domingo, 30 de octubre de 2016

CAPITULO 73


No sé cuantos días u horas habían pasado, pero cuando Jorge Enrique recobró el conocimiento, se encontraba solo y encadenado en aquella celda fría, entre paja y muchos ratones; cuando intento moverse, sintió un golpe dolor muscular sobre su espalda y sus brazos; de igual forma, sentía sus labios partidos, su boca deforme a causa de esa costra que la sangre le produjo los golpes que recibió; le costó mucho trabajo abrir los ojos y apenas alcanzo ver un rayo de sol, al parecer era de día; no estaba oscuro; fue una voz fue quien lo había despertado.

-       Jorge Enrique. ¿Estás ahí?.

Era la voz de Amparo, estaba del otro lado de la celda.

-       ¡Amparo. Eres tu Amparo¡

¿Qué había pasado?. Lo último que recordó es que se encontraba con Amparo, cuando de forma repentina apareció el Coronel Gutiérrez y Mendizábal junto con una escolta de soldados, quienes habían entrado violentamente a la casa; luego recordó muchos gritos, golpes y cuando se dio cuenta, estaba en ese lugar, golpeado, en medio de la paja y de aquellos ratones que rodeaban su cuerpo. No habían comido ninguno de los dos; tanto Amparo como Jorge Enrique se encontraban en ese lugar presos, sin haber recibido ningún juicio, ni haber cometido crimen alguno, más que haber desobedecido al todavía hombre fuerte de ese país.

-       ¿Cómo estas Amparo?.

La mujer contesto que bien, pero por mera cortesía, como podía sentirse luego de haber sido mancillada su casa, su cuerpo, su dignidad; en esa celda fría, encarcelada por los caprichos de un hombre que se sentía dios para castigar a quien no complaciera sus designios; no se sentía bien, maltratada en su persona, mancillada en su integridad física, luego de haber perdido su hija, su casa y ahora, su libertad. ¡No podía sentirse bien ella, en ese día, ni en los que fueran¡. No mientras tanto estuviera encerrada en esas cuatro paredes frías, en aquel calabozo que alcanzaba oler un ambiente hostil, militar; no mientras el hombre que le agradaba, se encontraba acompañándola, tan cerca pero a la vez tan lejos, separados por una pared que no podía abrir, escuchando su voz hueca, distante, sin la privacidad que ella requería, sin verse ambos el rostro, ni poderse leer la mirada de cada uno, sin poderse tocar sus manos, ni sus dedos, ni mucho menos haber concluido la plática interrumpida. ¿Cómo podía sentirse Amparo, tan lejos de su joven pretendiente, tan lejos de sentirse libre y tan cerca, pero muy cerca, de su propia muerte.



Mientras esas dos almas se comunicaban a la distancia, el general Winfield Scott inició el ataque final. Desde Nativitas, enfiló su poderosa artillera para disparar a las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido. Inmediatamente las tropas del ejército mexicano salieron a defender dichas posiciones, pues a lo lejos, se alcanzaba observar el movimiento de las tropas americanas. - ¡Van a entrar por ahí¡. – Convencido el generalísimo, convoca al pueblo de México a enlistarse en la resistencia, para defender la soberanía nacional,  en contra del enemigo invasor. – No importa las armas que tengan. No importan si se cuentan con los uniformes o no. Es necesario defender la patria, con las armas que se tengan. Si es necesario defender la capital de la patria, con piedras, hagámoslo con piedras.

La línea defensiva de las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido se encuentra perfectamente fortificada. Aun pese eso, los divisiones de Twiggs y la brigada de Ripley, atacan desde los lejos, para entrar a la ciudad. La orden a cumplirse es resistir con todo. Resistir inclusive hasta el final. Perdiéndose esas garitas, la guerra se pierde en forma definitiva y entonces ocurriría lo peor, lo que jamás permitió ningún Virrey español en la guerra de la independencia; lo que alguna vez vivieron los últimos tlatoanis aztecas, el fin de los tiempos. La patria mexicana se desmoronaría y su vida efímera de veintiséis años de libertad sería anecdótica en la historia de las naciones modernas. Un país conquistado nuevamente y no por los europeos católicos, sino por sus propios vecinos, los herejes protestantes americanos.

El general Antonio López de Santa Anna continúa en sus oficinas centrales del Palacio Nacional, sus nervios sin poder disimular, su temple a punto de romperse, rodeado de oficiales imbéciles, traidores y con muchos pensamientos que aun no podía ordenar; cerca de donde se encontraba, seis mil soldados americanos dispuestos a tomar la ciudad y conquistar la patria que defendía; el fin de la independencia, de ese país que alguna vez le dijeron se llamaba México.

El general Nicolás Bravo se convirtió en uno de los responsables de la defensa de Chapultepetl; días antes, con el apoyo del Director del Colegio Militar y de algunos militares y oficiales, entre ellos el Teniente Juan de la Barrera, habían construido en las faldas del cerro del mal llamado castillo de Chapultepetl, antigua casa del Virrey don Bernardo de Gálvez, una pequeña fortificación que de nada o poco serviría para resistir los embates de la artillería americana. El segundo de abordo, don Mariano Monterde director del Colegio Militar, se encontraba franco, había enfermado misteriosamente, dejando abandonada su posición de defender la plaza y de hacerle compañía al general Bravo en esas horas tan difíciles; únicamente se encontraban presentes don Juan Cano y don Manuel Gamboa jefes de ingenieros y artillería respectivamente. Y pese que existía la amenaza latente de que los americanos ingresaran a la Ciudad de México por Chapultepetl, el generalísimo Santa Anna insistía una y otra vez, que había que defender las garitas de San Antonio Abad, Niño Perdido y Calendaría; esas posiciones resultaban estratégicas, pues seguramente – decía el generalísimo – por ahí entrarían los americanos.

Las horas transcurren y los soldados americanos ocupan sus respectivas posiciones, al mismo tiempo en que el general Nicolás Bravo jefe de operaciones responsable del área de Chapultepetl, solicita al generalísimo mande refuerzos a cubrir el área; Santa Anna insiste que no enviará elementos hasta en tanto, no exista la certeza de que los americanos ingresarían por Chapultepetl; la apuesta es por las garitas de Niño perdido y San Antonio Abad, esa es la corazonada del jefe máximo de la patria y su intuición, como en otras ocasiones, volvía a fallar; pues los americanos habían optado asaltar Chapultepetl.

A eso de las tres de la mañana del día doce de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete; cuando aún no amanecía, el general Pillow avanza hacía Tacubaya para tomar posesión de los Molinos; otro grupo de soldados americanos asaltan la hacienda la Condesa y desde esas posiciones, preparan su artillería para dar inició el bombardeo. De esa manera, la Ciudad de México amanece con el estruendo del bombardeo; proyectiles que caían uno y otro sin cesar; desbaratando en sus impactos con la tierra, las débiles trincheras que resguardaba Chapultepetl; - hay que tomar ese fuerte – insistió Scott, frente al general Lee – tomando ese fuerte, acabaremos con la resistencia mexicana; el golpe sería devastador; la moral del ejército mexicano y de la patria mexicana se iría al pique; ocupando ese castillo, se ocupa el país entero. ¡Hagámoslo¡. Disparen sin cesar, que los cielos de la capital de la republica, jamás olviden el olor a pólvora de nuestros cañones; que la tierra se cimbre y se abra para recibir las balas del poderoso ejército de los Estados Unidos de América. ¡Disparen sin cesar¡. Una y otra vez. Que la patria mexicana está por aniquilarse.



Los cadetes del Colegio Militar observan desde el observatorio de su escuela, en la torreta del castillo, se ven estacionadas las tropas americanas. ¡Son muchos¡. Más de cinco mil soldados americanos que vienen por todo. Es la fase final de la guerra. Quizás el último combate, la última historia que contar; el movimiento de los estudiantes militares es a la defensiva, tenían que ser precavidos para que ninguna de las balas de la artillería americana los alcanzara, pues esta seguía disparando una y otra vez sin parar, queriendo apuntar el castillo. A lo lejos, el cadete Jesús Melgar, prepara su rifle, se encuentra en espera de afrontar el capítulo más digno de su historia personal. Para eso se había preparado los últimos tres años de su vida; el día que nunca pensó que iba llegar, finalmente llegó. Su cita con la historia, con la muerte, con su amada Fernanda.

