se respetaran las garantías fundamentales de sus habitantes,
su libertad de opinar, expresarse, de asociarse, de comerciar y contratar, inclusive
hasta su libertad de creer o dejar de creer en la religión católica o en
cualquier otro credo religioso; y por otra parte, frente a esa postura liberal,
una postura conservadora, un México conservador, partidario de la monarquía, de
que un gobernante extranjero fuera español, francés, austriaco, quien asumiera
la responsabilidad que los mexicanos mostraban no tenerla, el de gobernarnos,
como si fuéramos unos infantes, incapaces de conciliar y resolver nuestras
diferencias; establecer un gobierno imperial, al estilo de lo que fueron los
trescientos años de virreinato, de paz y estabilidad, donde los pobladores de
este suelo bendito, realizaran sus actividades económicas con la debida
protección de la corona y las bendiciones que diera el único credo religioso,
autorizado y oficial, al que debía de venerarse, la santísima palabra de Cristo
convertida en la Iglesia católica.
Los soldados americanos continuaron con los rondines
durante toda la madrugada del quince de septiembre y seguramente también lo
harían para los días siguientes. No confiarían en la guerra ganada, no hasta en
tanto, quedaran sometidos los últimos reductos de la resistencia mexicana. Ya
para esas horas, habían sido muchos los detenidos, varios los muertos y casas
habitación ocupadas por las fuerzas de liberación; habían sometido la turba
enardecida y logrando haberles dado su merecido a todos esos mexicanos que se
habían atrevido a mancillar a los americanos. Había antes que nada, restablecer
el orden en esa ciudad; restablecer las garantías irrenunciables que en toda
sociedad liberal debían de respetarse: la libertad de prensa, de opinión, de
disentir, de criticar, de ejercer esa libertad de expresión crítica, con la
única limitante de no entorpecer las nobles funciones del gobierno libertador
de los Estados Unidos de América. Cambiar de una vez por siempre la geografía
del mundo, así como todos los mapas del mundo, decirle a cada nación de la
orbe, que Estados Unidos modificaba su territorio nacional ampliando
considerablemente sus fronteras, en la misma medida en que el gobierno
mexicano, se achicaba, se desintegraba, desaparecía.
Es el dieciséis de septiembre de mil ochocientos
cuarenta y siete, fecha en que el general Antonio López de Santa Anna
presentara ante un congreso inexistente y fugitivo, que se encontraba escondido
en la ciudad de Querétaro, su carta de renuncia como presidente constitucional
de México. El muy desprestigiado generalísimo manifestaba que no era
conveniente que el doble carácter de su persona, que como jefe de la nación y
también jefe del ejército, y con las facultades extraordinarias con las que se
hallaba investido, pudiera ser este factor de riesgo en esa inexistente
soberanía nacional, ultrajada y sometida por los Estados Unidos.
Es el día en que la patria festeja su independencia
nacional, el día en que los mexicanos debían de sentirse orgullosos por haber
constituido un Estado, que como todos las naciones del mundo, compuesto por
habitantes ciudadanos o no, y bien o mal, con un territorio conquistado y
mutilado, se auto proclamaba independiente, con un lábaro patrio verde, blanco
y rojo y ese escudo nacional, el águila devorando la serpiente, el ave mexicana
que en forma gallarda, constituía la señal sobre la constitución de un gran
imperio, una civilización que habitara estas tierras americanas, mucho antes de
que los ingleses, daneses, germanos y otros extranjeros pisaran las tierras de
Norteamérica, una nación milenaria de más de tres mil años, que surgiera en
Tabasco, en Veracruz, Oaxaca, Chiapas, Yucatán y finalmente, culminara su
apogeo organizacional, en Tenochtitlán; en lo que después los conquistadores
españoles llamaran la insigne y leal Ciudad de México.
