jueves, 8 de septiembre de 2016

CAPITULO 35



Del Presidente de la Republica nadie se burla, escúchenlo malditos papeleros. Ni un periodista hablará mal del modelo de gobierno que rescatará al país de su peor crisis; ni un diputado, magistrado, juez, general, cura o lépero, podrá criticar los planes que el Supremo Gobierno tiene para la patria. Escúchenlo bien y que lo sepa cada mexicano; nadie, pero absolutamente nadie, me cuestionará en mis decisiones.



El general en Jefe, ciudadano Presidente de la Republica Mariano Paredes Arrillaga, continuaba con sus planes para elevarse como supremo caudillo de la revolución de Jalisco. Debía de celebrar que cada uno de sus objetivos se iban cumpliendo, que la suspensión provisional del todos los pagos del Tesoro, así como la reducción hasta en tres cuartas partes de todos los sueldos, eran medidas cautelares que permitirían al ejército mexicano enfrentar victoriosamente la guerra. ¡Celebren altos oficiales, distinguidos caballeros, brindemos por la prosperidad de la patria¡; que los departamentos y el santo clero no dejarán sólo a nuestro país en esta hora. Entiendan por favor que una autoridad suprema como la que aspira mi gobierno, en un momento de desconcierto momentáneo de poderes constitucionales está facultada y obligada a proveer a las necesidades perentorias de la nación; reconozcan que sería indudable que al mayor de los males sería que los pueblos carecieran de gobierno, de representantes y de agentes a los principios conservadores.



Pero a quien diablos le importa una forma de gobierno conservadora, y monárquica. ¡Porque no vivir en una republica federal, democrática, representativa y popular¡. Porque no construir las bases de un país edificado en la republica democrática liberal y no en una monarquía conservadora, centralista e intolerante. ¡No entiendo la forma de pensar de mis compatriotas¡. ¡No entiendo esa forma de concebir un país sin sentimiento alguno de orgullo nacional¡. Al carajo con la bandera, con los teu deums que conmemoran las armas nacionales, la lucha por la independencia; que todos olviden los nombres de Hidalgo, Morelos, Mina, Guerrero; que el país se muera en esta guerra, con todos sus defectos, sus triquiñuelas, con todas y cada una de sus mentiras. Al diablo con todos, nuestra única salvación, es que regrese Santa Anna.



El licenciado Salcedo y Salmorán luego de haber repasado sus clases de gramática, de haber conocido el uso de las palabras: what, who, where, when, how; continúo con la tesis de aquel sustentante Armando Villarejo, quien dentro de algunos días, la Academia de Jurisprudencia le otorgaría si así fuera el caso, el titulo de abogado.



¿Pero porque hablar de democracia?. ¿Qué diablos era la democracia?. Cada año muchos generales desconocían al Presidente de la Republica, al quien llamaban espurio, ilegitimo, pelele, en el nombre de la democracia. ¿Qué es por lo tanto la democracia?, ¿qué es la forma de gobierno?, ¿Qué es una Constitución?, Peor aún en todo ese mar de dudas, ¿a que se refería Villarejo cuando hablaba del control constitucional?



Salcedo y Salmorán recordó aquellos días en que era el adjunto de su amado maestro el doctor Samuel Rodríguez; recordó lo que alguna vez le dijo de la democracia, ésta era, decía él en vida, una forma de gobierno que establecía mediante reglas, quien podía tomar las decisiones colectivas y bajo que procedimientos.



-      Es una definición bastante simple.- comento Salcedo, al ver a su maestro escribir en la biblioteca de su casa.

-      Parece que lo es, pero una regla fácil, que no ha podido ser admitida en este país.

-      Porque doctor?. ¡Porque la democracia ha podido funcionar en norteamérica y no aquí en México?.

-      Eso pregúnteselo a su amo el generalísimo Santa Anna. - contesto riendo y en forma demasiado irónica el doctor Rodríguez.



 Al recordar la escena Salcedo y Salmorán también rió.



La democracia no era hablar solamente de elecciones, de discutir el trillado debate de quienes debían tener derecho al voto, si la plebe, los propietarios, las mujeres; de indagar una y otra vez, si las leyes electorales, debían regularse en forma escrita  o a través de la costumbre; lo que si bien recordaba Salcedo es que la democracia, se construía con una regla convencionalmente aceptada por todos: La regla fundamental de la democracia era que la mayoría decidía por la minoría. Las decisiones que eran aprobadas por aquellas personas que tomaban las decisiones colectivas, debían de acatarse por todos, les gustará o no. Aunque obvio, lo ideal era construir un sistema democrático donde no se dividiera los participantes en “mayorías” o “minorías”, sino construir un sistema democrático donde todos estuvieran de acuerdo, donde en forma unánime se tomaran las decisiones a favor del país. ¿No era posible eso en México? – cuestionaba una y mil veces el doctor Rodríguez, respondiéndose una y otra vez que: - “¡No¡”; - que éste país, jamás sus ciudadanos estarían de acuerdo con su forma de gobierno. Que sería más fácil estallaran miles de cuartelazos, guerras civiles, pronunciamientos, antes que reconocer el uno y el otro bando, conservadores y liberales, monarquistas y republicanos, que era necesaria para la prosperidad de la nación la convivencia democrática. Así pasaran mas de cien años, éste país, nunca se reconciliaría.

 



En el año de 1836 se abrogaría la Constitución federalista de 1824 y en su lugar, se implementaría las famosas “Siete Leyes”; lo anterior a propuesta del entonces Presidente Antonio López de Santa Anna, convencido éste de que un régimen federal no podría aplicarse a nuestro país y si en cambio un modelo de gobierno centralista.



Apoyado por un congreso levanta dedos, se apoyo la propuesta de santaannista y en una forma de mostrar la reconciliación de todos los mexicanos, se abrogaron las leyes anticlericales que afectaban la santa fe del pueblo católico, mismas que fueron impuestas por inspiración hereje masónica del doctor Valentín Gómez Farías, así como de esos dos nefastos liberales, José María Mora y Lorenzo de Zavala; emitiéndose también leyes de amnistía que perdonaban a los asesinos del caudillo Vicente Guerrero, consumador de la independencia; llamando a todo el pueblo mexicano a la hora de la reconciliación.



