Armando Villarejo y Gómez, no solamente estudiaba
leyes en la Academia de Jurisprudencia, sino que además, tenía la fortuna, de
desempeñarse como Oficial Secretario en el Juzgado de Causas Civiles en la
Ciudad de México. ¡No era para más¡, la organización del Poder Judicial en la
joven república, no se encontraba todavía organizada; existían cantidad de
Fueros, algunos todavía sobrevivientes de la época colonial, como era el Fuero
de Hacienda, el Fuero de Minería, el Fuero de Bienes Mostrencos, Vacantes e
Intestados; el Fuero de Acordada; el Fuero Mercantil mismo que por cierto, se
regulaba aún con las Ordenanzas de Bilbao; sin olvidar desde luego, el Fuero de
Guerra, o el Fuero Eclesiástico, entre el que se encontraba dentro de ésta
esfera, el Fuero de la Santa Hermandad, el Fuero de Diezmo, el Fuero de la Bula
de la Santa Cruzada; o el que alguna vez existió, el inolvidable Fuero de la
Santa Inquisición, mismo que le toco procesar a los insurgentes de la
revolución de 1810, Miguel Hidalgo y José María Morelos.
Como olvidar que alguna vez existiera el Consejo de
Indias o el Tribunal Supremo y el Ministerio Universal de todos los negocios
judiciales y administrativos en México y demás países en América. Instituciones obsoletas de la época
virreinal, que no tenían razón de ser; para ello las Bases Orgánicas de
Tacubaya de 1843, reconocía la existencia de la Suprema Corte de Justicia, la
cual a su vez, organizaba el Poder Judicial en juzgados de pleitos civiles y
criminales, regulada la misma bajo la Ley del 12 y 26 de septiembre de 1838,
permitiendo la subsistencia únicamente los de Fueros eclesiásticos, el de
Hacienda, el Militar, el Minero y el Mercantil. Pero lo más aberrante, era que
aún, se reconocía la validez de todas aquellas leyes vigentes hasta antes de
1824, es decir, las leyes españolas que rigieron la época virreinal que no
fueran incompatibles con las nuevas leyes que expidiera el Congreso, más
entretenido éste último por emitir leyes constitucionales y no, las bases
jurídicas que regularizaran la vida cotidiana de los ciudadanos.
Así las cosas, seguían teniendo vigencia, las Siete
Partidas, los Ordenamientos de Alcalá, el Fuero Juzgo o Liber Judicum; leyes
obsoletas, que junto con las Clementinas del Derecho Canónico, o algunos
pasajes del Digesto de Justiniano; seguían aplicándose, inclusive enseñándose
en la Academia de Jurisprudencia. Un derecho rezagado, nada comparado con el
Francés, en su brillante codificación del Código Napoleónico de 1804 o el que
en su momento, intentaron aplicar los oaxaqueños en 1828.
Pero independientemente de este caos jurídico, para
Armando Villarejo, trabajar al servicio del Juzgado de las Causas Civiles y conocer
superficialmente cada uno de esos ordenamientos, era una distinción, un cargo
honorable, un compromiso con la patria; más que un puesto público dentro de la
burocracia gubernamental, trabajar al servicio del Poder Judicial era aspirar a
obtener una reconocida investidura que la de cualquier burócrata del Supremo
Gobierno. Villarejo había entrado a laborar desde que termino su bachillerato y
había decidido optar por la carrera de las leyes, como una forma de realización
personal, teniendo como aspiración algún día convertirse en titular del
Juzgado.
El juzgado contaba obviamente con un titular, el
Señor Don Pedro Manuel Vázquez de Goroyteza, un señor bonachón cuya experiencia
en el ramo jurídico, había sido la de un escribano en el Fuero de hacienda, nada
que ver, su perfil profesional, con los litigios civiles que se ventilaban en
el juzgado. Con el registro de hipotecas o el de propietarios de los bienes
inmuebles. Conocimientos técnicos que el Juez desconocía, cuya vida solamente
dedicaba a las relaciones políticas y sociales, pero no para atender los
constantes litigios que todos los días se ventilaban en el juzgado, donde
Villarejo, no solamente desempeñaba la función de Secretario, sino también, la
de un Juez suplente, cargo que obviamente desempeñaba sin nombramiento, pues
únicamente preparaba y en su caso dictaba las sentencias, en el nombre del
titular del juzgado.
