No sé cuantos días u horas habían pasado, pero
cuando Jorge Enrique recobró el conocimiento, se encontraba solo y encadenado
en aquella celda fría, entre paja y muchos ratones; cuando intento moverse,
sintió un golpe dolor muscular sobre su espalda y sus brazos; de igual forma,
sentía sus labios partidos, su boca deforme a causa de esa costra que la sangre
le produjo los golpes que recibió; le costó mucho trabajo abrir los ojos y
apenas alcanzo ver un rayo de sol, al parecer era de día; no estaba oscuro; fue
una voz fue quien lo había despertado.
-
Jorge
Enrique. ¿Estás ahí?.
Era la voz de Amparo, estaba del otro lado de la
celda.
-
¡Amparo.
Eres tu Amparo¡
¿Qué había pasado?. Lo último que recordó es que se
encontraba con Amparo, cuando de forma repentina apareció el Coronel Gutiérrez
y Mendizábal junto con una escolta de soldados, quienes habían entrado
violentamente a la casa; luego recordó muchos gritos, golpes y cuando se dio
cuenta, estaba en ese lugar, golpeado, en medio de la paja y de aquellos
ratones que rodeaban su cuerpo. No habían comido ninguno de los dos; tanto
Amparo como Jorge Enrique se encontraban en ese lugar presos, sin haber
recibido ningún juicio, ni haber cometido crimen alguno, más que haber
desobedecido al todavía hombre fuerte de ese país.
-
¿Cómo
estas Amparo?.
La mujer contesto que bien, pero por mera cortesía,
como podía sentirse luego de haber sido mancillada su casa, su cuerpo, su
dignidad; en esa celda fría, encarcelada por los caprichos de un hombre que se
sentía dios para castigar a quien no complaciera sus designios; no se sentía
bien, maltratada en su persona, mancillada en su integridad física, luego de
haber perdido su hija, su casa y ahora, su libertad. ¡No podía sentirse bien
ella, en ese día, ni en los que fueran¡. No mientras tanto estuviera encerrada
en esas cuatro paredes frías, en aquel calabozo que alcanzaba oler un ambiente
hostil, militar; no mientras el hombre que le agradaba, se encontraba
acompañándola, tan cerca pero a la vez tan lejos, separados por una pared que no
podía abrir, escuchando su voz hueca, distante, sin la privacidad que ella
requería, sin verse ambos el rostro, ni poderse leer la mirada de cada uno, sin
poderse tocar sus manos, ni sus dedos, ni mucho menos haber concluido la plática
interrumpida. ¿Cómo podía sentirse Amparo, tan lejos de su joven pretendiente,
tan lejos de sentirse libre y tan cerca, pero muy cerca, de su propia muerte.
Mientras esas dos almas se comunicaban a la
distancia, el general Winfield Scott inició el ataque final. Desde Nativitas,
enfiló su poderosa artillera para disparar a las garitas de San Antonio Abad y
Niño Perdido. Inmediatamente las tropas del ejército mexicano salieron a
defender dichas posiciones, pues a lo lejos, se alcanzaba observar el
movimiento de las tropas americanas. - ¡Van a entrar por ahí¡. – Convencido el
generalísimo, convoca al pueblo de México a enlistarse en la resistencia, para
defender la soberanía nacional, en
contra del enemigo invasor. – No importa las armas que tengan. No importan si
se cuentan con los uniformes o no. Es necesario defender la patria, con las
armas que se tengan. Si es necesario defender la capital de la patria, con
piedras, hagámoslo con piedras.
La línea defensiva de las garitas de San Antonio
Abad y Niño Perdido se encuentra perfectamente fortificada. Aun pese eso, los
divisiones de Twiggs y la brigada de Ripley, atacan desde los lejos, para
entrar a la ciudad. La orden a cumplirse es resistir con todo. Resistir
inclusive hasta el final. Perdiéndose esas garitas, la guerra se pierde en
forma definitiva y entonces ocurriría lo peor, lo que jamás permitió ningún
Virrey español en la guerra de la independencia; lo que alguna vez vivieron los
últimos tlatoanis aztecas, el fin de los tiempos. La patria mexicana se
desmoronaría y su vida efímera de veintiséis años de libertad sería anecdótica
en la historia de las naciones modernas. Un país conquistado nuevamente y no
por los europeos católicos, sino por sus propios vecinos, los herejes
protestantes americanos.
