Los gallos anunciaron un nuevo
día. Los rayos del sol alumbraron aquellas ventanas, con las cuales James
Thompson había tomado mucho aquella noche. Beso a su compañera de cama, con la
que amanecía de un tiempo a la fecha todos los días, la que había dejado de ser
en la mujer de todos, simple prostituta, para convertirse ahora en su única
mujer. Su único cliente, su dama de compañía, su confidente, su amiga dentro y
fuera de la cama, todo lo que una mujer podía ser para un hombre; atenta,
amable, tierna, amorosa; todo, menos su esposa.
Ahí estaba ella durmiendo. Con
su cabello suelto y brillante; así como con su cuerpo desnudo, sus brazos, sus
piernas, sus dedos, los que podría identificar cada rincón del mismo y hacerse
pequeño y perderse con ella en la placentera tiniebla que hacía perderle su
conciencia, su raciocinio, sus principios éticos y morales. Supo muchas cosas
de ella. La más sorprendente, era saber que aquella mujer a la que conoció en
un suburbio en el barrio de la Merced, fue en algún tiempo monja en algún
convento. ¡No era posible¡. ¿En qué momento una mujer dedicada a la vida espiritual
pudo convertirse de un día para otro, en una mujer materialista?. ¿En qué
momento – se preguntaba Thompson – una mujer renuncia a sus virtudes y a su
estado de gracia, para aceptar lisa y llanamente, todos los vicios que implica
la desgracia?. - ¡El placer¡. … la risa, la carcajada, la alegría, la euforia,
el gusto de experimentar sensaciones prohibidas, de sentirse libre y jamás
atada por ningún hombre; de prolongar una vez más esa agradable sensación del
frio y sudor, debajo de las sabanas de una cama. Ella toda su vida quiso ser quien
ahora quería ser; le hubiera gustado ser la gitana que alguna vez fue su
abuela, para leer la palma de las manos y adivinar el futuro de las personas,
viajar y conocer lugares, bañarse en el río y adentrase en las cuevas, subirse
a los cerros, a los árboles, a los techos de los molinos; Guadalupe era
intuitiva, sabía leer el cigarro y el café; interpretaba los sueños, de vez en
cuando escuchaba voces o tenía visiones,
podía leer la mente de James Thompson y saber sin equivocarse, el motivo
por el cual se encontraba radicando en México. ¡No era la guerra contra
México¡. Thompson buscaba algo más. Algo que no sabía si podía encontrarlo, no
al menos sin su ayuda.
-
No
te imagino rezando en un convento. – comento Thompson.
Guadalupe sólo se río. Ella
tampoco se imaginaba a ella misma, haber soportado una vida de encierro, de
prohibiciones. Después de todo, la vida no tenía que seguir siendo así de esa
manera tan monótona y aburrida, sin sentido ni misión alguna. Guadalupe no
tenía que soportar al padrastro alcohólico que cada mañana la violaba, ni
tampoco al hipócrita sacerdote, que de vez en cuando la llamaba al
confesionario, para encerrarla y obligarla hacer actos inmorales con sus
genitales. ¡Claro que no se imaginaba haber llevado una vida así. Entre la
hipocresía de los sacerdotes, que se flagelaban cada vez que fornicaban en la
oscuridad de los túneles, donde nadie los viera, ni siquiera la luna para que
ningún testigo, ni menos dios, los acusaran de brujería; encerrados en pasillos
profundos y secretos, donde se guardaban muchos secretos que nadie en este
país, ni en el mundo entero debían jamás de enterarse. Ella había renunciado a
su vida religiosa, porque no tenía vocación religiosa para ello, o mejor dicho,
su vocación no era la de una creyente católica. Ella desde pequeña había
aprendido a venerar a dios, pero no aquel que los sacerdotes católicos le
inculcaron, debajo de las cúpulas de sus templos, de las imágenes, las estatuas
y de las sotanas que vestían; ella había aprendido a conocer a dios, en cada
rincón del bosque, de los árboles, en el
canto de los pájaros, del ruido que hace el agua al pasar por el río, de las
hojas que pisaba con sus pies desnudos, de sentirse desnuda y tocar el pasto,
la tierra, el agua, el fuego; de sentirse parte de un todo, no de la fornicación
de un hombre ni del otro, saberse parte de un todo que giraba alrededor de
ella. Era difícil de explicar. No podía encontrar las palabras precisas para
definir cuál era su concepto de dios. Lo que si estaba segura, es que si ella,
hubiera tenido otra vida, la hubieran quemado por bruja.
