sábado, 13 de agosto de 2016

CAPITULO 10


Es difícil asumir una vida de la cual, uno tiene que representar ciertos personajes. Ser funcionario del Supremo Gobierno o profesor interino de la Academia de Jurisprudencia no era suficiente para distraerse de las ocupaciones diarias. La vida de Jorge Enrique Salcedo Salmorán, necesitaba experimentar algo diferente, vivir quizás otra vida distinta a la que con cada día se despertaba, dándose cuenta que seguía siendo la misma persona, el mismo burócrata, académico y muy dentro de su profunda e intima soledad, la persona más vil, por momentos tediosa, amargado quizás al grado de sentirse infeliz, al extremo que por mucho que estudiara Jorge Enrique, no podía dejar de sentir esos momentos, en que cada instante de su existencia, le era larga, hueca, lenta, sumamente aburrida y cada vez más melancólica.

Tenía que sentar cabeza. La inmensa soledad en la que se encontraba viviendo, le obligaba encontrar a una mujer que lo quisiera, que viera por él, que no solamente le sirviera la comida de cada día o le preparara la ropa con la que debía de vestirse para ejercer sus múltiples ocupaciones, sino más que una criada a su servicio, necesitaba tener a su lado una mujer. No para satisfacer sus deseos carnales, simplemente, para encontrar aquella parte del alma que le hacía falta.

Quien iba a pensar que dentro de aquella taberna, en la que se iban a emborracharse, los militares, inclusive sus propios compañeros de la oficina; Jorge Enrique podía encontrar a la mujer de sus sueños. ¡Qué pena que en la Academia no estudien las mujeres¡. Si ellas estudiaran Jurisprudencia, seguramente yo me enamoraría de cada una de mis alumnas, podría enseñarles no solamente las leyes que gobiernan la republica, sino también, aquella parte del corazón, por la cual viven y mueren todos los hombres. ¡Que lastima que esa mujer, la hija del escribano no estudie Derecho, si así fuera, podría estar cerca de ella por lo menos una hora diaria, la suficiente para poderla contemplar, sentirla cerca de mi, recordar cada minuto de su invalorable presencia y pedirle, en aquellos momentos en que los alumnos vacían el salón de clases, fuera mi novia.

Al verla todas las mañanas pasar caminando por la Academia, Jorge Enrique se enamoró de la musa que le inspiraba, la muchacha fina, alta, de buenos vestidos, que en compañía de su nana, caminaba como reina. La hija del escribano, ella era la hija de tan abominable tipo, ¡ojala no haya heredado la maldad del padre¡, no sea el ángel Luzbel quien detrás de esa indescriptible belleza, esconda una ángel de maldad. Fernanda, ese era su nombre, podía ser sin duda alguna, una reina, una autentica dama de la cual, nadie absolutamente en la plaza, en la misa, en la alameda, en cualquier parte que la siguiera, podía ver la alfombra roja que pisaba, ni las campanas que repicaban su dignísima persona: ¡Ah Fernanda, si fuera poeta te diría lo que inspiras; si fuera escritor, te escribiría una novela inspirada en ti, para decirte lo tanto que te amo.



Fernanda como cada mañana se disponía a dirigirse a la Catedral Metropolitana. Niña adolescente digna de presentarse a sociedad para que cualquier hombre pudiera cortejarle y pedirle que fuera su prometida. ¡Ese podría ser yo¡. ¿Por qué no?. Después de todo, un hombre como yo, profesionista con un buen empleo y un cierto prestigio en la sociedad, podía aspirar a convertirme en el dueño de su vida. ¡Era de buena familia¡ Una reina como ella, bien podía aspirar a éste humilde siervo, quien podía entregarle su vida entera, para olvidar sus tardes melancólicas, y dedicarse a pensar en ella.