Pero entre todos los expedientes que Villarejo
estudiaba, para preparar la sentencia respectiva, había uno de ellos que le
llamaba la atención. Era sin duda alguno, un legajo misterioso, el cual por
cierto el Juez Vázquez de Goroyteza se lo “había encargado” a Villarejo para
que hiciera las correcciones que fueran pertinentes, no tanto por tratarse de
un asunto del escribano Martínez del Valle, de honorable prestigio, sino porque
trataba de un asunto de una escritura pública, a través del cual, derivado de
un litigio por la propiedad de diversas extensiones de tierra, suscitado por
los CC. Juan Zambrano, Joseph Vehlein, Arthur
Wavell, James Wilkison, James Long, Sthepen F. Austin, así como por las sucesiones
de don Joaquin de Arredondo y también, del padre de la patria Agustín de
Iturbide; representados todos ellos por James Thompson, este se solucionaba a
través de un supuesto “convenio amistoso”, en el que se adjudicaban diversos
títulos de propiedad de extensos territorios al norte de Coahuila, Chihuahua y
la Baja California, nada menos y nada más que al generalísimo Antonio López de
Santa Anna.
-
¡No
entiendo¡ – Villarejo seguía hojeando cada folio de la escritura, lo cual al no
comprenderlo, dudaba por momentos de su intelecto, al no poder entender la
intervención de un juez, tratándose de una “conciliación misteriosa”. – No
entiendo la causa de porque éste juzgado, deba legalizar éste acto. Dudo de la
existencia de ese litigio.
-
¿No
entiende que licenciado?. – respondió el escribano Martínez del Valle. – es un
asunto donde las partes contendientes llegan a la conciliación celebrando una
compraventa, sólo se requiere la intervención de este juzgado en su calidad de
representante del Rey, para sancionar el convenio al rango de cosa juzgada.
-
¿Para
que haga justa y moral ante los ojos de dios, una compraventa indefinida y
además simulada?
-
De
ninguna forma es una compraventa indefinida, ni mucho menos simulada como vos
asegura, pero si le reitero, que independientemente de su errónea
interpretación, es necesaria la intervención de éste juzgado.
-
Aún
con mayor razón Don Alfonso, en este país independiente, no entiendo la razón
de porque debe intervenir este juzgado y validar títulos y leyes españolas, si
ya no existen reyes, ni los virreyes.
-
Cierto
Señoría, pero subsisten aún las leyes que emitieron los reyes españoles, los
cuales confieren a ustedes los jueces, las facultades que en esta vía solicito.
Así las cosas, el Fuero Juzgo es la ley que debe acatar su Señoría.
-
¡Si¡.
Eso no lo pongo en duda, sin embargo, hay que tomar en cuenta, que en toda
Mandato, debe haber un mandante y un mandatario. Si fuéramos todavía colonia
del Rey de España, el mandante sería sin duda Su Majestad y este juzgado, sería
el mandatario, obligándose éste a cumplir con lo que le ordenare su
representado. Sin embargo, resulta que no hay Rey ni mandante, por ende, este
juzgado no puede ser mandatario, ni puede recibir orden alguna de un mandante
que ya no existe.
-
Licenciado,
respeto su erudición en temas que confieso desconocer, pero le aseguro que la
razón de su digna intervención, es la ley misma, la cual es buena, justa,
gobierna la ciudad y la vida del pueblo. Si la ley ordena la intervención de
este juzgado, para convertir a Dios en testigo de la compraventa, debe hacerlo,
porque usted como buen conocedor de las leyes, a ellas debe sujetarse.
Villarejo sonrió, ante un
comentario irónico, si bien interpretativo de la ley, si totalmente ajeno a la
justicia. Aún así, no debía de oponer resistencia a la instrucción que ya había
recibido del Juez titular; más aún, cuando una de las partes tanto del litigio
como de dicha compraventa, lo era el general Antonio López de Santa Anna.
-
Tiene
vos toda la razón. – contesto falsamente Villarejo – la ley debe acatarse como
lo pide; sin embargo Don Alfonso, tengo algunas dudas de esta operación
contractual que aún no logro todavía definir. ¿Es una compraventa?, ¿Es una
donación?, ¿Qué es?
El escribano se sintió un poco
aturdido por la pregunta, no pudo contestarle en forma inmediata, así que
Villarejo con el ánimo de no incomodar al prestigiado escribano, continúo la
conversación.
-
Le
comento esto, porque la extensión de las millones de leguas que describe la
escritura, las cuales dicen encontrarse en el norte de Coahuila y Chihuahua, no
se encuentran perfectamente definidas. Válgame, no existe ni siquiera un mapa
que determine con precisión el objeto de la compraventa. Comprenderá entonces,
la enorme inseguridad que generaríamos para el comprador o el donatario recibir
esas extensiones territoriales, sin saber, si estas pertenecen a los que dicen
ser dueños de la mismas. Pienso yo, si en verdad, el dueño de esas tierras, no
es la Santa Iglesia Católica. Recuerde que los hombres no podemos disponer de
los bienes de la Iglesia, que son los bienes de dios.