El generalísimo Antonio López de Santa Anna también escucha los cañonazos; dentro de las instalaciones del cuartel de la Ciudadela, se le informa que los proyectiles que caen sobre Chapultepetl, son provenientes del ejército americano; el asalto y la entrada a la ciudad será por ese lugar, pero ni aún así, el general lo cree. ¡Es una trampa¡. Refuercen Niño Perdido y San Antonio Abad. Ahí entraran esos perros. Lo de Chapultepetl es una trampa. Un distractor; el verdadero ataque será en San Antonio Abad. Los demás soldados que defienden la capital, se inmovilizan, para permanecer quietos en dicha garita. No había órdenes de moverse,  hasta en tanto, el generalísimo no diera otra orden.



Amparo como Jorge Enrique, también escuchan desde sus celdas, aquellos cañonazos, como si fueran cohetes de una feria, sólo que estos contenían un chiflido muy especial; con sólo oírlos podía percibirse su poder destructivo, algo nunca escuchado por ellos; es el bombardeo al Valle de México, como ocurrió en Veracruz, esta ciudad capital también será destruida. Sus calles, sus casas, sus plazas, sus iglesias, su gente; la patria muere y el ejército mexicano sigue inmóvil, esperando el ataque en san Antonio Abad, cuando es en Chapultepetl, donde se libra el bombardeo.


Tan sólo 842 soldados son los que defienden Chapultepetl; sólo 842 soldados – son los reportes del general Bravo – 250 soldados del Décimo batallón de Infantería, 115 del batallón de Querétaro, 277 del batallón Mina, 121 del batallón Unión, 27 del batallón Toluca y 42 del batallón Patria; son 842 soldados y nada más – faltan los estudiantes del Colegio militar – aclara el ingeniero Juna Cano; - esos no cuentan – responde el general Bravo – son unos niños. – cincuenta u ochenta soldados más, aclara nuevamente el ingeniero - ¡le digo que son unos niños¡. – responde nuevamente el viejo insurgente; olvidándose él también, que alguna vez también fue un niño, cuando peleaba con su hermano Leonardo, junto con el padre de Zitacuaro, José María Morelos.



Niños o no; el Colegio Militar yace abandonado. El director del Colegio Militar Mariano Monterde no se encontraba presente, pues se encontraba enfermo de una fuerte “inflamación”; el subdirector Teniente Coronel Manuel Azpilcueta, el oficial prepotente que días antes había admitido a las filas de colegio a Jesús Melgar, también se había enfermado; el jefe de instrucción Tomás García Conde, fue atacado por un “fuerte contispado” y tuvo que retirarse del lugar, por “motivos de salud”, retirarse lo mas pronto posible, antes de que aquel bombardeo agravara los muros del castillo y su condición física empeorara; por ende, había que abandonar las instalaciones del Colegio, ahora que se podía; por el franco norte podían retirarse los estudiantes, profesores, oficiales y hasta los directivos como lo habían hecho antes, emprender la sabia retirada, antes de que los batallones del general Pillow, subieran al castillo, poniendo en lo alto de la torreta, la bandera imperial de las barras y las estrellas.


El capitán Domingo Alvarado, uno de los pocos oficiales empleados del Colegio, era para el colmo suyo, uno de los pocos funcionarios del colegio, pues los demás habían enfermado misteriosamente, a causa de una peste, llamada “miedo”, “traición”, “cobardía”, “deslealtad”. En esos momentos, en que los proyectiles de la artillería americana impactaban sobre los muros del castillo, cuando empezaban a registrarse los primeros heridos de la batalla, sin medico alguno, ni el capellán del colegio, los estudiantes del Colegio habían decidido quedarse en su escuela, a ofrecer servicios médicos y aquellos que solicitare,  hasta en tanto, estos no recibieran instrucciones de sus superiores. ¿Cuáles?. – se pregunto así mismo el capitán Alvarado, quien para esas horas, no recibía instrucciones ni del Director y Subdirector del Colegio, ni del Jefe de instrucción, ni de ninguna otra autoridad académica del Colegio; tampoco mandato alguno del jefe de armas responsable del área, don Nicolás Bravo, quien a través de una misiva, solicitaba al presidente Santa Anna se sirviera mandar refuerzos lo mas urgente posible. Este responde, insiste,  que lo haría en su momento; pues hasta en tanto no fuera confirmado un ataque total a Chapultepetl, no movería los batallones repartidos en las distintas garitas de la Ciudad. De esa forma, el general Bravo espera el ataque americano, sin tomar en cuenta como refuerzos adicionales, a los mismísimos cadetes del Colegio Militar. ¡Son unos niños¡.¡ No nos sirven¡.

El capitán Domingo Alvarado ordena a todos los estudiantes a concentrarse en la explanada del Colegio, debajo del mirador y observatorio del castillo; donde se encontraba la hasta de la bandera tricolor, desde ahí, una vez en posición de firmes, cada cadete en formación y con su respectiva rifle, espera la instrucción del capitán Alvarado, quien para esos momentos, era ya su jefe de instrucción, subdirector, director y general en jefe; su único y directo mando con el mundo exterior; al que debía de cumplir sus instrucciones al pie de las letras, por lo que éste ordenase, lo ordenaba también la patria.



El capitán Alvarado en medio del estruendoso bombardeo, incito a los alumnos a que abandonaran el colegio; era inútil el derramamiento de sangre, pues los americanos, eran muy superiores al ejército mexicano, en cuanto armas y también al número de efectivos; no había caso, pues, seguir en las instalaciones del castillo, era el momento ideal para emprender la retirada, ahora que se podía, ahora que todavía los americanos no accedían a las instalaciones, ahora, que el franco norte se encontraba despejado; si los alumnos decidían permanecer en las instalaciones de su colegio, era bajo su propia responsabilidad. Así lo escucharon los cadetes: Francisco Molina, Mariano Covarrubias, Bartolomé Díaz de León, Miguel Miramón; decidieron permanecer en su colegio, pasara lo que pasara;  Ignacio Molina, Emilio Laurent, Antonio Sierra, Justino García, Lorenzo Pérez Castro; a quienes miedo les provocaba su conciencia y culpabilidad de no ser cobardes a la patria, por haberse retirado sin honor alguno; ahí estaban formados todos y cada uno de los jóvenes cadetes del Colegio Militar; Agustín Camarena, Ignacio Ortiz, Esteban Zamora, Manuel Ramírez Arellano, Ramón Rodríguez Arrangoitia, Carlos Bejarano; ahí estaban presentes; Isidro Hernández, Santiago Hernández, Vicente Suárez, Ignacio Burgoa, Fernando Montes de Oca, N. Escontria, Joaquín Moreno, Ignacio Valle, Antonio Sola, Francisco Lazo; sólo dios sabe que es cierto, la juventud es una enfermedad de mucha inmadurez, donde las emociones superan las razones; donde Sebastián Trejo, Jesús Delgado, Ruperto Pérez de León, Cástulo García, Feliciano Contreras, Francisco Morelos, Gabino Montes de Oca, Luciano Becerra, Adolfo Unda, Manuel Díaz, habían optado por la fidelidad a su patria, a su bandera, a su historia, seguidos por el impulso de defender su lábaro patrio, así les costara su propia vida; así lo sentía Francisco Morel, Vicente Herrera, Onofre Capeto, Magdeno Mita, Francisco Márquez; quienes no darían marcha atrás en su decisión de quedarse a combatir a los americanos, ya fuera para proporcionar los servicios de camilleros, enfermeros y si así se los solicitaban, de simples soldados de infantería, combatiendo con honor y valentía, al enemigo que se acercaba; así se comportaron los estudiantes del Colegio de Armas del ejército mexicano; defendiendo las instalaciones de su escuela, ante el feroz bombardeo, a enfrentar de ser posible, a los enemigos que mancillaban su patria y que amenazaban en cualquier momento, a tomar por asalto el castillo. ¿Cuál miedo?. ¿Cuál cobardía?. Los hijos de la patria estaban presentes, defendiendo algo que aun no comprendían del todo, que sentían como suyo, un país, una nación, una guerra; no era en si el Colegio, no eran los conservadores ni los liberales, no era una cuestión de yorquinos y escoceses, de católicos y polkos; no era por apoyar al régimen del presidente Santa Anna, era algo mucho mas profundo, mas propio, era su país, era su patria, algo difícil de definir pero si de sentir; pelear con honor, con agallas, para lo que los habían preparado toda su formación de estudiantes, que importaba si algún día los recordaran, eso era lo de menos, había que dar el ejemplo de que este país, existe el patriotismo, la solidaridad, le valor, la conciencia de ser mexicano.