Pero ah decir verdad, se trataba de un movimiento revolucionario más, que se justificaría con la sapiencia de algunos ilustres abogados; pues la comisión de diputados integrada por Escoto, Tagle, Lópe y Becerra, presidida por don Carlos Bustamante, resolvió luego de un minucioso y exhaustivo análisis a la Constitución de 1824, concluir que en el Congreso, residía la voluntad de la nación y con ella, todas las facultades extraconstitucionales necesarias para hacer de la Constitución todas las alteraciones que se creyeran convenientes para el bien de la nación, sin las trabas y moratorias que en la misma establecía. De esa forma, nuestros brillantes y por siempre eternamente distinguidos diputados, decidieron declarar que en el Congreso, podría reformarse las veces que fueran necesarias, salvo algunas disposiciones prohibitivas que ningún legislador pudiera jamás hacer, como lo era, el reconocimiento de la libertad y la independencia de la república, la santa religión católica única para el pueblo de México, así como la libertad de imprenta con el respeto al dogma.



Con todas estas limitantes consensadas por todas las clases políticas mexicanas; se resolvió legislar una nueva Constitución, misma que se publicaría en siete estatutos, los cuales se darían a conocer en forma periódica, recibiendo el nombre de esta nueva disposición jurídica suprema, como “las Siete Leyes”.



Así las cosas – explicaba en vida el doctor Samuel Rodríguez – de un día para otro, se declaró la disolución del sistema federal; cada legislatura local, fue sustituida por una junta departamental compuesta por cinco individuos, los cuales fungirían como Consejo del Gobernador; los gobernadores serían designados ya no por las legislaturas, sino por el poder central que constituía el presidente; no habría modificaciones al aparato judicial y todos los empleados públicos, seguirían conservando sus empleos. Sólo hubo una modificación trascendental; lo era que las oficinas recaudadoras de rentas, pasarían a ser reguladas por el Supremo Gobierno.



Este gran cambio en la constitución, no pudo llevarse a cabo, no sin la figura de un militar gris, oscuro, por siempre desconocido, de nombre Miguel Barragán; realmente, quien estaba detrás de esta reforma, era el general López de Santa Anna, quien de manera inexplicable, se retiro de la presidencia por motivos de salud, para irse a retirar en su rancho de Manga de Clavo.



Pobre México, pobre de cada mexicano, vivir condenado en la demagogia de sus indignos gobernantes. Soportar y ser merecedor de ser gobernado y administrado, por la gente nefasta de su misma calaña; como si fuera cierto de que los pueblos tienen los gobiernos que merecen.



El doctor Samuel Rodríguez fue un ilustre jurista; es una pena que en esta época actual, nadie absolutamente nadie sepa de su existencia; sólo los que fueron sus amigos, pero sobre todo sus alumnos, pudieron conocer la grandeza de este hombre, cuyo amor a la docencia y a la patria, lo hicieron en la memoria de algunos afortunados, un hombre inmortal.



Salcedo y Salmorán recordó bien sus años de estudiante cuando fue testigo de cómo la Constitución de 1824 terminó siendo abrogada por las denominadas Siete Leyes, provocando con ello el movimiento segregista de Texas, que iniciaría siendo ahora la excusa de esta guerra entre México y los Estados Unidos de América. Recordó en sus años de estudiante de la Academia de Jurisprudencia, como en aquellos días la prensa descalificó como alta traición la decisión del ilustre liberal Lorenzo de Zavala en elegirse Vicepresidente de la República Independiente de Texas, acompañando a Sam Houston como presidente de dicha provincia. ¿Y todo porqué?. ¿Habrá sido en razón de que existió una conspiración por parte de los americanos en contra de los mexicanos?; o bien, ¿porque realmente la inestabilidad política del gobierno mexicano, fue aprovechada por unos colonos pro americanos?. Fuera una u otra la verdad a ésta interrogante, Salcedo no podía concebir con justicia la “guerra de independencia de Texas” como el movimiento de la defensa de las “libertades” de los texanos, encabezada por sus caudillos que de insurgentes no tenían nada, más que su pésima reputación: los hermanos Austin vulgares mercaderes, Sam Houston alcohólico adicto al opio, Burr un extranjero ignorante, William Barret Travis un alcohólico disfrazado de supuesto coronel, David Crockett un ex congresista americano especializado en matar indios apaches y Burnet otro extranjero patán; calificados todos ellos como piratas y personas que de sangre nacional, no tenían absolutamente nada, más que el territorio patrio que algún día los cobijo y les otorgo la nacionalidad mexicana.

 



Pero los colonos texanos no se sentían ingratos, ni tampoco traidores; era una comunidad favorecida por las leyes de inmigración mexicana que decidieron asentarse en los territorios de Coahuila para trabajar en prosperidad de la nación mexicana que los cobijaba. ¡No eran traidores¡ y si en cambio, habían sido victimas de la tiranía militar y religiosa. El Gobierno mexicano no aceptó reconocer a Texas como un estado de la federación mexicana y si en cambio de un día para otro, cambio el régimen de gobierno de federalista a centralista. Les impuso como única religión la Católica sin admisión ni tolerancia de otra religión; habían encarcelado algunos de sus mejores ideólogos: Esteban Austin, negándole juicio por jurados; imponiendo comandantes militares por los civiles, perseguido a sus representantes populares por las constantes disoluciones de la legislatura local de Coahuila y posteriormente, por el centralismo político del gobierno mexicano; por requerir la entrega de sus armas que eran para su defensa personal, con el argumento de utilizarlos para una próxima revuelta; había que propugnar por la independencia de Texas, para jamás ser víctimas de la tiranía militar y religiosa de los mexicanos. ¡Texas no estará ligada ni moral o civilmente a los tiranos mexicanos¡. ¡No reconocería jamás que las autoridades mexicanas gobernaran Texas¡. ¡Qué declararían la guerra a dichas autoridades¡ Que no aceptarían el despotismo y por ello establecerían un gobierno independiente, adoptando todas las medidas pertinentes para defender sus libertades y propiedades¡.



Pero el caso fue, que el general Antonio López de Santa Anna sólo rio por dichas manifestaciones; supo de muy buena fuente que los rebeldes eran en su mayoría inmigrantes de extracción americana; asesorados sin duda alguna, por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos. Entonces cogió el mejor de sus uniformes y partió de la capital, después de San Luis Potosí con un ejército de la nada, pudiendo reclutar a más de 6000 soldados, algunos de ellos, indios mayas que venían de Yucatán, cruzando por tierra y en invierno por un buen trecho del territorio nacional hasta llegar a San Antonio. – “Marchare personalmente a someter a los revoltosos y una vez que se consume ese propósito, la línea divisoria entre México y Estados Unidos se fijará junto a la boca de mis cañones” – Que si considere y se dicte un decreto que se haga circular por toda la nación, en el que se advierta a todos los extranjeros que si desembarquen en algún puerto de la República Mexicana y penetraren por tierra armados, con objeto de atacar a nuestro territorio, serán tratados y castigados como piratas y se les pasará por las armas como corresponde a todo invasor”.- Con un ejército al mando de Santa Anna, el mismo se divide en tres partes, la primera de ellas a cargo del general Vicente Filisola, el otro por el general Urrea y otro más, por el general Ramírez y Sesma.



