Había que hacerles frente de
forma digna, valiente y patriota a esos americanos, demostrarles a esos piratas
mercenarios que en nuestro país existen los valores y que las guerras por muy
crueles que fueran, algunas de ellas eran justas, como en el caso de ésta
ilegitima invasión que estaba sufriendo el territorio mexicano.
El general Mariano Arista
sospechaba desde luego de una traición desde las filas de su ejército; el
ataque al fuerte Brown se vio interrumpido con el sorpresivo apoyo que el Mayor
Brown había recibido de los refuerzos enviados por el general Taylor; sin duda
alguna el ejército mexicano contaba con espías al servicio de los enemigos,
quienes lo delataban en cada uno de sus planes. Para ello, tenía que ser ahora
discreto, no sabía con certeza si los oficiales directos a su mando, cuantos de
ellos podían traicionarlo y venderlo no solamente con los invasores, sino ante
otros generales mexicanos que tiñaban de envidia. Desde su tienda de campaña,
observó cada centímetro de ese mapa, no existía duda de que el mejor lugar para
tener la primera batalla sería la llanura de Palo Alto, ahí se verían las caras
tanto los soldados mexicanos como los soldados americanos, ahí se pondría a
prueba la artillería mexicana, contra la artillería del invasor, él como
general en Jefe de las fuerzas mexicanas del norte ante el pretenso invasor
Zacary Taylor.
A la una de la tarde de ese
ocho de mayo, tres mil soldados mexicanos y doce piezas de artillería se fueron
colocando a lo largo de toda una línea defensiva, que difícilmente podría
romperse por la retaguardia, en virtud de un monte y de un pantano de difícil
acceso; desde ahí había que esperar a los americanos para enfrentar un combate
de cuerpo a cuerpo que haría mostrar la garra y el coraje mexicano, su valentía
y su forma heroica de no temerle a la muerte. Del otro lado de la llanura, el
general Taylor acompañado del coronel Twiggs, tres regimientos de infantería
que daban un total de dos mil ciento cincuenta hombres, diez piezas de
artillería y cuatro vehículos cargados al parecer de agua, abastecimiento
suficiente que les permitía a los invasores resistir cualquier ataque.
Los soldados mexicanos se
fueron colocando en forma horizontal, cada uno de ellos preparó su respectivo
fusil y se mantuvieron a la espera de que el general Arista gritara de un
momento a otro, la palabra clave: ¡Fuego¡….ordenará inmediatamente después el
grito, el disparo de todos los fusiles, de los doce cañones, de los gritos de
los soldados que a la voz de ¡Viva México¡, se lanzaran a matar cada uno de los
invasores. Arista observó la colocación del ejército enemigo, lo más que le
llamo la atención fueron esos cuatro carros cargados al parecer de agua, ah
decir verdad, su ejército era muy superior, tres mil mexicanos, contra dos mil
cien americanos; doce cañones contra diez; tenía todo para ganar, menos lo que
el ejército invasor tenía: ¡agua¡, su tropa no contaba con los víveres
suficientes para sostener un combate que pudiera durar más de dos días; por eso
había que iniciar una vez, dar la orden de ataque para resolver de una forma
inmediata la primera batalla; gritar fuego y dar pie a que los soldados
mexicanos dispararan cada uno de sus fusiles.
Arista montado en su caballo,
con aquel telescopio siguió observando el movimiento del ejército americano,
los tenía enfrente, darían batalla cuando este decidiere el ataque, era
cuestión de que cada uno tomara la decisión, o iniciaba Taylor que las tenía
todas de perder o comenzaba él a la orden de fuego; lo pensó una y otra vez,
había que dar el golpe primero, correrlos de una vez, cubrirse de gloria e
informar lo mas pronto posible a la ciudad de México sobre el resultado de su
intervención; tenía que hacerlo antes de que oscureciera, para eso había que
dispararles hasta provocar su retirada, no tenía porque pensarlo, debía de
hacerlo de una vez, entonces después de mirar a lo lejos a sus enemigos, alzó
el sable frente a su tropa y al bajarlo en forma rápida grito:
-
¡Fuego¡.