Jesús Melgar, el buen compañero Agustín Jesús Melgar, incitó a sus compañeros a permanecer hasta el final; a no repetir el ejemplo vergonzosos de sus autoridades; ¿Dónde está el director?, ¿el subdirector?; de que sirvieron tantas clases de artillería, infantería, mecánica, lecciones de patriotismo y honor; la valentía y la dignidad es un valor que se practica, no se platica. Un principio de heroísmo que se gana con la gallardía, la hombría y el honor, de defender la patria en el momento más difícil de su existencia. ¡Viva México¡. ¡Viva el Colegio Militar¡.

El general Antonio López de Santa Anna logra entrar a la celda donde se encuentra Amparo Magdalena, vejada, humillada, encadenada, débil de no comer ni tomar un vaso de agua desde que fue detenida; dispuesta esa doncella maltratada a morirse de hambre y de sed, por su rebeldía de no ceder ante el hombre fuerte del país que en ese momento destrozaban los cañones americanos; - ¿Dónde están mis títulos de propiedad?. – pregunto el general, tomándole de la quijada a esa infeliz mujer, aprentándola con sus dedos, como queriendo marcarla con sus dedos, romperle los dientes, hundirle los dedos, hasta agujerarla; - ¿Dónde están mis títulos de propiedad?. – la mujer débil y vencida no cede ante la dureza de aquel hombre engreído; no responde a la pregunta, entonces el generalísimo, la suelta bruscamente, diciéndole que era una perra.       

Ahí están los hombres de la patria, por otro lado los jóvenes estudiantes del Colegio Militar, contemplando desde las alturas, en posición defensiva, el bombardeo de los enemigos; mientras que por otros frentes, en las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido, permanece inmóvil tres mil efectivos del ejército mexicano, en esperas de trasladarse a las faldas de Chapultepetl; y su gran jefe, don Antonio López de Santa Anna, en una celda del cuartel de la Ciudadela, queriéndole sacar la verdad, a una mujer que no había comido, ni bebido un vaso de agua, una mujer integra, que días antes había sido golpeada, sin importar su condición de persona y sexo débil; - ¿donde están mis títulos?. – soltaba un fuerte golpe el general; tratando de que esa mujer semiinconsciente respondiera el lugar donde los tenía guardados, pero lo único que alcanzaba escuchar el generalísimo, era una risa de esta, como burlándose del general, como queriéndole decir, que aunque ella estuviera débil y sometida en contra de su voluntad a sus pies, no por ese hecho, jamás sería dominada por éste, ni antes, ni en ese momento, ni nunca por él.



Jorge Enrique alcanzaba escuchar la voz de quien fuera su mentor político, cuanto quiso ayudarla en ese momento, haber roto su cadena y traspasar esa pared para lanzarse a golpes sobre los verdugos de su amada; cuanto quiso poder hacer eso, aun pese a que su cuerpo seguía débil a causa de los golpes y de no ingerir alimentos; cuanto quiso hacer eso y no pudo hacer nada, más que cerrar los ojos y pensar que se trataba de una pesadilla, un mal momento.

-       Tengo todo el poder para destrozarte, para matarte, para hacerte lo que quiero. – el general con su brazo fuerte, volvió a tomar de la quijada a esa mujer – tu existencia depende de lo que yo ordene. Si yo mando matarte, te mato en este momento. Si te perdono la vida, será por que Antonio López de Santa Anna, y no dios, sea quien te salve.

Pero Amparo Magdalena no bajo en ningún momento la mirada, como si le respondiera a su monologo y le dijera, que hiciera lo que este hiciera, para él, don Antonio López de Santa Anna, era y siempre había sido, un verdadero imbécil. Un grandísimo idiota que se había dejado embaucar por James Thompson, sacándole cuatro millones de pesos para comprar unos papeles igual de falsos, como falsa su supuesta autoridad y nacionalismo, su patriotismo hueco y su republica de papel que se desmoronaba. Un hombre de pies de barro, jugando a ser presidente de un país, que lo desconocía, que simplemente lo ignoraba y que en el futuro, lo maldeciría, como su máximo traidor.

Los fuertes cañones seguían cayendo en Chapultepetl y el general Santa Anna seguía molesto, angustiado, viviendo aquella ansiedad de saber que la derrota era inminente, que en cualquier momento debía de abandonar la ciudad, informando al pueblo de México, sobre su derrota. ¡No era el mejor¡. ¡No era el gran héroe nacional que siempre quiso ser¡. ¡Era un imbécil¡. ¡Un simple y verdadero imbécil¡. Y eso lo confirmaba, cuando pudo ver los ojos de Magdalena e interpretar de esta, su mirada burlona y retadora.

Era el capitán Huger quien desde las posiciones de Tacubaya, Molino del Rey y la Hacienda la condesa, coordinaba los trabajos de artillería, para que cada una de las balas de los potentes cañones americanos, siguieran ocasionando la desgracia mexicana; los muertos y heridos del ejército mexicano seguían cayendo, una bala extraviada acabo con la vida del general Nicolás Saldaña y otra más, había ocasionado que esa trinchera de costales de tierra y palos de madera, fuera destruida totalmente, en medio de tantos soldados muertos y heridos; un ataque feroz del cual, los soldados mexicanos no podían responder en las mismas proporciones, apenas tres cañones para responder semejante embestida, tres indefensos cañones que nada y poco hacían, ante la furia destructora de los misiles americanos.



El generalísimo recibe noticias desde el cuartel de la Ciudadela, que el ataque a Chapultepetl es evidente; los soldados americanos se dirigen a esa posición para ocupar Chapultepetl e ingresar a la ciudad de México, por las calzadas de Belén y la Verónica; ahora no hay duda; al menos que el generalísimo se traslade al lugar y vea con sus propios ojos, si se trata de un verdadero ataque con soldados americanos, o una simple ofensiva área con sus poderosos cañones; antes de irse, Santa Anna vuelve a tomar de la quijada a Amparo y le planta un beso a la fuerza, después la tira al suelo; ordena a sus soldados, a no darle alimentos, simplemente dejar que se muera de hambre; del licenciado Jorge Enrique ni quien se acuerde.

Amparo logra limpiarse la boca, soportando el llanto de verse vencida, no por ese hombre, sino por la vida; cansada de la rutina, considera que lo mejor, es quedarse pensando en muchas cosas, perder la memoria, la noción del tiempo y del espacio; cerrar los ojos y aparecer en otra parte del mundo o del tiempo, quizás en su natal provincia de San Antonio, con su madre que tanto quiso y su recién padre fallecido, al lado de su hija que la espera con los brazos abiertos, en un paraíso de jardines y bellos árboles frutales, donde no existiera el ruido de los cañones, ni las guerras, ni las pasiones incontrolables. Magdalena cierra los ojos, porque sus fuerzas las va perdiendo poco a poco, sin poder decirle lo que quería decirle a ese joven abogado, callando lo que había callado desde siempre, a ella misma, a su hija, a su esposo; callando inclusive hasta su propia conciencia, su voz interna que le pide hablar, pero que no quiere oír, porque era más fácil, no escuchar, evadir, ignorar; ahí esta Amparo, mujer alta, maltratada, golpeada, soportando el ayuno de tres días, pero más, los golpes que le fueron propiciados.

-       ¡Amparo¡. Estas ahí.

