En la Ciudad de México, inició el gran debate político
que definiría el futuro del país. Los próximos diputados “puros” y “moderados”,
iniciarían una de las principales discusiones que dividirían la opinión
pública, los bandos militares, las clases sociales, obviamente a los políticos
y por supuesto, a la patria entera.
Muy pronto volverían a suscitarse toda clase de
escándalos por las noticias provenientes de los Estados Unidos. Decían que un
periódico llamado el Heraldo de Nueva York se había atrevido a difamar al
generalísimo Santa Anna, diciendo que éste ya había pactado la derrota del ejército
mexicano en los campos de batalla, a cambio de cederles en forma gradual los
territorios del norte, que sin la mínima o con simbólica resistencia, irían
cediendo al invasor. ¡Era una mentira¡. – dijeron muchos de los defensores de Santa
Anna, pero otros críticos de la política sostenían esta tesis y otras aún más
descabelladas, como decir por ejemplo que Santa Anna perdería la guerra, a
cambio de que el gobierno despojador de los Estados Unidos lo reconociera en la
presidencia por uno diez años.
Para esas fechas, noviembre de 1846, el pueblo de
México, esa masa uniforme, transitoria, cada vez más ignorante y populachera,
había elegido a sus futuros representantes políticos. Los mismos de siempre,
que importaban, si fueran liberales o conservadores, si eran federalistas o
centralistas, católicos o masones; no había diferencia y cambio alguno, eran
los mismos de siempre, los que iban y desaparecían para luego volver años
después con otra casaca, con otras palabras y proclamas, pero siempre con los
mismos hechos, las mismas palabras, las mismas mentiras y promesas que el
pueblo siempre recordaba, pero que al mismo tiempo, también siempre olvidaba.
Tres años después ya nadie se acordaba de la
rebelión que restauró la Constitución de 1843; nadie absolutamente nadie,
recordaba los nombres de José Joaquín Herrera y de las tan mencionadas “Bases
Orgánicas” que pretendieron supuestamente institucionalizar el país; ahora el
discurso político era ser federalista y regenerar la patria; atrás había
quedado la discusión negociadora para el reconocimiento de Texas y ahora en
cambio, se decía que la próxima batalla con el ejército sería en Saltillo,
donde estaría el mismísimo general Santa Anna, acusado de traidor, pero dispuesto
a dar la cara frente a sus adversarios o detractores.
El Congreso Nacional presidido por el encargado del
Poder Ejecutivo Mariano Salas, con un discurso soberbiamente humilde, daba la
bienvenida a los diputados electos, que ahora si, resolverían todos los
problemas políticos del país. Hacía alarde de la Revolución de la Ciudadela, de
los principios de este movimiento armado, que finalmente se verían culminados,
con la presencia de los diputados electos por el pueblo y para el pueblo. México iniciaría una nueva etapa de su
historia, en la que entre todas las naciones del mundo, sería la más
democrática, respetable y admirable. El diputado presidente del Congreso, don
Pedro de Zubieta, a nombre de todo el congreso, daba el fiel agradecimiento a
su general mentor, un simple vasallo de Santa Anna, pero finalmente, a los ojos
de todos, el gran militar mentor, que no dudo en desconocer de la presidencia,
al traidor de don Paredes Arrillaga.
El estruendoso aplauso de los diputados hizo sembrar
el recinto parlamentario, como si todos
los diputados ahí presentes, pertenecieran, no sólo a un país de federal, sino a un sólo partido,
donde no existieran discusiones bizantinas sobre religión y formas de
gobierno. Pero la verdad era otra, ese
congreso que aplaudía en forma avasalladora las románticas palabras del general
Salas y de la réplica, también cursi y romántica del diputado Zubieta,
realmente era un auditorio de una sala de teatro frente a un escenario que
presenciaba un guión de poesía y mera ficción literaria; la verdad y
lamentablemente, la cruda realidad que en ese momento se vivía, es que el país
entero, la Republica mexicana, por la que tanto había peleado Hidalgo, Morelos,
los hermanos Bravo y hasta un español de nombre Francisco Javier Mina, era
cruelmente aplastada por la potente artillería e infantería de la república
vecina de los Estados Unidos, y también desintegrada en forma gradual, por el
cúmulo de viejos caciques, de visión egoísta y traidora, que defendían primero
sus intereses, antes que defender la soberanía nacional.
