martes, 1 de noviembre de 2016

CAPITULO 74




Amparo seguía respirando, su cuerpo aun exhalaba e inhalaba aire, como un mecanismo de defensa de su propio cuerpo, que le permitiera prolongar su vigilia; aunque no hablara con Jorge Enrique sabía que estaba del otro lado, sintiendo lo que ella le estaba pasando; era una sensación extraña, comunicarse con su alma gemela de esa forma.

Amparo recordó muchas cosas de su vida; por momentos le pareció sentirse una niña y estar al lado de su madre, quien le acariciaba el pelo y le cantaba varias canciones; ella sonreía, porque el recuerdo era tan real como si lo estuviera viviendo otra vez; luego, se vio en medio de un lago, su cuerpo era joven, era más esbelta y no sentía dolor alguno en su espalda, al ver sus manos, las encontró tan finas y delgadas como era antes; sintió el aire fresco y ese sol que no le quemaba el cuerpo, sino que le daba el calor que necesitaba.


Pero de repente despertó y se percató de que era un sueño; nada era real, más que encontrarse cerrada en esa celda oscura, escuchando a lo lejos, el ruido de los cañones; no sabía dónde estaba físicamente, pero si intuía, que en algún calabozo, que ahí estaría hasta en tanto, no fuera rescatada por el ejército de los Estados Unidos; debía de resistir a esas visiones que fugazmente aparecían en su conciencia, que por momentos la engañaban, sintiéndose niña a un lado de su madre.

Ella nunca fue la mujer que siempre quiso ser. Era rebelde porque esa era su naturaleza. Le encantaba los hombres con poder, más aun, cuando estos eran personas inteligentes y por eso, quizás por esa razón, no podía soportar que los hombres poderosos fueran ignorantes, más aún, no podía tolerar que un hombre inteligente, no pudiera tener el poder que requería. ¡El mundo no era justo¡. Y la razón de ella, era trabajar, para convertirse en una especie de ángel, que hiciera cumplir los designios de dios.

Las visiones que por momentos le cruzaban a su cabeza, no tenían sentido, en parte eran realidad y en parte, no; alcanzaba a ver a lo lejos de aquel lago, una luz, una estrella, que la atraía; que le llamaba mucho la atención, cuando se acercaba a ella, sentía más calor y una sensación que nunca había experimentado; después, volvía abrir los ojos y seguía escuchando a lo lejos aquellos cañonazos que seguramente, en algún punto de la ciudad de México caían; por momentos recordó a su hija; aquella niña que nunca pensó fuera gestada una semana antes de que decidiera abandonar a su primer marido. ¡Nacería Fernanda¡, cuando ella exigía a dios ser una mujer libre. Cuando quería sentir el aire, el fuego, pisar la tierra, tocar el agua; sentirse amada y poseída; verse en el espejo, peinar su largo cabello y cuidar ese cutis, para que nunca jamás envejeciera; caminar de un lado a otro, para provocar la mirada de todos los hombres, sentirse la reina de un país sin reinas, de saberse admirada y que las campanas de todas las catedrales e iglesias del mundo sonaran cuando la vieran pasar; le hubiera gustado fundirse y confundirse en ese bello sentimiento llamado amor; esa hermosa sensación que le despertaba su vanidad, que le hacía sentirse todos los días alta, atractiva, simpática, importante; que le otorgaba los pequeños placeres de imaginarse al lado del hombre amado, bailar un vals en un salón lujoso, en medio de la orquesta y de figuras importantes, saberse mirada, deseada, amada; sentir aquel vínculo con el hombre que la amaba, al que no le veía su rostro pero que sabía que existía; aquel que tarde o temprano, algún día, en algún lugar lo conocería, con el que caminaría por esas calles de la ciudad, por ese bosque y debajo de las estrellas, con el que su cuerpo fuera cubierto, con el que podría compartir los alimentos y también la cama; sentirse abrazada, protegida, jamás sola; Ser una mujer libre, alguien que volara desde lo más alto y pudiera llegar con sus ojos, a cualquier punto que ella así lo consideraba; ser la paloma que todas vieran pasar, la que todos quisieran tener en su jaula, la que observaran su infinita belleza y sus aires de inmensa libertad. Esa era la mujer que Amparo era. No la vencida; no la derrotada, no la que en ese momento, estaba muriéndose.