Es la voz de Jorge Enrique, le pide Amparo que no se duerma, que resista. Le dice que la quiere, que haría en ese momento, todo lo que le fuera posible para liberarla y sacarla de ese infierno.

-       ¡Sácame de aquí¡. – alcanza escuchar Jorge Enrique. - ¡Sácame de aquí¡.

Amparo despierta, como no queriéndose dormir, sabe que si lo hace, jamás volverá.

Aquella tarde noche, el general Antonio López de Santa Anna se traslado a las faldas del cerro del castillo de Chapultepetl, acompañado del Teniente Coronel Santiago Xicotecantl y cuatrocientos soldados del batallón de San Blas. Es recibido por el general Nicolás Bravo; quien le informa el parte de novedades; para esas horas, el bombardeo había cesado, desde las siete de la noche, ocasionando daños al inmueble del castillo, así como a las trincheras que se habían construido; le informa también sobre los muertos y heridos ocasionados, solicita al general, no solamente refuerzos, sino que cambie a toda la tropa que le resta; es posible que durante la noche, se llegue a la deserción; es posible general, que estos soldados no quieran enfrentar al enemigo a la hora de ataque, por eso le solicito, de ser posible, girara sus ordenes, para relevar a todo el personal, quien se encontraba desmoralizado por el intenso bombardeo del día. No había por que desgastar a esos soldados, que durante todo el día habían resistido a los intensos cañonazos de los enemigos, lo conveniente, antes de incitar a su deserción, era sustituirlos por otros menos cansados general.

Pero el generalísimo no cede, por el contrario, ordena que el franco occidente del castillo de Chapultepetl, se desmantele para que esa tropa, se fuera directamente a cubrir las garitas de Belén y San Cosme; no había que desperdiciar recursos humanos, sacrificando soldados inútilmente; así que Santa Anna, vuelve a estar convencido de que al ataque sería, en San Antonio Abad y Niño Perdido; donde se llevaría a cabo la defensa. El general Bravo solicita a su jefe inmediato reconsidere su postura, pero Santa Anna responde que únicamente mandaría tropas a reforzar la zona, solamente si se daba el ataque frontal, de no ser el caso, dicha maniobra, solo era distractora e intimidatoria, ¡nada más¡.. Como consecuencia, ordena al Teniente Coronel Santiago Xicotecantl, se retire con todo el batallón.

   Eso pensaron los cadetes del Colegio Militar, quienes en el salón de enfermería, atendían a los muertos y heridos del bombardeo; la cifra de fallecidos había aumentado, pero más la deserción, de muchos de los soldados mexicanos que escapaban entre los árboles y las tinieblas; los cadetes seguían en su Colegio, viviendo quizás, otra oportunidad para que pudieran retirarse del lugar y regresar a la casa de sus padres; pero no lo hicieron; aquella noche se desvelaron y se mantuvieron en alerta de cualquier ataque, era la una de la mañana de trece de septiembre; y Amparo, aun seguía con vida.

 Aquella noche, el general Bravo tampoco descanso; aun pese que el general Monterde, Director del Colegio Militar se había presentado para ponerse a sus órdenes y mostrar ante sus superiores que no era ningún cobarde; no era el refuerzo que esperaba el general Bravo, pero si al menos le ayudaría, para coordinar los trabajos de rehabilitar las trincheras y parapetos destruidos; hacer la línea de contención con aquellas mechas que tan pronto fueran cruzadas por los americanos, se encenderían para atraparlos entre el fuego y desde ahí acabarlos; había mucho que hacer todavía en la noche, mucho por que trabajar, por esperar el ataque final del enemigo, por eso, no había que dormirse en la noche, hasta en tanto, no amaneciera y no terminara esta historia.



El general Santa Anna también no durmió aquella noche, con su uniforme militar desgastado y sin lavar, convocó a sus oficiales en Palacio Nacional, para escuchar todos los reportes oficiales; los americanos, entrarían por Chapultepetl y solamente por Chapultepetl; eso era evidente, así lo confirmaban el movimiento de las tropas del enemigo; pero el general, seguía intuyendo, que el bombardeo era una medida distractora e intimidatoria, el verdadero plan, sería atacar San Antonio Abad; los altos mandos militares, sólo quedaron callados, soportando el monologo y soberbia de su jefe, quien nunca se equivocaba, sino sus subalternos quienes nunca lo obedecían; saco nuevamente a colación la falta en que incurrió el general Gabriel Valencia y solicito a los presente, no incurrir en esos momentos tan difíciles en la historia de la patria, en estúpidas rebeldías, que lo único que provocaban, era perder el poder y control del mando que se requería; los presente al escuchar esta invitación, resistiendo las inmensas ganas de desconocer su autoridad para hacerle entender la inminente ocupación de Chapultepetl. El generalísimo, reconoció que en caso de que así fuera, se reforzaría el castillo y también las garitas de Belén y Niño Perdido. Pero su opinión fue demasiado tarde, porque a eso de las tres de la mañana de aquel trece de septiembre, volvió a iniciar el segundo bombardeo a Chapultepetl.

Entonces Amparo Magdalena abrió los ojos nuevamente, dándose cuenta, de que aún seguía viva.



sábado, 29 de octubre de 2016

CAPITULO 72


El general Santa Anna no regresara. Dijeron los bandoleros al percatarse, después de varios días, que se encontraban atrapados en esa cueva oscura, húmeda, de olor fétido, sin alimentos, pero rodeados de mucho dinero, documentos, barriles, objetos raros, penachos y hasta calaveras.

El oficial Gaudencio murió al tratar de asesinar a Ignacio. Los otros soldados murieron al tratar de buscar una salida alterna, pero lo único que hicieron fue perderse entre las cuevas, eran ciertas las leyendas; otro de los soldados, empezó a observar visiones, juraba y perjuraba que se le aparecía el charro negro, enseñándole una luz blanca donde supuestamente estaba la salida; llenos de sed y de hambre, por no conseguir alimentos, uno a uno de esos bandoleros empezaron a morirse; esperando que su benefactor regresará algún día por ellos.
  


Pero ha decir verdad, el generalísimo desde una posición cómoda, solo vivía las peores horas de su vida; junto a él, la patria se desmoronaba; la independencia mexicana desaparecía, su nombre se desprestigiaba y las tropas del ejército mexicano, se desintegraban cada día más. ¡Ah quién diablos les importaba unos bandoleros, enterrados vivos, en unas cuevas que si bien, la fortuna les concedía, podían salir vivos si encontraban otras salidas¡. ¡ya habrá momento para regresar a ese lugar y recuperar ese tesoro y esos títulos de propiedad que siguen sin aparecer. ¿Quién los tiene?.

Amparo Magdalena saca esos títulos de propiedad y se los muestra a Jorge Enrique; los vuelve a observar, los lee y se da cuenta lo que en ellos dice: Muchos vendedores representados por un solo apoderado, de nombre James Thompson, cede la propiedad de grandes extensiones de tierra al general Antonio López de Santa Anna. ¡Eso ya lo sabía Jorge Enrique,  él participo en el acto, pero Magdalena dice dos cosas que Jorge Enrique no sabía, en primer lugar, ese supuesto apoderado americano, es un agente secreto del gobierno de los Estados Unidos, con quien alguna vez Amparo estuvo casada; o mejor dicho, con el que jamás se divorcio de él. Eso significaba que el escribano no era su marido y nunca lo fue, simplemente, había sido el hombre de su segundo matrimonio, con el que contrajo nupcias sin haberse divorciado del primer marido, únicamente con la intención de conocer los movimientos políticos del gobierno mexicano. Jorge Enrique incrédulo por lo que acababa de escuchar, empezó a comprender que la verdadera nacionalidad de Amparo era también la de una ciudadana americana y por ello, el dominio del idioma inglés. Amparo respondió que efectivamente así era, sólo que ella, era originaria de San Antonio Texas. No conforme con eso, Amparo dijo la segunda verdad que debía de conocer Jorge Enrique. Esos títulos de propiedad, que tanto anhelaba el general Santa Anna y por el que tanto preguntaban, al grado de querer catear su casa, eran falsos. Tan falsos, como decir, que ella, era una ciudadana mexicana.