El general Antonio López de Santa Anna continúa en
sus oficinas centrales del Palacio Nacional, sus nervios sin poder disimular,
su temple a punto de romperse, rodeado de oficiales imbéciles, traidores y con
muchos pensamientos que aun no podía ordenar; cerca de donde se encontraba,
seis mil soldados americanos dispuestos a tomar la ciudad y conquistar la
patria que defendía; el fin de la independencia, de ese país que alguna vez le
dijeron se llamaba México.
El general Nicolás Bravo se convirtió en uno de los
responsables de la defensa de Chapultepetl; días antes, con el apoyo del
Director del Colegio Militar y de algunos militares y oficiales, entre ellos el
Teniente Juan de la Barrera, habían construido en las faldas del cerro del mal
llamado castillo de Chapultepetl, antigua casa del Virrey don Bernardo de
Gálvez, una pequeña fortificación que de nada o poco serviría para resistir los
embates de la artillería americana. El segundo de abordo, don Mariano Monterde
director del Colegio Militar, se encontraba franco, había enfermado
misteriosamente, dejando abandonada su posición de defender la plaza y de
hacerle compañía al general Bravo en esas horas tan difíciles; únicamente se
encontraban presentes don Juan Cano y don Manuel Gamboa jefes de ingenieros y
artillería respectivamente. Y pese que existía la amenaza latente de que los
americanos ingresaran a la Ciudad de México por Chapultepetl, el generalísimo Santa
Anna insistía una y otra vez, que había que defender las garitas de San Antonio
Abad, Niño Perdido y Calendaría; esas posiciones resultaban estratégicas, pues
seguramente – decía el generalísimo – por ahí entrarían los americanos.
Las horas transcurren y los soldados americanos
ocupan sus respectivas posiciones, al mismo tiempo en que el general Nicolás
Bravo jefe de operaciones responsable del área de Chapultepetl, solicita al
generalísimo mande refuerzos a cubrir el área; Santa Anna insiste que no
enviará elementos hasta en tanto, no exista la certeza de que los americanos
ingresarían por Chapultepetl; la apuesta es por las garitas de Niño perdido y
San Antonio Abad, esa es la corazonada del jefe máximo de la patria y su
intuición, como en otras ocasiones, volvía a fallar; pues los americanos habían
optado asaltar Chapultepetl.
A eso de las tres de la mañana del día doce de
septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete; cuando aún no amanecía, el
general Pillow avanza hacía Tacubaya para tomar posesión de los Molinos; otro
grupo de soldados americanos asaltan la hacienda la Condesa y desde esas
posiciones, preparan su artillería para dar inició el bombardeo. De esa manera,
la Ciudad de México amanece con el estruendo del bombardeo; proyectiles que
caían uno y otro sin cesar; desbaratando en sus impactos con la tierra, las débiles
trincheras que resguardaba Chapultepetl; - hay que tomar ese fuerte – insistió
Scott, frente al general Lee – tomando ese fuerte, acabaremos con la
resistencia mexicana; el golpe sería devastador; la moral del ejército mexicano
y de la patria mexicana se iría al pique; ocupando ese castillo, se ocupa el
país entero. ¡Hagámoslo¡. Disparen sin cesar, que los cielos de la capital de
la republica, jamás olviden el olor a pólvora de nuestros cañones; que la
tierra se cimbre y se abra para recibir las balas del poderoso ejército de los
Estados Unidos de América. ¡Disparen sin cesar¡. Una y otra vez. Que la patria
mexicana está por aniquilarse.
Los cadetes del Colegio Militar observan desde el
observatorio de su escuela, en la torreta del castillo, se ven estacionadas las
tropas americanas. ¡Son muchos¡. Más de cinco mil soldados americanos que
vienen por todo. Es la fase final de la guerra. Quizás el último combate, la última
historia que contar; el movimiento de los estudiantes militares es a la
defensiva, tenían que ser precavidos para que ninguna de las balas de la
artillería americana los alcanzara, pues esta seguía disparando una y otra vez sin
parar, queriendo apuntar el castillo. A lo lejos, el cadete Jesús Melgar,
prepara su rifle, se encuentra en espera de afrontar el capítulo más digno de
su historia personal. Para eso se había preparado los últimos tres años de su
vida; el día que nunca pensó que iba llegar, finalmente llegó. Su cita con la
historia, con la muerte, con su amada Fernanda.