Nadie sabía que los llamados estados libres y
soberanos de Tabasco y Yucatán, el primero de ellos había desconocido al
gobierno federal y nombrado como Gobernador a un tal Juna B. Traconis, mientras
que el segundo de ellos, habían proclamado su “neutralidad” en la guerra contra
Estados Unidos. Ingenuos los diputados
mexicanos, siempre colaboradores y solidarios en los momentos de fiesta, pero
hostiles en el momento del trabajo.
Acto seguido el Congreso se dio a la tarea de elegir
a quien sería su Presidente y Vicepresidente de la Republica, no hubo muchas
sorpresas como era de esperarse, pues el nombramiento recayó desde luego en los
distinguidos ciudadanos don Antonio López de Santa Anna y a Valentín Gómez
Farías, por la aclamación y para el disgusto e muchos conservadores. No así,
una comitiva de diputados constituyentes, con el ánimo de siempre hacerse
notar, redactó una misiva para hacerle de su entrega y conocimiento al general Santa
Anna, sobre su nombramiento de Presidente de la República, que la nación le
había conferido. – Honrosa distinción
– respondió Santa Anna – no vine a conquistar la presidencia de la república
mexicana, sino solamente a combatir al osado extranjero que profana con su
presencia al territorio sagrado de la patria.
Las palabras del padre de la patria, volvían a
seducir a miles de sus seguidores, quienes se conmovían y reproducían
íntegramente sus discursos en los panfletos que se distribuían en varias
plazas de la republica. “…he meditado mucho si admitiría el encargo que
una vez más en el curso de mi vida se me confiere, pero al fin, venciendo mi
natural repugnancia, ahogando dentro de mí mismo las razones de conveniencia
privada, y convencido, sobre todo, de que mis conciudadanos no me harán injusticia
de creer que regresé del ostracismo para rehacerme del poder, me he resuelto á
este sacrificio porque no hay ninguno que no esté dispuesto á hacer en obsequio
de mi cara patria … acepto el nombramiento, porque renunciarlo sería
contradecir mis principios, y no acatar las resoluciones del Congreso
constituyente que representa á la nación, ante la cual todos debemos
inclinarnos sumisos, por residir en ella esencial y exclusivamente la
soberanía”.
Santa Anna sería con el apoyo o no de los
americanos, en el Presidente de México. ¿Cuál imposición de los invasores? ¿
Cuál pacto secreto?, No fue necesario que los americanos usurparan la soberanía
mexicana para designar a quien presidiría el destino de la nación. Que quede
claro, fue una designación libre y democrática. Ningún diputado fue obligado a
votar a su favor. Pudo haber sido otro ciudadano, pero a decir verdad, no existe otro hombre
con el prestigio y la experiencia política y militar que representa Santa Anna.
Obviamente razones de Estado impedían que el
generalísimo regresara a la Ciudad de México a tomar protesta del cargo. Lo
haría en su momento, cuando cesaran las operaciones militares y fueran
arrojados del seno a los injustos invasores, posiblemente hasta ese momento el
generalísimo se presentaría al Congreso a tomar protesta como presidente de la
república. Mientras tanto, el hijo de la patria, seguiría en su marcha a San
Luis Potosí, con los escasos bienes que recaudaría para armar un ejército que
enfrentaría penurias al invasor. El paso que tenía que darse en la guerra, no
era necesariamente militar, sino político. Concretamente, debí tomarse una
decisión política para recaudar fondos y con ello, estar en posibilidad de
afrontar una guerra en forma exitosa. Ese peso político, implicaba obviamente
mucho disenso en distintos grupos y castas de la sociedad mexicana, pero tenía
que hacerse. Era el momento que la soberanía mexicana discutiera la
nacionalización de los bienes de manos muertas. Es decir, la ocupación y venta de los bienes propiedad del clero.
No era el momento oportuno, discutieron muchos
diputados, algunos de ellos de tendencia liberal, don Mariano Otero, se había
pronunciado en contra de la iniciativa que desde el palacio nacional, enviaba
el encargado de la presidencia de México, don Valentín Gómez Farías. Había que
hacerse, los diputados debían discutir las conveniencia no solamente política
sino económica, de aprobar una iniciativa de esa magnitud, no solamente
significaba ponerle limites a uno de los poderes políticos mas oscuros y
retrógrados que tenía la joven nación, sino que significaba también, allegarse
de recursos económicos suficientes que
permitieran financiar un ejército profesional que defendiera la soberanía
nacional.