Jorge Enrique no entendió lo que acaba de escuchar. Pero Amparo, saco esos títulos, prendió un fosforo y los quemo. Jorge Enrique trato de impedir el hecho, pero Amparo le puso el brazo para impedirlo. Aquellos títulos debían ser borrados de la historia para siempre. Santa Anna nunca compro nada, porque nada le vendieron. La llama del fuego se encargo de incinerar aquellos papeles, para construir una nueva historia.

Ese era el fuego, que trataba de buscar el bandolero Ignacio, debajo de la tierra, en la boca del diablo, buscando la puerta secreta que lo llevara a esos pasillos largos y profundos, donde yacían escondidos, cofres y esqueletos; no daba con ellos, no tenía luz que lo iluminara y la molestia de la garganta le seguía avanzando, al mismo tiempo que sus brazos y sus piernas no le respondían; sin beber, sin comer, sin poder respirar, luego de haber vivido días de abandono, se pudo dar cuenta que encerrado en su tumba, con todo el dinero del mundo, no era nadie, más que un sujeto desdichado, condenado a vivir por siempre, encerrado en ese tesoro. ¡Maldito él y su pobre destino¡. ¡Olvidado por el general¡. ¡Enterrado con un tesoro¡. … entre esqueletos y con las riquezas, del emperador azteca Moctezuma.

Amparo quemó todos los documentos que tenía en las manos, cada uno de los títulos de propiedad de esa supuesta compraventa, ahora, Jorge Enrique no tenía porque regresar a reportarse con su jefe Santa Anna, que cuentas podría darle respecto a esos títulos, si estos ya habían sido calcinados. Lo peor de todo, fue cuando Amparo se atrevió a confesar algo muy importante para Jorge Enrique. Lo que este escucho, lo dejo perplejo.

Efectivamente Amparo Magdalena era una ciudadana americana, ex esposa del agente secreto James Thompson y lo peor de todo, también su informante,  lo que lo hacía convertirse en un enemigo de la republica que se desmoronaba.  Una agente secreto. Una vil espía al servicio del gobierno de los Estados Unidos. Jorge Enrique no pudo decir nada, se quedo callado. Amparo confesó trabajar al servicio de los Estados Unidos de América y de pasarle información a su ex marido, respecto a los movimientos del general Santa Anna y de todos sus planes y estrategias militares, dio nombres de sus colaboradores, incluyendo el suyo y hasta la ubicación geográfica para la búsqueda de un tesoro atribuible al emperador Moctezuma. Aporto los mapas del rumbo, la geografía del lugar, las personalidades propias tanto del ambiente político e internacional. Toda esta información la compilo por más de doce años y en razón a ello, por ello y sólo por ello, tuvo que soportar una relación marital con un sujeto tan corrupto y repugnante como era el escribano; y todo poder conocer con precisión, los movimientos financieros del general Santa Anna. Sus propiedades dentro y fuera del país y para enterarse de otras cosas más, que nadie absolutamente nadie sabía.

Santa Anna, si el general Antonio López de Santa Anna, era el jefe de la gran familia mexicana. Una organización criminal dedicada al bandidaje. Que asaltaba en el camino de Veracruz a México, conocida también por los “bandidos del rio frio”; dedicada al robo y a la falsificación de moneda, Santa Anna como jefe de la banda, era un hombre de doble moral al igual que sus hombres subalternos, quienes en tiempos de “paz” trabajaban de bandidos, pero en tiempos de “guerra” o de “revoluciones”, se convertían en militares. Uno de sus tantos operadores era ni más ni menos, que el Coronel Gutiérrez y Mendizábal y también otro nefasto militar, quien fuera amigo de Jorge Enrique Salcedo, el coronel Martín Yáñez, quienes capitaneaba a los oficiales Gaudencio y a un vil soldado razo de nombre Ignacio Cien Fuegos, delincuentes cuyos terrenos que dominaba, es la sierra del valle de México a Toluca;  Ese pillo de nombre Antonio López de Santa Anna, era el gobernante político, pero también el jefe criminal numero uno. Su actividad ilícita financiaba la lícita. Es el dueño de muchas de las cantinas, prostíbulos, palenques, que hay en toda la republica; inclusive toleraba que las autoridades de Yucatán, se dedicaran a la venta de esclavos para los británicos, franceses, americanos. Es un político farsante que compra su popularidad y por eso, es que había llegado tantas veces a la presidencia de este país; el muy ladronzuelo no lo consigue democráticamente por los sufragios de los electores, en apego a las normas constitucionales, sino que lo hace con el mismo dinero de sus fechorías, por eso financia sus ejércitos y podía levantar batallones de soldados de la noche a la mañana. No porque se tratara de un líder carismático, que si bien era agradable y de muy buen tipo, eso no era suficiente, para armar, sin el poder económico que da el dinero, los ejércitos que estos quisiera. Santa Anna como hombre rico del país, compraba la presidencia, las lealtades y los pronunciamientos políticos que lo colocaban como figura nacional y lo más importante, era tanta su megalomanía, su ambición al poder, a la gloria, al recuerdo histórico, que había optado por comprar esta guerra, creyendo el muy iluso que le iba a ganar a los Estados Unidos de América para convertirse en su estúpido sueño de ser el Napoleón Mexicano, el “Libertador de México, de Cuba, de América Hispana”. “En el gran héroe nacional del México independiente”. ¿Sabes a cuánto asciende la fortuna de Santa Ana?. A veinte millones de pesos. Es uno de los hombres más ricos del mundo y sabes que hace con ese dinero. Sostiene un país  improductivo, de alcohólicos, holgazanes, fanáticos religiosos, delincuentes; donde imperan mas los delincuentes que la gente justa como tú.

Fernanda no era la hija de Amparo Magdalena. Aunque ella siempre creyó que era su madre. Realmente era la sobrina del escribano. Cuando murió Fernanda me dolió como si hubiera sido mi hija, pero no lo era, una mujer como yo, no necesita tener maridos, ni tampoco hijos; soy una mujer libre, sin compromiso, no soy la persona abnegada que pensaste que era; soy lo autosuficiente para valerme por mi misma; soy abogada también, conozco de las leyes de mi país y del tuyo, sé muchas cosas que desconoces. No soy quien crees quien soy. No sabes nada de mi vida, ni de mí pasado; no sabes mi verdadero nombre, a que me dedico, no me conoces Jorge Enrique, como yo te conozco a ti.

Jorge Enrique le pidió que no siguiera, no quería escuchar nada de esa mujer.

Martin Yáñez nunca fue tu amigo. Siempre te utilizo, se aprovechaba de tu trabajo, de tus aciertos como abogado, para lucirse él como el funcionario ideal que necesitaba el presidente. Se creía muy listo y sabes que le paso el muy infeliz. Murió en manos de un asesino, de lo que siempre fue y siempre negaste ha reconocerlo. ¡Un vil alcohólico¡. ¡Un tipo de alma miserable que jamás mereció tener un amigo como tu¡.  ¡El asesino material de mi esposo¡.



Todo estaba dicho, sólo faltaba decir que  el traidor de Santa Anna no era tan traidor como parecía; no era Santa Anna que traicionara a México, sino era México quien traicionaba a Santa Anna. Eran los mexicanos, siempre divididos en sus creencias y luchas políticas, los que terminaban dividiendo siempre al país. Cuando Santa Anna solicito el apoyo de todos los mexicanos, el pueblo le dió la espalda y apoyó, sin habérselo propuesto, a los Estados Unidos de América; cuando en 1844 quiso emprender una nueva expedición de Texas, Mariano Paredes Arrillaga lo desobedeció y lo desconoció en la presidencia;  cuando llegó a Veracruz, instruyo a Crescencio Rejón desmintiera la entrevista que tuviera con Mczenike en el que solicitó al presidente Polk su regreso al país, en donde también pacto la derrota de México y recomendó inclusive algunas batallas ha realizarse, fueron los propios colaboradores de Santa Anna quienes infiltraron lo que realmente ocurrió, cuando este les pidió por el bien de la patria, guardar el secreto; cuando instruyo quitarle los bienes a la iglesia para financiar la guerra, no hubo una guerra civil en la capital; el clero que tanto bendecía a Santa Anna, también lo traicionó, al no convocar a sus feligreses a sumarse a la guerra, ni prestarle el dinero que este necesitaba. Cuando estuvo a punto de ganarle a Taylor en la batalla de la Angostura, le fue informado sobre la rebelión de los polkos. ¡México traicionó a Santa Anna¡ …  porque México es un país voluble, que no le importaba nada su destino, sin creencias, sin principios, sin orientación ideológica, sin líder alguno que los llevara, sin proyecto alguno para su futuro; pueblos como el de México, merecen embrutecerse con el alcohol y la religión, para ser gobernada por sujetos como López de Santa Anna, dejar esa patria generosa, en manos de la vida personal y emocional de un hombre inestable, enfermo, loco, que ambiciona el poder y la gloria.