Desde ahí, 182 piratas se refugiaron en una vieja construcción que acondicionaron como fuerte “El Alamo” donde decidieron cercarse para esperar a los mexicanos; reforzados por un aventurero de nombre Tennessee; desde ahí los ingenuos piratas no aceptaron el ofrecimiento de rendición que los mexicanos ofrecieron, respondiendo con una bala de cañón que pudo haber matado al generalísimo Santa Anna; los susodichos en ningún momento aceptaron rendirse; y por ese hecho, tuvieron que pagar el precio de su ingratitud y traición.

 



La noche del 5 de marzo de 1836, cuatro regimientos de soldados mexicanos asaltaron el Fuerte del Álamo, donde pudieron capturar y reprimir a menos de 182 piratas, de los cuales  sólo 32 eran colonos texanos y los demás restantes, mercenarios americanos; ¡es cierto¡, murieron 72 soldados mexicanos y hubo por lo menos 400 heridos; ¡era natural¡, los texanos estaban fortificados y los mexicanos no tenían mas muralla que sus pechos, pero la valentía de nuestro ejército en ese asalto deberá ser recordada por siempre; no hubo prisioneros de guerra texanos, por la sencilla razón de que a los rebeldes les fue aplicada la ley y por ende, tuvieron que morir como lo que eran: ¡Piratas¡.



Quien pudo haber sido testigos de los sobrevivientes el Álamo que fueron degollados, de la quema de 257 cadáveres entre texanos y mexicanos; de la muerte heroica del Coronel Travis y del fanfarrón de Santiago Bouwie, quien fingiéndose enfermo, murió como una mujer escondido bajo el colchón de la cama. ¿Quién los recuerda?. Que acaso todos olvidaron la proclama del generalísimo: “Regresad a vuestros hogares y ocupaos de vuestros quehaceres domésticos; Vuestra ciudad y la fortaleza del Álamo son ya guardados por el ejército de la República”. Aplaudan ingratos, esos días de gloria. “estad seguros de que ninguna reunión de extranjeros volverá a interrumpir vuestro reposo ni a atacar vuestra existencia y propiedades; el gobierno supremo os ha tomado bajo su protección y vela por vuestro bien.

 



Tiempo después con mucho entusiasmo el pueblo de México supo de la heroica toma del Álamo, de la enérgica reprimenda a esos mercenarios texanos que habían traicionado la confianza del pueblo mexicano; de la liberación de un esclavo negro que fue protegido por la benevolencia de las leyes mexicanas, de aquellas nefastas banderas texanas que fueron capturadas al enemigo y enviadas al Supremo Congreso mexicano entre la euforia de los aplausos y aclamaciones que enaltecían una y otra vez más el patriotismo del generalísimo y salvador de la patria Antonio López de Santa Anna. ¿Quién lo recuerda?. ¿Quién?. Los periódicos, los comentarios, los elogios y hasta las estatuas levantadas a nombre del supremo gobernante mexicano quien defendió con orgullo y gallardía la soberanía mexicana. ¿Quién lo recuerda?. Que hasta la proclamación del Supremo Dictador, de Emperador, del Padre de la Patria, del Napoleón del Oste Antonio López de Santa Anna. Como si el pueblo de México no tuviera memoria y olvidara las hazañas de cientos de soldados que murieron en esa expedición heroica que enalteció la hombría de uno de sus mejores hijos. ¡El Protector de Anahuac¡.



Se vivía un optimismo en aquellos días del 36, luego de la ocupación del Álamo, la banda de piratas disfrazada de ejército texano fue derrotada ignominiosamente por la armada mexicana, quien derrotado se retiró del rumbo al mar, hacía el puerto de Galveston. Detrás de ellos, el ejército mexicano se dividió en grupos para perseguirlos. En esa campaña, el general José Urrea consiguió que otro Fuerte El Goliad, fuera abandonado por los rebeldes, a quien después los derrotó en Encinal del Perdido, frente a un comando de texanos dirigidos por el Coronel James Fannin; en dicha captura, los 600 soldados mayas comandados por el general Urrea, capturaron nueve cañones, tres banderas, mil rifles y cerca de cuatrocientos prisioneros. Posteriormente en una exitosa campaña, aprehende en el bosque al “Coronel Ward” junto con diez de sus hombres y noventa sediciosos.  Todos ellos dejaron de tener el carácter de prisioneros de guerra, cuando Santa Anna ordenó a Urrea, se les aplicara la ley a los rebeldes. En consecuencia, todos los prisioneros de guerra murieron fusilados. Con ello, era ciertas las declaraciones que había formulado Santa Anna, “la línea divisoria entre México y Estados Unidos se fijaran junto a la boca de mis cañones”. La verdadera guerra que México enfrentaba no había sido con Texas, sino con los Estados Unidos.

 



El ejército mexicano fue a la persecución de los bandoleros texanos, sabía perfectamente a donde iban; las huellas que estos dejaban era evidente; quemaban los alimentos, los caminos, los pueblos, no dejando nada que comer, ni pan ni agua a ninguno de los gloriosos soldados mexicanos. ¡Malditos bastardos¡. ¡Embusteros bandidos¡. ¡Pinches piratas¡. ¡Americanos, son viles americanos, disfrazados de texanos insurgentes¡. Ah ponerlos en su lugar, a seguirlos destrozando y colgando de los huevos del árbol mas cercano. ¡A ver si a si respetan a su padre cabrones¡. ¡Que el Congreso tome como asunto importante, mi nombre inmortalizado en letras de oro, “Benemérito de la Patria”. “Salvador de Anáhuac”, “Hijo prodigo de los Mexicanos”.  A quien chingados le importa que el presidente Miguel Barragán se haya muerto, a fin que viene otro pendejo a ocupar la presidencia. Yo soy el dueño de México, soy el amo de esta bola de indios que no tienen más héroe que su servidor.