¡Dignísima, ilustrísima, excelsa, honorable, princesa de los hombres terrenales, Emperatriz de la Nueva Tenochtitlán, primer ministra del parlamento, heroína, hija de escribano, lúcida e instruida de los protocolos de Roma, soberana de Aragón, infanta de Madrid, descendiente de la familia Borbón por gracia de Dios y de todos los ángeles, ciudadana honorable y distinguida de las provincias de Guadalajara, Zacatecas, Veracruz y Cuernavaca; colegiala, bachiller, pasante y por que no, futura mujer letrada en leyes, honoris causa por la Real Pontífice Universidad de México¡, - podía decirle eso a su Ilustrísima; podía decirle que le amaba, que dentro de mi inmensa soledad, cada vez que la veía caminando rumbo a la catedral, ilusionaba que fuera alumna de la academia; sería mi estudiante adorada, estimada, predilecta del doctorante en leyes; ¿sería porque no?; la primera mujer abogada, Su Alteza Serenísima, le diría en cada clase Su Señoría; ¡Ah Fernanda¡. ¡En que época nos toco vivir¡. A lo mejor, dentro unos cien años, las mujeres como tu, puedan liberarse de ésta sociedad patriarcal; logren su emancipación total y puedan convertirse en lo que son; auténticas reinas que hagan de éste mundo, más sensible, más humano, mas llorón, más tierno y amoroso; ¡Ah Fernanda¡. Quizás en otra vida, vuelva a conocerte e identificarte como la mujer que amo, a la que sería capaz de entregarle mi vida entera.

Y cada vez que la veía, Fernanda sólo volteaba disimuladamente a verme; en esas horas en que Jorge Enrique ni católico era, tenía que fingir persignarse e inclusive rezar, para estar lo mas cerca posible de su bella amada. ¡Fíjate Fernanda¡. ¡Aquí estoy¡. ¡No quiero inventar la mínima excusa para buscar a tu padre a pedirle una escritura con la única finalidad de poderte ver, tan cerca como ahora estoy de ti, a tan sólo tres bancas de tu hermoso cuerpo, tan intocable, de cristal que cualquier brazo repugnante, podía ensuciar.



Si fueras alumna, si tan sólo la Academia permitiera que mujeres como tu ingresaran a las escuelas; ¡Ah Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana¡. ¡Ahora entiendo esa pasión por el conocimiento¡ que hizo convertirte en monja; si Fernanda fuera como tú, le diría cada una de estas palabras; le diría lo hermoso que eres Sor Juana Inés de la Cruz, aunque fuera el amante que deja ingrata, al que ingrato te deja amante; al que de mi amor maltrata deja constante, al que constante de mi amor maltrata. ¡Fernanda¡, ¡Fernanda¡. Eres tan bella, como lo fue Sor Juana, concédeme la dicha, de escuchar cada una de mis palabras.

Todas las mañanas la misma rutina, caminar por la misma calle, para encontrarte, buscar el mínimo pretexto para que voltearas a verme, aunque fuera un segundo, un pequeño instante en que tu mirada y la mía pudiera cruzarse. ¿Sabrás que existo?. ¿Acaso podrás pensar aunque fuera un breve espacio, que existe un hombre en la tierra que pueda amarte más que yo?. No dudaría que más de uno como yo, pudiera quererte, inclusive ser capaz de sacrificarse a sí mismo para estar contigo, pero te aseguro Fernanda, que nunca nadie como yo.

El domingo pasado, observe desde lejos, como aquel cadete te atestaba, como queriéndote obstruir el paso, me pareció que discutías con él, como si no quisieras cruzar la mínima palabra con él, entonces me vi tentado a intervenir, a pedirle a ese uniformado que te dejara en paz, que no era de hombres, ni mucho menos de aquellos que presumían el honor, acosar a una mujer como el venía haciéndote. Pude haberlo retado a duelo, olvidarme de su investidura de militar y yo de un simple civil; pude haber retado a golpes como cualquier rufián; pude haber hecho cualquier cosa, para salvar tu honra, en manos de tan indigno centinela.

