Las tropas del general Winfield Scott ocuparon la
Hacienda Manga del Clavo, residencia personal del general Santa Anna. Sólo
encontraron en ella algunos sirvientes desconcertados y temerosos, que nada
supieron hacer, cuando los visitantes intrometidos, fueron rodeando con su
caballería los linderos del “rancho” de Santa Anna. Después del recorrido,
Scott entró al portón principal; con su caballería y una escolta especial,
cortaron las cadenas de la entrada principal, abrieron los candados y entraron
sin necesidad de ejercer disparo alguno, así la caballería americana, sus
carros y sus infantes desfilaron por el camino principal de la hacienda, ante
la mirada desconcertante de los criados y los campesinos, que confundidos por
lo ocurrido, no imaginaban que esos visitantes fueran los enemigos de su
patrón; las tropas americanas entraron a esas ponderosas tierras cargando con ellas
la bandera de las barras y las estrellas, algunos más, con sus tambores y
trompetas, otros con sus respectivas mochilas y rifles con bayoneta; frente a
las miradas cada vez más desconcertantes y escondidas de los peones de la
hacienda, los miles de soldados del ejército de Scott continuaron marchando,
hasta poder finalmente ingresar a la Casona de la hacienda, residencia o al
menos, una de las tantas propiedades inmobiliarias del máximo líder de la República Mexicana: Don
Antonio López de Santa Anna.
La tropa que acompañaba al general Scott pudo
ingresar a la casona, entonces uno de esos soldados abrió cada una de las
cortinas y también de las ventanas de la lujosa mansión, para permitir la
entrada de la luz; y poder encontrar en ella, no al dueño de la casa, pero si
su presencia; vieron su lujoso comedor de madera, su sala con cojines bordados
de símbolos patrios, los hermosos vitrales de la casa, los candelabros de oro
que colgaban de los techos, los miles de adornos de águilas devorando a la serpiente
colgados en la pared, junto con las banderas y medallas que lucían en marcos de
oro con maria luisas terciopeladas en color rojo, los cuadros con retratos de
busto y cuerpo entero de al parecer, el patrón de la casa y hasta también un
altar de la Virgen de Guadalupe; eso era un verdadero palacio, construido muy a
la mexicana; seguramente ni Hernán Cortes el conquistador, ni mucho menos
Moctezuma, había vivido un día de su
vida como lo hacía Santa Anna cuando reposaba en su hacienda a descansar, lejos
de la ciudad y de sus políticos, con los lujos y la ostentosidad digna de un
príncipe europeo; ahí en esa casona, rodeado de criadas hermosas que le
ofrecieran sus servicios sexuales sólo por tratarse del patrón del casa, en
aquellas alcobas ostentosas, camas matrimoniales con preciosas colchas
tricolores y muchas habitaciones para resguardar en ella a batallones completos
de soldados, huéspedes, invitados, amigos; debajo de la alcoba principal,
frente al comedor, una cocina de ladrillos, con sus respectivas ollas de barro,
cubiertos de madera, costales de carbón; fuera de la cocina, los árboles, los
llanos, las caballerizas y los graneros; y desde más lejos, hasta una pequeña
plaza de toros donde el general se divertía con sus amigos, ya fuera en las
corridas o apostando en los palenques en las peleas de gallo.
Cada una de las partes de aquella ostentosa mansión
era ocupada por el regimiento de los Estados Unidos de América y visitada por
el general Scott quien sin orden de cateo ni mandamiento judicial, ni mucho
menos rendición alguna del ejército o del gobierno mexicano, fue ocupando yarda
por yarda de aquella ostentosa hacienda. La tropa y sus respectivo cowboy, se
estacionó en el casco de la hacienda, frente a un pequeño kiosco donde se
encontraba también la tienda de raya que vendía a los peones la propia comida y
bebida que estos producían; lejos del kiosco, se observaba también las pequeñas casitas donde vivían los sirvientes,
había también pozos de agua, molinos de viento, chiqueros de cerdos, toros, bueyes
y hasta una pequeña capilla donde se hacían misas.