Después de esta oleada de triunfos, de que el Coronel Rafael Lavara se apoderada del Puerto de Cópano con un cargamento de armas y víveres para los rebeldes, así como capturando a 83 inocentes americanos dispuestos a enrolarse con los rebeldes, todos ellos obviamente fusilados sin perdón, ni investigación alguna; de que él cabecilla Placido Domínguez saliera de su clandestinaje y se pusiera a disposición del Supremo gobierno para sofocar la rebelión en todo lo que el gobierno mande;  por todo ello fue inverosímil que de un día para otro, se anunciara que el General Antonio López de Santa Anna había sido capturado por los rebeldes texanos, encarcelado e inclusive condenado a muerte. “El heroico vencedor de Tampico, el presidente de la República, el general en jefe, el ídolo de todos los corazones, el inmortal Santa Anna, fue hecho prisionero peleando por salvar la integridad del territorio nacional.”.  el decreto presidencial de don José Justo Corro presidente sustituto de todos los mexicanos, ordena como muestra solidaria a tan triste acontecimiento, a que se ponga un lazo de crespón negro en todas las banderas y que el pabellón nacional se pusiera en media asta en todos los edificios públicos.



Lo más inadmisible de aquellos días, fue aquel rumor de que el ilustre caudillo con el afán de salvar su vida, en una actitud cobarde y por demás traidora, prefirió firmar el reconocimiento de la independencia de Texas, suscribiendo los oscuros Tratados de Velasco. ¡Nadie podía creerlo¡. La ola de rumores y de noticias fueron aclarando que fue lo que ocurrió después de la toma del Álamo, se dijo que Santa Anna se lanzó a perseguir a Houston, dividiendo su ejército en partes, resultando que en la División que estaba bajo su mando, fue sorprendida en un ataque repentino por parte del pseudoejército texano, quien emboscó a los nacionales durmiendo a pleno luz del día, empezando por el mismísimo Santa Anna quien a esa hora se dispuso a dormir.



¡Fue un golpe de suerte¡. Sam Houston no podía creer que su perseguidor, el feroz gato, permanecía dormido con toda su tropa a plena luz del día. Era demasiado hermoso para ser verdad. ¡Y así fue¡. Las grandes decisiones se toman en unos cuantos segundos, así que Sam Houston decidió iniciar el ataque sorpresa, despertando a la tropa mexicana de su efímero sueño con la rabia de cargar la bayoneta calada e ir corriendo por los pastizales hasta llegar a cada uno de los campamentos de los soldados mexicanos, destazándolos, degollándolos, hiriéndolos con el sable, disparándoles a quemarropa, recordando en cada mexicano muerto uno a uno de los texanos mártires que murieron por la independencia de Texas en la criminal toma del Goliat y del Álamo; persiguiendo por la eternidad a los asesinos de la libertad, hasta llevarlos al río San Jacinto para que ahí se ahogaran, entre gritos y multitudes de sangre y agua que fueron ocultando y vengando hasta la saciedad, el aniquilamiento total de su adversario, … ¡en tan sólo dieciocho minutos¡.

 


Entre la masacre de San Jacinto, el general Santa Anna escapo, algunos dicen que fue sorprendido en plena siesta, otros en cambio afirman con plena seguridad, que se le encontró fornicando con una esclava negra quien había liberado para convertirla en su propia mujer; lo cierto fue que Santa Anna escapo semidesnudo de aquel campamento, no con su traje militar de botones de oro y con la banda del escudo nacional, dejando en la emboscada cada una de sus medallas y de sus lujosas pertenencias que tanto resguardaba; el generalísimo huyo y pudo haber esquivado la mala fortuna de no ser capturado, a no ser por el cerco que Houston ordenó sobre la zona; hasta topar con la detención de Santa Anna, quien por si fuera cruda la desgracia patria, no fue reconocido por los texanos persecutores, sino por los propios mexicanos que al verlo detenido, le siguieron rindiendo honores como su jefe nato, su líder moral, su ¡santo protector¡.



¡A la horca¡…¡A la horca¡…fue el grito de cada texano lastimado por la rabia y soberbia de Santa Anna; por los mártires del Álamo y del Goliad. …¡A la horca¡. Fue el grito que la multitud texana que se concentró fuera de la prisión donde estaba esposado y con grillete el hombre fuerte de México; ¡a la horca¡. Que muera: ¡el carnicero¡, ¡el asesino¡, ¡el vende patrias¡. Pero Sam Houston fue un hombre inteligente que no se dejo llevar por sus instintos vengativos. Comprendió que la imbecilidad de Santa Anna, era su gran cualidad; supo por unos segundos que su nombre sería considerado en el futuro como el gran padre libertador de la republica Texana. ¡Que Dios bendiga América¡. ¡Gloria a Texas y a los Estados Unidos¡. The american people is the god’s people¡.

 



A unos cuantos kilómetros del cautiverio de Santa Anna, el general Vicente Filisola cuenta con cuatro mil efectivos todo un ejército bajo su mando, dispuesto a continuar la campaña expeditiva para aniquilar de una vez por todas, a ese tal Houston con sus ochocientos secuaces. Toda una campaña para continuar la guerra y hacer notar que la emboscada de San Jacinto donde detuvieron a Santa Anna, no tenía la menor importancia. Que esta guerra no estaba definida, que en cualquier momento, la bota militar nacional, podía despedazar a la hora que quisiera y como este gustara, a esos piratas que en un ataque de soberbia, creían haber derrotado a México y haber conseguido su independencia. Pero recibe un correo del general Santa Anna, en el que le dice ser prisionero pero sujeto a consideraciones especiales, recibiendo la orden de contramarchar a Bejar, ordenándole también informarle al general Urrea a retirarse hasta el poblado de Guadalupe Victoria; lo anterior en razón de que se encuentra sujeto a un armisticio que hará de una vez por todas cesar la guerra.



El general Vicente Filisola como buen hombre disciplinado al mando, acata la orden. ¡Qué¡. FIlisola acata la orden de Santa Anna. ¡Por dios¡. Pues en que país de pendejos vivimos. Los oficiales cercanos al general insinúan que debe desobedecer el mandato de Santa Anna, iniciando de una vez por todas la campaña militar para acabar con el enemigo de una vez por todas. ¡Pero no¡. ¡Las ordenes no se discuten, se acatan¡. ¿Pero si Santa Anna es un traidor?. ¡El traidor será él y nada más él¡. ¡Será su responsabilidad y no la mia¡. ¿Y los cuatro mil elementos que pueden aniquilar a los ochocientos texanos?, ¿Dónde quedan?. ¡Lo siento la orden es determinante, debemos retroceder conforme a la ordenanza de nuestro general, no poner en riesgo la vida del Generalísimo Presidente¡.



Nadie entiende esta decisión, pero los oficiales militares ordenan a su tropa dar marcha atrás. ¡Entiendan¡. México sin Santa Anna podría irse a la perdición.



