La escolta de por lo menos
veinte carruajes y doscientos soldados, había entrado al pueblo de Tacubaya, después
paso por la Iglesia del Carmen en Villa de San Ángel, hasta ascender a los
montes de Tizapan, para llegar finalmente a la vieja casona, donde don Alfonso
y su esposa Amparo, se habían dispuesto esperar al generalísimo.
Amparo sonriente en forma
forzosa, trataba disimular su desagrado por la prepotencia y soberbia de ese
hombre, a su lado, su esposo indigno y siempre servil, listo para ponerse a las
eternas órdenes del mejor de sus clientes:
Don Antonio López de Santa Anna.
El Supremo Gobernante y amo de
medio México, bajo del carruaje con su pata de palo y sin la agilidad diestra
con la que alguna vez llego a combatir a los insurgentes de la guerra de la
independencia; pero manteniendo, o quizás, aumentando más su gallardía, su
temple, su carisma, por momentos fanfarronera y por otras, tan emblemática. Si
era él. Había llegado, después de tantos meses, quizás unos dos años, a
volverse a topar con su fiel escribano, pero más aún, con una de las tantas
mujeres que codiciaba su escultural cuerpo.
-
General.
Sea vos bienvenido. – quitándose el sombrero hizo la reverencia que tenía que
hacer. Sin embargo, el generalísimo, pareció ignorarlo, porque no hizo más que
enfocar su mirada, hacía aquella mujer, a quien en forma sutil y delicada, tomo
su mano, para inclinarse a ella y besarla, tal cual princesa fuera.
-
Es
un placer volverla a ver. – dijo Santa Anna.
Como no iba a ser un placer
dijo Jorge Enrique; ahí estaba el Supremo dictador quien alguna vez quiso
robarle un beso a la mujer más bella de la ciudad de México, quizás, desde la
difunta güera Rodríguez, no había existido una mujer tan fina y distinguida, en
todo México, como Amparo. Entonces suspiro Enrique, viendo desde lejos, como su
amor censurado, en forma simulada volteaba, para hablarle por un solo instante
con los ojos.
La comitiva de escoltas que
acompañaba al Benemérito, no hizo más que encasillar a los caballos y seguir
escoltando a su líder. – sean bienvenidos, soldados de la patria. Beneméritos
escoltas de Su Excelentísima don Antonio López de Santa Anna, pasen a su casa,
una comida suculenta y caliente os espera; hay mezcal, tequila y pulque, y
también música, mi querida hija Fernanda contraerá nupcias con un distinguido
abogado del Supremo Gobierno. Será un placer que nos acompañe generalísimo.
Y Fernanda, donde diablos esta
Fernanda. Amparo le dijo a su marido, que la niña se había sentido mal, pero no
era cierto; Jorge Enrique pregunto también por ella, pero lo cierto, es que
nadie sabía dónde estaba la niña Fernanda. Quizás había escapado o permanecía
en la casa escondida, quizás estaba enferma o seguramente, había emprendido con
la nana Juanita, la huida de su matrimonio.
-
No
habrá boda – dijo Amparo a su marido – te digo que no habrá casamiento alguno,
¡Fernanda no esta en casa¡.
Pero don Armando no hacía caso
a esa advertencia pronunciada. Se dispuso acompañar al general a la mesa
principal, al centro reservado exclusivamente para él, entre listones, pulque,
música y un olor a tierra y chile picante, ahí estaba el benemérito, siempre
sonriendo, igual de coqueto, caballeroso y emblemático.
Minutos antes, la niña Fernanda
y su nana juanita habían abandonado la casona, para irse a Veracruz. Ahí estaba
tan guapa esa mujer, tan jovial como una virgen, pero con los ojos rojos, como
si se hubiera enterado de una noticia desastrosa. Juanita observaba dentro del
carruaje, a su pequeña niña; lloraba y seguía haciéndolo con un sentimiento que
por momentos, intentaba ocultar, pero que no podía, que no podía decir
absolutamente nada, porque solamente dios y sólo él, su madre y ella, sabían.
-
Llora
hija, llora mamita, nada malo pasará; chiquita…
Pero la niña lloraba, sin saber
que sentimiento debería de sentir en ese momento. Lloraba y seguía llorando,
tal cual si fuera el dolor más grande, que una vida joven de quince años, debía
de sentir.