Aquella mañana, al iniciar la semana, luego de disertar en el salón de clases, sobre las distintas teorías de la soberanía, de haber expuesto el concepto aristotélico de la autarquía, que no era más que una categoría ética con la que debía contar la polis, para ser autosuficiente y no depender de nadie;  y que decir, de la majestad o potestad del derecho romano, supremacía del imperio romano sobre cualquier otro reinado; ¡Ah Fernanda¡, quien diablos piensa en las discusiones de Hugo Groccio o de Juan Bodino; o las ideas contractualistas que sintetizaba Rousseau, si el soberano era atributo del monarca, o era una cualidad del pueblo. Para mi, podías ser una reina soberana y hacer que todo el pueblo te venerara a ti; yo sería tu profesor exclusivo y te aprobaría en las cátedras de escribanía y derecho público, acreditándote para ejercer el leal oficio de la Jurisprudencia; te protegería del claustro de docentes, serías cortejada  en cada minuto por algún distinguido catedrático que en todas horas pensara en ti; te nombraría procuradora del rió consulado, pretora de vuestra vida, amparada por sus excelencias los Reyes de España y los al tlatoanis de Nezahualcoyotl y Texcoco; te vería como la mujer benevolente de los plebeyos, reverenda, venerable de los románticos, jerarca de las normas como si fueras la Constitución misma; serías la mejor cortesana del imperio, aprendiz de magíster, doctus de la compulsa y certificación en la notaria de tu señor padre; serías por siempre la musa de todos los poetas, monarca de todas las ilusiones, vanagloriada del poeta anónimo y desconocido, modelo hermoso de todos los retratos y cuadros aún jamás pintados, amante de los deseos prohibidos, dueña de este día de la vida de su servidor y quizás el de mañana; asilada de su dama de compañía; serías por siempre la mujer hermosa hada de los señoríos de Chapultepetl, nieta de los coroneles de la Independiente Mexicana e hija de ninguno de los tenientes de la revolución Francesa, súbdita de Dios y de su señor padre, obediente de su pater familis; mujer amada y acosada por los magisters de la Academia y por algún cadete del Colegio Militar con el quien podría retarme a duelo; imaginarte en la intimidad de tu cuerpo y decirte al oído que eres agradable a la vista de los mortales e inmortales; deleitable, sensual, erótica, fascinante de los bajos instintos, grande entre las grandes, diva entre las divas, vehemente, intensa y vigorosa en el juego de la pelota; amable, gloriosa, enaltecida, ponderada, famosa, eminente, bienaventurada, presuntuosa, lactosa, esplendorosa, apreciada, orgullosa, vanidosa, cortes, encantadora, alegre, complacida, mil veces maravillosa, elogiada, ensalzada, bien apreciada, dama, majestuosa, alteza, serenísima, Reyna: Fernanda.

Podía darte más de ochenta títulos y hacerte reina de algún feudo imaginario; podía convertirme en poeta, dibujante, músico y hasta en escritor, con tan sólo recordarte y escribirte estas líneas;  tenía que decirte en alguna carta lo tanto que me inspirabas, mis pretensiones serias con tuyas, las ganas de iniciar este cortejo tan serio y respetuoso, hasta donde tú mismo lo orientaras. Aquella mañana, luego de haber discutido en la clase, las funciones del Estado, conforme a la teoría de la división de poderes de Montesquieu, de las facultades legislativas, administrativas y jurisdiccionales de los órganos de gobierno; de haber conversado con el alumno Villarejo, sobre la posibilidad de tribunales administrativos; aquella mañana corrí hasta la iglesia para decirte frente a tu cara, lo tanto que te amaba. Que no me importaba si alguna vez había sostenido algún amorío con aquel cadete del Colegio Militar; no me importaba tu pasado, ni los hombres que por ti pensaban; tenía que decirte a ti y sólo a ti, que en mi encontrarías, sino al mejor hombre, si por lo menos, a una persona que día con día trataría de serlo.

Aquella vez, hable con tu nana primero, la convencí insistentemente que te hiciera entrega de esa carta, la cual, la curiosidad te mato para leerla dentro de la misa, no sin antes haberte esperado en la discrecionalidad de tu casa y leer esa declaración de amor por ti.