De esa forma, Ignacio acababa de morir en la “boca del diablo”, en ese tesoro escondido y hasta el día de la fecha enterrado. Y al mismo tiempo, también murió el hombre que era Jorge Enrique Salcedo y Salmorán. Había muerto para él, la mujer que amaba y su concepción de patria, de vida, de amistad. Había muerto su amigo Martin Yáñez; su mentor político Santa Anna, su patria México; todo estaba muerto para él. Sólo faltaba escuchar algo de Amparo, que para esos momentos, ya dejaba de ser Amparo para convertirse en una persona desconocida. Faltaba escuchar, lo que realmente ella sentía por él. Debía decirle lo más pronto, que no se explicaba porque, ni como había sido, ni en qué momento fue, si había sido su inteligencia, su patriotismo o su espíritu noble, pero el caso era, que ella si se sentía atraída por él. Debía decírselo lo más pronto posible, antes de que el rechinar de esos caballos y esa gavilla de bandoleros ingresaran por la fuerza a esa casa, golpeando la puerta y rompiendo los cristales para ejecutar la orden del jefe de todos los jefes. Era el coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal disfrazado de civil.

-       ¡Quedan detenidos en el nombre del general Santa Anna¡

Amparo inmediatamente se paro frente al coronel para reclamarle la forma impetuosa en la que había entrado a su casa, máxime aún, que su propiedad se encontraba protegida por el fallo protector de una orden judicial; lo que no le daba derecho a él ni a nadie, el poder ingresar a su casa. Pero lo único que recibió, fue un fuerte puñetazo del coronel Gutiérrez, quien sólo respondió: ¡cállese el hocico¡.

Jorge Enrique trato de intervenir, regresar dicha agresión pero le fue imposible. Los soldados que acompañaban al coronel, también disfrazados de civiles, lo contuvieron en su enojo y para controlarlo, le golpearon a culatazos. … ¡Ah sí que muy chingoncitos¡. - Dijo el coronel. Olvidando quien había sido el hombre que alguna vez lo había ayudado a ingresar nuevamente al ejército, cuando este alguna vez le suplico en el palacio nacional lo reincorporara a las filas de la milicia. Desconociéndole y dándole un trato, que ni el peor de los soldados americanos, estaba recibiendo en ese momento.

Encadenados de sus manos; tanto Jorge Enrique como Amparo fueron llevados a esas carretas a punta de amenazas. Varias veces el coronel insistió en pedir esos títulos de propiedad que tanto buscaba el general Santa Anna, sin percatarse, ni tampoco entender, que dichos títulos, habían dejado de existir minutos antes; sólo las cenizas quedaban tiradas en el suelo. Documentos sin valor probatorio, sin evidencia de su existencia.

¿Dónde están los títulos?. Gritaba el coronel. Al no contestarle Amparo, esta la golpeaba y ella gritaba; queriéndose defender de su agresor; Jorge Enrique no podía actuar, cuantas ganas tenía de zafarse de esas cadenas y responder la agresión de la misma manera que esta la profanaba.

El coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal registro cada rincón de la casa sin haber encontrado los mencionados títulos de propiedad, tiro los libreros, la mesa, los sillones; con los soldados a su mando, subió a las recamaras de la casona, para desdoblar las camas, abrir los roperos y buscar en cada pieza de la casona, algún documento, cofre, caja fuerte; seguía sin entender que los mismos, habían sido quemados en su totalidad; le quedaba la creencia que dicha respuesta, era sólo una mentira para desalentarlo en su búsqueda; si bien, no estaban dentro de la casa, podían estar en alguna otra parte.

Pero ya era muy tarde. Tenía que regresar lo más pronto posible. Antes de que los americanos, iniciaran el ataque final a la ciudad de México. Debía de reportarse lo más pronto posible con su jefe supremo e informarle, que los delincuentes detenidos, no habían cooperado proporcionándole la información que solicitaba, manifestándole a su superioridad, emitiera sus respectivas instrucciones.

Aquella carreta arranco y a todo galope, se dirigió a la ciudad de México; burlando todos los cercos de los soldados americanos, fingiendo el coronel, ser un humilde carretero a quien transportaba su familia. Corriendo de manera disimulada al Valle de México, para presentarle en forma personal al generalísimo, la captura realizada.



El general, aun peses a todas sus derrotas y la manifiesta victoria arrolladora del poderoso ejército americano, mantenía la firme creencia de que aun podía hacer algo por la defensa de la soberanía nacional. Mientras los americanos no pisaran el Palacio Nacional, el seguiría siendo el hombre fuerte de México. Así lo atestiguaban cuatrocientos soldados más provenientes de Tepic, pertenecientes al batallón de San Blas y ochocientos más, que había mandado el gobernador del Estado de México Modesto Olaguibel. La suerte estaba por definirse en Chapultepec, ahí le quedaba el general Bravo y por lo menos seis mil efectivos, dispuestos a batirse el alma por México.

Santa Anna espero impaciente tener noticia de sus títulos de propiedad; esperaba ansiosamente aquellos días, en que tampoco debía de renunciar a la posibilidad, de huir en cualquier momento de la ciudad. Se encontraba muy cansado, estaba fatigado, algo hambriento, por momentos desilusionado por lo que estaba ocurriendo. Ansiaba tener una buena noticia. Aunque lo que le informó Gutiérrez y Mendizábal, en nada le sirvió. ¡Los títulos de propiedad habían desaparecido¡. Santa Anna maldijo a esa mujer y se sintió profundamente dolido por el comportamiento desleal de quien alguna vez fue su abogado. Ahora el general, los tenía ambos detenidos. Su orden que debía cumplirse, aun pese a sentirse los últimos minutos de la republica, fue que los llevaran ambos a la Ciudadela y ahí los encarcelaran, sin derecho a darles agua o alimentos. Ya luego el general pensaría que hacer contra ellos.

Jorge Enrique y Amparo fueron encadenados y ambos trasladados a los separos del Cuartel de la Ciudadela, donde se encontraban ambos separados sólo por una pared. Era la madrugada del once de septiembre y también, los últimos minutos de la patria mexicana.



jueves, 27 de octubre de 2016

CAPITULO 71


Esta preparado el ejército mexicano para resistir cualquier ataque del enemigo. Nuestras líneas se encuentran perfectamente fortificadas en cada uno de sus puntos. Casa Mata, Molino del Rey, Chapultepetl, las garitas de Belén, San Cosme, Niño Perdido, mas aparte la caballería comandada por el general Juan Álvarez, ubicada en el pueblo de Azcapotzalco; al menos nueve mil hombres defienden el suelo patrio; y desde distintos puntos de la Republica mexicana, Tepic, Toluca y San Luis Potosí, se espera la llegada de miles de refuerzos. Aun tenemos esperanzas de salir avantes de esta nefasta invasión. El enemigo debe saber, que no será más que con ríos de sangre, la única forma en que podrá conquistar a México.

Las horas de la noche transcurrieron con tanta lentitud, que el generalísimo Santa Anna no quería dormirse, para que nada grave ocurriera en esas horas de la noche y no amaneciera al día siguiente con ingratas sorpresas; las ultimas noticias que tenía de los americanos, era que se preparaban hacer un ataque del lado oriente de la ciudad, atacando San Lázaro y la Calendaría; puntos estratégicos que había que defender, más que Chapultepetl, donde seguramente los americanos, cobardes como siempre habían sido, no darían batalla.