Es la patria mexicana, la que aún con todas sus
traiciones, con las amargas experiencias de ser ultrajada, mancillada,
saqueada, vive en cada mexicano su inmensa alegría, tesoro único que nadie, le
ha podido robar, ni aún, los Estados Unidos de América con sus poderosos
cañones.
Es el día de la independencia, el día en que los
mexicanos se dieron a conocer en el mundo como una nación promisoria, con un
pasado en común y un proyecto para todos; un país que tan pronto supere sus
diferencias, será destinada a regir los destinos de la nación y del mundo
entero, pero no a través de las armas, no a través de la fuerza, ni de los
discursos políticos redentores; sino a través del espíritu; de su comunión con
el cosmos, con los dioses, con la naturaleza, con lo oculto, lo secreto, lo
mágico, lo que algún día, todos tendrán que saber.
Esta es la patria mexicana, la que pudo ser
conquistada, sometida, ultrajada, despojada, pero jamás desaparecida,
aniquilada, menos aún olvidada. Es la nación mexicana, la constante víctima de sus traiciones, de padrastros que
violaron a sus mujeres e inculcaron a sus hijos, el odio a las autoridades, al
gobierno, a las leyes; la que les inculcó la eterna desconfianza a sus
superiores, al grado de guardar todavía
rencores aun no superados. Es la patria mía, la tuya, la de Jorge Enrique, la
que sobrevivirá por siempre, así mil veces sea recordada esta triste invasión
de cuyas páginas no quisiera jamás leer.
Es la patria tuya, la de esa mujer misteriosa de
nombre Amparo, a la que Jorge Enrique ya no le importaba su pasado, ni su
profesión, su verdadero nombre o sus verdaderos planes con él, o con su país;
es la nación de gente noble y trabajadora, religiosa y mística, es la republica
generosa que recibirá y perdonara siempre, a quienes la han ofendido
gravemente.
-
¡Amparo
despierta. No te mueras¡. – Es lo último que pide Jorge Enrique. Tener la
oportunidad de iniciar una nueva vida con esa mujer misteriosa, de externarle
su cariño, de quererla y protegerla todos los días, de acariciarle la frente y
su cabello, de cubrirla del frío y compartir con ella, todas las noches y todos
los días, de verla y contemplarla por siempre, de estar con ella todo rato que
se perpetuara y jamás se borrara. Es la oración que Jorge Enrique le pide a
dios. Iniciar una nueva vida con esa mujer, olvidar lo ocurrido y todas estas
pasiones generadas por los seres humanos. De conversar con ella, las horas y
los días, de saber cada instante de su existencia, de compartir con ella, su
lecho, su casa, su vida entera.
-
Amparo
despierta.
Que importaba saber el pasado de esa mujer; si él se
sentía atraído y también, amado por ella. Esa mujer merecía todo lo que este
hiciera, merecía salir delante de esta vida melancólica, catastrófica y en
ciertos momentos, aburrida. Esa mujer merecía tener a su lado, a un hombre que
la quisiera y la respetara siempre, que la acompañara en todo momento de su
vida, inclusive hasta en sus enfermedades y en su propia muerte. A un fiel amigo, un sirviente, un hombre
amoroso que le besara las manos, la mejilla, la frente; que la acariciara
suavemente entre rosas y música de ángeles. Que le hiciera saber y sentirse
hermosa, admirada, adorada, jamás, pero nunca jamás olvidada.
-
¡Despierta¡
…
Es la mujer que algún día conocería, quizás en otro
espacio y tiempo, quizás en este mismo país pero con otro Gobierno, con otra
guerra, quizás en tiempos de paz, quizás en cien o doscientos años; quizás en
algunos meses o después de que ambos mueran el uno al otro. - ¡despierta¡… - Es la mujer y el, … él hombre que conoció
tarde. - ¡Despierta¡. Suplico con todas
sus fuerza Jorge Enrique pidiéndole a dios le concediera el milagro… Y entonces… Amparo …
… ¡Despertó¡.