La batalla comenzaba. Los doce cañones mexicanos dispararon al mismo tiempo, a la par de que los soldados mexicanos gritaron en una sola voz: ¡Viva México¡. El ruido de los balazos empezó a escucharse, junto con los murmullos de la tropa; los disparos sonaron una y otra vez, las nubes de fuego empezaron a escurrirse, los cañones mexicanos se cargaron de nueva cuenta para disparar al mismo tiempo, que las miles de balas que también eran disparadas.
Pero algo inesperado también
ocurría, uno o dos minutos de que la artillería mexicana disparara, la bala de
cañones americanos emperezaba a caer en las filas de la tropa mexicana. Se
alcanzaba a ver desde lejos su trayectoria, iban cayendo derechito a donde se
encontraban los soldados mexicanos, había que correr y no quedarse quietos,
romper la fila en forma inmediata, antes de que la bala del cañón cayera al
suelo y estallará en fuego arrasando todo lo que estuviera a su alrededor. Uno
a uno de los cañones americanos cayeron dentro de las filas del ejército nacional,
lo que obligó a éste a dispersarse, otros más se quedaron quietos esperando la
orden de sus respectivos oficiales, ah seguir disparando en forma desesperante,
sin darse cuenta de lo que ocurría en otros francos, donde algunos soldados
mexicanos empezaron a caerse a consecuencia de las descargas de fuego que
recibía del enemigo.
Y mientras tanto el cielo azul,
las nubes blancas y dios observando.
Arista dio la orden de que
ningún soldado se moviera de su posición, pero eso daba pie, a que siguiera cayendo
cada uno de los distintos proyectiles que lanzaba la infantería americana.
Ruidos y mas ruidos, las nubes de humo. Los colores amarillo y rojo seguían
observándose desde lejos, al ver como el ejército invasor seguía éste
disparando, siendo al parecer inmunes el cañoneo mexicano, que de nueva cuenta
volvía a dispararse.
- ¡Fuego¡.- ¡Fuego¡. Mil veces
fuego; gritar fuego por cada minuto, por cada hora, por cada momento que los
soldados y artilleros cargaran las municiones para seguir disparando una y otra
vez. - ¡Fuego¡. …mil veces ¡Fuego¡. Hasta que ele combate terminara.
Los proyectiles mexicanos
fueron lanzados, pero Arista desde sus vinculares observaba una de las peores
estupideces de la tropa mexicana hecha por sus propios ingenieros, que no merecía
llamársele como tales, porque ni siquiera habían calculado la distancia del
enemigo, en relación con el lanzamiento de los cañones nacionales. Nuestros
inofensivos proyectiles lo único que hacían era ruido y distraían a los
artilleros de una función todavía mas productiva, como era disparar sus propios
rifles. Entonces que caso tenía seguir disparando, si las balas de nuestros
cañones no alcanzaban a llegar las filas del enemigo.
Pero en cambio la artillería
americana era cierta, determinante, segura; las balas de los cañones seguían
cayendo y los mexicanos no hacían más que tratar de esconderse en donde podían;
una a una de esas balas seguían bombardeando y destazando el ejército que
todavía seguía en pie.
Las horas y los minutos seguían
transcurriendo, al mismo tiempo que esas hermosas nubes caminaban para
desplazarse en otro lado.
El plan del general Arista
tenía que cambiarse; la táctica había fallado, por lo que se tenía que emplear
una estrategia que le permitiera salir victorioso, sino triunfante en la
batalla, por lo menos en una situación de fuerza que no le permitiera ser de
todo derrotado; había dado órdenes al general Ampudia de tomar el fuerte Brown
como una medida intimidatoria, que tendría el efecto psicológico de que el ejército
mexicano avanzaba y ocupaba posiciones del enemigo; no sabía si aprovechar ese
momento para seguir con sus planes o pedir inmediatamente el apoyo a su
compañero de armas para reforzar la linea defensiva mexicana y ordenar en todo
caso, el avance de la misma, hasta topar con los adversarios en un
enfrentamiento de cuerpo a cuerpo.
