- Vengo resuelto hacer triunfar mis ideas, estoy
determinado a no perseguir a nadie por los hechos anteriores, pero también
comunico a vosotros, que he de fusilar a cualquiera que me salga paso para
oponérseme, sea arzobispo, general, magistrado o cualquiera otro. – Reitero el
general líder de la revolución Mariano Paredes Arrillaga, frente al general Gabriel
Valencia Presidente del Consejo y los demás miembros de la Junta Militar como
miembros de la autoridad legítima. Cuando todos ellos cabalgaban, de la Villa
de Guadalupe rumbo a la Ciudad de México.
La revolución había triunfado, el primer día de
enero de 1846, la ciudad se encontraba ocupada bajo el mando de la tropa leal
al general ex Jefe de Departamento de Jalisco, quien junto con el Plan de San
Luís Potosí, había prometido, iniciar una gran transformación política y social
para todo el país. Llamar a la nación sin temor a las minorías turbulentas,
volver a las clases productoras su pérdida influencia y de dar riqueza, a la
industria y al trabajo la parte que le corresponde en el gobierno de la
sociedad. Convocar a una asamblea revestida de toda clase de poderes, el clero,
la milicia, los profesionistas literarios, los comerciantes, industriales,
agricultores, todos ellos representados en un cuerpo soberano, decidido a
cuestionar inclusive porque no, el cambio de forma de gobierno, a la monarquía.
Había que hacer una entrega pacifica de la Ciudad de
México. El general Valencia Presidente el Consejo y también Secretario de
Gobernación, Relaciones Exteriores y Policía, tenía la encomienda de que las
Bases Orgánicas que regían al Supremo Gobierno, pudieran adoptarse al Plan de
San Luis, sin romper con ello el orden constitucional, ni tampoco la nueva
proclama revolucionaria. En esa tesitura, seguiría siendo él y nada más él, el
Jefe de Estado, el único encargado de hacer posible que la nueva revolución se
pudiera llevar a cabo, sin romper con la paz y el poco orden público que
todavía se alcanzaba a percibir en el país entero.
Sin embargo, nada parecía importar a la junta
revolucionaria; pues aquella mañana del viernes dos de enero, se fijaron en las
esquinas de cada calle, el siguiente letrero. “Hoy debe entrar en esta capital
el E.S.D. Mariano Paredes Arrillaga, con el ejército de su mando. Lo que se
pone en conocimiento de los vecinos de esta ciudad, excitándoles á que adornen
el exterior de sus casas y hagan en aquel acto las demostraciones que dicten su
patriotismo.”.- Había que advertirles a los vecinos de la Ciudad de México, que
el nuevo gobierno revolucionario, no vacilaría como el de su antecesor; con él
habría orden, la defensa de la soberanía nacional y la prosperidad que la
patria reclamaba.
Mientras el ejército revolucionario entraba a la
ciudad de México, desfilando por la calle de Donceles, el repique de las
campanas de Catedral no cesaban de sonar; al frente de la columna el general
Mariano Paredes Arrillaga, montando su caballo en forma gallarda, mostrando al
público que pese a su avanzada edad, sería él por su capacidad y valiente
patriotismo, el único hombre capaz de asegurar la paz, el orden, el progreso y
la defensa digna del país, ante la amenaza yanqui.
Véanme cabrones jijos de la chingada. Así cabalgaba
el general. Ahora si llego un gobierno de a de veras. No como el de ese Santa
Anna que es un pinche puto, o el de Herrera que es un reverendo pendejo. Mi
gobierno, será un autentico gobierno de salvación nacional. Constituiremos el
país hacía un nuevo modelo político. Cesaremos al Poder Legislativo y Ejecutivo
por no haber correspondido a los deseos y exigencias de la nación, ni la
dignidad de su nombre, ni procurado la integridad del territorio. Habrá una
Junta de Representantes que yo mismo designare, para que se sirvan nombrar
presidente interino, en lo que se convoca a un Congreso extraordinario, donde
jurara el próximo presidente. Mientras eso ocurre, tendré todas las facultades
conforme a las leyes vigentes, las cuales podrá obrar fuera de ellas con el
único fin de preparar la defensa del territorio nacional, salvaguardando
siempre las garantías establecidas por las leyes.