El general Santa Anna se
dispuso a comer; entre chistes, bromas, tragos de alcohol, se dispuso a contar
sus anécdotas, de cómo había evitado un atentado en Cuba; no lo habían matado,
porque de plano, el generalísimo, estaba protegido, hasta por los propios
brujos negros cubanos; ¿quién le iba hacer algo a él?. Santa Anna si no había
hecho pacto con el diablo, si lo había hecho, con la mismísima muerte. ¡No
moriré en combate, por más que exponga mi bronco pecho, a toda la artillería
americana¡. ¡Os juro que moriré en mi cama de viejo, enfermo y pendejo¡. -
¡general brillantes ocurrencias¡.- ¡Me lo dijo un brujo cubano; un negro
santero, de esos que curan con yerbas, plantas y hacen rituales que ni los
propios masones hacemos; que ostentan cadenas y anillos de oro, con jaguares y veneran
santos africanos. – No moriré jamás, en la memoria de ningún mexicano. Soy
inmortal. Hasta los americanos me recordaran por siempre.
Luego de la comida; siguieron
las conversaciones políticas. El general informo a su fiel escribano, que le
urgía un préstamo de dinero. Quería ante todo, evitarse la pena de pedirle
prestado a la Iglesia, porque sabría que nunca le pagaría. – pero general, le
prestaran dos millones de pesos. - ¡Dinero insuficiente, para armar y disfrazar
de soldados a estos mamarrachos. ¡Necesito dinero para comprar armamentos y
abastecer una cuadrilla de médicos, enfermeros y cocineros, para mi marcha a
Saltillo. Si no cuento con esos recursos, ese Taylor, llegara a la Ciudad de
México.
El dinero está seguro. El
coronel Yáñez sabe dónde está enterrado, tal como lo dispuso antes de aquel
golpe militar que le propicio el general Herrera; por lo que se refiere a los
títulos de propiedad, no se preocupe, están certificados y tienen a Vos, como
el legítimo propietario. Es usted dueño de medio México. Usted puede rematar
sus bienes, cuando quiera. Cuenta con los recursos económicos suficientes para
contratar a la legión francesa, a las tropas austrohúngaras o inclusive, hasta
para sobornar al ejército americano. Vos diga, cuanto necesita general. Por
recursos no paramos. No hay necesidad de pedirle un solo quinto a la Santa
Iglesia Católica.
-
Callad
por favor don Armando. Me da gusto, que mi dinero se encuentre en buenas manos,
al igual que esos títulos de propiedad.
Que hizo para certificar mis títulos.
-
Vos
sabe que tengo conocidos en los tribunales, algunos de ellos, hicieron la
escrituración a su favor, quedando complacidos de haberle servido.
-
Por
sus honorarios no se preocupe. Don Armando. Sólo necesito que me entregue mi
dinero y esos títulos de propiedad, para irme tranquilo a la guerra; y por la
gente que le ayudo a realizar los trámites, me da sus nombres, para
contemplarlos para futuros ascensos.
-
Su
dinero y sus títulos de propiedad están seguros conmigo su Excelencia; Vos
puede disponer de ellas, cuando os plazca.
Que bien, tener la seguridad de
que se cuenta con el dinero suficiente para emprender nuevos proyectos. ¿De qué otra forma podría ser?. Ingenuos son
todos los mexicanos, que piensan que esta popularidad y liderazgo que aún
tengo, lo es por mi linda cara. Si vieran lo que todos los días he tenido que
invertir para ser quien ahora soy. Nada
mejor que una copa más y una buena mujer debajo de las cobijas.
A lo lejos, el general observó
a la señora del escribano, Amparo, veía como ordenaba a las sirvientas. Veía su
vestido como le ajustaba esa pequeña cintura y sus hermosas caderas. Porque no,
esa podría ser la mujer con la que podría acostarse. Después de todo, la ofensa
de la cachetada seguía latente, para un hombre a quien ninguna mujer, nunca se
le había negado.
-
¡Vos
tiene una señora guapa¡. – exclamo el generalísimo.
Don Armando, leyó el
pensamiento del mejor de sus clientes.
-
¿Os
la quiere?.
Don Antonio miro incrédulamente
a don Armando; a quien sólo respondió riéndose. Esa mujer, podría ser suya,
cuando le placiera; si era esa noche, podría ser esa misma noche y cualquier
otro día.
A su lado, en esa misma mesa se
encontraba Jorge Enrique, quien acababa de escuchar esa conversación tan soez,
tan vil; se paró bruscamente de la mesa, con los puños cerrados, como si
hubiera querido matar a quien sería su suegro. No daba crédito lo que acababa
de escuchar. “¡Os la quiere¡”.