Aquella madrugada, mientras el intenso cañoneo a Chapultepetl se reanudaba, las tropas del general Pillow se reagrupaban, para iniciar ahora si el ataque final. La última batalla de esta guerra injusta, desigual, por siempre recordada y censurada por vergüenza, por coraje, por tristeza e indignación. Los cadetes del Colegio Militar, desde lo alto del castillo, sospecharon bien, que el asalto al castillo se haría en las primeras horas de la mañana; no habría tarde ni noche adicional que les garantizara un día más de su existencia, esa era su última noche, su ultimo amanecer, el ultimo aire de la fría mañana que les esperaba, los últimos rayos del sol que sentían; no habría escapatoria, ni aun en la historia; era el último día de una vida corta y el primero de los días de una memoria larga, jamás olvidada.

Todos ellos se irían de esta realidad temporal. También los ojos, la piel, la boca, la cara de Amparo desaparecería de la faz de la tierra; su espalda, su ombligo, la unión de sus pechos, de sus piernas, de sus oídos, de todo ella la que borraría la tierra, la que también dejaría de convertirse en realidad, para transformarse en simple ilusión, bello recuerdo, fantasía y reflejo de otra ser viviente; la que sería quizás la imaginación de un hombre, de un silencioso enamorado, de algún amigo, de algún pretendiente incomprendido, de una persona que la amara con todas sus virtudes y también sus defectos, del quien deseara compartir cada instante de su vida y convertirse en parte de ella; de alguien a quien la considerada en todos los días, todas las tardes y noches, la mujer más grande del mundo. La más alta, la más buena, la más bella. La que jamás pudiera ser abrazada, ni dibujada, la que fuera imposible tenerla por siempre en una dimensión que no conociera de días, ni de guerras, ni de asuntos vánales donde los seres humanos de mataran los unos a los otros; un lugar o una época, donde no existieran las tragedias, los chismes o comedia alguna; donde pudiera ser vista, tan ella, que más de un hombre, deseara lo que en sus pensamientos censurados, ocultaran decirle.

Amparo se moría, siendo siempre tan grande y tan bella, tan respetada, suspirada, ansiada por ser olida, vista, por estar entre los brazos de su amado, consumida en cada beso, en un aliento inalcanzable, en una dulce mirada, una sonrisa contagiosa, de una mirada que matara. Ser la musa de los poetas y escritores que le permitiera a estos, ser poseída por siempre, así pasaran las tardes y las noches, las horas y los días; así transcurrieran los equinoccios y los años del siglo; para ser olida y tocado su cabello; para no dejarla ir, ni del tiempo, ni de la noche, ni del olvido; ni de estas líneas que se desvanecen. Para ser abrazada y nunca soltada; para que siempre fuera cubierta del frio, del viento, de esta soledad suya. Para que pudiera compartir un pequeño instante de su corazón.


A las seis de la mañana, antes de que amaneciera, el general Nicolás Bravo paso lista respecto al número de elementos con los que contaba para defender el castillo de Chapultepetl; el censo fue desalentador, apenas doscientos quince soldados de ochocientos cuarenta y dos elementos que habían veinticuatro horas antes; algunos muertos, otros heridos, pero en  el peor de los casos, otros desertores; así mientras Amparo muere en una prisión fría, otros más logran sobrevivir de los cañones, de las balas, de las bayonetas de los soldados, unos mueren y otros luchan, no contra el enemigo, sino para alargar su vida.  El general Bravo no pierde la esperanza y solicita antes de que se libre el combate final, el apoyo inmediato de refuerzos; pues de lo contrario la defensa al castillo sería imposible y la responsabilidad de quienes no lo ayuden, debería considerarse manifiesta. Santa Anna tiene conocimiento del ataque, ordena inmediatamente a los tenientes coroneles Santiago Xicontecantl y José Joaquin Rangel,  el primero de ellos con 400 elementos a reforzar la defensa de Chapultepetl, y el segundo, al mando de 374 soldados, a quedarse en la Calzada de la Verónica, inmóvil, en espera de evitar el avance yanqui. Disposiciones tardías, porque para esas horas, los regimientos de Pillow y Quitman comienzan el ataque.