Pero los opositores a la propuesta argumentaron que
de iniciar esa confiscación a los bienes, lo único que produciría en el país, sería
un levantamiento armado, quizás una guerra civil. El país se destabilizaría y
sería lo peor que pudiera ocurrir. No era lo más idóneo en esos momentos, de guerra
y adversidad, había que serenarse y tomar medidas más objetivas y menos
pasionales que no estuvieran viciadas de revanchas políticas como la que
pretendía impulsar el doctor Gómez Farías.
Pero la resistencia, si bien fue polémica, no fue
suficiente para desviar el tema a otra discusión; lo prioritario era la guerra
contra los Estados Unidos, pero para ganar una guerra, se necesitaba el dinero;
quien tenía el poder económico era el clero; luego entonces, había que
despojarle al clero de su dinero, para utilizarlo contra la guerra que se
vivía. ¡Esa es la razón fundamental de esta iniciativa¡. No son cuestiones
ideológicas, no es porque odiemos a los curas traidores e hipócritas que
fusilaron a Hidalgo y a Morelos, para luego hacerse pasar por seguidores de la
causa insurgente de la independencia y coronar a un rufián como Iturbide; no es
porque los consideremos los partidarios
de la monarquía y enemigos de la república, que en verdad si lo son, la
verdadera razón de esta iniciativa, eran los quince millones que se podían
recaudar del clero.
Los diputados y los periodistas podían polemizar
horas y más hojas, sobre esta iniciativa. Podían escribirse libros y hasta
novelas literarias que describieran las horas intensas de negociación política
al mismo tiempo que los soldados mexicanos morían de frío y hambre por falta de
dinero; era admirable lo que hacía Santa Anna seguir reclutando gente que con
poca paga y mucha hambre, estuvieran obedeciendo las órdenes de un general que
carecía de un ejército. De un regimiento militar sin militares, de parque sin
municiones. De mexicanos harapientos y no soldados.
¡Confisquemos los bienes de la iglesia¡. Autoricemos
al gobierno para que se proporcione de quince millones de pesos para los gastos
de la guerra, para que puedan hipotecar o vender los bienes de manos muertas.
Era el grito de los diputados más radicales, aquellos que si tenían algún
pronunciamiento ideológico en contra de la iglesia. – Sensatez. Exigía el ala
moderada a través de los diputados Muñoz Ledo y Mariano Otero. No somos
partidarios de la Iglesia y también estamos en contra de ella, pero aprobar una
iniciativa de esa magnitud, daría mayores perjuicios que beneficios. Podría
quebrar la escasa agricultura que sostiene el país, así como arruinar a miles de
familias. No es el medio estimados diputados, no es la solución a nuestros
problemas.
Y mientras los diputados, iniciaban una discusión
que tardaría tres días en aprobarse, las oficinas de los jerarcas católicos,
responden al cúmulo de críticas que reciben.
No eran los fieles vasallos de Santa Anna los que discutían el bienestar
de la patria, ni tampoco era cierto que la iglesia tuviera tanto dinero como lo
decían los masones, adoradores del diablo; al pretender despojar de la iglesia
de sus bienes, el mal no se lo hacían a dios nuestro señor, sino a sus hijos que viven del trabajo y de las
bendiciones que en escuelas, hospitales, orfanatos y conventos, los ministros
de la santa iglesia proporciona a sus fieles. Debemos defender la fe de quienes
hace años robaron el país sin dar cuentas de su riqueza inexplicable ni del
despilfarro del dinero; de quienes llaman a una guerra que seguramente ya está
pactada por la derrota. Quienes pretenden robarle a la iglesia, sólo legitiman
a los traidores de la fe y de este suelo bendito, donde posa la madre de dios,
la santísima virgen de Guadalupe. Excomulguemos a los herejes y quemémosle, no
con la llama del fuego en el que ardieron los herejes, sino con sus propios
medios que son la palabra ante la opinión pública. Que todas las iglesias
toquen sus campanas e informen a sus fieles sobre la gran mentira de esos
diputados que siguen discutiendo. Unos
hablan de la guerra y otras en cambio, mueren de gripe o de hambre, sin aún enfrentarla
en los campos de batalla.