Seguía pensando eso Arista, no
sabía si tomar esa decisión, pero los cañones americanos seguían cayendo uno a
uno, provocando además de ruido, bajas en las filas mexicanas, quienes todavía
no rompían la línea defensiva. Debía de tomar una decisión lo más pronto
posible, opero al pensar cual sería esa decisión, tuvo que correr junto con
todos los oficiales, para ser alcanzado por ese proyectil. - ¡General que
hacemos¡… - gritaba el oficial de artillería, no sabia que decisión tomar, si
desplazar los cañones, si abandonar la posición, si mantenerse firmes, si
seguir disparando una y otra vez.
- ¡Sigan disparando¡ - Fue la
orden del general en Jefe, seguir disparando a como de lugar, seguir disparando
dentro del humo de fuego, seguir con aquel tiroteo para tener la esperanza de
que por cada cañón que se recibía en la línea mexicana, moría por lo menos un
soldado americano - ¡Sigan disparando¡ - gritaba el general en forma de un
hombre valiente que se batía como cualquier soldado más - ¡Preparen¡…¡Apunten¡…
¡Fuego¡.
Los cañones mexicanos seguían
disparando al mismo tiempo, pero ah decir verdad, la estrategia seguía mal,
tardaban más los artilleros mexicanos en cargar los proyectiles en los cañones,
que las balas que estos recibían. Bolas de fuego seguían cayendo una y otra
vez; había sido un mal comienzo que obligaba inmediatamente a cambiar de
planes. Había que romper la linea defensiva, ordenar el ataque, avanzar hasta
topar con el enemigo y enfrentarlos de cuerpo a cuerpo. A lo lejos, Arista
observa el desplazamiento de tropas americanas por el costado izquierdo,
observa como aquellos carros misteriosos también lo hacen, piensa que el ejército
invasor intenta rodearlo, había que taparles el camino, obstruirle sus planes
con un regimiento de hombres valientes, dispuestos a ser los primeros en
sostener el enfrentamiento directo: ¡Avancen¡ - el grito de Avance se dio en
todas las filas; a las dianas empezaron a escucharse y con ello, la orden de
los soldados de romper filas; de ignorar esos cañones que seguían cayendo, de
pedirle a dios que ningún misil cayera a los pies de ningún hombre más, ah
correr y hacer posible que esas balas de artillería, dejaran de tener efecto
sobre algunos de los soldados mexicanos que habían sufrido inevitablemente la
muerte.
Los soldados mexicanos
empezaron a moverse hacia adelante, con la bayoneta calada corrieron en
dirección al enemigo, pero la consecuencia de esa decisión era también
desafortunada, porque de una u otra forma, se convirtieron en victimas de los
disparos del adversario. Aun así, los pocos que siguieron recorrieron la
avanzada, notaron desde lejos, que su camino se vería obstruido por esa cortina
de fuego y humo, que los americanos habían incendiado. El general Arista con su
telescopio no podía predecir cuál era la estrategia de su enemigo, no solamente
su tropa era víctima del intenso bombardeo de los cañones americanos, sino
también de su propia incertidumbre, al observar como esa hilera de humo y fuego
se extendía por todo el horizonte, tapando la visibilidad, esparciéndose en el
aire aquellas fumarolas negras y grises que no solamente hacían toser a los
soldados, sino que les impedía ver la posición del enemigo. Así con el pasto
quemándose, uno a uno las mortíferas bombas seguían cayendo, entre sonoros
ruidos y bolas de humo que hicieron por un momento pensar al general Mariano
Arista, que la batalla la estaba perdiendo.