Mientras eso ocurre, mientras el movimiento de los soldados americanos es rumbo a Casa Mata, otro regimiento presidido personalmente por el general Scott, ante la mirada incrédula de los monjes carmelitas, se dedican a talar árboles en la Villa de San Ángel para inspeccionar cada yarda del suelo y con ello hallar quizás una puerta secreta para entrar a un túnel; así de esa forma, mientras algunos americanos se lanzan a la búsqueda del tesoro escondido, otros más se lanzan atacar el reducto de armas secretas que guarda el ejército mexicano, la fábrica de pólvora en Molino del Rey.

Paralelamente a esa tala de árboles en San Ángel, en el cuarto de guerra, el general Santa Anna no cae en lo que piensa es una trampa, los americanos pretenden engañarlo, haciéndole creer que atacara Casa Mata, cuando realmente lo harán en la garita de Calendaría, llegando a la Ciudad de México por la parte trasera y no de enfrente por Chapultepetl; sin dudarlo, ordena el despliegue de fuerzas de Casa Mata a Calendaría; es listo, pero su decisión equivocada, los americanos nunca pisaron las garitas de San Juan, cuando mucho se escucharon algunos cañonazos en la garita de San Antonio Abad, lo que fue una falsa alarma, pues el verdadero ataque fue nada menos y nada más que en Casa Mata; ahora en esos momentos, debilitada por una intuición fallida.



El ataque al Valle de México inicia y mientras eso ocurre, mientras a lo lejos se libra uno de los combates finales de la guerra, la escolta de soldados comandada por el Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal logra ingresar a las oficinas del juzgado, para destrozarlas y aprehender en el mismo lugar, al funcionario judicial Armando Villarejo, acusada por el general Santa Anna de traición a la patria; el joven abogado, detenido por la tropa, trata de discutir con el coronel alegando su defensa y sus altas funciones de empleado público, aclarando que no existía ningún delito en su contra para que procedieran de esa forma, pero el Coronel a punta de culatazos, agredió al funcionario, sacándole sangre de la nariz, golpeándolo con las culatas de los rifles, jalándole de los cabellos y recibiendo la embestida de los puñetazos que le daban los soldados; de esa forma, Armando Villarejo sufría la peor agresión que había recibido en toda su vida; dos dientes perdió de un fuerte impacto con la cacha de una pistola, sus anteojos fueron rotos y pisoteados, la vista se le nublo al sentir ese golpe en la nuca y después, su cuerpo se volvió resistente, duro, como una piedra, sin poder sentir ya el dolor, de la cantidad interminable de golpes que seguía recibiendo.



Esa es la rudeza de nuestro ejército. Las líneas de Chapultepetl debidamente fortificadas, en ellas, el general Nicolás Bravo y algunos funcionarios del Colegio Militar siguen trabajando las líneas de fortificación, en ellos se encuentra el ex cadete y ahora teniente Juan de la Barrera para continuar con los trabajos, que el director del Colegio le había encomendado. Si los americanos vencen en Casa Mata y Molino del Rey, el próximo combate sería sin duda en Chapultepetl.

De esa forma, el 8 de septiembre de 1847 se inició el tan anhelado ataque de los americanos. Santa Anna convencido que atacarían por la Calendaría, pudo percatarse que sus cálculos eran erróneos, pues los cañonazos que se escuchaban provenían de Chapultepetl; para sorpresa suya que nunca debió de haber sido sorpresa suya, Casa Mata estaba siendo asaltada por los americanos, y mientras tanto, el licenciado Villarejo, era trasladado sobre aquella carreta, para ser tirado su cadáver en los llanos de Santo Thomas, su falta grave no sería jamás perdonada por el general, a quien se le atrevió llamarle “Encargado del Poder Ejecutivo”; ahí queda la democracia, las garantías, el derecho constitucional, el fallo protector, las leyes y las discusiones doctrinarias del doctor Samuel Ramos, de don Mariano Otero, del mismísimo Manuel Crescencio Rejón, las enseñanzas en la Academia de Jurisprudencia de quien alguna vez fuese su maestro, el licenciado Salcedo Salmorán; un fallo de papel pisoteado por las botas de los militares y después por la pisada de los caballos, el cuerpo de un funcionario judicial vejado, manchado de sangre, inconsciente, debatiéndose en esas horas entre la vida y la muerte.

Ahí estaban los edificios de Casa Mata a la izquierda a la derecho de esta Molino del Rey; ahí estaban escondidas las armas que con tanto recelo custodiaba el ejército mexicano; las armas secretas y escondidas de los mexicanos yacen en Casa Mata, lugar donde funden los cañones, donde se fabrica la pólvora y los rifles con el que los mexicanos atacan a los americanos, hay que tomarla a como dé lugar; entre balazos y soldados que caen, el ataque continua de forma muy pareja, librándose una de las peores batallas del momento; los americanos caen uno a uno por la puntería de la infantería mexicana, los arboles se incendian, el humo crece y tapa la visibilidad de los americanos, solo se siente el vibrar de la tierra, entre chiflidos y estallidos, la tierra se sacude, sin darse cuenta ya los soldados, quien muere o quien cae herido. ¡Es la guerra¡. ¡Así es la guerra¡. ¡Esto es la guerra¡.



Las órdenes del Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal debían de cumplirse aun pese a esa batalla que se estaba librando. Debía llegar a San Ángel para tomar prisioneros a ese funcionario desleal llamado Jorge Enrique Salcedo y Salmorán y a esa mujerzuela marimacha, que tuvo la ocurrencia de haber promovido un juicio contra el generalísimo Santa Anna; ya había aprendido al funcionario judicial y habiendo ejecutado los actos de tortura que le fueron ordenados; sólo le faltaba ir por esas dos presas traicioneras; parecía difícil cumplir esa misión, el Coronel Gutiérrez y Mendizábal no debía cruzar esa línea de ataque, donde las balas americanas y las mexicanas se cruzaban una y otra sin cesar, donde por accidente y no por intención alguna, podría morir entre las balas.

 Tres mil quinientos soldados americanos peleaban contra cuatro mil soldados mexicanos, por los terrenos de Casa Mata y Molino del Rey; quinientos soldados mas tenía el ejército mexicanos, de los cuales al menos cuatrocientos, eran voluntarios que se habían sumado en la ultima hora de la defensa de la ciudad; los combates fueron crueles, hasta que los americanos, habían optado por retirarse del lugar, dejando en el campo de batalla, al menos mil de sus hombres entre muertos y heridos. ¡Eran gritos de júbilo de la tropa mexicana¡. Entre dianas y vítores, los soldados mexicanos siguieron tomando posiciones para continuar el ataque; el general Juan Álvarez al mando de la caballería no supo en qué momento intervenir, los americanos se retiraron de una forma desordenada, en el momento crucial en que el general Álvarez debió de haber intervenido para acabar por lo menos, con la mitad de los soldados invasores y no hizo nada el viejo insurgente, sólo miro el triste espectáculo, de soldados corriendo, huyendo de Casa Mata y del Molino de Rey, sin haber optado por la estocada final al adversario. En balde tanta caballería para presenciar un combate armado.



El general Worth una vez retrocediendo del campo de batalla reagrupo sus fuerzas e inicio nuevamente otra embestida; entre el fuego y el humo, el ejército americano volvió a tomar posición de ataque, sin emprender esta vez retirada alguna, uno a uno de los soldados seguían cayendo al suelo y no conforme con eso, los americanos seguían disparando y con sus rifles y potentes cañones; desde ahí los esperaron los coroneles Echegaray y Lucas Balderas; éste último con su batallón Mina, resistió la embestida con heroísmo, pero cayó acribillado el joven militar, muerto el y sus acompañantes; a sangre y fuego, los americanos lograron tomar los Molinos del Rey, encontrando en ello, la resistencia de los soldados mexicanos, que antes de entregarse, decidieron romper sus rifles.

Pronto se da cuenta el coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal por el ruido de los cañones y de las balas; que no podrá cumplir con su plan de aprehender a Jorge Enrique Salcedo y la señora Magdalena Amparo; era muy arriesgado cruzar el campo de batalla; Gutiérrez lo piensa antes de hacerlo y opta por la mejor decisión, retirarse, dejar que los suyos sigan resistiendo el avance americano.