El generalísimo Antonio López de Santa Anna también
escucha los cañonazos; dentro de las instalaciones del cuartel de la Ciudadela,
se le informa que los proyectiles que caen sobre Chapultepetl, son provenientes
del ejército americano; el asalto y la entrada a la ciudad será por ese lugar,
pero ni aún así, el general lo cree. ¡Es una trampa¡. Refuercen Niño Perdido y
San Antonio Abad. Ahí entraran esos perros. Lo de Chapultepetl es una trampa.
Un distractor; el verdadero ataque será en San Antonio Abad. Los demás soldados
que defienden la capital, se inmovilizan, para permanecer quietos en dicha
garita. No había órdenes de moverse,
hasta en tanto, el generalísimo no diera otra orden.
Amparo como Jorge Enrique, también escuchan desde
sus celdas, aquellos cañonazos, como si fueran cohetes de una feria, sólo que
estos contenían un chiflido muy especial; con sólo oírlos podía percibirse su
poder destructivo, algo nunca escuchado por ellos; es el bombardeo al Valle de
México, como ocurrió en Veracruz, esta ciudad capital también será destruida.
Sus calles, sus casas, sus plazas, sus iglesias, su gente; la patria muere y el
ejército mexicano sigue inmóvil, esperando el ataque en san Antonio Abad,
cuando es en Chapultepetl, donde se libra el bombardeo.
Tan sólo 842 soldados son los que defienden
Chapultepetl; sólo 842 soldados – son los reportes del general Bravo – 250
soldados del Décimo batallón de Infantería, 115 del batallón de Querétaro, 277
del batallón Mina, 121 del batallón Unión, 27 del batallón Toluca y 42 del
batallón Patria; son 842 soldados y nada más – faltan los estudiantes del
Colegio militar – aclara el ingeniero Juna Cano; - esos no cuentan – responde
el general Bravo – son unos niños. – cincuenta u ochenta soldados más, aclara
nuevamente el ingeniero - ¡le digo que son unos niños¡. – responde nuevamente
el viejo insurgente; olvidándose él también, que alguna vez también fue un
niño, cuando peleaba con su hermano Leonardo, junto con el padre de Zitacuaro,
José María Morelos.
Niños o no; el Colegio Militar yace abandonado. El
director del Colegio Militar Mariano Monterde no se encontraba presente, pues
se encontraba enfermo de una fuerte “inflamación”; el subdirector Teniente
Coronel Manuel Azpilcueta, el oficial prepotente que días antes había admitido
a las filas de colegio a Jesús Melgar, también se había enfermado; el jefe de
instrucción Tomás García Conde, fue atacado por un “fuerte contispado” y tuvo
que retirarse del lugar, por “motivos de salud”, retirarse lo mas pronto
posible, antes de que aquel bombardeo agravara los muros del castillo y su
condición física empeorara; por ende, había que abandonar las instalaciones del
Colegio, ahora que se podía; por el franco norte podían retirarse los
estudiantes, profesores, oficiales y hasta los directivos como lo habían hecho
antes, emprender la sabia retirada, antes de que los batallones del general
Pillow, subieran al castillo, poniendo en lo alto de la torreta, la bandera
imperial de las barras y las estrellas.
El capitán Domingo Alvarado, uno de los pocos
oficiales empleados del Colegio, era para el colmo suyo, uno de los pocos
funcionarios del colegio, pues los demás habían enfermado misteriosamente, a
causa de una peste, llamada “miedo”, “traición”, “cobardía”, “deslealtad”. En
esos momentos, en que los proyectiles de la artillería americana impactaban
sobre los muros del castillo, cuando empezaban a registrarse los primeros
heridos de la batalla, sin medico alguno, ni el capellán del colegio, los
estudiantes del Colegio habían decidido quedarse en su escuela, a ofrecer
servicios médicos y aquellos que solicitare,
hasta en tanto, estos no recibieran instrucciones de sus superiores.
¿Cuáles?. – se pregunto así mismo el capitán Alvarado, quien para esas horas,
no recibía instrucciones ni del Director y Subdirector del Colegio, ni del Jefe
de instrucción, ni de ninguna otra autoridad académica del Colegio; tampoco
mandato alguno del jefe de armas responsable del área, don Nicolás Bravo, quien
a través de una misiva, solicitaba al presidente Santa Anna se sirviera mandar
refuerzos lo mas urgente posible. Este responde, insiste, que lo haría en su momento; pues hasta en
tanto no fuera confirmado un ataque total a Chapultepetl, no movería los
batallones repartidos en las distintas garitas de la Ciudad. De esa forma, el
general Bravo espera el ataque americano, sin tomar en cuenta como refuerzos
adicionales, a los mismísimos cadetes del Colegio Militar. ¡Son unos niños¡.¡ No
nos sirven¡.
