sábado, 5 de noviembre de 2016

CAPITULO 77 (FINAL)



Amparo seguía aun sin reaccionar. Se encontraba inconsciente, como si estuviera durmiendo en un eterno sueño del cual aún no encontraba forma de despertarse. La tomo de la mano como queriéndola despertar y esta no reacciono; siguió en su prolongado descanso, respirando y viendo su cuerpo maltratado, intacto, sucio. Jorge Enrique le dio un beso en la frente y le pidió a dios que se despertara.



Aquel quince de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete la ciudad de México, amaneciendo siendo ocupada por las fuerzas invasoras de los Estados Unidos de América. No solamente la bandera de las barras y las estrellas yacía en el asta bandera del palacio nacional, sino también desde el mirador del castillo de Chapultepetl; en el cuartel de la Ciudadela, en las garitas de San Cosme, Belén, Niño Perdido, San Antonio Abad; en los edificios públicos, en algunas calles y campamentos, donde se encontraban estacionados los soldados. Dentro de la ciudad y fuera de la misma, en el convento de Churubusco, en la Villa de San Ángel, el palacio de gobierno de Puebla, Monterrey, Matamoros; en los puertos de Veracruz, Tampico, San Francisco. En todo el país. En todas las plazas en que los invasores hubieran tomado el control.





El general Winfield Scott fue informado que aquel quince y dieciséis de septiembre, la República mexicana celebraba treinta y siete años de su gesta heroica en su guerra de la independencia, fecha en que un párroco de la Iglesia de Dolores Guanajuato, tocara las campanas de su iglesia para convocar al pueblo de México, a una insurrección popular que tuviera como objeto, expulsar de esa provincia todos los gachupines.  Ahora, a más de treinta y siete años de aquella gesta heroica, la patria mexicana que obtuviera su independencia con Agustín de Iturbide desde mil ochocientos veintiuno, se encontraba conquistada bajo los designios y el poderío político, económico y militar de los Estados Unidos de América. México ha muerto y los Estados Unidos de América crece como una potencia militar, tan poderosa como Inglaterra, como Francia, como alguna vez había sido España. Más poderosa quizás que esas tres naciones juntas, porque ahora América, sería de todos los americanos.





Es un día importante en la historia de los mexicanos. Es el día en que México obtuvo lo que se había sembrado durante muchos años, lo que la constante revuelta les había generado, planes y manifiestos políticos, nuevas constituciones y proclamaciones populares, no habían podido solucionar el grave conflicto que vivían los mexicanos. Su divisionismo, su sobre politización que en vez de unirlos como una sola nación, los dividía en más de dos Méxicos, en dos visiones políticas diferentes, dos programas de gobierno diferentes; una visión republicana, liberal, más acorde al ideario político de los Estados Unidos de América, a favor de la libre empresa y el comercio, de imitar al pie de la letra las instituciones republicanas, de aspirar a vivir en un gobierno republicano, federal, democrático, donde se respetaran las garantías fundamentales de sus habitantes, su libertad de opinar, expresarse, de asociarse, de comerciar y contratar, inclusive hasta su libertad de creer o dejar de creer en la religión católica o en cualquier otro credo religioso; y por otra parte, frente a esa postura liberal, una postura conservadora, un México conservador, partidario de la monarquía, de que un gobernante extranjero fuera español, francés, austriaco, quien asumiera la responsabilidad que los mexicanos mostraban no tenerla, el de gobernarnos, como si fuéramos unos infantes, incapaces de conciliar y resolver nuestras diferencias; establecer un gobierno imperial, al estilo de lo que fueron los trescientos años de virreinato, de paz y estabilidad, donde los pobladores de este suelo bendito, realizaran sus actividades económicas con la debida protección de la corona y las bendiciones que diera el único credo religioso, autorizado y oficial, al que debía de venerarse, la santísima palabra de Cristo convertida en la Iglesia católica.




Los soldados americanos continuaron con los rondines durante toda la madrugada del quince de septiembre y seguramente también lo harían para los días siguientes. No confiarían en la guerra ganada, no hasta en tanto, quedaran sometidos los últimos reductos de la resistencia mexicana. Ya para esas horas, habían sido muchos los detenidos, varios los muertos y casas habitación ocupadas por las fuerzas de liberación; habían sometido la turba enardecida y logrando haberles dado su merecido a todos esos mexicanos que se habían atrevido a mancillar a los americanos. Había antes que nada, restablecer el orden en esa ciudad; restablecer las garantías irrenunciables que en toda sociedad liberal debían de respetarse: la libertad de prensa, de opinión, de disentir, de criticar, de ejercer esa libertad de expresión crítica, con la única limitante de no entorpecer las nobles funciones del gobierno libertador de los Estados Unidos de América. Cambiar de una vez por siempre la geografía del mundo, así como todos los mapas del mundo, decirle a cada nación de la orbe, que Estados Unidos modificaba su territorio nacional ampliando considerablemente sus fronteras, en la misma medida en que el gobierno mexicano, se achicaba, se desintegraba, desaparecía.