Inmediatamente una comitiva de sirvientes mexicanos
se acercaron hacía el general Scott preguntando quien era éste, a lo que este
respondió que era el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de los Estados
Unidos de América; a lo que la comitiva mexicana, no supo entenderlo, pues no
comprendía que era eso de “Comandante Supremo”, ni mucho menos, en toda su
vida, habían oído hablar de los “Estados Unidos de América”. No conocían más
autoridad que su patrón, Antonio López de Santa Anna, a quien también le
llamaban Su Alteza, “Serenísima”, “patroncito”, pero nunca tampoco presidente,
porque tampoco esa gente, sabía el significado de lo que era el presidente de
una república.
Los interpretes del general Scott trataron de
hacerles entender a los sirvientes mexicanos, que venían a visitar al general Santa
Anna, pero lo poco que entendieron los americanos, es que al “patrón”, tenían
“mucho tiempo de no verlo”, - “When Time?” . – No sabían responder los mexicanos,
no sabían ni de días, semanas, meses o años, sólo sabían que “mucho tiempo”,
era “mucho tiempo”.
Scott seguía impresionado de ver la ostentosidad de
la hacienda, los montes, los ríos y hasta las nubes que veía desde lejos,
seguramente también era propiedad de Santa Anna, para no ir mas lejos, aquellos
sirvientes mexicanos, sus animales e inclusive mujeres, también eran propiedad
de Santa Anna. El hombre más rico de México, por algo había sido tantas veces
presidente, por algo y por esa sencilla razón, Scott se respondía el que un
hombre como ese, pudiera ejercer tanta influencia en la vida política,
económica y militar de su país.
Los sirvientes mexicanos no sabían lo que realmente
estaba ocurriendo, para ellos, Scott, aunque alto, güero y hablara otra lengua
distinta a su dialecto indígena, era otro gachupin más, uno de esos tipos
soberbios y prepotentes que caminan con zapatos en las calles de Veracruz,
Puebla y de México; uno de esos tipos, que como sus antecesores, también transgredían
México, a punta de balazos y cañones. Así que los indígenas de la Hacienda,
trataron de hacerle entender a los interpretes del general Scott, que éste y su
gente, podían pasar por su casa, al fin que seguramente, el patrón venía en
camino, para atender a “sus visitas”.
Consternado
Scott del grado de inocencia y de amabilidad de sus anfitriones, se dispuso a
entrar a la casona y recorrerla nuevamente en cada una de sus habitaciones; a
tocar esos muebles de fina madera, a sentir esas telas terciopeladas, de seda de
incalculable valor, de verificar si los accesorios de la casa, realmente eran
de oro o de un metal parecido a éste; Scott subió al primer nivel de la casona,
en cada pisada de la escalera, observó el enorme salón de bailes de la casona,
el espejo inmenso que hacía el efecto aún mas grande del salón y vio, lo que
pensó, se trataba de la alcoba principal: efectivamente, la recamara de Su
Alteza Serenísima..
Scott sabía que también venía en camino, James
Thompson, seguramente acompañado de los “contactos mexicanos” que este había
conseguido en su estancia en México; y que visitarían también la casa, porque
ese era el lugar indicado, para la entrega de las armas y las municiones, que
el mismísimo Santa Anna había adquirido por conducto del coronel Yáñez. ¡Finalmente
negocios eran negocios¡. Toda excursión militar era costosa, más esa expedición
punitiva americana, que aunque estuviera cerca de su suelo patrio, implicaba un
costo económico cuantioso y por ende, debía de ser autofinanciable, es decir,
que los propios mexicanos y con su dinero, costeara su invasión.