- Good morning, are you Antonio López de Santa Anna?. - El padre de la patria no entiende ingles - - Are you the president of México?. – Santa Anna sigue sin entender el cuestionamiento del general Houston. Desconoce esa lengua, no es la suya, sabe por su idioma que no son mexicanos, son colonos invasores, hasta antes de su captura simples piratas, ¡ahora sus verdugos¡. Solicita un traductor, un intérprete que conozca el idioma español y la inglesa, de preferencia un compatriota que no malverse sus palabras. Es ahí cuando aparece el general Juan Nepomuceno Almonte, gran patriota, hijo del generalísimo José María Morelos, responde a nombre de don Antonio López de Santa Anna. – Yes, he is the President of México.  He doesn’t undestarnd english – Houston, se siente feliz, es el mejor día de su vida, frente a él apresado, vencido y dispuesto a capitular no solamente un armisticio, sino el reconocimiento de la independencia de la republica de Texas, el mismísimo salvador de la patria, don Antonio López de Santa Anna. El Presidente de México.



Houston y Santa Anna entran a negociaciones de los cuales, sólo el general Neopomuceno Almonte es testigo. El general Antonio López de Santa Anna,  conviene en no tomar las armas ni influir en que se tomen contra el pueblo de Texas durante la actual contienda. Como muestra de lo anterior, ordena a Filisola se retire de su posición, se trata de no poner en riesgo la vida de su Alteza y por ende de los compatriotas que lo acompañan. ¡No mayor derramamiento de sangre¡, esta guerra ya tuvo su fin, precisamente en el momento en que las tropas mexicanas iban ganando la guerra, una jugada magnifica de ajedrez dio jaque mate al rey en tan pocas jugadas. Ahora Santa Anna firmando los Tratados de Velasco totalmente privado de su libertad, diciendo que cesaran inmediatamente las hostilidades por mar y tierra, las tropas mexicanas y las texanas, que las tropas nacionales evacuaran el territorio de Texas, pasando al otro lado del río Grande del Norte. Era clara la disposición, el armisticio también debía ser contundente a favor de quienes habían triunfado la guerra: El ejército mexicano en su retirara no usaría la propiedad de ninguna persona sin su consentimiento y sin justa indemnización, concediéndoles el derecho solamente de tomar los artículos precisos para su subsistencia, con la condición de que no se hallára presente sus dueños, y remitiendo al general del ejército tejano, o a los comisionados para el arreglo de tales negocios, la noticia del valor de la propiedad consumida, el lugar donde se tomó, y del dueño si se supiere. De igual forma, el tratado ordena que se dictará las providencias y preparará las cosas en el gabinete de México para que fuera admitida la comisión que mande el gobierno de texas, a fin que por negociación sea transada y reconocida la independencia de Texas declarada en su Convención; prometiendo en lo sucesivo celebrar un tratado de amistad y limites territoriales entre México y Texas y lo más importante, el ejército de ocupación mexicana, deberá devolver a todos los esclavos negros.



Así de humillante fue la derrota del ejército mexicano. Así de indigna y vergonzosa fue la expulsión de los mexicanos de cada pulgada del territorio texano; de su propio territorio. ¡Que lo sepan todos¡. ¡Que la prensa lo divulgue¡, que esta noticia llegue al Congreso, a las capitales, a los ciudadanos, a cada uno de los jueces que someterán con todo justicia, castigo y rigor, la gran traición hecha a nuestro pueblo. ¡Muera Santa Anna¡. ¡Muera el mal gobierno¡. Pero no es así, el general Santa Anna con el ánimo de poder ejecutar solemnemente su juramento, sus captores ordenan su libertad y embarque. Como muestra de buena voluntad, vía oficio éste ordena a Filisola fuera que imponga el convenio celebrado con el presidente de Texas David G. Burneo, a fin de que le diera cumplimiento, sin dar lugar a reclamaciones que pudieran producir un rompimiento inútil. Filisola cumple la orden, recibe a dos comisionados texanos y acepta las instrucciones del alto mando militar. Después ordena a su homologo Urrea, que evacue las zonas recuperadas. El general Urrea no da crédito, tiene que bajar del asta bandera, el lábaro patrio tricolor en todas y en cada una de las plazas que fueron rescatadas de los rebeldes. Del fuerte del Álamo, de el Goliad, del puerto del Cópano, de los rios Colorado y de los Brazos.  Sus instrucciones de nuestro hombre fuerte, de nuestro gran héroe nacional, del hijo de todos los mexicanos; acaten lo que este mande; así lo hace don Francisco Vidal Hernández comandante general de Nuevo León y Tamaulipas, quien sin entender el motivo, obedece la orden suprema. ¡Las ordenes no se discuten, se cumplen¡.



Desde la tribuna del Congreso, se habla de excitar el patriotismo de los mexicanos para allegarse de los recursos necesarios para continuar la guerra; advierten que “ninguna estipulación que el presidente en prisión hubiese ajustado o ajustase con el enemigo”, quedaría como nula, sin ningún valor efectivo. Los diputados aplauden, los amigos y enemigos del gobierno también lo hacen; todo el país se encuentra conmovido por la captura del presidente, por desconocer cualquier pacto que tenga como objeto la desintegración del territorio nacional. Se acusa al general Filisola de traidor por haberse retirado de las plazas ocupadas, por obedecer las órdenes de Santa Anna y no del Supremo Congreso. El ministro Tornel informa al general Filisola que careciendo Santa Anna de libertad, no debían de hacerse otros sacrificios que los absolutamente indispensables para poner en cubierto su existencia, pero sin la menor mengua del decoro del país. Pero Filisola no hace caso, no entiende la carta, la retirada del ejército bajo su mando es irreversible, rompe la carta y ordena la retirada.



Fueron tristes esos días – recordó Salcedo y Salmorán – pero su maestro el doctor Samuel Rodríguez no hacía más que reírse de la pobre ingenuidad de su alumno. De no haberse percatado de la traición de su gran héroe hacía el pueblo de México.



-      La derrota de Texas fue pactada, fue una traición de su mentor.

-      Doctor, no lo creó, no acepto el rumor de que Santa Anna fuera un traidor; han sido varios sus compañeros de armas quienes atestiguan su valentía en el campo de batalla, es sabido por todos que es un hombre que no le teme a la muerte; que varias veces la afrontado en forma gallarda que hasta ha tenido el infortunio de haber perdido su pierna izquierda. La tesis de que Santa Anna decidió reconocer la independencia de Texas antes que morir en la horca, es una farsa, una gran mentira de los americanos que intenta desprestigiar a nuestro gran héroe nacional.

-      Algún día mi estimado Jorge Enrique se dará cuenta de la gran mentira en la que ha vivido y con la que nos engañaron a todos. Algún día, los mexicanos sabremos toda la verdad. El robo del siglo. El acto de bandidaje más vergonzoso en la historia del derecho internacional.