“Sin
perdida de momento y estrechando los sagrados deberes que les impone los
cánones de la Iglesia, ha acordado se le dirija a V.E. esta comunicación, con
el objeto de manifestar que no consiente en manera alguna por su parte en las
medidas que contiene el citado proyecto, para no incurrir en las censuras y
penas eclesiásticas que el Santo Concilio de Trento fulmina al fin del capitulo
11 fe la sesión 22 reiteradas por el tercero Mexicano; y en consecuencia
formaliza desde ahora la más solemne protesta para el caso de que llegue á
sancionarse, lo que es de esperarse d la religiosidad del Supremo Gobierno,
sino que respetará la disposición citada del Santo Concilio de Trento, que
comprende a todos, cualquiera que sea la dignidad de que se hallen investidos,
por lo que toca á la censura de excomunión mayor en que incurren, obsequiando
también las disposiciones de la ley fundamental que hoy rigen á la Republica,
que garantizan la propiedad de las corporaciones eclesiásticas”.
Pero a quien importaba la advertencia del infierno
entero al diputado, alcalde e inclusive presidente de la republica que tuviera
el atrevimiento de aprobar esa ley. En momentos importantes en la historia del
país, había que asumir y enfrentar los riesgos, así fuera la excomunión.
El Congreso emitiría la iniciativa de Ley, en el
siguiente tenor:
ARTICULO
PRIMERO.- Se autoriza al gobierno para proporcionarse hasta quince millones de
pesos, a fin de continuar la guerra con los Estados Unidos del Norte, pudiendo hipotecar o vender en subasta
pública, bienes de manos muertas al efecto indicado.
Inmediatamente el diputado Mariano Otero objeto el
precepto normativo, argumentando que la palabra “pudiendo”, generaba malas
interpretaciones al pretendérsele otorgar al gobierno, autorizaciones de
carácter especial; ante dicha objeción, el diputado Manuel Crescencio Rejón
refutó la postura de Otero, lo que generaría, horas de discusión sobre la
redacción de este artículo. Lo que harían sin duda alguna, incendiar el ánimo
de los oradores liberales en acusar a los del otro partido, en hacer chicanadas
para desviar y desalentar la aprobación de la ley. Quedando finalmente en los siguientes
términos:
ARTICULO
PRIMERO.- Se autoriza al gobierno para porporcionarse hasta quince millones de
pesos, a fin de continuar la guerra con los Estados Unidos del Norte,
hipotecando o vendiendo en subasta pública, bienes de manos muertas al efecto
indicado.
Con esa lentitud el congreso mexicano seguía
discutiendo, al mismo tiempo que recibían del cabildo metropolitano de la
Ciudad de México, la enérgica protesta que haría la Iglesia Católica para
protestar por la discusión y posible aprobación de la ley.
ARTICULO
SEGUNDO.- Se exceptúan de la facultad anterior:
PRIMERO.
Los bienes de los hospitales, hospicios, casas de beneficio, colegios y
establecimientos de instrucción pública de ambos sexos, cuyos individuos no
estén ligados por voto alguno monástico, y los destinados a la manutención de
los presos.
SEGUNDO.
Las capellanías, beneficios y fundación en que se suceda por derecho de sangre
ó de abolengo, y en las que los últimos nombramientos se hayan hecho en virtud
de tal derecho.
TERCERO.
Los vasos sagrados, parámetros y demás objetos indispensables al culto.
CUARTO.
Los bienes de conventos de religiosas bastantes para dotar a razón de seis mil
pesos á cada uno de los existentes.
Pero aún así, la ley sería radical. Oh mejor dicho,
sería vista como si se tratara de una ley hereje y jacobina, que viera con
malos ojos, la propiedad clerical. Algo, que ni el propio Hidalgo y Morelos, se
habían atrevido sancionar.
Pese a esta resistencia y a los rumores de que los
batallones Independencia y Victoria se sublevarían al Congreso en apoyo al
cabildo metropolitano, los diputados del congreso constituyente no se dejaron intimidar,
pues la discusión de la ley seguía en marcha para su pronta aprobación, pese
que ya se tenía conocimiento de clérigos impertinentes que desde el pulpito de
las iglesias, gritaban: ¡Muera el mal gobierno¡; … aún y con todo eso, con las
opiniones que presagiaban una revuelta, inclusive una guerra civil, por la
aprobación de la polémica ley, la cual tardó tres días interrumpidos de
discutirse, para finalmente aprobarse, a las diez de la mañana del día diez de
enero de 1847.