Me parece bien general, estableceremos la
responsabilidad ministerial ante el primer congreso constitucional, pero en el
entendido de que nuestros actos no serán revisables en ningún tiempo. El
próximo congreso se constituirá en cuatro meses, sin tocar ni alterar los
principios y garantías de los regímenes anteriores. Conservaremos al Consejo y
destituiremos a todos aquellos que no apoyaron la revolución, empezando por ese
Arista, que pretextando defender el territorio nacional, no pudo ocultar ni
renegar su servilismo a Santa Anna, desconociendo en gran llamado que hacía su
Señoría.
- ¡Al general Mariano Arista¡. – Si a ese pinché
Arista saldrá a lamerle los huevos a su patrón Santa Anna. Lo removeremos de la
comisión expeditiva del norte y designaremos a uno de nuestros hombres, de
mayor confianza, firmeza y experiencia que ese cretino.
Este nuevo manifiesto, argumentaba Valencia en su
calidad de Presidente del Consejo, garantizaba “el cambio sin ruptura”, la
constitucionalidad del régimen con el triunfo de la revolución. Su legitimidad
sería avalada por los ex senadores del Congreso don Ignacio Ormaecha, don José
Gómez de la Cortina y don Melchor Álvarez quienes suscribirían el nuevo Acuerdo
político. También los generales Isidoro Reyes, Vicente Filisola, Nicolás Bravo
y nuestro excelentísimo y gran patriota, Juan Nepomuceno Almonte, harían lo
mismo. Llegaría la hora de la reconciliación, que a nadie, absolutamente a
nadie, se le perseguiría por sus opiniones políticas anteriores.
-
¿Lo
entiende licenciado? – pregunto el Oficial Gaudencio, el primer día en que el
general Paredes Arrillaga entrara a la oficina del Palacio Nacional.
-
¡Si¡.
Entiendo que el nuevo régimen respetara las garantías de sus gobernados. -
respondió el licenciado Salcedo.
-
¿Qué
piensa hacer ahora?.
-
Creo
que renunciare. No simpatizo con el general Paredes. Ni creo que sea hombre de su entera
confianza.
El día cuatro de enero, el general Paredes Arrillaga
prestó juramento ante la Junta de Representantes reunida en la Cámara de
Diputados. ¡Válgame dios¡. Un gobierno usurpador protestando ante un congreso
también usurpador. ¿Y nadie dice nada?. En este país puede pasar ocurrir
cualquier otra cosa infame y nadie, absolutamente nadie, dice nada.
El hijo del gran insurgente José María Morelos, don
Juan Nepomuceno Almonte hombre patriota sin duda alguna sería el nuevo ministro
de guerra. Aunque bien, en un momento en que el país podía estallar en guerra,
no se sabía si era conveniente tener en dicha cartera a un estratega militar o
un diplomático de la talla del ilustrísimo ministro. No podría decirse lo mismo
de Castillo y Lanzas para ocupar el puesto de Secretario de Relaciones, ni
tampoco del Ministro de Justicia Luciano Becerra, obispo de Chiapas, tipo
conservador que no daría a pie la innovación de cualquier ideología liberal
republicana, estando en la plena seguridad de que censuraría las obras de
Montesquieu y Rousseau, así como cualquier otra
doctrina contractualista o federalista, para poner en su lugar, el
catecismo entero y los dogmas de Santo Thomas de Aquino, para vivir por
siempre, en la monarquía absoluta.
Ante tantos cambios en el Supremo Gobierno –
“usurpador” - el licenciado Jorge Enrique Salcedo estaba dispuesto a presentar
su renuncia, cuando fuera llamado personalmente por el general Paredes
Arrillaga, quien ya para esas horas se encontraba despachando en su nueva
oficina, de Presidente de la República.
Jorge Enrique supuso que la entrevista sería para
solicitarle su renuncia al cargo. Era obvio. Detrás del general existían otros
colaboradores más, quienes desde años antes estaban esperando la oportunidad de
colaborar en forma directa con el titular del poder ejecutivo. Además la
revolución triunfante les daba ese derecho; eran ellos ahora los que tenían el
derecho no solamente de gobernar el país, sino también de administrarlo.
Después de pensar eso, dejo su oficina y se dirigió al despacho del Presidente.
-
Buenas
tardes Señor Presidente. – dijo Salcedo al ingresar a la oficina del general
Paredes Arrillaga, ahora presidente de la república.