De que se espantan. Una mujer
hermosa como Amparo solo serviría para prostituirla. Que acaso no había hecho
eso don Alfonso. No había comprado esa mujer, para posteriormente venderla al
mejor postor. No era su esposa, era solo una puta, una vil y miserable
puta. Mujer de cerca de cincuenta años, güera,
alta, distinguida, pero igualmente de puta, que cualquiera de su género.
El generalísimo, quien no dijo
nada, solo río a la propuesta de su escribano, hizo un gesto con la mano
pidiendo se acercara a él, el coronel Yáñez; ah quien en el oído, le dijo algo;
que solamente Yáñez y Santa Anna sabrían.
Jorge Enrique sin importarle
que instrucción pudiera darle al generalísimo, aún no podía dar crédito, que su
futuro suegro, prostituyera a su esposa. Lo había escuchado. Era claro que el
mensaje entre líneas entre su suegro y el generalísimo, era que esa noche, el
generalísimo pasaría la noche con Amparo. ¡Que inmoral¡. ¡Viejo asqueroso¡.
Como si fuera el impuesto de la pernada. Un señor medieval que no le bastaba
ser dueño de medio país, sino también, de las mujeres de sus prójimos y
servilistas lambiscones. Amparo, la madre de Fernanda su prometida que aún
seguía sin aparecer en esa fiesta, esa señora, su profesora de ingles, no
merecía ser tratada como ramera, por un tipo de tan bajo escrúpulos como su
suegro. ¡Maldito sea el mundo, con gente así de asquerosa¡, que nadie se atreva
a tocar esa mujer, que nadie la abrace, la mire, ni piense en ella; que nadie,
absolutamente nadie deseé a esa señora que ama en profundo secreto. Quien se
atreviera hacer algo Amparo, lo mataría, juraba una y mil veces que lo mataría.
Así fuera el mismísimo Santa Anna.
El banquete una vez terminado,
se ingirieron las bebidas alcohólicas, hasta que finalmente, don Armando todo
briago, había quedado inconsciente. Don Antonio López de Santa Anna, sin perder
nunca la compostura, se paro de la mesa y una comitiva de sirvientes le indico
donde sería la recamara de la casona donde se dormiría; ¡ah don toñito. Usted
siempre tan pícaro¡. Que algo terrible pasaría esa noche.
La noche cayo y el canto de los
grillos empezó a cubrir a escucharse, entre murmullos y voces; Jorge Enrique
intento hablar con Amparo, pero ella no quería hacerlo con el; algo escondía,
algo que solamente su hija Fernanda sabría y que para esos momentos, ya se
encontraba lejos de la ciudad. Enrique se acercó a ella, para advertirle que
huyera, se escondiera, que lo que pasaría dentro de unas horas, sería una
violación a su intimidad, a su honor, a su reputación de distinguida dama..
-
Doña
Amparo os tengo que decir algo importante.
-
Jorge
Enrique, haga el favor de apartarse de nuestras vidas; mi hija no se casara con
Vos. Ella no está en México, se fue de aquí. – respondió en tono enérgico.
A quién diablos le importaba su
hija, mientras en esa noche, un hombre la había deseado con toda la lujuria del
mundo. Amparo, lo que le tengo que decir
es importante…pero ella, no lo oyó; sólo le insistió al cansancio, que la
dejara en paz; entonces, Jorge Enrique sintió en ese momento, que el amor de su
vida, era esa mujer, que nunca le correspondería. La vio marcharse llorando,
aunque fingiera ser la mujer más fuerte del mundo. Quería tomarla de los
brazos, pero no era el momento indicado. No supo como decirle. ¡Huya por
favor¡. ¡habrá un crimen en su contra¡….
¿Qué pasa?. ¿Qué sucede?. – Amparo
se dio la media vuelta y subió las escaleras rumbo a su recamara. Mientras
todos aun continuaban ingiriendo bebidas; el general Santa Anna se disponía a
demostrarse una vez más, su virilidad de macho. La sangre caliente de Veracruz
no podía reprimirla. Su miembro empezaba a reaccionar, al imaginar una vez más,
como le haría el amor a esa mujer. Pero
en otra parte de la casona, Jorge Enrique una y otra vez, al mismo tiempo,
deseaba tomar ese cuchillo y emprender el crimen. ¡Maldito sea este mundo¡.