Los soldados americanos ocupan Molino del Rey y desde ahí establecen su potente batería para destrozar cada una de las paredes de ladrillo tezontle de Casa Mata;  no hay escapatoria para los mexicanos; después de intensos combates, deciden rendirse, al ya no poder resistir por ningún minuto más, el despiadado ataque americano.

Luego de por lo menos setecientos soldados americanos muertos, el general Worth logra entrar a la fábrica de armas del ejército mexicano para buscar donde se encuentra la pólvora y los rifles que estaban fabricando y ante su frustrada búsqueda, se lleva una ingrata sorpresa; ¿Dónde están las armas?. ¿Los cañones?. Perder tanta tropa por una falsa suposición. Scott había mandado a casi la mitad de su ejército a un combate infructuoso, donde fue mucho lo que se perdió y poco o nada lo que se gano. El general en jefe del ejército de los Estados Unidos debe ser juzgado ante una corte marcial, por haber sacrificado en una batalla inútil, a más de setecientos soldados americanos que dieron su vida, en un combate infructuoso, frívolo, sin acierto alguno; otro que debe ser llamado al Consejo de Guerra, pero del lado mexicano, es el general Juan Álvarez, viejo insurgente de la guerra de independencia, quien peleo con Morelos, pero que en el momento más difícil de la historia de México, sólo vio pasar al ejército americano, sin haberle dado ataque alguno.

¡Traidores¡. ¡Viles traidores¡. La batalla como todas las demás batallas tiene un solo responsable. El mismo traidor de siempre. No es Juan Álvarez que nada hizo frente a su adversario, no obstante de contar con mayores soldados, de tener una caballería bien descansada y una posición estratégica; traidores y mas traidores, los mexicanos que siguen desertando, los que en ese momento renuncian o se reportan enfermos a sus servicios, en las horas más difíciles de la historia de México. Como el director del Colegio Militar que se reportó enfermo el día de los hechos, al igual que el subdirector y la mayoría de los funcionarios de la escuela de cadetes; traidores y mas traidores, los que siguen revelando las posiciones del ejército mexicano, los que incitan a la rendición, los que se esconden entre el fuego y el humo, los que no responden recíprocamente, al heroísmo de los héroes muertos por el invasor. A lo lejos, se observa el oficial Margarito Suazo, miembro del batallón de Mina, envuelto en la bandera ensangrentada y perforada por las bayonetas de las americanas; el oficial mexicano muere, como los cientos de mexicanos que murieron aquella tarde; es la guerra, la peste, el color del cielo, el olor a pólvora y a muerto, el sol manchado de polvo, de humo, de simple sangre.

El general Antonio López de Santa Anna es informado sobre esta nueva derrota. Es responsable de haber debilitado la línea de Casa Mata, por defender las garitas de San Antonio Abad, Calendaría y San Lázaro; se siente frustrado, son los últimos minutos de su efímero gobierno, de su tan anhelada gloria y grato recuerdo en la historia mexicana, nunca será recordado por el héroe que quiso ser, siempre será acusado de traidor y demeritado sus acciones de campaña por defender, ya no el país entero, sino la Ciudad de México. De tratar de sostener, la independencia mexicana, que se desmorona minuto a minuto, en la misma medida, en que el ejército yanqui sigue tomando posiciones. Sólo queda Chapultepetl y después de este, los combates crueles que podrán librarse calle por calle y casa por casa en la Ciudad, es cuestión de principios, de honor y patriotismo, es nuestra memoria, nuestra independencia, nuestra soberanía; entiendan por favor. ¡Green-Gos¡.

Mientras tanto, el general Scott continúa en su ordenanza de talar los árboles de San Ángel para hallar la puerta secreta que los conduzca al túnel que lo llevara al tesoro de Moctezuma; los monjes carmelitas no entienden los planes de Scott, sólo tratan de convencer al general Americano, de que ellos no incitarían a los mexicanos a sumarse a la guerra, son neutrales en este conflicto militar y su única participación, sería meramente evangelizadora, dando los santos oleos a los enfermos y moribundos, encabezando si así se les ordenare, las ceremonias religiosas que le fueron requeridas, pero de ninguna forma, convocarían al pueblo de San Ángel a levantarse en armas contra ellos.

Scott no le preocupa el levantamiento de los angelinos; le interesa encontrar la puerta secreta que lo llevara al tan anhelado camino que le permita encontrar el tan ansioso tesoro de Moctezuma. ¿Cuál tesoro? – preguntan los monjes carmelitas. ¡Un tesoro que existe debajo de este suelo; enormes pasillos de quinqués, que comunica este templo con el de desierto de los Leones, donde se esconden cofres de oro, dinero, documentos y cosas extrañas, inclusive hasta el tesoro del emperador azteca. Un escondite secreto que también ha sido aprovechado por los últimos virreyes españoles y que su legión ha sabido conservar y guardar en silencio.

Los monjes carmelitas no entienden lo que trata de decir Scott; Thompson sirviendo de intérprete, traduce lo dicho por el general y los monjes, incrédulos y sorprendidos por lo que acaban de escuchar, manifiestan su total desconocimiento, ¡nada de eso es cierto¡. ¡Moctezuma murió hace muchos años y no dejo nada a nuestra congregación¡. ¡Quien dijo tremenda fantasía¡. Thompson trata de convencer a los monjes carmelitas sobre esas leyendas y les ofrece, parte de esas riquezas para remodelar su templo; para financiar inclusive nuevas misiones en las islas del Caribe, Sudamérica o porque no, en los propios Estados Unidos; pero los monjes carmelitas, siguen desconcertados, el porqué el ejército de los Estados Unidos sigue talando los arboles, tratando de encontrar la realidad de una leyenda de fantasía. ¡No hay nada¡. ¡Ni aquí, ni allá¡. ¡No hubo nada y jamás habrá nada¡. Lamento decirle general, que todo es un engaño.

Scott no puede ser engañado de esa forma; menos aun, cuando recibe de manera urgente el correo que le envía un centinela, el jefe de armas del ejercito americano rompe la carta esperando recibir una buena noticia y sólo alcanza a leer la enérgica protesta del general Worth, haciéndole de su conocimiento sobre la absurda campaña realizada por ocupar Casa Mata y Molino del Rey que le costó a Norte América, al menos la muerte de setecientos soldados; deberá responder ante una corte marcial por esa acción inútil, que puso en riesgo, la victoria de nuestra nación. Scott molestó por lo ocurrido, se entera que la fábrica de armas y de pólvora, no era ni fabrica, ni tampoco había armas, ni mucho menos pólvora, simplemente había paja y mas paja, y muchos soldados mexicanos valientes que defendieron con honor su patria. ¡Es un engaño¡. ¡Un lamentable error¡. Reitera el monje carmelita y Scott así lo cree. ¡Es un vil engaño¡. ¡Un estúpido engaño¡. …Como puedo creer en los informes de este frustrado espía, que ni siquiera a los mormones pudo capturar.

W. Scott ordena dejar sin efectos las obras de la búsqueda del tesoro y vierte sus más sinceras disculpas por los desperfectos ocasionados, pues comprende que también ese es un engaño y ¡Usted Thompson, un imbécil¡. ¡un verdadero imbécil a quien nunca debí de haber creído¡.  ¡No entiendo como el Presidente Polk pudo comisionarlo a este país¡.

James Thompson se siente estafado por los bandoleros mexicanos que le prometieron llevarlo a ese tesoro inexistente, se siente ridiculizado por haber creído en esas leyendas fantasiosas, hasta en ese momento, se da cuenta que efectivamente, todo era una mentira, una grandísima mentira de esa prostituta que lo único que hacía era sacarle dinero y darle falsa información con historias fantasiosas. Que estúpido se sintió al haber sido regañado por el general Scott, al haberle dado una información falsa al general Scott y posible presidente de su nación. ¡Hay Guadalupe¡. Thompson recuerda en ese instante a esa mujer, para decirle desde sus adentros: ¡maldita puta¡.