Son las ocho de la mañana y Amparo aún sigue viviendo; aun respira y sigue sintiendo que del otro lado de la pared se encuentra Jorge Enrique, quizás inconsciente, muerto o pasando por el mismo trecho que esta se encontraba; lejos ambos, separados por un muro que no les rompía vínculo alguno de sentirse necesitados el uno al otro.



Las baterías del enemigo volvieron a intensificarse. Una y otra vez más los cañonazos, ahora más certeros, más directos, más eficaces; una granizada de balas, granadas y bombas detonan sobre el castillo y sus débiles murallas son destruidas cuando los americanos logran traspasarlas, rompen el hornabeque que se encuentra en Tacubaya, ahí se da un intenso combate, quizás el más sangriento de los que se haya dado en la guerra, los soldados mexicanos defienden la posición pero resulta imposible, una y otra bala cae y entre estas, el cuerpo del joven subteniente e ingeniero de artillería de tan sólo dieciocho años de edad, Manuel Juan Pablo José Ramón de la Barrera e Inzaurraga cae batido por las balas, muere como héroe, joven héroe que renunció a su vida adulta en defensa de la patria; los americanos avantes de ese ataque, rompen las indefensas y destruidas trincheras e intentan rodear el cerro.

¡Vienen llegando¡. – es el grito de los cadetes, preparados estos con sus rifles se disponen a defender su escuela, su prestigio, su honor, pero también lo más importante, su patria entera, la memoria histórica de esta guerra, la página más gloriosa del México independiente; los soldados americanos traspasan aquellas mechas y un oficial del ejército mexicano, el ingeniero Manuel Alemán, paralizado de escuchar tantos balazos y observar uno y otro cadáver, nada hace por incendiar las fogatas, los enemigos traspasan las débiles defensas del ejército mexicano; el oficial mexicano no hace otra cosa que huir. La acción fue tan rápida y su distracción e inseguridad tan grave, los americanos ocupan posiciones y las balas de uno como del otro bando, siguen ocasionando daños.

Más de dos mil quinientos soldados americanos traspasan las líneas defensivas del ejército mexicano, a punta de bayoneta, abren paso y disparan respondiendo la refriega de balazos con la que responde el ejército mexicano; ahí se encuentra el Teniente Coronel Santiago Xicontecantl, con apenas cuatrocientos soldados que se baten con los invasores en una lucha de cuerpo a cuerpo; hay desorden, un caos, la lucha es intensa, los cuerpos de los soldados caen; las tropas del general Pillow son superiores en número, al menos dos mil quinientos soldados que se baten con cuatrocientos soldados mexicanos, la orden es resistir – el teniente coronel Santiago Xicontecantl, muestra su espada desenvainada y sin manifestar miedo alguno, ordena a sus fieles soldados responder el ataque; la confusión es caótica, la muerte más aún, los soldados del batallón de San Blas resisten el avance de los americanos, con bayoneta calada intentan resistir pero es demasiado la desproporción, cada uno de los soldados mexicanos mueren batidos al menos por dos o tres soldados americanos que atacan en ventaja, sin refuerzo alguno que los apoye, pues a tan sólo unas leguas, el teniente coronel Joaquín Rangel, aquel militar que dos años antes se levantara en armas para desconocer el gobierno constitucional del entonces presidente José Joaquín Herrera, para aclamar el regreso del general Santa Anna, nada hace para defender a su compañero Xicontecantl – no tengo ordenes de avanzar – mi deber es cuidar que ningún americano cruce la Calzada de la Verónica, resistiré en esta posición – así muera su compañero Xicontecantl, con catorce balazos del invasor y la bandera de su batallón ensangrentada.



El general Pillow logra vencer a los soldados del batallón de San Blas, pues ahí, con sus cuerpos ensangrentados, ganan otra posición de ataque, ahora correspondía estos la subida al castillo de Chapultepetl; pero algunos sobrevivientes del batallón de San Blas siguen con vida, escondidos detrás de los arboles; debajo de los peñascos, un joven de tan sólo dieciocho años,  responde con su arma al invasor, dispara una y otra vez resistiendo el avance de los americanos, estos al percatarse de su existencia, responden de igual forma y acribillan al joven soldado, el cual cae batido a las faldas del cerro, su cuerpo ensangrentado, su boca de sangre, su juventud la de un niño grande, valiente, pero de nombre desconocido, los americanos en sus partes identificarían a ese soldado como si se tratara de un cadete del Colegio Militar, pese no lo era, un joven de nombre desconocido, que después la historia lo bautizaría como Juan Escutia.