Tener la mujer que quiero y no quererla. Sufrir ese padecimiento de sólo
observarla y jamás tocarla. Dios mío; no puede ser tan vil esa historia, que
hombres de la calaña de Santa Anna, lo tenga todo. Algo tiene que suceder;
¡Algo¡. Como desearía tener una pistola
y disparar sobre el. En ese momento, don Armando en forma semiinconsciente,
abandono la mesa para acompañar a su esposa.
La recamara de su bella amada
ahí estaba; todos los invitados de la fiestas, algunos durmiendo y otros más,
perdidos en el alcohol, no podrían jamás atestiguar lo que en algunos minutos
ocurriría; Jorge Enrique salió al patio a buscar una pistola para dispararla
sobre quien más odiaba; desde lejos pudo observar ese hombre maldito, borracho, a quien le deseo en ese
momento, su mísera muerte.
Don armando apenas entro a su
casa y se disponía a subir los escalones, cuando el pico de un cuchillo filoso,
le había penetrado el vientre; en unos cuantos segundos, no pudo todavía
entender aquel hombre lo que estaba pasando, cuando en su abdomen, luego en su
hígado, siguió sintiendo, por una segunda, tercera, cuarta y quinta ocasión,
como aquel cuchillo filósofo, mitad frío, mitad caliente, le penetraba su
cuerpo, sintiendo entonces el dolor; confundido entre la sangre que empezaba a
chorrear; no pudo hacer mucho; ni siquiera observar la cara de su asesino, que
escondida en la penumbra, seguía perfilando el sexto, séptimo y octava
penetración del filo sobre su estómago, corazón y pecho; la sangre de sus
labios empezó a brotar; una mancha nublada no de las copas, sino de la
debilidad, empezó a iluminar la sala de crimen; don Armando cayo al suelo,
manchado de sangre, en la penumbra de una visión que se apagaba, de un sonido
que poco se alejaba. Ahí estaba el viejo
ensangrentado, luego de haber recibido, once cuchillazos.
¿Quién fue?. – Un grito se escuchó,
en la casa, cuando el asesino emprendió la huida, dejando al cuerpo
ensangrentado, sin haber hecho este le acusación sobre su criminal.
Jorge Enrique entonces pudo
darse cuenta sobre lo que acababa de ocurrir. Ahí yacía el cuerpo de su suegro
maldito, a quien minutos antes, le había deseado la muerte. Amparo Magdalena
había despertado luego de escuchar los gritos, que del dolor y del susto, había
gemido y gritado la criada.
¿Quién fue?. ¿Quién pudo haber
matado a ese hombre?. Que lo único que hacía, era seguir escupiendo sangre de
su boca; ¿Quién había matado ese hombre?. La fiesta había terminado en un
crimen.
Don Antonio López de Santa Anna
interrumpió su fantasía mental y se paro inmediatamente de su alcoba, luego de
haber escuchado esos gritos, convirtiéndose en testigo, del espectáculo real y
teatral que se había montado.
Un hombre muerto. Su escribano.
Su tesorero, su confidente hombre de negocios. Yacía en el suelo al pie de la
escalera. Don Armando había dejado de ser persona, para convertirse ahora, en
simple cosa, vil cadáver, carroña para los depredadores, abono para los cerdos;
hombre vil, que con una vida vil, había podido obtener la muerte vil que
merecía.
Jorge Enrique vómito, salió de
la casona y en el jardín, sobre aquel árbol, saco el vómito de la temeraria
imagen que había visto. Lloro, no pudo evitarlo, quizás del susto, de
impotencia, de tristeza, de muchas cosas más, Jorge Enrique lloró, por la
desgraciada muerte y suerte de su vida. Trato de buscar a su compañero el
Coronel Yáñez, pero este no estaba.
El general Antonio López de Santa
Anna, tomó el control absoluto de la casa y solicito calma a los presentes,
inmediatamente instruyo a su escolta, para que cercara la hacienda y evitara la
huida de cualquier sospechoso; como buen tipo caballerosos de las normas
morales y los buenos modales, se acercó a la viuda, para ofrecerle tranquilidad
y ante todo, justicia, por el asesinato de su esposo. Acto seguido, le dio un
abrazo, sin poder disimular, el deseo desesperado de tenerla muy pronto en su
cama. Amparo Magdalena, sintió el pecado
de la lujuria sobre aquel hombre; y por otra parte, aún sin reaccionar, sólo
alcanzaba ver con mucho desprecio, ahí en el piso, el cadáver de quien fuera su
esposo; el hombre, que alguna vez la compro como si hubiera sido una prostituta
o una esclava. Sin Impresionarse por lo ocurrido, era lógico que llorara, pero
no lo hizo. Tomo fuerza de su aliento, para ordenar a los criados, recogieran el
cadáver y sin mayor formalidad, lo llevaran a las caballerizas de la casona,
para enterrarlo en la mañana.