El capitán Domingo Alvarado ordena a todos los
estudiantes a concentrarse en la explanada del Colegio, debajo del mirador y
observatorio del castillo; donde se encontraba la hasta de la bandera tricolor,
desde ahí, una vez en posición de firmes, cada cadete en formación y con su
respectiva rifle, espera la instrucción del capitán Alvarado, quien para esos
momentos, era ya su jefe de instrucción, subdirector, director y general en
jefe; su único y directo mando con el mundo exterior; al que debía de cumplir
sus instrucciones al pie de las letras, por lo que éste ordenase, lo ordenaba
también la patria.
El capitán Alvarado en medio del estruendoso
bombardeo, incito a los alumnos a que abandonaran el colegio; era inútil el
derramamiento de sangre, pues los americanos, eran muy superiores al ejército
mexicano, en cuanto armas y también al número de efectivos; no había caso,
pues, seguir en las instalaciones del castillo, era el momento ideal para
emprender la retirada, ahora que se podía, ahora que todavía los americanos no
accedían a las instalaciones, ahora, que el franco norte se encontraba
despejado; si los alumnos decidían permanecer en las instalaciones de su
colegio, era bajo su propia responsabilidad. Así lo escucharon los cadetes:
Francisco Molina, Mariano Covarrubias, Bartolomé Díaz de León, Miguel Miramón;
decidieron permanecer en su colegio, pasara lo que pasara; Ignacio Molina, Emilio Laurent, Antonio
Sierra, Justino García, Lorenzo Pérez Castro; a quienes miedo les provocaba su
conciencia y culpabilidad de no ser cobardes a la patria, por haberse retirado
sin honor alguno; ahí estaban formados todos y cada uno de los jóvenes cadetes
del Colegio Militar; Agustín Camarena, Ignacio Ortiz, Esteban Zamora, Manuel
Ramírez Arellano, Ramón Rodríguez Arrangoitia, Carlos Bejarano; ahí estaban
presentes; Isidro Hernández, Santiago Hernández, Vicente Suárez, Ignacio
Burgoa, Fernando Montes de Oca, N. Escontria, Joaquín Moreno, Ignacio Valle,
Antonio Sola, Francisco Lazo; sólo dios sabe que es cierto, la juventud es una
enfermedad de mucha inmadurez, donde las emociones superan las razones; donde
Sebastián Trejo, Jesús Delgado, Ruperto Pérez de León, Cástulo García,
Feliciano Contreras, Francisco Morelos, Gabino Montes de Oca, Luciano Becerra,
Adolfo Unda, Manuel Díaz, habían optado por la fidelidad a su patria, a su
bandera, a su historia, seguidos por el impulso de defender su lábaro patrio,
así les costara su propia vida; así lo sentía Francisco Morel, Vicente Herrera,
Onofre Capeto, Magdeno Mita, Francisco Márquez; quienes no darían marcha atrás
en su decisión de quedarse a combatir a los americanos, ya fuera para
proporcionar los servicios de camilleros, enfermeros y si así se los
solicitaban, de simples soldados de infantería, combatiendo con honor y
valentía, al enemigo que se acercaba; así se comportaron los estudiantes del
Colegio de Armas del ejército mexicano; defendiendo las instalaciones de su
escuela, ante el feroz bombardeo, a enfrentar de ser posible, a los enemigos
que mancillaban su patria y que amenazaban en cualquier momento, a tomar por
asalto el castillo. ¿Cuál miedo?. ¿Cuál cobardía?. Los hijos de la patria
estaban presentes, defendiendo algo que aun no comprendían del todo, que
sentían como suyo, un país, una nación, una guerra; no era en si el Colegio, no
eran los conservadores ni los liberales, no era una cuestión de yorquinos y escoceses,
de católicos y polkos; no era por apoyar al régimen del presidente Santa Anna,
era algo mucho mas profundo, mas propio, era su país, era su patria, algo
difícil de definir pero si de sentir; pelear con honor, con agallas, para lo
que los habían preparado toda su formación de estudiantes, que importaba si
algún día los recordaran, eso era lo de menos, había que dar el ejemplo de que
este país, existe el patriotismo, la solidaridad, le valor, la conciencia de
ser mexicano.