Las nubes no solamente
cambiaban de posición, sino también el sol; ese cielo azul, era un cielo que
poco a poco se iría apagando, hasta convertirse en noche. Un cielo que miraba
expectantemente, un juego de guerra, donde dos ejércitos salen a batirse por la
gloria de su patria.
El ejército mexicano hizo lo
posible para impedir el plan de Taylor, por más que trató de evitar que
aquellos soldados americanos continuaron quemando el pasto, no podían
esconderse del intenso bombardeo del que eran franco fácil. Arista observó
desde lejos como las tropas de Taylor se alineaban en forma de cuadrado
cubriéndose por todos lados y como de esa forma avanzaban poco a poco, detrás
de esa cortina de fuego que impedía a los suyos romperla. Se necesitaba agua
para apagar ese fuego, agua ya no para alimentar a la tropa y a los caballos,
sino para contrarrestar esa arma secreta de los invasores, que en forma por
momentos artística, seguían avanzando al extremo izquierdo, sin que Arista
pudiera hacer algo.
Si la tropa enemiga avanzaba
por la izquierda, entonces había que entrar por la derecha. Este repliegue de
fuerzas evidenciaba que la artillería americana también avanzaba para cubrir a
su propia tropa, posibilidad de que el ejército mexicano estuviera ganando esa
batalla. Entonces el general Arista ordenó que la caballería mexicana también
avanzara por ese franco derecho, pero había tomado una decisión equivocada,
pues sus tropas que avanzaban por ese extremo derecho, se habían puesto
nuevamente en la mira de la artillería americana.
Antes de que cayera la noche,
de que cada estrella cubriera el firmamento, Arista considero dejar sin efecto
su orden, pidió entonces a sus oficiales
llamaran a su tropa a la retirada, empezando por esa caballería que
lamentablemente no había concluido con el objetivo de su ataque. Pues los jinetes con sus respectivos cañones,
fueron cayendo uno a uno.
En la medida en que el cielo
fue cubierto por la noche, ambos ejércitos dejaron de disparar, procediendo
cada uno de ellos por cortesía militar, continuar con el combate. Las reglas de
la guerra debía después de todo, que respetarse; aun entre las naciones que
aspiraban a ser civilizadas.
La tropa mexicana
desconcertada, sin saber si esa batalla había sido buena o mala; debía de
investigarse la verdad, era la hora de hacer el recuento de los daños para
valorar si ese combate se podía considerar como un triunfo o una derrota; la
simple imagen de ver cuerpos tirados en el campo no representaba del todo la
derrota. No podía existir un sentimiento de perdida, aún cuando el alto mando
que acompañaba a los generales Mariano Arista y Pedro Ampudia se despertaba un
espíritu de derrota, de enojo, frustración; era cuestión de confirmar lo que
parecía evidente, que esa primera batalla, la primera en ésta guerra México –
Estados Unidos, la habían ganado los americanos.
Habiendo acampado ya en plena
noche, los principales oficiales militares López Uraga, Pedro Ampudia, Tomás
Requena y el general de la División del Norte Mariano Arista, hicieron un
cálculo de los daños provocados. Un balance de guerra que permitiera valorar
quien había ganado y quien perdido.
Sentados todos en la mesa y
teniendo las debidas precauciones de que no fueran sorprendidos por los
enemigos a tan altas horas de la noche; se reconoció el valor de los soldados
mexicanos, quienes habían dado una muestra de serenidad y valentía, no
solamente de haber desafiado a la poderosa artillería americana, sino a la
propia muerte que sólo les produjo doscientas bajas.
¿No eran más?. No eran más de
cuatrocientos cincuenta y dos soldados mexicanos los que habían muerto y
desaparecido aquella tarde?. Porque mentir en una cifra minúscula cuando el
daño era notablemente más. ¡Pero no¡.
Reconocer que había más muertos, era aceptar que esa batalla se había perdido.