¡Thompson rió¡. Una mujer
prostituta que alguna vez había sido monja, no era nada común. Además de
complacerle sexualmente en la cama, le complacía el oído con esas historias
asombrosas de brujas y chaneques en el bosque, diablos y jinetes sin cabeza que
se aparecían en los caminos; ella juraba y perjuraba que los había visto, que
le había ocurrido a ella directamente o que algún familiar suyo, se lo había
platicado. Si caminas sólo por el bosque, apareces rodeada de niños que se ríen
de ti. Niños que salen de la nada; si te pierdes en la noche, escuchas el
llanto de la llorona, una mujer vestida de blanco y de cabello suelto, que te
lleva al río, para perderte y ahogarte en el agua. ¡Te juro que es cierto¡. Cuando
la oyes gritar desde lejos, es que se encuentra cerca y la alcanzas a escuchar
que te grita de cerca, realmente se encuentra lejos.
James Thompson siguió
escuchando con atención las historias de Guadalupe; eran muy comunes en México
el escucharlas. No había quien en ese país que no hubiera tenido una
experiencia con lo sobrenatural. Todos juraban haber visto alguna vez al charro
negro, a niños grotescos, mujeres que lloraban por la pérdida de sus hijos,
jinetes sin cabeza, mujeres con cara de caballo, lucecitas en el bosque que
aparecían y desaparecían, sobras misteriosas, hombres que se convertían en
animales; muchos mitos, fantasmas, brujas, duendes. País de gente fantasiosa
cuya creencia en la muerte y en la vida después de la vida, era posible. Todos juraban
haber soñado o contactado, platicando o visto algún difunto. Quizás por eso el
pueblo de México era sumamente religioso, cada familia construía su propio
altar, en el que colocaban sus santos y sus veladoras, haciendo plegarias,
pidiéndole a dios toda clase de milagros.
¡Existe una cueva secreta¡. -
¡Es en serio¡.- - dijo Guadalupe - Esa
cueva está cerca del Pedregal, allá por el pueblo de San Ángel. En esa cueva
dicen que habitan el diablo. Dicen que es la entrada del mismísimo infierno,
que por ese lugar, todas las personas que entran jamás salen; si logran salir,
terminan embrujados o lo que es peor, salen de ese lugar, cuando la gente y sus
familiares los creen muertos; pero ellos regresan años después viejos,
perdiendo toda noción del tiempo, como si hubieran estado perdidos en esa
cueva, por unos instantes, unos días, pero no por años. Dicen que hay gente que
tiene más de cien años viviendo en la cueva y no se han percatado de eso. ¡Le
paso a un padrino mío que se perdió en el bosque y luego regreso convertido en
un anciano y loco¡. La otra vez mi
padrastro me contó alguna vez, que había conocido a una persona que logro
entrar a esa cueva y logró salir con vida.
Le platico que esa era la puerta del infierno, “la boca del diablo”,
dentro de ahí, había mucho dinero, joyas, oro, plata, cofres y barriles con
muchas cosas, piedras extrañas, que brillan de noche, documentos extraños,
cosas raras; dentro de esa cueva, hay un charro negro que cuida el lugar desde
que el mundo se creó, al verlo, se te aparece y te advierte que todo la riqueza
que encuentras en ese lugar es tuyo, con la única condición que te lo tienes
que llevar todo, no puedes llevarte un puñado, ni un costal, ni siquiera una
carreta repleta de cajas; tienes que llevarte toda la riqueza que tus ojos
alcanzas a ver, sino lo haces así, así dejes una sola moneda, te condenas
hacerle compañía a ese charro negro y cuando menos te das cuenta, te conviertes
en uno de ellos por toda la eternidad, creo que ha de ser el diablo y ese
lugar, ha de ser la entrada al infierno.
Thompson le llamo la atención
esa historia, se sintió de repente atrapado por ella, sintió curiosidad donde
era ese misterioso lugar. Guadalupe le dijo que cerca del Pedregal; pasando el
pueblo de San Ángel, subiendo las lomas y cruzando el río; un lugar desértico
porque no había cristiano alguno que tuviera el valor de cruzar el bosque; pues
también espantaban de día, ¡es en serio¡. Sientes que una persona te sigue y
cuando volteas no encuentras a nadie, si subes a caballo, sientes que alguien está
sentado detrás de ti, el caballo relincha tratando de aventar al pasajero
extraño, al que sientes que te jala de los hombros para tirarte del caballo.