Santa Anna fue puesto en libertad y escoltado al puerto de Velasco para ser embarcado en una goleta Texana de nombre Invencible, con destino al puerto de Veracruz. Desde ahí Santa Anna proclama a los texanos, antes piratas, ahora ya “sus amigos”. con rasgos de humildad: -  “Me consta que sois valientes en la campaña; contad siempre con mi amistad y nunca sentiréis las consideraciones que me habéis dispensado. Al regresar al suelo de mi nacimiento por vuestra bondad admitid esta sincera despedida de vuestro reconocido amigo”.  – Pero es farsante, no es cierto, Santa Anna no dice la verdad, ni los texanos tampoco la creen, seguramente los tratados de Velasco fue un argucia legal de Santa Anna en complicidad con Juan Nepomuceno Almonte. Mexicanos indignos, mexicanos traidores, están engañando al pueblo de Texas. ¡Nos traicionaran¡. ¡Yo sé que nos traicionaran¡. Is time of kill a Santa Anna. There’s killl a Santana. Se corre el rumor deque las tropas mexicanas siguen concentradas y que en cualquier momento, pueden iniciar una contraofensiva en Texas. ¡To get out¡,, ¡to get out¡. Santa Anna no entiende que pide el pueblo texano, pide que lo bajen del barco, que lo juzguen, que lo lleven a la horca. La multitud enardecida, pide su muerte. “¡To sentence to death a Santany¡”. Santa Anna pide no bajar del barco sino muerto, una escolta lo saca, por sus palabras sabe que lo injurian, lo encadenan, lo sacan frente a la multitud quien con gritos vociferan “¡murderer¡”,  “¡murderer¡”,  “¡murderer¡”; Santa Anna es desembarcado y conducido a Columbia, custodiada por una escolta texana que lo protegía en contra de los mismos texanos que aclaman justicia, ¡will kill a murderer¡. Que le lanzaba piedras y todo objeto para dañarlo, que más de uno de los que le gritaban, habían sufrido la persecución criminal de las tropas mexicanas bajo su mando. “¡We don´t forgett the Alamo¡”.  “¡Killyou murderer¡” Que desean verlo en la horca, pidiendo perdon, llorando de miedo, sufriendo por cada uno de los familiares muertos. Santa Anna es un tipo detestable. “¡I hate a Santany¡.” El pueblo aclamaba Consejo de guerra en contra del invasor, a quien acusaba de tratar mal a su presidente Burnet, de haber cometido atrocidades en el Alamo, de fingir una supuesta paz que terminaría por desconocerla para iniciar de un momento a otro, con otra nueva ofensiva Texas; cercado en prisión nuevamente, con los grilletes en sus pies y escoltado por más de una docena de centinelas que lo protegían en contra de un posible linchamiento. Santa Anna se dispone a esperar quizás los últimos días de su vida.



Pobre México, pobre de cada mexicano. Que hizo nuestro pueblo para tener tan triste destino.  El ministro Tornel enterado en forma segura de que Santa Anna sigue capturado y que Filisola emprende la retirada del territorio texano, suscribe una misiva al general Urrea, instruyéndole lo siguiente:



El Excelentísimo Señor Presidente interino reitera a Vuestra Excelencia la orden que le tiene dada de que no reconozca ninguna autoridad en el Excelentísimo Señor Don Antonio López de Santa Anna para celebrar tratados mientras esté prisionero y que aunque deje de estarlo no le entregue el mando del ejército sin expresa orden del gobierno, ni dé mérito ni valor á estipulación alguna que no sea aprobada por la previa intervención del Congreso nacional, según nuestras leyes.



Sin embargo Urrea no da crédito de lo que esta leyendo, ahora él es el general en Jefe de la expedición texana. Santa Anna capturado y Filisola traidor, sólo queda él y nada más él continuar con la contraofensiva. Han pasado dos meses de éste mal momento, en que el desgaste físico de cada uno de sus soldados va cada día en aumento y donde el rumor, la orden y la contraorden son cada vez más hostigantes y desconcertantes. Eso sin tomar en cuenta, que las raciones realimentos van disminuyendo cada día más.



Filisola mientras tanto emprende la retirada, sus tropas ya cruzaron el río Nueces, ha cumplido con el mandato del generalísimo, le ha salvado la vida, también a los compatriotas que acompañaban al protector de México. Ha dado cumplimiento a sus órdenes aun pese a la incomprensión de las autoridades del gobierno provisional, quienes ignoran, que su palabra nada vale, de no ser por los designios y el omnipotente poder del Hijo de Anáhuac.  No le importan las amenazas que vienen del centro de que pasará por un Consejo de guerra por no haber conservado los puntos que habían sido recuperados; no le importa ser condenado a muerte por haber contravenido las ordenanzas militares, ha hecho lo que se le pidió, ha cumplido con las instrucciones de su jefe, quien solamente él y nada más él, sabe porque le pidió que se retirara de Texas sin emprender ataque alguno en contra de los piratas. Sabe ahora, que la guerra es así, que por momentos se gana y en otras se pierde y que en ésta ocasión, por el bien de la patria, valió la pena perder; que peor perdida hubiera sido, la muerte del generalísimo a quien sería insustituible para el gobierno y el destino de todos los mexicanos. ¡Entiéndalo por favor¡. ¡En todo caso, quien falló fue Santa Anna y no yo¡.



“…recaía en Vuestra Excelencia el mando y de ninguna manera podía considerar que continuaba en él el General en jefe después de prisionero, y mucho menos funcionando como presidente de la República, por estar impedido de ejercer las funciones de esta dignidad, por no estar en ejercicio de ellas y porque, aún cuando se hallase á la cabeza del ejecutivo, ninguna orden suya podía obedecer si no era suscrita por el respectivo Secretario del Despacho. Asombra a que Vuestra Excelencia haya podido asentar especies que condena hasta el sentido común y que suponen cuando menos una crasa ignorancia de lo prevenido en las leyes militares,  y sobre todo las circunstancias en que se ejerce el poder ejecutivo de una república y particularmente la nuestra. En consecuencia, el Excelentísimo Señor Presidente interino reprueba los convenios celebrados en Velasco en 14 de mayo de 1836, por falta de libertad y autoridad en el general quien los suscribió, y reprueba expresamente como atentatorio a los derechos de la nación el que haya dado a nombre de la República á la parte sublevada de uno de los departamentos de la nación mexicana y el titulo de Presidente al jefe de aquellos bandidos. Por última prevención, el Excelentísimo Señor Presidente manda a Vuestra Excelencia que si no ha entregado el mando del ejército al Excelentísimo general Don José Urrea, lo verifique en el acto, viniendo á esta capital, como está ordenado, a responder ante la ley por su conducta”



Pero Filisola no hace más que romper la carta y seguir supervisando el retiro de las tropas mexicanas. ¡Esta guerra ya terminó¡ así lo dispuso el general Santa Anna, quien tiene palabra de honor y quien en caso de tener algún problema con el gobierno de la capital, sabrá devolverme el favor de haberle salvado la vida.