Scott no pudo evitar la tentación de sentarse en la
cama de Santa Anna, para quedarse a contemplar esa pared y ese olor a madera
que lo invitaba por momentos a quedarse reflexivo, por momentos dormido; seguía
observando ese enorme espejo y esas cortinas tan refrescantes que a su vez,
impedían la entrada de los mosquitos. Ahí sentado, frente al espejo Scott pudo
encontrar la respuesta que se había planteado minutos antes: Que había hecho Santa
Anna para tener una casa así; esa recamara, ese comedor, esos extensos terrenos
de cultivo, de ganado, los cientos de hombres y de mujeres que trabajaran para
él; como le había hecho para ser tantas veces presidente de la Republica, para
irse a Cuba y luego regresar, sin tener trabajo alguno que lo mantuviera
decorosamente en sus gastos; que había hecho ese militar mexicano, cuya hoja de
servicios, no se comparaba de ninguna forma a la suya; él, si era un militar de
carrera y también un abogado, podía verse en el espejo y presumirse así mismo,
que tenía la disciplina ética de un militar y un buen ciudadano, siempre
subordinado al mando supremo y a la Constitución; Scott si era un buen
ciudadano americano, pese al injusto juicio marcial que alguna vez enfrento en
1812, había mostrado su valor en la guerra de 1812, en las batallas de
Queenston Heights, Fuerte George, Chippewa y Lundy´s Lane, había recibido un
voto de gracias y una medalla de oro por el Congreso americano e inclusive, a
su joven edad y brillante hoja de servicios, había rechazado la Secretaria de Guerra
y Marina en la administración del expresidente Madisón.
Eso había hecho Scott en América y que diablos había
hecho Santa Anna en México; que había
hecho el general mexicano, mientras él, como buen patriota americano, había
partido a Europa para perfeccionar sus estudios castrenses, al estudiar las
tácticas militares y haber escrito manuales de guerra para los estudiantes de
la milicia americana; que había hecho Santa Anna, mientras él, arriesgaba
nuevamente su vida, en las guerras del Halcón Negro en 1828, en Carolina del
Sur en 1832, cuando peleó contra los indios seminoles en 1835, cuando obtuvo la
paz en la región del Niagara, cuando en 1838 persuadió a más de 16 mil indios
sherokes a que se trasladara pacíficamente al territorio indio desde Tennessee
y Carolina del Sur, por haber impuesto la paz en la guerra de los madereros y
haber recibido el nombramiento de general en jefe del ejército. ¿Qué había hecho Santa Anna para tener una
casa así?, en una república de indios, borrachos e ignorantes, en una nación
subdesarrollada; la respuesta a su interrogante era obvio. ¡Santa Anna era un
ladrón¡. ¡un corrupto¡, ¡Un pillo¡. ¡Un mentiroso¡. ¡Un traidor¡. Un mal
mexicano que había traicionado a sus habitantes, a sus leyes, a sus instituciones,
a su bandera, a su palabra; Santa Anna era un tipo despreciable y por esa
razón, había que acabar con él, con cada rincón de su casa, de sus muebles, de
su vestuario, de su nombre y también, de la memoria colectiva de los mexicanos.
Scott se paró de la cama del general y abrió las
puertas del ropero y encontró en el, cantidades de trajes de militar, todos
ellos con excelentes bordador con hilos de oro y escudos de la águila mexicana;
las botas relucientes e inclusive, hasta las prótesis de madera, de bronce y de
plata, que a veces solía ponerse el general para poder caminar cada vez que
quisiera con un pie distinto; sin pensarlo, Scott abrió el ropero y saco toda
la ropa del general mexicano y la echo a la cama y dio a las órdenes a su
tropa, para que sacaran esas onzas de ropa y las llevaran a los chikeros de los
puercos, para que con su lodo, las mancharan o sobre ellas se cagaran los
marranos; eso había que hacer, darles la autorización para que cada uno de sus
soldados, pudiera hacer los actos de pillaje que este prohibía pero que ahora
podía permitir, robar los cubiertos de plata, las telas de seda, las espadas
colgantes, las monedas que pudieran estar escondidas, robarse todo y si no
destruir todo, romper los espejos, los cristales, los vitrales, ningún mexicano
merecía tener a un gobernante de esa calaña, romper esas banderas nacionales y
esas “medallas al valor” que tanto presumía el generalete mexicano, seguramente
otorgadas por diputados leguleyos, hablantines, viles y traidores como su jefe;
la tropa siguiendo las ordenes de su general, con las culatas de sus rifles
empezó a romper las puertas de la casa, las ventanas, a vaciar los graneros a
robarse los animales, para guardar provisiones; podían hacer todo los soldados
americanos, menos, saquear los barriles de mezcal o pulque que habían en la
hacienda; esas bebidas embriagantes estaban prohibidas en la moral cristiana
del general Scott, esas ridículas y corrientes esas bebidas, dignas para
pueblos borrachos como los mexicanos, únicamente servirían para idiotizar a los
mexicanos; podían los soldados americanos robar, saquear, maltratar, dañar,
todo lo que quisieran hacer de esa casa, inclusive, hasta fornicar con las
mujeres de la hacienda, podían hacer todo, menos y por ningún motivo, ingerir
bebidas alcohólicas.