No había que decir nada al Excelentísimo Presidente, ocultar la verdad el
tiempo que fuera posible, disminuir el número de bajas, de heridos, inclusive,
tratar de exagerar la hazaña de la caballería mexicana que solamente el
ridículo había hecho horas antes.
¿Y acaso no era cierto?. Que
las tropas del general Taylor habían sufrido nada más once bajas, es decir,
únicamente once muertos y cuarenta y tres heridos. Los cuales estos últimos ya
se encontraban atendidos por los servicios médicos. - ¡No puede ser que ni un
maldito medico cuenten los mexicanos¡. - De que sirve tanto pinche capellán,
salvo para dar hostias y las ultimas bendiciones a los cientos de soldados
mexicanos que murieron esa tarde, pero no para sanar a los heridos que
agonizaban en los campos de batalla. ¿Qué caso tenía salvar la vida de esos
indios que ni nación ni patria tenían?. Que morirían como mueren los perros o las
ratas hambrientas, como vil basura o estiércol, o como mueren los miles de
hermosos búfalos que son cazados por los vaqueros americanos. O bien, como
fallecen aquellos que merecen ser ignorados por Dios.
Tres mil disparos de cañón
había recibido la tropa mexicana, frente a seiscientos cincuenta cartuchos de
artillería que nuestros obsoletos cañones habían lanzado. Tres mil balas de
cañón que habían causado bajas innumerables, frente a seiscientos cincuenta
cañonazos que solamente habían ocasionado la muerte a once malditos invasores.
¡Once nada más¡. No era ridículo generales de desfiles, más fueron los cañonazos
que dispararon los artilleros mexicanos, que el numero de bajas que tuvieron
los invasores.
Arista no supo si reír por esa
noticia. Pero su esperanza de haberse convertido en el gran genio militar que
pudo haber sido no fue posible. Estaba viviendo una guerra de a de veras y no
un cuartelazo militar de los que ya tenía práctica. De aquellos que con
trescientos soldados ocupaba una plaza importante y pronunciaba un manifiesto a
la nación. No eran batallitas de a mentiras, éste había sido un combate en
serio, real, crudo, sanguinario; donde no importaba el valor ni los
pronunciamientos de los militares, sino la táctica y estrategia de la guerra y
en eso, había que reconocerlo señores, los americanos fueron mil veces
superiores.
"El combate fue largo y
sangriento, lo que se graduará por el cálculo que ha hecho el señor comandante
general de artillería, general Tomás Requena, quien me aseguro que el enemigo
arrojó sobre nosotros como tres mil tiros de cañón, desde las dos de la tarde,
en que comenzó la lucha, hasta las siete de la noche en que terminó, disparando
seiscientos cincuenta por nuestra parte.
Las armas nacionales brillaron,
pues no retrocedió un palmo de terreno, a pesar de la superioridad de la
artillería de los enemigos que sufrieron bastante estrago.
Esas tropas tienen que lamentar
la pérdida de trescientos cincuenta y dos hombres dispersos, heridos y muertos,
dignos los últimos de recuerdo y gratitud nacional, por la intrepidez con que
murieron peleando por la más sagrada de las causas.
Dígnese Vuestra Excelencia dar
cuenta con ésta nota al Excelentísimo Señor Presidente, manifestándole cuidaré
de dar parte circunstanciada de este hecho de armas y recomendándole el buen
comportamiento de todos los señores generales, jefes, oficiales e individuos de
tropa que me están subordinados porque sostuvieron tan sangriento combate, que
hace honor a nuestras armas y da á conocer su disciplina".
Esas eran las palabras con las
cuales el comandante general de la División del Norte, general Mariano Arista
informaba al ciudadano Presidente de la Republica. Era una carta romántica, con
la cual la poesía castrense tenía que disfrazar la cruda realidad; México perdía
su primera batalla. ¡Que el día de mañana sería la revancha¡.
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