Mucha expectación se dio entre la aprobación y la
fecha de publicación de la ley, fueron tres días de espera angustiante, la
amenaza de la excomunión seguía ahora más que nunca latente para el funcionario
quien se atreviera en publicar la ley que ya había aprobado el Congreso. Pero
finalmente nadie impidió su publicación y posterior difusión. La primera reacción que se dio, fue la
suspensión de los servicios religiosos en la Catedral metropolitana,
argumentando los vicarios del recinto, temor a los motines que podían
suscitarse por la aprobación de la ley. De igual forma, los periódicos Monitor
Republicano y Siglo XIX dieron cuenta de la ley aprobada, a la que en sus
editoriales censuraban de políticamente inapropiada, atreviéndose dichos
diarios a presagiar, el estallamiento de una revuelta popular. Inverosímil, era
también suponer, la gran cantidad de funcionarios que temerosos de la
advertencia de la iglesia, fueran excomulgados del reino de los cielos, por el
atrevimiento de aprobar dicha ley. Se supo de un diputado de Oaxaca de nombre
Benito Juárez, haber aprobada entusiasmadamente dicha ley en su estado.
Así desde lejos y en todos los rincones del país, en
cada iglesia y en cada sacerdote, la respuesta del clero era la misma: no
consentir tácita ni expresamente la ocupación, gravamen o enajenación de sus
bienes, advirtiendo que con la autorización del Sumo Pontífice, excomulgarían a
todo aquel que hiciera, cooperara o consintiera la aplicación de la ley;
diciendo que permanecerían excomulgados todo aquel que ejecutará la ley no
serían restituidos de dicho sacramento, hasta en tanto, no restituyeran de los
bienes despojados con todos sus frutos hacia su verdadera y legitima
propietaria; así el Cabildo Metropolitano en el nombre de la Iglesia Católica
llamo a que no se consumara la dichosa ley, emprendiendo así su enérgica
protesta.
El
cabildo metropolitano, por lo mismo, a nombre de la iglesia mexicana protesta:
que la iglesia es soberana y no puede ser privada de sus bienes por ninguna
autoridad; protesta, que es nulo y de ningún valor y efecto cualquier acto, de
cualquier autoridad que sea, que tienda directa o indirectamente a gravar,
disminuir o enajenar cualquiera de los bienes de la iglesia; protesta, que en
ningún tiempo reconocerá ni consentirá en pagar ningunos gastos, reparaciones o
mejoras que se hicieren por los que adquieran los bienes de la iglesia, a
virtud de la ocupación decretada; protesta que aunque de hecho se graven o
enajenen, el derecho, y dominio y posesión legal la conserva la iglesia;
protesta en fin, que es solo la fuerza la que privará a la iglesia de sus
bienes, y contra esta fuerza la iglesia misma protesta del modo más solemne y
positivo.
El ministro de Justicia, fiel a su casta
eclesiástica, tomo partido en contra del presidente Gómez Farias, quien en tan
sólo en unos días, vio parte de su burocracia dividida en dos bandos, los que
lo apoyaban condicionalmente y los otros, que también decían apoyarlo, pero que
seguramente, pactaban en lo oscurito con
la Iglesia, cualquier triquiñuela para no acatar el mandato popular.
Ante la posible oleada de motines populares,
patrocinados o incitados por la Iglesia, el Alcalde de la Ciudad de México, Juan
José Baz el mismo que tuviera el valor de haber publicado la ley, pese a la
amenaza de la excomunión, emitió un bando en el que establecía una serie de
prohibiciones para la ciudadanía, la principal de ellas, no andar en las calles
con grupos de personas, inclusive en casas, a no ser con el consentimiento de
la autoridad, del mismo modo, estableció patrullajes en distintos puntos de la
ciudad, como si quisiera prevenir la insurrección popular, que tanto miedo
decía tener el clero, de que bajo el amparo de la ley, el populacho aprovechara
la situación para robarle de sus limosnas y objetos de culto sagrados de
incalculable valor material y espiritual.
Obvio que ante las providencias dictadas por el
Alcalde de la Ciudad de México, el diputado Mariano Otero, supuestamente
liberal y para esos momentos, visto como un conservador defensor de la iglesia,
acuso al Gobierno de la Ciudad de México, de emitir disposiciones que
violentaban los más sagrados derechos de manifestación y asociación que tenían
los mexicanos y que obviamente, debía garantizar el Congreso. Ante esa crítica
del diputado, este recibió los peores descalificativos de algunos de sus
compañeros, quienes insistían en que la medida aprobada, era benéfica para la
nación, debido a la situación política ya de todos conocida.