-
Pásele
licenciado. – respondió el general Paredes Arrillaga con un tono de voz seco y
recio.
-
¿Me
llamaba Vos?.
-
Así
es, siéntese licenciado. – el despacho presidenciales mostraba oscura, sin
embargo el escritorio presidencial seguía en el mismo lugar donde lo había
dejado su antecesor, desde ahí sentado, a la penumbra, se veía esa efigie de
aquel señor anciano, con el temperamento y el porte de un hombre fuerte,
orgulloso y por momentos, engreído – lo he mandado a llamar, porque quiero que
me informe cual ha sido la situación en que me ha dejado el despacho el general
Herrera; creo yo, que Usted, por sus años de trabajo en esta oficina al
servicio de la presidencia del Supremo Gobierno, es la persona indicada para
darme un informe respecto a los asuntos que se quedaron pendientes.
-
General
Paredes – respondió Salcedo, acentuando la expresión general digna de un
militar, no de la investidura de quien ostente el cargo de Presidente de la
República. – la principal prioridad que urge en este momento, es cubrir las
rentas de los empleados públicos del poder ejecutivo. Los pagos de los
empleados se encuentran en espera de la ratificación que se sirva hacer de los
colaboradores que se sirva Usted designar, así como también de aquellos que
designen sus colaboradores directos. La otra prioridad, de la cual se
condiciona desde luego el pago de los emolumentos a todos los empleados
públicos, es la posición de nuestro país, respecto al problema político que se
tiene con los Estados Unidos. Esto implica la compra inmediata de parque para
los miembros del ejército.
-
Sobre
ese último punto, no habrá cambio alguno, continuaremos con la misma posición
de mi antecesor. No reconoceremos la anexión de Texas a los Estados Unidos; así
que licenciado, estaremos preparados para afrontar la guerra que se avecina. Y
por lo que se refiere a los cambios que haré a mi gobierno, esos serán
fundamentales en esta nueva reconstrucción del país.
-
Si
ese el caso, me pongo a su entera disposición para lo que Vos designa proveer.
– de esa manera, Jorge Enrique otorgo al general Paredes poder amplio para que
lo ratificara o lo removiera del cargo.
Un profundo silencio invadió la
oficina presidencial, esperando que en cualquier momento el Presidente de la
República tomara la iniciativa de solicitarle la renuncia al licenciado
Salcedo.
-
¿Cuál
es su función aquí?. ¿Qué es lo que hace?.
-
Soy
una especie de escribano del Presidente. Ejecuto lo que se me ordene. Vos pide
algo y soy el encargado de que sus mandatos se acaten. Redacto epístolas,
decretos, bandos, oficios. Asimismo coadyuvo con cada uno de sus Ministros para
auxiliarlos de la misma forma que lo haría con Vos, ejerciendo no solamente
como escribano sino también como abogado y si su confianza lo permite, como
secretario particular, consultor y consejero.
-
¿Desde
cuándo esta aquí trabajando?
-
Desde
el año de 1843, llegue con el general Antonio López de Santa Anna;
posteriormente fui ratificado por el general José Joaquín Herrera.
-
¿Es
partidario del general Santa Anna?.
-
Al
general Santa Anna le guardo consideración y sumo respeto de quien fuera mi
jefe. Pero no soy partidario de los asuntos políticos partidistas. No sigo
consignas ni de él ni de nadie. Me declaro desinteresado de los asuntos
políticos que atañen al país.
-
El
general Santa Anna y yo somos viejos conocidos, hemos tenido diferencias de
fondo, pero ambos coincidimos en nuestro amor a la patria. Pero dígame
licenciado. ¿Por qué esta usted aquí?
-
Estoy
aquí porque considero que la persona que ostente la dignidad en el cargo de
Presidente de la República, así como los ministros plenipotenciarios que lo
acompañen en su encomienda, requieren de todo el apoyo intelectual, logístico y
hasta jurídico, que mi humilde persona puede proporcionarles.
-
¿En
que podría consistir ese apoyo que refiere?.
-
Vera
Usted general.
-
Presidente
de la Republica, ciudadano Presidente. – corrigió el General en forma pedante.