Jesús Melgar, el buen compañero Agustín Jesús
Melgar, incitó a sus compañeros a permanecer hasta el final; a no repetir el
ejemplo vergonzosos de sus autoridades; ¿Dónde está el director?, ¿el
subdirector?; de que sirvieron tantas clases de artillería, infantería,
mecánica, lecciones de patriotismo y honor; la valentía y la dignidad es un
valor que se practica, no se platica. Un principio de heroísmo que se gana con
la gallardía, la hombría y el honor, de defender la patria en el momento más
difícil de su existencia. ¡Viva México¡. ¡Viva el Colegio Militar¡.
El general Antonio López de Santa Anna logra entrar
a la celda donde se encuentra Amparo Magdalena, vejada, humillada, encadenada,
débil de no comer ni tomar un vaso de agua desde que fue detenida; dispuesta
esa doncella maltratada a morirse de hambre y de sed, por su rebeldía de no
ceder ante el hombre fuerte del país que en ese momento destrozaban los cañones
americanos; - ¿Dónde están mis títulos de propiedad?. – pregunto el general, tomándole
de la quijada a esa infeliz mujer, aprentándola con sus dedos, como queriendo
marcarla con sus dedos, romperle los dientes, hundirle los dedos, hasta
agujerarla; - ¿Dónde están mis títulos de propiedad?. – la mujer débil y
vencida no cede ante la dureza de aquel hombre engreído; no responde a la
pregunta, entonces el generalísimo, la suelta bruscamente, diciéndole que era
una perra.
Ahí están los hombres de la patria, por otro lado
los jóvenes estudiantes del Colegio Militar, contemplando desde las alturas, en
posición defensiva, el bombardeo de los enemigos; mientras que por otros
frentes, en las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido, permanece inmóvil
tres mil efectivos del ejército mexicano, en esperas de trasladarse a las
faldas de Chapultepetl; y su gran jefe, don Antonio López de Santa Anna, en una
celda del cuartel de la Ciudadela, queriéndole sacar la verdad, a una mujer que
no había comido, ni bebido un vaso de agua, una mujer integra, que días antes
había sido golpeada, sin importar su condición de persona y sexo débil; -
¿donde están mis títulos?. – soltaba un fuerte golpe el general; tratando de
que esa mujer semiinconsciente respondiera el lugar donde los tenía guardados,
pero lo único que alcanzaba escuchar el generalísimo, era una risa de esta,
como burlándose del general, como queriéndole decir, que aunque ella estuviera
débil y sometida en contra de su voluntad a sus pies, no por ese hecho, jamás
sería dominada por éste, ni antes, ni en ese momento, ni nunca por él.
Jorge Enrique alcanzaba escuchar la voz de quien
fuera su mentor político, cuanto quiso ayudarla en ese momento, haber roto su
cadena y traspasar esa pared para lanzarse a golpes sobre los verdugos de su
amada; cuanto quiso poder hacer eso, aun pese a que su cuerpo seguía débil a
causa de los golpes y de no ingerir alimentos; cuanto quiso hacer eso y no pudo
hacer nada, más que cerrar los ojos y pensar que se trataba de una pesadilla,
un mal momento.
-
Tengo
todo el poder para destrozarte, para matarte, para hacerte lo que quiero. – el
general con su brazo fuerte, volvió a tomar de la quijada a esa mujer – tu
existencia depende de lo que yo ordene. Si yo mando matarte, te mato en este
momento. Si te perdono la vida, será por que Antonio López de Santa Anna, y no
dios, sea quien te salve.
Pero Amparo Magdalena no bajo en ningún momento la
mirada, como si le respondiera a su monologo y le dijera, que hiciera lo que
este hiciera, para él, don Antonio López de Santa Anna, era y siempre había
sido, un verdadero imbécil. Un grandísimo idiota que se había dejado embaucar
por James Thompson, sacándole cuatro millones de pesos para comprar unos
papeles igual de falsos, como falsa su supuesta autoridad y nacionalismo, su
patriotismo hueco y su republica de papel que se desmoronaba. Un hombre de pies
de barro, jugando a ser presidente de un país, que lo desconocía, que simplemente
lo ignoraba y que en el futuro, lo maldeciría, como su máximo traidor.