De esa forma, las tropas del general Pillow logran vencer la resistencia mexicana y emprenden el ascenso al cerro; pese a las balas que desde arriba caen; Pillow apenas voltea hacía arriba para poder identificar de donde salen las balas, cuando una de ellas, certera lo hiere,  dejándolo tirado en el campo de batalla; en forma inmediata y para no perder la estrategia, el oficial Worth continua la orden de escalar el cerro.

-              ¡Vienen subiendo¡. – nuevamente los cadetes en fila horizontal, disparan una y otra vez, evitando que los invasores suban al castillo; disparan en forma rápida, como si fueran grandes expertos en tino, no tienen miedo, tienen coraje, indignación, impotencia, valor; lucharan al final, aun pese que por otro franco del castillo, el general Quitman avanza por otro lado del castillo, logrando capturar siete piezas de artillería y mil fusiles, así como tomar a varios prisioneros mexicanos, luego de rendirse ante la superioridad de los invasores.

Desde la explanada del castillo, el capitán Domingo Alvarado y el sargento Ignacio Molina pelean junto con los jóvenes estudiantes, quienes ya ponen el ejemplo de cómo debe pelear un soldado de la patria; estos disparan una y otra vez más, con certera puntería, van cayendo algunos de los soldados americanos, los invasores responden también con balas;  la confusión es total, abajo del cerro, el general Nicolás Bravo sigue resistiendo el ataque, ahora con veinte soldados, espera los refuerzos que nunca llegaron y cuando estos llegaron, murieron acribillados junto con su teniente Santiago Xicontecantl; el otro, el oficial Joaquin Rangel permanece inmóvil en la Calzada de la Verónica viendo el desenvolvimiento del combate, sin querer hacer nada; así, sin comunicación ni orden alguna, el general Bravo solicita apoyo y uno de sus mensajeros, quien logra subirse al castillo, para pedir urgentemente apoyo; entonces el capitán Domingo Alvarado sabe que se trata de una orden que debe cumplir, mandato que sin duda alguna, terminara con la vida de algunos de los cadetes . - ¡bajen¡. – es la orden que da el capitán, - ¡bajen¡. ¡Necesitamos refuerzos¡. - Entonces los cadetes, deciden bajar del castillo, por el lado del mirador, la zona más escabrosa del cerro, decisión errónea y apresurada, pues desde abajo, en una posición visible, de francotiradores americanos esperan que los cadetes bajan. Brincan las ventanas el cadete Francisco Márquez Paniagua y recibe una refriega de balas, detrás de éste, le sigue el otro cadete, José Fernando Antonio  Montes de Oca Rodríguez, quien también recibe una descarga de balas que lo tira de la ventana para hacerlo rodar entre las piedras del cerro. Los americanos, siguen disparando a todo aquel que pretenda bajarse, al mismo tiempo, que varios de sus soldados llevan enarbolando, banderas americanas, subiendo ya en forma menos peligrosa, la pendiente del cerro. Sólo cuestión de tiempo para la ocupación del castillo. Con ello el fin del combate; el general Nicolás Bravo entiende que no hay mucho que hacer, entonces decide rendirse. Chapultepetl está siendo ocupada por los enemigos. Es el fin de la independencia. Nicolás Bravo se ha rendido, pero los cadetes del Colegio Militar ¡No¡.

Es ese final de la vida de Amparo; cierra los ojos y vuelve a observar aquellas visiones del lago, la luz y la estrella, que la atrae; no quiere ser jamás olvidada, pero si quisiera olvidarse del mundo entero, de la noticia política, de la vida de sus amigas y de lo que le pasa a la patria, perderse en el sueño otra vez, junto a la presencia de ese hombre amado, de su madre y padre que la espera, morirse para ser suspirada, olida, enterrada entre flores y tierra fresca; para que el poeta enamorado de ella, la recuerde siempre, de día y noche, de lunes a domingo, de enero a diciembre, de cada año de su vida, para estar con ella siempre en algún tiempo, en algún lugar; amparo cruza la línea sin dejar aún el mundo que se despide de ella, entre el ruido de las balas y de otros muertos que también la acompañan. 