La tropa – bajo las órdenes de
su líder - inmediatamente cerco la casa y trato de buscar al asesino, hasta que
finalmente encontraron a un soldado de la tropa, que todo borracho y ebrio,
tenía su ropa manchada de sangre. Ese era el asesino.
-
¡Fusílenlo¡.
- Dispuso el jefe máximo; ante las
suplicas de aquel borracho, que juraba y perjuraba, no ser el asesino; que
gritaba con miedo y ansiedad su inocencia por el crimen antes cometido; que le
suplicaba, tal cual si fuera dios, a Santa Anna, para que no lo matara y lo
dejara vivir. – por la virgencita que no fui yo mi general.
Pero que importa la vida de un mísero soldado
borracho al que nadie reconoce y le consta si fue o no el asesino. Fusílenlo,
porque la falta cometida en esa casa, había sido grave. El pobre borracho,
siguió gritando desesperadamente su inocencia, hasta perderse en el silencio de
la tropa. Minutos después, se escucharon los balazos de su fusilamiento y por
consiguiente, el segundo muerto de la noche, había caído.
Jorge Enrique, sorprendido por
lo que había ocurrido, se quedo callado, viendo como aquel pobre soldado, había
sido acusado de un asesinato que no había cometido. ¿Quién había sido?.
Pregunto aquel hombre torturado en su sufrimiento y eternamente preso de sus
emociones. Mientras eso pensaba, el cadáver de don Armando era recogido de la
escena fúnebre por las instrucciones de la señora Amparo, para llevarlo a otro
lugar, donde pudiera ser escondido. Después de todo, había que limpiar la
mancha en el suelo.
Aquella noche, muchos lloraron.
Fernanda a decenas de kilómetros de su casa, no sabia que su padre había sido
asesinado esa noche y sin embargo, lloraba; Jorge Enrique hacia lo mismo; el
asesino o el presunto asesino, también había llorado antes de morir; Amparo Magdalena
contrario a lo que debía de hacer una viuda no lloro esa noche, ni las
siguientes, de hecho nunca lo hizo; de todos los presentes, algunos callados y
otros llorando, solo había un hombre que aquella noche sonreía lo que iba
hacer.
Esperaba acompañar Amparo
Magdalena, en el velorio de su esposo, manifestarle su más sentido pésame y
aprovechar el momento para iniciar el cortejo; era indudable que una mujer sola
y desprotegida, victima de un agravio a su esposo y a su buena familia, pudiera
rehusarse de la ayuda y la protección que Su Alteza, podría ofrecerle. Antes de
que eso ocurriera, Amparo también desapareció misteriosamente del lugar; el
generalísimo trato de buscarla en forma disimulada, pero no podía hacerlo,
porque personal de su tropa le preguntaba, si el cadáver de don Armando, debían
de velarlo conforme a los canones católicos o no.
Santa Anna entonces comprendió
que el incidente ocurrido, no era para pasarse por alto. Después de todo, su
anfitrión y escribano de cabecera, había sido asesinado y nada peor, podría
hacerle a su viuda, que no respetarle su luto. Así que el generalísimo, trato
de calmar su ansiedad de calmar su lujuria, su odio y deseo por esa mujer.
Luego de que sus hombres
acataran sus instrucciones, el cuerpo de don Armando, fue limpiado y vestido
con otras prendas, igualmente hicieron con la sangre que una vez coagulada,
desapareció con el agua y con la constante limpia en el piso; entonces, eran
las dos de la mañana y su Excelentísima tenía muchas cosas que hacer, una de
ellas, era olvidar ese incidente e independientemente de su deseo carnal, debía
de ofrecerle todo su apoyo económico a la hora viuda.
Santa Anna, regreso a su alcoba
y se dispuso a dormir tranquilo y feliz, pensando en la que sería su guerra.
Todo el dinero que tenía para armar su ejército e inmortalizarse para siempre
en los libros de historia universal.
Pero tan pronto se le fue la
felicidad, cuando de repente pensó realmente en lo que había ocurrido, su
escribano, su hombre de confianza, había sido asesinado y entonces, pudo
reaccionar.
-
¿Y
el dinero?, ¿Y los títulos de propiedad?... ¡Maldito viejo¡.
El viejo se murió sin decir,
donde estaba el dinero y los títulos de propiedad.
-
¡Maldito
sea¡.
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