Los fuertes cañones seguían cayendo en Chapultepetl
y el general Santa Anna seguía molesto, angustiado, viviendo aquella ansiedad
de saber que la derrota era inminente, que en cualquier momento debía de
abandonar la ciudad, informando al pueblo de México, sobre su derrota. ¡No era
el mejor¡. ¡No era el gran héroe nacional que siempre quiso ser¡. ¡Era un
imbécil¡. ¡Un simple y verdadero imbécil¡. Y eso lo confirmaba, cuando pudo ver
los ojos de Magdalena e interpretar de esta, su mirada burlona y retadora.
Era el capitán Huger quien desde las posiciones de
Tacubaya, Molino del Rey y la Hacienda la condesa, coordinaba los trabajos de
artillería, para que cada una de las balas de los potentes cañones americanos,
siguieran ocasionando la desgracia mexicana; los muertos y heridos del ejército
mexicano seguían cayendo, una bala extraviada acabo con la vida del general Nicolás
Saldaña y otra más, había ocasionado que esa trinchera de costales de tierra y
palos de madera, fuera destruida totalmente, en medio de tantos soldados
muertos y heridos; un ataque feroz del cual, los soldados mexicanos no podían
responder en las mismas proporciones, apenas tres cañones para responder
semejante embestida, tres indefensos cañones que nada y poco hacían, ante la
furia destructora de los misiles americanos.
El generalísimo recibe noticias desde el cuartel de
la Ciudadela, que el ataque a Chapultepetl es evidente; los soldados americanos
se dirigen a esa posición para ocupar Chapultepetl e ingresar a la ciudad de
México, por las calzadas de Belén y la Verónica; ahora no hay duda; al menos
que el generalísimo se traslade al lugar y vea con sus propios ojos, si se
trata de un verdadero ataque con soldados americanos, o una simple ofensiva área
con sus poderosos cañones; antes de irse, Santa Anna vuelve a tomar de la
quijada a Amparo y le planta un beso a la fuerza, después la tira al suelo;
ordena a sus soldados, a no darle alimentos, simplemente dejar que se muera de
hambre; del licenciado Jorge Enrique ni quien se acuerde.
Amparo logra limpiarse la boca, soportando el llanto
de verse vencida, no por ese hombre, sino por la vida; cansada de la rutina,
considera que lo mejor, es quedarse pensando en muchas cosas, perder la
memoria, la noción del tiempo y del espacio; cerrar los ojos y aparecer en otra
parte del mundo o del tiempo, quizás en su natal provincia de San Antonio, con
su madre que tanto quiso y su recién padre fallecido, al lado de su hija que la
espera con los brazos abiertos, en un paraíso de jardines y bellos árboles
frutales, donde no existiera el ruido de los cañones, ni las guerras, ni las
pasiones incontrolables. Magdalena cierra los ojos, porque sus fuerzas las va
perdiendo poco a poco, sin poder decirle lo que quería decirle a ese joven abogado,
callando lo que había callado desde siempre, a ella misma, a su hija, a su
esposo; callando inclusive hasta su propia conciencia, su voz interna que le
pide hablar, pero que no quiere oír, porque era más fácil, no escuchar, evadir,
ignorar; ahí esta Amparo, mujer alta, maltratada, golpeada, soportando el ayuno
de tres días, pero más, los golpes que le fueron propiciados.
-
¡Amparo¡.
Estas ahí.
Es la voz de Jorge Enrique, le pide Amparo que no se
duerma, que resista. Le dice que la quiere, que haría en ese momento, todo lo
que le fuera posible para liberarla y sacarla de ese infierno.
-
¡Sácame
de aquí¡. – alcanza escuchar Jorge Enrique. - ¡Sácame de aquí¡.
Amparo despierta, como no queriéndose dormir, sabe
que si lo hace, jamás volverá.