Sólo quedaba Urrea, el generalísimo que consiguió la captura de armas y víveres en el puerto del Copano, aquel que logro la captura del fuerte el Goliad, el mismo que con un regimiento de soldados mayas había logrado tan importantes victorias. Sería el, ante la traición de Santa Anna y Filisola, el comandante en jefe de esa expedición que se negaba a morir. Ordena inmediatamente conservar hasta donde es posible, los fuertes de el Álamo, el Goliad y el puerto de Copano; sin embargo sus ordenes no se escuchan, no hay quien las ejecute, las plazas citadas se encuentran abandonadas por los soldados mexicanos y donde antes se izaba la bandera tricolor verde blanco y rojo con el águila devorando la serpiente, ahora relampaguea una bandera roja, blanca y azul con una estrella; es la bandera de la república de Texas quien se declara independiente.



Las tropas mexicanas al mando de Urrea se concentran en Matamoros, desde ahí en una tienda de campaña Urrea reflexiona y medita la forma de volver a emprender otra campaña militar. Se entera de que Santa Anna fue liberado por los texanos, pero que se dirige no a Veracruz, sino a la capital de los Estados Unidos de América para tener una entrevista con el presidente de los Estados Unidos Andrew Jackson, eso parece confirmar la traición; denota también la intervención de los Estados Unidos en la vida interna de los mexicanos. Tiene todo el coraje para salir al frente, pero al salir de su tienda de campaña ve un ejército desanimado, no se les había pagado sus haberes desde mayo, los batallones estaban descalzos, desnudos, la poca ropa podrida por la inmundicia de no haberla lavada en tres meses. Urrea observa el ejército al mismo tiempo en que su coraje no encuentra otro cauce más que las lagrimas; observa a los soldados enfermos, sin entender la causa de su patriotismo, sin saber siquiera la existencia de ellos mismos, mucho menos de la patria, de la agresión y el despojo sufrido por los mexicanos. ¿Qué saben ellos de la independencia?, ¿de nuestros héroes patrios?, ¿Quién sabe de ellos el nombre de Hidalgo, Morelos, Guerrero?. Son mexicanos, indios mayas sin identidad, sin razón alguna de luchar por su patria. Observa sus pies descalzos, su salud física, sin hospital ni botiquín alguno que los sanara de su condición deplorable y por siempre enfermiza. Ve los caballos con la montura inservible, cada vez más flacos y algunos de ellos, próximos a morirse de hambre. ¡Pobre México¡. ¡Pobre de mi patria¡. Las armas descompuestas, sin armeros, fraguas y útiles, una artillería obsoleta y descompuesta; sin alimentos para su tropa, quien día con día, la ración era la minima para sostenerlos en la plaza, mucho menos, para iniciar otra expedición. Urrea no hace más que mirar al cielo y saber que solamente Dios entiende su dolor, su coraje, su frustración; llora, una lagrima se escurre en su mejilla, con su uniforme de militar en campaña, sus botas, su espada, su casaca, sus hombreras, su sombrero; sabe que nada de esa investidura le sirve para motivar la tropa; él no es Santa Anna, no puede hablar bonito, hizo todo lo que pudo, de nada sirve ser ahora el jefe de la expedición, sin dinero, sin alimentos, víveres, ni botiquín, a donde va parar. ¡Pobre de mi patria¡, pobre de esta gente que morirá sin saber porque; pobre de mis hijos, de mis nietos, de los mexicanos de cien o doscientos años que no sabrán jamás este mal momento, que no entenderán el fracaso de esta guerra, de esta torpeza humana, de esta injusticia indignante que solamente Dios y la Santa virgen entienden. Que nadie de mis soldados me vea llorar; no es la tristeza, es más que eso, es el coraje, la frustración; son las ganas de morirse y mandar todo esto a la chingada. ¡Nuestra Texas, nuestra querida Texas¡, ¨¡la perdimos para siempre¡

 



Santa Anna mientras tanto, en cautiverio tiene todo el tiempo del mundo para pensar en otra argucia para salvar su vida. ¿Qué harán los mexicanos sin mi?. ¿Maldita la hora en que tenga que sacrificarme por esa bola de indios que ni futuro tienen?. Pide entonces la intervención del Presidente de los Estados Unidos de América como intermediario para la solución del conflicto, solicita papel, pluma y tinta, y escribe una carta en donde dice:



Columbia Texas julio 4 de 1836.

A.S.E. el Ser. General D. Andres Jackson

Presidente de los Estados Unidos de América.



Muy Señor mío y de mi aprecio.