En medio de toda esa discusión, una carta firmada
por Santa Anna llegaría a difundirse en la prensa, en la que el primer
mandatario, aprobaría la polémica ley, a la que calificaría de salvadora e
inminentemente patriótica, así como de haber sido recibida en forma entusiasta
por las tropas que dirigía, solicitando en su misiva, que dicha ley fuera
aplicada en forma pronta y puntual, dada la necesidad de recabar los recursos
económicos que le permitiera enfrentar al enemigo. Ante estas palabras, muchos de los
simpatizantes se vieron apoyados, inclusive el Vicepresidente y encargado de la
presidencia, don Valentín Gómez Farias, quien era objeto de constantes
criticas.
Sin embargo, días después. Los mismos periódicos
volvieron a publicar otra carta de Santa Anna, donde manifestaba que ante los
descontentos sociales y ante la indebida publicación de una carta privada y
confidencial, en la que externaba una opinión franca y personal, se le
pretendía adjudicar la autoría de esta ley, como si sus opiniones privadas,
fueran motivo de juicios decisivos que se convirtieran en leyes; solicitando al
Congreso, en forma sincera y respetuosa, que si dicha ley no fuera útil y
conveniente, la misma fuera modificada según juzgará más a propósito, para que
ésta produjera los efectos que se deseaban.
La segunda carta del generalísimo, generó mayor
inseguridad, era absurdo que el general Santa Anna tuviera dos posturas, una
actitud radical que apoyaba incondicionalmente la ley, en lo privado; y otra,
donde veía la posibilidad de que se modificará o inclusive abrogara la ley, en
el ámbito público de su persona. Así de pronto, el generalísimo, reprochaba a
sus amigos de haber traicionado su amistad y confianza, por haber difundido una
opinión personal; y lo peor de todo, es que con su segunda epístola, dejaba sin
argumentos a los diputados puros, que quedaban indefensos, ante la posibilidad
de que el propio general, veía también, con buenos ojos, la modificación e
inclusive la derogación de dicha ley, dándole con ello, toda la razón a los
críticos de la polémica disposición anticlerical.
Aún así, no se sabía cómo interpretar las bivalentes
palabras del generalísimo Santa Anna, que para esos días, anunciaba haber
tomado noventa y ocho barras de plata propiedad de comerciantes españoles de la
provincia de San Jesús Potosí, ordenando al gerente de la casa de Moneda las
acuñase en moneda, prometiendo pagar dicha cantidad a dichos comerciantes, tan
pronto se recibieran los primeros ingresos de los bienes de manos muertas;
asimismo informo que había hipotecado sus bienes para obtener hasta cincuenta
mil pesos para el caso, de responder de los créditos contraídos para el caso de
no recibir los anhelados recursos que le había prometido el Supremo Gobierno
que el encabezaba. Así las cosas, el generalísimo, independientemente de sus
opiniones públicas o privadas, a favor o en contra de ley, seguía su marcha
para enfrentar próximamente a su enemigo; aun pese a que su marcha al norte,
registraba todos los días, muertes de decenas de soldados mexicanos a causa del
frío.
Así el general montando en su caballo blanco y su
uniforme gallardo, con hombreras y botones de oro, presidía un batallón de más
de catorce mil soldados mal vestidos y alimentados, pobres e incultos, muchos
de ellos marchando descalzos en contra de su propia voluntad y desconociendo el
motivo de la guerra. Marchando del mejor al peor vestido, la tropa mexicana
seguía al frente para combatir a su rival. Al frente del batallón, una banda de
guerra que con trompetas y tambores,
anunciaba el paso del Napoleón mexicano, quien en su megalómana mente
pensaba una y mil veces, que esta guerra, sería por siempre recordada por todos
los mexicanos de todos los tiempos. El testimonio de su conciencia, así lo
decía, no lo traicionaría jamás, tendría por siempre la gloria y la fama póstuma
en su hoja de servicios, y también los sufragios eternos de todos los
mexicanos, que nunca olvidarían su nombre inmortal. … ¡Viva México¡. … ¡Viva Santa Anna¡.