Es el dieciséis de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete, fecha en que el general Antonio López de Santa Anna presentara ante un congreso inexistente y fugitivo, que se encontraba escondido en la ciudad de Querétaro, su carta de renuncia como presidente constitucional de México. El muy desprestigiado generalísimo manifestaba que no era conveniente que el doble carácter de su persona, que como jefe de la nación y también jefe del ejército, y con las facultades extraordinarias con las que se hallaba investido, pudiera ser este factor de riesgo en esa inexistente soberanía nacional, ultrajada y sometida por los Estados Unidos.



Es el día en que la patria festeja su independencia nacional, el día en que los mexicanos debían de sentirse orgullosos por haber constituido un Estado, que como todos las naciones del mundo, compuesto por habitantes ciudadanos o no, y bien o mal, con un territorio conquistado y mutilado, se auto proclamaba independiente, con un lábaro patrio verde, blanco y rojo y ese escudo nacional, el águila devorando la serpiente, el ave mexicana que en forma gallarda, constituía la señal sobre la constitución de un gran imperio, una civilización que habitara estas tierras americanas, mucho antes de que los ingleses, daneses, germanos y otros extranjeros pisaran las tierras de Norteamérica, una nación milenaria de más de tres mil años, que surgiera en Tabasco, en Veracruz, Oaxaca, Chiapas, Yucatán y finalmente, culminara su apogeo organizacional, en Tenochtitlán; en lo que después los conquistadores españoles llamaran la insigne y leal Ciudad de México.



Es la patria mexicana, la que aún con todas sus traiciones, con las amargas experiencias de ser ultrajada, mancillada, saqueada, vive en cada mexicano su inmensa alegría, tesoro único que nadie, le ha podido robar, ni aún, los Estados Unidos de América con sus poderosos cañones.




Es el día de la independencia, el día en que los mexicanos se dieron a conocer en el mundo como una nación promisoria, con un pasado en común y un proyecto para todos; un país que tan pronto supere sus diferencias, será destinada a regir los destinos de la nación y del mundo entero, pero no a través de las armas, no a través de la fuerza, ni de los discursos políticos redentores; sino a través del espíritu; de su comunión con el cosmos, con los dioses, con la naturaleza, con lo oculto, lo secreto, lo mágico, lo que algún día, todos tendrán que saber.





Esta es la patria mexicana, la que pudo ser conquistada, sometida, ultrajada, despojada, pero jamás desaparecida, aniquilada, menos aún olvidada. Es la nación mexicana, la constante  víctima de sus traiciones, de padrastros que violaron a sus mujeres e inculcaron a sus hijos, el odio a las autoridades, al gobierno, a las leyes; la que les inculcó la eterna desconfianza a sus superiores,   al grado de guardar todavía rencores aun no superados. Es la patria mía, la tuya, la de Jorge Enrique, la que sobrevivirá por siempre, así mil veces sea recordada esta triste invasión de cuyas páginas no quisiera jamás leer.



Es la patria tuya, la de esa mujer misteriosa de nombre Amparo, a la que Jorge Enrique ya no le importaba su pasado, ni su profesión, su verdadero nombre o sus verdaderos planes con él, o con su país; es la nación de gente noble y trabajadora, religiosa y mística, es la republica generosa que recibirá y perdonara siempre, a quienes la han ofendido gravemente.



-           ¡Amparo despierta. No te mueras¡. – Es lo último que pide Jorge Enrique. Tener la oportunidad de iniciar una nueva vida con esa mujer misteriosa, de externarle su cariño, de quererla y protegerla todos los días, de acariciarle la frente y su cabello, de cubrirla del frío y compartir con ella, todas las noches y todos los días, de verla y contemplarla por siempre, de estar con ella todo rato que se perpetuara y jamás se borrara. Es la oración que Jorge Enrique le pide a dios. Iniciar una nueva vida con esa mujer, olvidar lo ocurrido y todas estas pasiones generadas por los seres humanos. De conversar con ella, las horas y los días, de saber cada instante de su existencia, de compartir con ella, su lecho, su casa, su vida entera.



-      Amparo despierta.



Que importaba saber el pasado de esa mujer; si él se sentía atraído y también, amado por ella. Esa mujer merecía todo lo que este hiciera, merecía salir delante de esta vida melancólica, catastrófica y en ciertos momentos, aburrida. Esa mujer merecía tener a su lado, a un hombre que la quisiera y la respetara siempre, que la acompañara en todo momento de su vida, inclusive hasta en sus enfermedades y en su propia muerte.  A un fiel amigo, un sirviente, un hombre amoroso que le besara las manos, la mejilla, la frente; que la acariciara suavemente entre rosas y música de ángeles. Que le hiciera saber y sentirse hermosa, admirada, adorada, jamás, pero nunca jamás olvidada.





-      ¡Despierta¡ …



Es la mujer que algún día conocería, quizás en otro espacio y tiempo, quizás en este mismo país pero con otro Gobierno, con otra guerra, quizás en tiempos de paz, quizás en cien o doscientos años; quizás en algunos meses o después de que ambos mueran el uno al otro. - ¡despierta¡…  - Es la mujer y el, … él hombre que conoció tarde. - ¡Despierta¡.  Suplico con todas sus fuerza Jorge Enrique pidiéndole a dios le concediera el milagro…  Y entonces… Amparo …



… ¡Despertó¡. 


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