El regimiento de Nueva York de los Estados Unidos es el primero en llegar al castillo de Chapultepetl, junto con el las banderas americanas en señal de triunfo; desde ahí, algunos cadetes emprenden la retirada para refugiarse en los dormitorios, pero otros deciden quedarse para esperarlos a punta de bayonetas; ahí está el joven de apenas catorce años, José Vicente de la Soledad Suárez Ortega, al ver el primer soldado americano, utiliza la bayoneta para enterrárselo en el estomago al invasor; los compañeros de éste, al ver lo que hizo el cadete, responden molestos con una refriega de balas, lo rodean después para acuchillarlo con las bayonetas, hasta dejarlo tirado, en medio de un charco de sangre.

Los demás cadetes corren dentro de las instalaciones de la casona, algunos entienden que hicieron lo que pudieron y optan por rendirse, no sin antes de destruir su rifle para no dejárselos al enemigo invasor; Jesús Melgar, o mejor dicho, Agustín María José Francisco de Jesús de los Ángeles Melgar Sevilla sigue con vida, ha disparado una y otra vez, negándose a rendirse y después destruir su arma; importándole poco si alguna bala le priva de la vida o no; continua en esa lucha desesperante, de ver como los americanos, cada vez más, sube en el cerro y entran en los espacios de lo que alguna vez fue su escuela; dispara una y otra vez mas y ve muchos soldados americanos caer; huye a la biblioteca de la escuela, pero sin dejar de disparar, alcanza observar que muchos de los soldados americanos han ingresado a los dormitorios, rompen las puertas, los cristales, tiran los muebles; Jesús huye y se esconde en la biblioteca de la escuela, donde espera fríamente que sus persecutores lo alcancen. Lejos estaban los días, en que Jesús quiso estudiar Jurisprudencia y convertirse en algún funcionario del Supremo Gobierno. En que cortejaba a su amada Fernanda para algún día formar una familia con ella. ¡Pero la vida no le dio esa oportunidad¡. Su joven edad, lo hacían sentir, el más infante de todos los adultos y el más adulto de todos los infantes. ¡Tenía que darse cuenta de su triste realidad. El país que le toco vivir, no le brindaba otra oportunidad, más que seguir el ejemplo de su padrino, de enlistarse al ejército, para servir a la patria. El joven cadete, volteo una mesa para aprovecharla como pequeña trinchera y desde ahí, cargo su rifle, únicamente le quedaban tres balas, sólo tres balas para emplearlas lo mejor posible.



Los soldados americanos aceptaron la rendición de los otros cadetes del Colegio militar, no así, su actitud un poco desconcertante, a causa de la intensa balacera, hacía que continuaran disparando a todo aquel que viera como atacante; muchos de los prisioneros tuvieron que levantar los brazos en señal de rendición, sólo así, los americanos que lograron subir el cerro y por consiguiente, llegar hasta el castillo, recorrieron las distintas piezas del castillo, inspeccionando también cada aula del Colegio, quedando sólo pendiente la biblioteca.

Desde ese lugar y ya atrincherado, Jesús Melgar lloró; después de todo, ¿quién puede entender el dolor de un joven como él?. Si su vida había sido tan corta, pues no le quedaba otra, que morirse de amor?. ¡Morirse de Fernanda¡,  de quererla, adorarla, suspirarla y de cada noche, no dormir por ella; ahora el mejor momento de morirse por ella, era ese, esperar a que los yanquis entraran por la biblioteca y recibirlos a balazos; y así fue, cuando la puerta de la biblioteca se abrió, el joven cadete desde ahí los espero y disparo; uno, dos, tres balazos, un soldado americano cayo, pero los otros cuatro, también dispararon, bala sobre bala, después, las bayonetas con toda la furia, picaron el cuerpo de Jesús, perforándolo una y otra vez más, hasta que Jesús, quedara semiinconsciente, casi muerto. Su sueño estaba casi por cumplirse. Jesús cayó abatido. Para los historiadores, el cadete niño héroe Agustín Melgar.