Santa Anna era un traidor no solamente para los
mexicanos, sino también para los americanos. Le había prometido al presidente
Polk que le permitiera ingresar a México luego de su exilio, a cambio de
negociar la paz de la guerra, cediendo para siempre, los territorios del norte;
y que hizo el desdichado traidor; que hizo, cuando el había prometido al
Almirante Alexander Slidell Mackenzie cuando lo visito a la Habana, “que lo
dejaran entrar a México”, que restablecería el gobierno liberal y federalista y
que tan pronto llegara al poder, celebraría la paz con nosotros los Estados
Unidos. El muy mentiroso, le mando a decir a Polk por conducto de
Mackenzie que no “se revelara jamás la conversación”,
para que la historia jamás durara de su patriotismo. - “¡Cínico¡.” – Santa Anna
era un cínico – se dijo asimismo el general Scott con la furia incontenible de
un militar digno a su palabra, reprochándole a Santa Anna, que había faltado a
lo más importante que tiene un hombre: su palabra. Pues el general mexicano, efectivamente pudo
entrar a México por Veracruz, tal como se había pactado, pero él no había cumplido
su palabra de negociar la paz; pues el muy desdichado, continuó la absurda
guerra que había empezado su antecesor Mariano Paredes Arrillaga; y ahora, ante
un adversario traidor y sin palabra, él, se había visto en la penosa necesidad
de haber destruido Veracruz, haber matado gente inocente, mujeres, niños, gente
inocente que tuvo la desgracia de haber sido gobernada por gente tan deleznable
como el que ostenta la soberanía mexicana.
La tropa americana obedeció las ordenes de su jefe,
en la destrucción de la finca de Santa Anna, procedieron éstos a robarse todo
lo que pudieron robarse; dando principal preferencia a la comida, con ella
abastecieron los carros, al igual que las pipas de agua; toda la paja para los
caballos, robar todo lo que pudieran robar.
Llegando al atardecer, cuando los soldados
americanos recorrían cada pulgada de la hacienda, la escolta del general Scott
anunció la visita de James Thompson, acompañados del Coronel Yáñez, Gutiérrez y
el oficial Gaudencio; entonces el general Scott dispuso que los atendería
personalmente en la recepción de la casa, donde seguramente Santa Anna se
disponía a recibir a sus visitantes.
Yáñez observó el desorden que imperaba en la casona
a la que tantas veces había visitado; era un poco indignante ver la destrucción
de la hacienda y no poder hacer nada para defenderla; seguramente cuando su
jefe don Antonio de Santa Anna se enterara de los desmanes hechos por los
americanos, estallaría en furia para destruir a su adversario; era doloroso,
pero tenía que disimularlo; entrar a la recepción y ver como el general Scott
con sus aires de vanidoso, en forma despectiva se dirigiera a la comitiva
mexicana para preguntarles sobre los nombres de los principales pistoleros que
había en México, quienes eran los gavilleros o piratas de la región, Yáñez un
poco intrigado no venía a la casa de su jefe a tratar sobre ese asunto, sino
para recibir las armas que días antes había comprado.
James Thompson, en su calidad de interprete, habló
en su lengua natal con Scott y le hizo entender, que los mexicanos, ilusamente
habían comprado armas al ejército de los Estados Unidos, unos treinta mil
rifles y treinta millones de municiones, a cambio de un millón de pesos, algo
así como mil barras de oro; pero no solamente era eso lo importante, Thompson
le informaba también al general Scott que lo más importante era, que tenía
señales importantes de haber ubicado el tesoro de Moctezuma; un conjunto de
pergaminos, joyas y utensilios del viejo emperador azteca, de incalculable
valor no solamente económico, sino también cultural y espiritual; Scott como
Thompson, como el mismísimo presidente de los Estados Unidos James Polk, sabía
que ese tesoro, representaba tener todo el conocimiento secreto que le permitiría
a norteamericana, gobernar al mundo por mil años; los secretos de Dios para
poner en practica el destino manifiesto y con ello, el nuevo orden mundial; la
palanca que haría posible a los Estados Unidos convertirse en la nación mas
poderosa del mundo, más aún que Francia e Inglaterra.