-
De
ninguna manera Su Señoría, esos terrenos no son propiedad de nuestra Santa
Iglesia. No tendría el atrevimiento de pecar en un robo de esa magnitud, ni
mucho menos Su Alteza el general Santa Anna tendría el atrevimiento de
arrebatarle, ni siquiera una pulgada, a los bienes de Dios.
-
¡Claro¡. No dudo del general Santa Anna, héroe
nacional que por desgracia, no pasa por un buen momento. Sin embargo, estoy
preocupado aún más, porque el beneficiario de esta operación contractual no se
encuentra libre.
-
Lo
entiendo licenciado, pero creo que el Juez Don Pedro Manuel Vázquez de
Goroyteza le ha explicado la peculiaridad del caso.- Entonces la voz del
escribano fue mucho más enérgica, como haciendo notar al Secretario Villarejo,
que no estaría dispuesto a discutir cuestiones jurídicas propias de los hombres
de la academia; se trataba por lo tanto de una orden política que tenía que
acatarse. Obviamente que Villarejo
entendió la “peculiaridad del caso”.
-
No
se preocupe Don Alfonso. Créame que estas preguntas tienen como objeto proteger
a Su Alteza de cualquier impugnación o pleito que se le hiciere a su persona.
-
Que
bueno que lo comprende licenciado, por eso os pido discreción con este asunto.
Vos entiende. En estos momentos no es conveniente que se sepa de este negocio;
no es que sea ilícito, simplemente, dada la época política en la que vivimos
podía a prestarse a muy malas interpretaciones.
Justamente acababa de decir
estas palabras el escribano, cuando en el local del Juzgado entraron el Oficial
Gaudencio y otros dos soldados más. Como si buscaran a una persona en el
juzgado o quizás, haciendo una aparición sutil que demostraba, la fuerza que
podía tener la instrucción de legalizar ese contrato.
-
Por
supuesto que entiende don Alfonso. Tenga la plena seguridad que de este asunto,
no saldrá nada a la luz pública.
-
Mucho
se lo agradecerá el general Santa Anna Señoría.
El escribano en tono burlón
recogió algunos documentos de aquel legajo, después le dijo.
-
Licenciado
Villarejo. ¿Es usted muy joven para ser juez suplente?. ¿Podría ser Magistrado,
¿No le gustaría?.
-
Obviamente
don Alfonso.
-
Muy
bien, cuando asiente su razón y los sellos del juzgado en el nombre de Dios y
de la patria, sobre cada una de estos folios, tenga entonces la seguridad que a
la primera oportunidad que tenga, le informare al general Santa Anna sobre los
excelentes servicios que le ha proporcionado, entonces se sentirá halagado de conocerlo.
El escribano le extendió la mano a Villarejo, quien
tratando de simular su enojo, le correspondió el saludo, maldiciéndose este
último, el servir como vil instrumento de un acto vil de corrupción,
sirviéndole a los intereses de un hombre oscuro y nefasto como era el
escribano.
Entonces pensó tantas cosas Villarejo, lo primero
que hizo fue ver las paredes de aquel juzgado, realmente grises sus ladrillos,
sus calendabros, sus escritorios; pensó entonces estar en otro lugar, lejos de
ahí, quizás en una oficina más digna, decorosa, con muebles de fina caoba y
metales preciosos. Podía ser magistrado, dejar de ser en un simple trabajador
del juzgado al servicio de Don Pedro Manuel Vázquez de Goroyteza, que ni
siquiera abogado era, y poder convertirse, en un importante jurista. No había
porque complicarse la vida, sólo se trataba de asentar una razón, una especie
de sentencia, a través del cual, en el nombre de dios y de la patria, se
convalidara ante los ojos de la divina providencia y de la nación mexicana,
aquel oscuro y absurdo contrato con el que se daba fin a un litigio simulado,
de cuya suerte principal no solamente eran las millones de leguas cuadradas al
norte de la republica, sino también, la nada despreciable cantidad de cuatro
millones de pesos. ¡Cantidad que por cierto, no tuvo el atrevimiento Villarejo
de preguntarle al escribano, donde estaban depositados.
Cuando el escribano Alfonso Martínez del Valle, se
disponía abandonar el juzgado, éste fue abordado por el oficial Gaudencio,
quien lo detuvo del brazo y al rodearlo con otros dos sofaldados le dijo -
¡Sígame¡.
El escribano se sorprendió de esa forma de tratarlo,
no sabía absolutamente, porque estaba siendo arrestado por aquellos militares.
No sabía si era un acto intimidatorio o era una muestra de falta de cortesía
hacía su persona. Entonces pregunto:
-
¿De
qué se trata?.
-
Usted
acompáñeme y no pregunte. – respondió severamente el oficial Gaudencio.
El escribano cruzo la calle acompañado de esos tres
militares, para abordar aquel carruaje negro, donde se encontraba esperándolo
un militar influyente. Era el Coronel Yáñez.