-
Perdone
Vos, Ciudadano Presidente de la Republica, las funciones de su servidor en esta
oficina son muy amplias, quizás no tan importantes para un ministro de Guerra o
de Relaciones Exteriores como lo que se requiere en este momento, pero soy una
especie de ama de llaves, un fiel consejero, considéreme una especie de siervo
para sus servicios personales.
-
¿Dónde
está el dinero?. –
-
Perdone,
no escuche.
-
Donde
está el dinero, necesito dinero para poder desempeñar mis funciones. ¿Quien
guarda el tesoro nacional?
-
Las
arcas de la Nación se encuentran dentro de su oficina, detrás de ese cuadro;
ahí tendrá los recursos con los que cuenta la nación para afrontar los
problemas que Vos ya conoce.
-
¿Cuanto
dinero es?
-
Desconozco
ese dato ciudadano presidente, esa cantidad la maneja el Tesorero nacional don
Antonio Esnaurrizar quien podrá darle la información que solicita, sin embargo
si le advierto que la cantidad que hay en las arcas nacionales resulta
insuficiente.
-
¿Insuficiente
para que?
-
Insuficiente
para pagar las rentas a los empleados públicos, para poder adquirir parque y
dotar a nuestro ejército de mejor armamento y municiones, inclusive hasta de uniformes
y demás utensilios propios del arte militar; ese dinero resulta también
insuficiente para mantener la infraestructura mobiliaria que requiere la
municipalidad, verá se necesita alumbrado público, continuar con algunas
guarniciones, empedrado de calles y decoración de las oficinas; se necesita
además – interrumpió bruscamente el general Salas.
-
Los
empleados públicos no recibirán por el momento, su respectiva renta, así que
por eso no se preocupe.
-
General…¡perdón¡,
quise decir ciudadano Presidente. Permíteme si así me lo concede, advertirle
que no se pude dejar de pagar las rentas a los empleados públicos, de hacerlo
estaríamos orillándolos para actos de corrupción y pillaje que tanto detesta la
ciudadanía; además…
-
Licenciado
resérvese su opinión para otro momento, necesito el dinero, así como también,
destine una renta mensual al personal que me escolta.
-
Como
vos ordene; el pago de la renta por los soldados que lo escoltan supongo que
será el mismo que el que se destinaba a la guardia presidencial.
-
¿Cuánto
era lo que les paga.
-
Dos
pesos mensuales.
-
Págueles
diez pesos.
-
¡Diez
pesos¡.
-
No
mejor quince pesos,.
-
Perdone
general, pero la dieta que me concede el Supremo Gobierno es de doce peses al
mes y lo que Vos propone para cada uno de los guardias, rebasa ese monto;
tomando en consideración y sin menospreciar, las funciones de un centinela con
las mías.
-
Licenciado,
designe esa cantidad a cada uno de mis guardias, son buenos muchazos que así se
lo merecen y que nunca me traicionaran, por lo que se refiere a su salario,
veré si es un buen siervo como dice, para autorizarle quizás el doble o el
triple de lo que actualmente gana.
-
Como
Usted ordene.
-
Autorizo
también para que con dinero del erario público, se pueda adquirir mejor
uniforme a los miembros del ejército.
-
Tendríamos
en primer lugar, salvo que usted me instruya lo contrario, saber con cuantos
efectivos contamos por el momento; al menos le advierto que al norte del país,
se encuentra las filas de nuestro ejército, esperando en cualquier momento sus instrucciones
para el ataque o la defensa de Texas.
-
Nuestros
soldados sabrán aguantar el relevo que viene; ese generalito Arista lo
retiramos del mando de las filas y mandaremos a uno de mis hombres de suma
confianza y por lo que se refiere a los soldados del norte, yo creo que sabrán
esperar la ayuda que por en su momento le mandaremos.
-
Entonces
el dinero que para uniformes solicita a los miembros del ejército no son para
ellos.
-
Por
supuesto que no licenciado, son para los soldados de mi guardia y para aquellos
regimientos que yo considere necesario acondicionarlos.
-
Pero
los soldados del norte requieren ese apoyo.
-
Los
soldados del norte serán en su momento reforzados por los que en mandaremos,
además que yo sepa no les falta nada, sino, no hubieran resistido tanto tiempo.
-
Ciudadano
presidente, el apoyo a nuestros soldados es indispensable, solicito su
comprensión…
-
Por
eso mismo licenciado, usted comprenderá que la tropa de un ciudadano presidente
debe estar equipada para cualquier ataque, de sus enemigos y más de un tipo
como Vos.