-
¿Dónde
está?. – pregunto Scott – ¿Donde esta ese tesoro, que nunca revelo Cuauhtemoc?.
– James Thompson, le respondió que en el poblado de Tacubaya México, cerca de
las lomas de Tizapan y la barranca del moral, estaba el tesoro escondido. – Las
planchas de oro de Nefi, de las que también hablaba, el profeta Smith, las que
contiene las palabras que le fueron reveladas al profeta por el Angel Gabriel,
- “¡la verdad que gobernará al mundo¡” -
El tesoro que andamos buscando.
Scott celebró con júbilo esa buena noticia. Algún
premio debió de haber obtenido, luego de la triste experiencia de haber matado
a familias mexicanas a través de sus potentes cañonazos. Ahora estaba
convencido que no ser por la traición de Santa Anna a su falso ofrecimiento de
paz hecho al Almirante Alexander Slidell Mackenzie, jamás ningún ejército de
los Estados Unidos hubiera tenido la oportunidad de entrar a la Ciudad de
México para buscar el tesoro perdido.
Sin embargo y ante la barrera del idioma, el coronel
Yáñez, acompañado de Gutiérrez y Gaudencio, no podían entender en que radicaba
la felicidad de sus adversarios; algo no le convencía del todo; los americanos
habían decidido venderles armas con los cuales, se les combatiría y eso, no
sabía si era motivo de la risa para Thompson; Scott continuando en su dicha por
hacer la mejor campaña militar de toda su vida, le instruyo a Thompson, que
hiciera entrega de las armas, no en las cantidades convenidas, pero si de un
importante arsenal, que de nada le serviría a los soldados mexicanos, que por
cierto, seguramente, no sabían ni contar.
Thompson percibiendo esa desconfianza de sus
acompañantes, para darles mayor tranquilidad a los oficiales mexicanos, les
dijo que el general Scott estaba muy contento por las debida hospitalidad
recibida a su persona y a su tropa, por el personal de la hacienda, pidiéndole
se le agradeciera personalmente al general Santa Anna su gentil atención; así
también refiriéndose a la venta del arsenal,
les dijo también que el general estaba satisfecho por el pago en barras
de oro que recibiría y que honorable a su palabra pactada, haría entrega del
parque.
Scott sin ni siquiera dirigirse a los mexicanos, le
pidió a James Thompson, contactará con todos los bandidos salteadores de
caminos que hubiera en México; les
ofreciera una mejor paga que el jefe de todos sus jefes, a cambio de que por
ningún motivara atacaran a sus regimientos, ni menos aún, decidieran robarles;
Thompson, respondió que no tuviera la mínima preocupación, porque para sorpresa
suya, el jefe de todos los bandidos, también era, nada menos y nada más, que el
mismísimo Santa Anna.
-
What?
Si Santa Anna, el general Antonio López de Santa
Anna, es el jefe de todos los bandidos mexicanos; él es el que le otorga el
grado militar a los bandidos, cuando estos visten uniformados durante los
tiempos de guerra, cuartelazos, revoluciones; pero en tiempos de paz, les
permite a sus oficiales, vestirse como civiles y retirarse a las montañas, para
asaltar en los caminos a cuanto extranjero vean, robarles sus pertenencias,
sobre todo joyas, oro y todo metal susceptible de fundirse y poderse convertir
en moneda falsificada; Santa Anna, es el jefe de todo el bandidaje que hay en
México, es el gran cacique de todas estas tierras, el máximo distribuidor y
vendedor de mezcal, pulque; también de prostitutas, de palenques; de pistoleros
a su sueldo; el controla todos estos caminos, ¿porque cree que entra y sale del
país cuando quiere?, ¿porque cree que entra a palacio nacional como presidente
y se va y luego regresa cuando se le de la gana?; ¿ de donde cree que salen los
recursos para financiar sus revoluciones?, ¿sus guerras?, ¿Acaso cree que de
los impuestos?. Si México es un país pobre, no produce riqueza, depende
económicamente de nuestros comerciantes y de lo que también le venden los
comerciantes genoveses, franceses, ingleses, españoles; sabía que México consume más de lo que produce y que por ende, su
riqueza, se obtiene no del impuesto que genera sus comerciantes y ciudadanos,
sino de lo que éste les roba.