Señorita Fernanda:
Permítome decirle que de un tiempo a la fecha, he venido siguiendo sus pasos; sabiendo de su existencia; que el día de hoy os la quiero mucho, como el día y de ayer y si me concede gracia, la amare por siempre; perdone mi locura y mis delirios de grandeza a vuestra excelencia, al tomarme el atrevimiento de invocarle cada uno de los títulos que se ha hecho merecedora, las cuales espero oportunidad alguna para recitárselos en su oído; y también dispénseme por cuando el día que me otorgue dicha gracia, no pueda decírselos todos; pero es que no habría folios para poderle decir, lo que representa a su humilde servidor; justificome de la presente carta a causa de mi inmenso cariño, respeto y admiración hacía su digna persona, excúlpeme por siempre de todo crimen que pudo haber cometido, por el sólo grato y bendito hecho de considerarla eternamente:

¡Mi Reyna: Fernanda

Quedo de Vos, su vasallo, súbdito, consejero magíster y futuro doctorante en Leyes: Licenciado en Derecho Jorge Enrique Salcedo Salmorán, su leal amigo y eterno servidor, por los siglos de los siglos. ¡Amen¡

Cuando Fernanda termino de leer la carta, se sonrojo, se sintió muy halagada, había tenido un feliz momento, que ya había dejado de tener desde que su novio Jesús la había abandonado. Discretamente volteó a las bancas de atrás y encontró a Jorge Enrique, totalmente ansioso, curioso de esperar, cual sería la respuesta a tan importante declaración de amor.

Cuando termino la misa, Jorge Enrique corrió al atrio de la Iglesia, esperando pasar a su mujer amada. Al mismo tiempo que Fernanda sacara de su bolsa aquel pañuelo blanco, preparándolo en cualquier momento para dar la señal de que el amor que le profesaba aquel abogado, le sería correspondido. Ya sabía de él, lo reconoció también desde la tarde en que junto con la compañía de un militar, habían preguntado por su señor padre. Sabía que era un hombre de letras quien prestaba sus servicios en el Gobierno; un hombre, sino muy guapo, si por lo menos de una educación notoriamente superior al que podía tener cualquier otra persona en toda la Ciudad. Después de todo no era un mal candidato para reiniciar con el, su vida. Podía quererlo como en su momento lo hizo con Jesús; después de todo, que importaba sus fantasías de conocer hombres más guapos que su pretendiente admirador, si ahora podía encontrar en él, lo que ningún hombre podía ofrecerle.



En el atrio de la Iglesia, se encontraba esperando Jorge Enrique Salcedo, viendo o pasar a todos los asistentes a la misa; viendo desde lejos a los pelados, a los limosneros, a los comerciantes, a las damas en luto, y desde lo más lejos de los pasillos de la iglesia, la silueta de Fernanda, a quien esperaba en los minutos más largos de su vida, en la tan anhelada respuesta que podía enviarle. Si se mostraba indiferente a la carta que le había enviado, lo había ignorado, simplemente le había dicho que no, tendría que hacerse de la idea, que no sería esa mujer con la cual podía reiniciar su vida; sería muy maravilloso que ella hiciera una señal de reciprocidad, pero nada peor podría recibir aquella mañana, que su total indiferencia.

Cuando Fernanda se encontraba a unos pasos de él, quería abrazarla, obstruirle el paso, pararse frente a ella y entablar la primera conversación; era quizás una fantasía muy atrevida, pero que otra señal podía recibir de su amada, que le dijera si a su propuesta de cortejarla.

Entonces cuando Fernanda se disponía a cruzar su camino con Jorge Enrique, saco de su bolsa aquel pañuelo blanco y lo aventó al piso. El pañuelo cayó en señal de que podía existir posibilidades de iniciar un noviazgo con la hija del escribano, Fernanda sólo rió y fingió indiferencia y siguió caminando en compañía de su nana, al mismo tiempo que Jorge Enriquece se disponía a recoger ese pañuelo para besarlo como una importante prenda que le daba la señal de que sería correspondido.

Ya para ese momento, ya no veía el frente de Fernanda, sino su espalda, la cual se iba alejando, al mismo tiempo, que Jorge Enrique sostenía aquel pañuelo, pensando cual sería el siguiente paso.

Sin duda alguna, tenía que hablar con el escribano. Pediría permiso para cortejar a su hija. Fernanda seria su esposa.