Las tropas del ejército de los Estados Unidos de América, fueron ocupando cada uno de los distintos espacios del Colegio Militar, primero lo hicieron con el patio principal, después con el mirador, donde pusieron en alto su bandera, las terrazas, el dormitorio, el comedor, la biblioteca, cada una de las aulas; los soldados americanos recorrieron con las armas en la mano cada rincón del Colegio Militar y sus cadetes, tuvieron que rendirse, no sin antes de haber sido detenidos y tratados de la misma forma despectiva, como si se trataran de adultos. ¡Finalmente esta es una guerra¡. ¡Aunque sean simples jovencitos, respondieron como adultos en la hora del combate.



La bandera de las barras y las estrellas se desliza desde el pico más alto de la Ciudad de México, así se ve desde el mirador del castillo de Chapultepetl, desde cualquier punto del Valle de México, la bandera norteamericana y solamente la norteamericana, con sus colores azul, blanco y rojo y aquellas estrellas, era la única a la que había que venerar, la única por la que debía de pelearse en esta guerra, al menos esa fue la última lección que recibieron los soldados irlandeses desertores del batallón de San Patricio, quien cumpliendo la condena, murieron ahorcados en San Ángel.

Finalmente a eso de las 11:00 de la mañana de aquel trece de septiembre, la división del general Pillow había logrado su objetivo de tomar el castillo de Chapultepetl; el siguiente paso, consistiría en destruir las garitas de Belén, Santo Thomas y San Cosme, para entonces ocupar de una vez por todas, la Ciudad de México. Para ello el general Worth, cumpliendo fielmente las instrucciones del general Scott, dividió su tropa en dos secciones, la primera de ellas se encamino por la Calzada de la Verónica y la otra columna, por el Acueducto de Belén, para con ambas divisiones, poder entrar a las inmediaciones de la Ciudad; ahí en la calzada de la Verónica, el Coronel Joaquín Rangel en vez de combatirlo, se da la media vuelta y retrocede a la garita de San Cosme, dejando en el total abandono, la garita de Santo Thomas.

A esas horas el generalísimo Santa Anna enterado de la actividad militar acontecida en Chapultepetl, ordena desde el cuartel de la Ciudadela, ha sostener combate con las tropas americanas, en los Arcos de Belén – ¡Por ningún motivo abandone la garita¡ – Le ordena al general Terres. Debajo de cada arco, yacen escondidos los soldados mexicanos en espera de recibir a los invasores, cargan cada uno de ellos sus rifles y yacen escondidos en parapetos y trincheras improvisadas; esperando en cualquier momento la pelea de cuerpo a cuerpo; pero esta no se da, nuevamente la artillería americana decide salir avante y dispara sobre cada uno de los arcos de Belén, los cuales caen destruidos para siempre, entre piedras y mas piedras, el acueducto virreinal se destruye y los soldados mexicanos, se repliegan a la garita a sostener el combate; otros más mueren enterrados por los arcos que se desmoronan.



Es el fin de la guerra – piensa Santa Anna al montar su caballo y dirigirse a San Cosme para reforzar la tropa mexicana que se encuentra en ese lugar, en espera de librar combate con los americanos provenientes de la Calzada de la Verónica. Mientras cabalga en su caballo, el general piensa en muchas cosas, pero al mismo tiempo no puede pensar en nada; sin importarle que alguna bala perdida lo mate, cabalga sin cesar a todo galope, en compañía de una escolta de por lo menos veinte soldados, que son testigos, de su llegada a la garita de San Cosme, donde lo espera el cobarde del coronel Joaquín Rangel. - ¡Mi general¡. – Cumplí sus instrucciones. Me estacione en la Calzada de la Verónica y repliegue mi retirada a esta garita tan pronto observe que los americanos ocupaban el castillo de Chapultepetl – incrédulo Santa Anna por lo que acababa de escuchar, no pudo creer que el Coronel Rangel hubiera participado en la batalla con o más de 370 soldados en calidad de mero espectador - ¡Que acaso no reforzó a su compañero Xicontecantl - ¿No peleo como le instruí?. – Rangel percatándose del error, miente al general diciendo que resistió a los americanos en los caminos de la calzada, pero que ante el ataque contundente de los americanos, tuvo que emprender la retirada, hasta llegar a San Cosme donde esperaba nuevamente el enemigo. ¡Mentira¡. Ni peleo, ni se retiró en combate. ¡Huyo como vil cobarde¡.