Wilfied Scott entendió entonces, porque Santa Anna
podía tener una casa como esa.
Acaso cree que con el sueldo de presidente de la república,
el general Santa Anna podría obtener esta riqueza, esta casa y otras más que
tiene en otros lados; no tiene idea de la inmensa riqueza de Santa Anna, es sin
duda alguna, el hombre más rico del mundo, más que cualquier prospero
comerciante y empresario británico, que cualquier noble europeo, que cualquier
banquero judío. Santa Anna es un hijo de puta, como dicen los mexicanos, que
hay que romperle la madre.
W. Scott sintió entonces el llamado del verdadero
sentido de esa guerra. Destruir a ese nefasto hombre, a esa basura de ser
humano, que traiciona a su pueblo, a su nación y a su palabra. ¡Santa Anna era
el enemigo a vencer¡. El obstáculo para que ese pueblo de indias conociera la
democracia y la libertad.
Thompson informó a Yáñez, que el parque adquirido se
concentraría en el caso de la hacienda, para calmar sus ansias, le ofreció un
trago de mezcal a lo que el coronel mexicano, sin dudarlo acepto
inmediatamente.
Scott se dio cuenta entonces que el enviado de Santa
Anna, era otro tipo igual que todos los mexicanos. Un borracho más. Thompson,
siguió ofreciendo mas licor, al igual que Gaudencio y al coronel Melgar
Gutiérrez y Mendizabal que también consumieron, pero no en la misma cantidad
que su compañero. Yáñez, siguió ingiriendo una vez más esa fuerte bebida embriagante,
queriendo adquirir con ella, la seguridad que por ese momento tenía.
Se dispusieron todos a salir, al casco de la
hacienda, para hacer entrega del tan anhelado parque adquirido. Treinta mil
rifles y treinta millones de municiones, ¡pobres mexicanos pendejos, no sabrían
distinguir un cien, de un mil, de un millón; no sabría lo que comprarían; menos
aún, cuando su principal oficial cabecilla, ya se mostraba a esas horas, un
poco contento y hablantín, por el estado etílico en que se encontraba.
Yáñez, desenfundando su pistola, la que en ningún
momento soltaba, aun con su estado de embriaguez, sintió lo que realmente
estaba ocurriendo. Cuando salió de la casona y se le hizo entrega del parque,
se pudo percatar que todo era una farsa, que no existían los treinta mil
rifles, ni menos aún las treinta millones de balas que había comprado; había
sido víctima de una estafa. Ahora, estaba ahí en la casa de su patrón, pero
esta vez sin él, sino en el terreno enemigo.
Thompson entre hablando inglés y español, le
mostraba a Yáñez, una caja de rifles y otra más de municiones; pero no eran el número
de cajas que este esperaba; faltaba más y no era todo el parque, Thompson le
había engañado; así que Yáñez, ordeno al coronel Gutiérrez y al oficial
Gaudencio a que desenfundaran sus armas y emprendieran la huida, porque
seguramente, serían capturados como prisioneros de guerra por Scott; pero al
dar la orden, pareció no escucharlo Gaudencio.
-
¡Que
no oyó Gaudencio¡. … ¡Gutiérrez, vámonos Gutiérrez¡.
Thompson cruzo la mirada con Yáñez y le sonrío, como
queriéndole darle una disculpa.
Entonces el oficial Gaudencio saco su arma y apunto
a Yáñez.
-
¿Que
está haciendo Gaudencio?.
El oficial Gaudencio, sólo alcanzo a responder:
-
¡Lo
siento jefe¡. … - y entonces disparó una y otra vez más.