Aquella tarde noche, el general Antonio López de Santa
Anna se traslado a las faldas del cerro del castillo de Chapultepetl,
acompañado del Teniente Coronel Santiago Xicotecantl y cuatrocientos soldados
del batallón de San Blas. Es recibido por el general Nicolás Bravo; quien le
informa el parte de novedades; para esas horas, el bombardeo había cesado,
desde las siete de la noche, ocasionando daños al inmueble del castillo, así
como a las trincheras que se habían construido; le informa también sobre los
muertos y heridos ocasionados, solicita al general, no solamente refuerzos,
sino que cambie a toda la tropa que le resta; es posible que durante la noche,
se llegue a la deserción; es posible general, que estos soldados no quieran
enfrentar al enemigo a la hora de ataque, por eso le solicito, de ser posible,
girara sus ordenes, para relevar a todo el personal, quien se encontraba
desmoralizado por el intenso bombardeo del día. No había por que desgastar a
esos soldados, que durante todo el día habían resistido a los intensos cañonazos
de los enemigos, lo conveniente, antes de incitar a su deserción, era
sustituirlos por otros menos cansados general.
Pero el generalísimo no cede, por el contrario, ordena
que el franco occidente del castillo de Chapultepetl, se desmantele para que
esa tropa, se fuera directamente a cubrir las garitas de Belén y San Cosme; no
había que desperdiciar recursos humanos, sacrificando soldados inútilmente; así
que Santa Anna, vuelve a estar convencido de que al ataque sería, en San
Antonio Abad y Niño Perdido; donde se llevaría a cabo la defensa. El general
Bravo solicita a su jefe inmediato reconsidere su postura, pero Santa Anna
responde que únicamente mandaría tropas a reforzar la zona, solamente si se
daba el ataque frontal, de no ser el caso, dicha maniobra, solo era distractora
e intimidatoria, ¡nada más¡.. Como consecuencia, ordena al Teniente Coronel
Santiago Xicotecantl, se retire con todo el batallón.
Eso pensaron
los cadetes del Colegio Militar, quienes en el salón de enfermería, atendían a
los muertos y heridos del bombardeo; la cifra de fallecidos había aumentado,
pero más la deserción, de muchos de los soldados mexicanos que escapaban entre
los árboles y las tinieblas; los cadetes seguían en su Colegio, viviendo
quizás, otra oportunidad para que pudieran retirarse del lugar y regresar a la
casa de sus padres; pero no lo hicieron; aquella noche se desvelaron y se
mantuvieron en alerta de cualquier ataque, era la una de la mañana de trece de
septiembre; y Amparo, aun seguía con vida.
Aquella
noche, el general Bravo tampoco descanso; aun pese que el general Monterde,
Director del Colegio Militar se había presentado para ponerse a sus órdenes y
mostrar ante sus superiores que no era ningún cobarde; no era el refuerzo que
esperaba el general Bravo, pero si al menos le ayudaría, para coordinar los
trabajos de rehabilitar las trincheras y parapetos destruidos; hacer la línea
de contención con aquellas mechas que tan pronto fueran cruzadas por los
americanos, se encenderían para atraparlos entre el fuego y desde ahí
acabarlos; había mucho que hacer todavía en la noche, mucho por que trabajar,
por esperar el ataque final del enemigo, por eso, no había que dormirse en la noche,
hasta en tanto, no amaneciera y no terminara esta historia.
El general Santa Anna también no durmió aquella
noche, con su uniforme militar desgastado y sin lavar, convocó a sus oficiales
en Palacio Nacional, para escuchar todos los reportes oficiales; los
americanos, entrarían por Chapultepetl y solamente por Chapultepetl; eso era
evidente, así lo confirmaban el movimiento de las tropas del enemigo; pero el
general, seguía intuyendo, que el bombardeo era una medida distractora e
intimidatoria, el verdadero plan, sería atacar San Antonio Abad; los altos
mandos militares, sólo quedaron callados, soportando el monologo y soberbia de
su jefe, quien nunca se equivocaba, sino sus subalternos quienes nunca lo
obedecían; saco nuevamente a colación la falta en que incurrió el general
Gabriel Valencia y solicito a los presente, no incurrir en esos momentos tan
difíciles en la historia de la patria, en estúpidas rebeldías, que lo único que
provocaban, era perder el poder y control del mando que se requería; los presente
al escuchar esta invitación, resistiendo las inmensas ganas de desconocer su
autoridad para hacerle entender la inminente ocupación de Chapultepetl. El
generalísimo, reconoció que en caso de que así fuera, se reforzaría el castillo
y también las garitas de Belén y Niño Perdido. Pero su opinión fue demasiado
tarde, porque a eso de las tres de la mañana de aquel trece de septiembre,
volvió a iniciar el segundo bombardeo a Chapultepetl.
Entonces Amparo Magdalena abrió los ojos nuevamente,
dándose cuenta, de que aún seguía viva.