Cumpliendo con los deberes que la patria y el honor imponen al hombre público, vine a este país a la cabeza de seis mil mexicanos. Los azares de la guerra, que las circunstancias hicieron inevitable, me redujeron ala situación de prisionero, en que me conservó, según estará usted impuesto. La buena disposición del Sr. Samuel Houston, general en jefe del ejército texano, para la terminación de la guerra; la de su sucesor el Sr. Thomas J. Rush; la decisión del gabinete y presidente de Texas por una transacción entre las dos partes contendientes, y mi convencimiento, produjeron los convenios de que adjunto a usted copias, y las ordenes que dicté a mi segundo el general Filisola, para que con el resto del ejército mexicano se retirara desde este Rio de los Brazos en que se hallaba hasta el otro del Río Bravo del Norte.- No cabiendo duda que el general Filisola cumpliese religiosamente cuanto le correspondía, el presidente y gabinete dispusieron mi marcha a México para poder llenar así los demás compromisos, y al efecto fui embarcado en la goleta Invencible, que debía conducirme al puerto de Veracruz; pero desgraciadamente algunos indiscretos produjeron un alboroto que precisó á la autoridad a desembarcarme violentamente, y á reducirme otra vez á estrecha prisión. Semejante incidente obstruyó mi llegada a México desde principios del mes pasado y él ha causado que aquel gobierno, ignorando sin duda lo ocurrido, haya separado del ejército al general Filisola, ordenando al general Urrea, a quien se ha concedido el mando, la continuación de sus operaciones, en cuya consecuencia se encuentra ya este general en el Río de las Nueces, según las últimas noticias. En vano algunos hombres previsivos y bien intencionados se han esforzado en hacer ver la necesidad de moderar las pasiones de mi marcha a México como estaba acordado; la exaltación se ha vigorizado con la vuelta del ejército mexicano a Texas, y he aquí la situación que guardan las cosas – La continuación de la guerra y aun sus desastres serán por consecuencia inevitables, si una mano poderosa no hace escuchar la voz de la razón. Me parece, pues, que Usted es quien puede hacer tanto bien a la humanidad, interponiendo sus altos respetos para que se lleve acabo los citados convenios, que por mi partes eran exactamente cumplidos. – Cuando me presente a tratar con este gobierno, estaba convencido ser innecesaria la continuación de la guerra por parte de México. He adquirido exactas noticias de este país, que ignoraban hace cuatro meses. Bastante celoso soy de los intereses de mi patria para no desearla lo que mejor le convenga. Dispuesto siempre a sacrificarme por su gloria y bienestar, no hubiere vacilado en preferir los tormentos y la muerte antes de consentir en transacción alguna, si con aquella conducta resultase a México ventaja. El convencimiento pleno de que la presente cuestión es más conveniente terminarla por medio de negociaciones políticas, es, en fin, lo que únicamente me ha decidido convenir sinceramente en lo estipulado. De la misma manera hago a Usted esta franca declaración – Sírvase pues, favorecerme de igual confianza, proporcionándome la satisfacción de cortar males próximos y de contribuir a los bienes que dicta mi corazón. Entablemos mutuas relaciones para que esa nación y la mexicana estrechen la buena amistad  y puedan entre ambos ocuparse amigablemente  en darse estabilidad a un pueblo que desea figurar en el mundo político, y que con la protección de las dos naciones alcanzará su objeto en pocos años. – Los mexicanos son magnánimos cuando se les considera; yo les patentizaré con pureza las razones de conveniencia y humanidad que exigen un paso noble y franco y no dudo lo harán tan pronto como obre el convencimiento.- Por lo expuesto se penetrará a Usted de los sentimientos que reaniman, con los mismos que tengo el honor de ser su muy adicto y obediente servidor.- Antonio López de Santa Anna.



 Nadie supo de esto, solamente Dios fue testigo de los pensamientos, actitudes, de las mentiras y verdades de sus hijos más olvidados e ingratos. El diputado Carlos Bustamante no vaciló en denunciar ante la tribuna más alta del la nación la traición hecha por Santa Anna; a quien consideraba un monstruo, un demonio con apariencias de hombre; acusado de haber recibido seis millones de pesos por vender Texas; debía de acudir al Congreso para desmentir tal acusación y justificar su viaje a Washigton, explicar en que consistieron sus compromisos en San Jacinto, suspenderle por lo mientras el grado militar; promover una ley en el que se declarara traición a la patria a todo aquel que promoviera de forma directa o indirecta el desmembramiento del territorio nacional.



Inmediatamente los diputados salieron a defender al protector de Anahuac, calificando de falsas todas las acusaciones formuladas en su contra, realizadas en contra de un gran mexicano honesto y valiente que no podía defenderse; que no era ético hablar a sus espaldas sin haberle concedido su garantía de audiencia como prescribían las leyes de las naciones mas civilizadas del mundo. Por el contrario, algunas comisiones de diputados previnieron la necesidad de recibir con todos los honores y distinciones debidas de su alta dignidad, servicios y padecimientos sufridos por causa de la nación, al generalísimo en jefe y Presidente de México Don Antonio López de Santa Anna.



El diputado Bustamante exigió juicio político en contra del traidor Santa Anna, sin embargo sus palabras fueron al vacío, la fracción de diputados presidida por don Manuel Sánchez Tagle enaltecieron una vez y mas el patriotismo de Santa Anna, el cual de nueva cuenta, el Congreso retumbaba en aplausos y vivas, al generalísimo protector de México. ¡Falsos los tratados de Velasco¡. , ¡Sin ningún valor¡. ¡Mentiras de los texanos¡. ¡Santa Anna el protector de México¡. ¡Viva Santa Anna¡. Los diputados no dieron trámite a la iniciativa del diputado Bustamante, a quien descalificaron de ser un verdadero traidor y seguramente, posible conspirador del Supremo Gobierno. Inmediatamente se hicieron los preparativos para que el buque donde desembarcaría el generalísimo fuera recibido con los honores que la patria le correspondía.



Ya nadie recordaba el mando militar del general Urrea sobre la plaza de Matamoros, ni su misión de recuperar Texas; tampoco caso hicieron al relevo de éste por el general Nicolás Bravo quien de igual forma, también renunciaría al mando por la falta de interés; sobre todo del dinero para sostener el ejército y de la instrucción superior de ordenar la contraofensiva a Texas. Esos temas dejaron de ser importantes en la agenda legislativa del Congreso, ahora lo importante sería discutir la reducción de los días festivos en apego a las ultimas disposiciones de Su Santidad el Papa;   algunos de los representantes populares manifestaron en contra de dicha disposición, por opinar que se vería afectada el comercio por la supresión de más días de fiestas religiosas; muy pocos fueron los legisladores que hablaron de la necesidad de ya no fomentar las fiestas religiosas, quienes eran las causantes de incitar en el pueblo mexicano, los hábitos de holgazanería y embriaguez. ¡Al diablo lo que diga el Papa¡. Los diocesanos mexicanos y nuestros clérigos apoyaron al Congreso en su negativa de reducir las fiestas religiosas. México es un pueblo católico, inminentemente católico; que nadie atente contra la santa fé; y mientras Santa Anna era recibido en el puerto de Veracruz como un héroe de guerra, con una banda sonora y cohetes que anunciaban su llegada, una nueva noticia llegaba a la Ciudad de México: ¡La Corona Española reconocía la independencia de México¡. Las cortes españolas aceptaban la autonomía de México. Desde 1821 en que la nación había consumado la independencia con la firma de los Tratados de Córdova, no había sido hasta ese momento, en que las cortes españolas con el beneplácito del santo Papá, reconocía por siempre la emancipación de nuestra querida patria. ¡México independiente¡. Tan independiente para hacer sus fiestas, tan independiente para recibir por las calles y en la plaza entera al ritmo de la música y de todos los vivas, a su hijo prodigo Antonio López de Santa Anna. ¡Viva México¡. ¡Viva Santa Anna¡. Que el cielo sea testigo de tan buenas noticias, que dios bendiga a los mexicanos; que la virgen de Guadalupe y la divina Providencia, de paz y prosperidad a esta nación; que ¡Viva México¡. Y al mejor de sus hijos, el generalísimo Santa Anna.

 



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