Entre ruidos de cañón, balas y murmullos, Santa Anna escucha a un soldado, informándole que los americanos se encuentran en el puente de Insurgentes, en los Arcos de Belén, pero otro le dice que no es cierto, los americanos ya habían ocupado la garita de Belén.  ¡Confirmado Chapultepetl ocupado¡. El general se percata entonces, que los americanos entrarían a la Ciudad de México por la garita de Belén, librándose el próximo combate en el cuartel de la Ciudadela.

-      No se preocupe general – dice el Coronel Rangel – reforzare esta línea esperando a esos americanos.

Santa Anna confiado abandona San Cosme y se dirige a la garita de Belén. Confiado en que el Coronel, defendería la plaza hasta el final, pero ha decir verdad, el generalísimo volvió a equivocarse y Rangel, tan pronto observó que se fue Santa Anna, emprendió la segunda retirada ahora hasta el Convento de San Fernando, cerca de la Alameda.

Tarde de sangre, balazos, llanto, dos almas en algún calabozo de la Ciudadela muriéndose y el cadete Jesús Melgar, agonizando por la secuela de las balas y bayonetas que recibió, sin poderse todavía morir. Ahí, en Chapultepetl, los americanos continúan recorriendo cada rincón del Colegio Militar, llevándose una sorpresa. Los defensores del inmueble, eran simples jovencitos, hijos de familia, estudiantes del Colegio de Armas. - ¡no hay de que temer¡. – Los Estados Unidos de América será benevolentes con aquellos soldados valientes, hombres patriotas y de honor. Pero en ese momento, el cadete Jesús Melgar no pudo sobrevivir un minuto más, acababa de morir.



La garita de Belén, al igual que las garitas de Santo Thomas y San Cosme, abandonadas; ¿Dónde diablos está el ejército mexicano?. – el general al regresar al cuartel de la Ciudadela, observa que todo el movimiento de las tropas se encuentran agrupadas en la Ciudadela, dejando libre las garitas para la ocupación de los americanos. – Lo que faltaba. ¡Traidores¡. Santa Anna no logra contener su coraje y observa que los americanos estaban ahora combatiendo fuera de la puerta de la Ciudadela. Fuego y más fuego, los ruidos de los cañones siguen estallando y algunos soldados mueren entre la confusión de las balas, la tropa mexicana resiste y los americanos, desisten de ocupar el cuartel de la ciudadela, pero se atrincheran en la Ciudadela.

-      Son unos imbéciles – grita Santa Anna – donde está el general Terres. – el generalísimo logra entrar a la puerta principal del Cuartel donde es recibido por el general Terres responsable de la garita de Belén y ahora en ese momento, refugiado en el cuartel – ¡Es Usted un traidor¡, ¡un cobarde¡ – grito Santa Anna – le dije que por ningún ,motivo abandonara la garita.

El general Terres intentó explicar a Santa Anna porque había abandonado la posición pero fue demasiado tarde; pues el general Santa Anna en presencia de todos, desagravió al responsable de la garita, dándole tres latigazos en la cara,  después le quito las chatarreras y le gritó frente a todos: ¡Traidor¡.

La batalla estaba perdida. La actitud cobarde de Terres de abandonar la garita de Belén, dando con ello libre paso a los americanos y resguardarse en la Ciudadela, resultaba mucho más grave, que no haber apoyado al general Bravo en las inmediaciones de Chapultepetl; mucho más grave que la del ingeniero Manuel Alemán por haberse quedado paralizado al no haber prendido las mechas de fuego y haber atrapado en medio del fuego a los americanos; mucho más grave, que la del Director del Colegio Militar quien abandonara a sus alumnos a la suerte; mucho más grave aún, la del Coronel Rangel quien presenció desde su posición como los americanos ganaban terreno en Chapultepetl a los mexicanos, abandonando cada vez que estos se acercaban, su respectiva posición. La Calzada de la Verónica, la garita de Santo Thomas, la de San Cosme y ahora, el Convento de San Fernando. ¡Así es esto¡. La guerra ahora sí, estaba perdida y México mutilado, como el mismísimo Santa Anna.


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