-
No
entiendo esa afirmación.
-
Yo
si entiendo licenciado, Usted no es leal al gobierno porque cuestiona mis
decisiones.
-
Perdone
ciudadano presidente, nunca ha sido mi intención ofenderlo, únicamente me tome
el atrevimiento de sugerirle algunas notas que como conocedor de las
necesidades de esta oficina conoce.
-
Escuchare
sus opiniones cuando yo lo solicite, por el momento solicito que se reserve de
ellas y que apoye la nueva causa popular que encabeza el nuevo gobierno que yo
presido.
-
Como
vos ordene.
-
Solamente
una última instrucción.
-
La
que Vos diga.
-
Me
decía que su renta es de doce pesos mensuales.
-
Así
es.
-
Muy
bien, redúzcase el salario a la mitad, que sean seis pesos al mes.
-
No
entiendo la reducción.
-
La
austeridad del nuevo gobierno requiere ese esfuerzo de sus empleados. Será sólo
por unos meses, hasta en tanto acuerde con mi secretario de hacienda; para
poder estudiar que propuesta hacendaría debamos tomar en cuenta para enfrentar
la guerra.
-
Ciudadano
presidente, le recuerdo que su antecesor el General Herrera solicito al
Congreso la aprobación de un préstamo adicional hasta por quince millones de
pesos, con la garantía de hipotecar algunas de nuestras propiedades.
-
Olvídese
de esas pendejadas. No solicitaremos ningún crédito adicional con ningún banco,
no creo que haya necesidad. Los recursos los obtendremos de lo que se sirva
prestar su Inminencia el Cardenal; o bien, de ese prestamista indigno llamado
Antonio Esnaurrizar.
-
Se
refiere al Tesorero
-
Me
refiero al prestamista que se ostenta como Tesorero. No es más que un ladrón
del tesoro público, autor del monumento erigido a Santa Anna y quien se ofreció
ante mí, prestarme el dinero que resultare necesario.
-
¿Solicitara
un préstamo a don Antonio Esnaurrizar?.
-
No
por el momento, pero si en cambio lo destituiremos de la magistratura ocupa. No
es bueno para este gobierno revolucionario contar entre sus empleados con
personas tan inmorales y corruptas. Nombrare en su lugar a mi mago don Pedro
Fernández. Hágame los oficios necesarios para esta nueva designación.
Enrique Salcedo no daba crédito
de aquellos minutos que estaba viviendo, ahora esperaba una instrucción
aberrante como las demás que ya había recibido.
-
¿Tendremos
por el momento con algunos mil pesos?.
-
Si,
son las rentas públicas para pagar el cuerpo de celadores de mercados y vía
pública. – contesto Salcedo.
-
Muy
bien, ya dije que los empleados nos aguantaran el pago, existen otras
prioridades; entrégueme o dígame donde esta ese dinero para que pueda disponer
de el.
-
Detrás
del cuadro que esta a espaldas suyas, está el dinero del fondo de ahorro. Puede
disponer de el cómo vos disponga. La combinación de la caja fuerte se encuentra
en un sobre amarillo, que obra en el cajón de su escritorio.
-
Muy
bien. Licenciado.
Salcedo se iba a retirar en ese
acto, cuando el general Salas le ordeno.
-
¡Aun
no se vaya¡
-
Vos
perdone.
-
Esos
mil pesos, se los entregara al ilustrísimo don Lucas Alemán.
-
Don
Lucas Alamán.
-
Claro,
mi gobierno apoya la cultura y la libertad de expresión. Un nuevo México
construiremos, que mejor que apoyar la verdadera opinión crítica que requiere
ese país.
-
Como
vos ordene ciudadano Presidente.
El general Salcedo saco del
escritorio aquel sobre que contenía la combinación de la caja fuerte.
-
Espero
que mi colega el general Herrera me haya dejado dinero.
El general Salas abrió la caja
fuerte sin poder disimular la gran sorpresa de encontrar monedas de oro, plata
y billetes. Era el fondo de ahorro.
- Este país cambiara licenciado
– tomo algunas bolsas que por su peso, denotaba dinero en oro – este país
cambiara. ¡Os juro que cambiara¡.
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