Thompson rió, no porque dudara de lo que escuchara, sino por la forma en que lo
decía su compañera. Agradable su plática le dio un beso en la boca y siguió
escuchando otras historias.
En el convento donde estuve,
existen túneles secretos, si te metes en ellos, puedes perderte y jamás
regresar al lugar donde entraste. Pero muchos monjes conocen los caminos
secretos y caminan sobre ellos, porque son más seguros que cruzar el propio
bosque donde habitan los demonios. Esos túneles son pasillos ocultos debajo de
la tierra, en ellos hay cadáveres enterrados, mucho dinero escondido, y lo que
es peor, pueden llevarte a la propia boca del diablo; a mi me consta la
existencia de esos túneles, porque yo caminaba sobre ellos.
-
¿Conoces
esos túneles?.
-
¡Si¡.
Hay un pasillo largo, muy largo, por momentos es demasiado ancho y en otros,
demasiado estrecho; hay muchos quinqués que alumbran el camino, si caminas
sobre uno de esos túneles, donde crees que te saca.
-
¿Dónde?.
-
A
la mismísimo Convento del Carmen.
Un túnel secreto al Convento
del Carmen. ¡Increíble¡. ¿De dónde a dónde?. ¡Del convento del Desierto de los
Leones al Convento del Carmen¡. ¡Fantasía¡. ¡No era creíble¡. Guadalupe estaba
fantaseando. Todo lo que decía era una mentira, producto de su imaginación. ¿Qué
caso tenía construir un túnel de esos? ¿Para conectar dos iglesias?. ¿dos
conventos?. ¡Si¡. Un convento era de monjes y el otro de monjas. ¿Sabrás lo que
hacían en ese túnel?.... Lejos de los
ojos de dios….Thompson miró con incredulidad a Guadalupe, pero ésta le sostuvo
la mirada. ¡Era cierto¡. Ella había caminado por ese puente. Sabía lo que los
monjes hacían por esos túneles. En ella, enterraban los niños que las monjas
abortaban. ¡No digas tonterías¡. – dijo Thompson.
Esa mujer era una vil
prostituta. No tenía nada de monja, estaba mintiendo; todo lo que acababa de
decir era producto de su imaginación; había estado conviviendo con una mujer
que creía inteligente, pero realmente estaba enferma de su cabeza, se sentía
bruja, luego monja y no era más que una simple puta. A lo mejor, eso era y
siempre había sido, una simple e ilusa prostituta, que ni siquiera había sido
monja.
Guadalupe se paró de la cama
muy enfadada y en actitud retadora amenazo a Thompson, diciéndole que algún
creería en esas historias. Thompson, siguió mirando con desconfianza lo que
decía esa mujer fantasiosa. Tantos clientes le platicaban tantas historias, que
seguramente todo lo que acababa de decir, no era más que una síntesis de todo
lo que les había escuchado. Brujas, chaneques, nahuales, charros negros, niños
monstruosos y ahora, hasta emparedados en los túneles secretos de San Ángel al
Desierto de los Leones. Thompson se paró de la cama, después de haber escuchado
todas esas historias fantasiosas producto de la imaginación del pueblo. Ya no
tenía porque escucharla.
Guadalupe se enfadó porque
sintió que todo lo que había dicho, no le había sido creído, como si la
hubieran tomado por loca, mujer fantasiosa, pero era cierto. Guadalupe todo lo
que le platicó a Thompson era cierto. En verdad existía ese lugar y también
esos túneles secretos; le constaban, porque no solamente los había visto con
sus propios ojos, ni tocado con sus propias manos esas paredes y con sus pies
había pisado esa tierra; sino que también, a más de quince años de haber dejado
la vida religiosa, podía regresar a ese lugar y señalar con precisión, donde se
encontraban la puerta de acceso de esos túneles.
-
¡En
serio¡. – Exclamo sorprendido Thompson - ¿Me llevarías a ese lugar?.
-
No
papacito. No te llevare a ese lugar, Porque no me crees.
Thompson se rió. Sólo alcanzo a
decir con los labios cerrados.
¡Pinché puta¡.