Yáñez trato de sacar su pistola y defenderse también
disparando, pero antes de hacerlo, Gutiérrez se había adelantado, también
disparándole.
-
¡Jijos
de punta¡. … - fue lo que alcanzo a decir Yáñez. Ya no pudo decirles: ¡Jijos de
su pinche madre¡. ¡Pinches putos¡. Ojala se vayan mucho a la chingada…
Era demasiado tarde, la sangre empezó a escurrir por
la boca. Sólo alcanzo a ver, como Gaudencio se acercó hacía él y para
cerciorarse de que estaba muerto, alcanzo a sentir como se le acerco, para
luego sacar éste un cuchillo y encajárselo una y otra vez con una cizaña, que
le hacía recordar, la tarde en que mato al escribano.
Nada pudo hacer Yáñez ante la traición de sus
propios compañeros; una y otra cuchillada fue entrando a su cuerpo, haciéndole
aprender que el que hierro mata a hierro muere. El que días antes había
asesinado al escribano, ahora, era asesinado, con la misma saña, con el mismo
odio, con la misma desconfianza, Yáñez empezó a escupir sangre y tener la vista
borrosa, débil, cansado, con mucho sueño, ya no podía decirles a sus agresores
“jijos de la chingada¡. Sentía que su cuerpo se iba, desaparecía de esta vida,
oyendo a lo lejos las voces, dejando de sentir el dolor caliente primero de las
balas y luego de esos cuchillazos; viendo por momentos aquel bosque, aquel lago
y el cántico de los pájaros; viendo a lo lejos del árbol, la silueta de su
madre que lo esperaba con los brazos abiertos, entonces Yáñez era un niño y
corría a su madre que había dejado de ver por mucho tiempo; sintió entonces el
mejor momento de toda su existencia, ese calor de hogar, ese cariño
incomparable de madre, era otro… Yáñez no se había dado cuenta, que cuando
corrió al sentir el abrazo de su madre, acababa de morir.
Una vez informado el general Scott de la muerte del
coronel Yáñez, recibió otra buena noticia. Sus dos sicarios, el oficial
Gaudencio y el coronel Gutiérrez y Mendizábal, se comprometieron, a cambio de
una generosa comisión, a revelar el
lugar donde estaba escondido el tan anhelado tesoro. En efecto, si existía el
mismo. Este se encontraba cerca de la ciudad de México, en el poblado de San
Angel, por el rumbo de Coyoacán. La descripción que el oficial Gaudencio
hiciera del mismo, parecía coincidir con el que el general Scott había recibido
meses antes de algunos arqueólogos americanos miembros de una secta masónica.
El tesoro existía y él, tendría mejor suerte que Hernán Cortes para
descubrirlo.
El oficial Gaudencio y el Coronel Melgar Gutiérrez y
Mendizábal se retiraron de la hacienda de Manga del Clavo, conduciendo al menos unas veinte carretas que
contenían por lo menos unos mil rifles y veinte mil municiones. Parque
suficiente para entregárselo al general Santa Anna para defender la Ciudad de México.
Scott mientras tanto, luego de pasar la noche en la
recamara principal de la hacienda, decidió abandonar la hacienda de su enemigo
el general Santa Anna, no sin antes ordenar, que la casona fuera incendiada.
Los oficiales del ejército americano cumplieron al
pie de la letra la instrucción. En cuestión de veinte minutos, el fuego
consumió la Hacienda, destruyendo por siempre, uno de los palacios del
generalísimo mexicano. Así el fuego cubrió y calcino las paredes, las ventanas,
los balcones, destruyó el techo, los vitrales, quemó las cortinas, los muebles,
todo absolutamente todo; torres de fuego fueron consumiendo por siempre, lo que
fue una de las moradas del líder político mexicano. Entre cenizas, quedaría por
siempre aniquilada, la inmensa riqueza que el general mexicano guardaba en su
casona.
Los jornaleros de la hacienda nada pudieron hacer
ante el ejército americano. Tampoco nada entendía lo que el general trataba de
decirles, solo eran testigos de que la casa de su patrón se incendiaba, sin que
hubiera nadie que la apagara.
La hacienda de Santa Anna había sido por siempre
destruida.