¡Amaba a mi maestro¡. – fue
lo que pensó Jorge Enrique Salcedo Salmorán
cuando recordaba a su ilustre magíster, el Doctor Samuel Rodríguez. Era definitivamente amor lo que sentía por mi
maestro, no es que tuviera practicas inmorales de esas que pudieran
excomulgarme la Iglesia inclusive lapidarme y ser víctima de cualquier tortura
ante detestables hábitos por siempre reprochables; no era eso, os juro que no
era el amor carnal el que puede unir un hombre de otro, sino simplemente, era
el amor que un estudiante, un alumno, un amante de la verdad, del conocimiento,
de la Justicia, puede tener respecto a su maestro padre quien lo va formando en parte de su
juventud y adultez. Él Doctor Rodríguez no solamente había enseñado a su alumno
Derecho Público, sino que también, le había transmitido a Jorge Enrique Salcedo
una forma de ser, de concebir la vida, de soportar con sabiduría los momentos
difíciles que da vida; a partir del día de su muerte, Jorge Enrique no
solamente sustituiría a la cátedra de Derecho Público que como ayudante había
heredado de su insigne maestro, sino que también, ahora cargaría con siempre
con su memoria, con parte de su personalidad, de sus palabras, de sus
actitudes; imitaría a su maestro, sin proponérselo, sería o quizás, aspiraría a
ser como él; quizás podría rebasarlo en conocimientos, pero nunca jamás en
sabiduría.
A su muerte, acudió el
Presidente del Colegio de Abogados, rector de la Academia de Jurisprudencia y
por demás, Magistrado Presidente de la Suprema Corte de Justicia. – el ilustre
licenciado Manuel de la Peña y Peña, a quien el Doctor Rodríguez, de modo
confidencial había señalado del ilustre académico, que ¡era un pendejo¡. Un
dude que algún día, no será Santa Anna ni Herrera el que venda la patria, será
ése cabrón¡. ¡No lo olvide Salcedo¡…¡No lo olvide¡. ¿Cómo olvidarlo maestro?.
Verlo ahí con todo el claustro de los profesores, dándole el pésame a la esposa
suya que nunca quiso, a sus hijas que nunca lo quisieron; aquel ataúd donde el
canónigo González, encabezaba la misa, pidiendo por su alma y su reconciliación
con el mundo de los vivos; después de todo, razón tenía al decir que la muerte
era la causa suprema de la existencia de la religión. La dichosa muerte que no
hace daño el que se va, sino el que se queda. A los vivos, quienes sentimos y
experimentamos el doloroso trauma de atestiguar la muerte de los seres que
queremos.
Como olvidar aquellas
noches, esas tertulias en su casa, en su escritorio con aquellos cientos de
documentos consistentes en sus apuntes, todos ellos escritos bajo aquella pluma
que aún recuerdo sobre su escritorio, iluminado por velas y ante una cantidad
de libros y más libros, que daría toda mi vida por tener el tiempo para
leerlos; devorármelos uno a uno; leer a todo Platón, Aristóteles, Seneca, Polibio,
Cicerón, Plutarco; leer en forma tranquila y analítica, cada uno de esos
libros, tomar los apuntes que sean necesarios y escribir todas las noches, de
todos los días, hasta hacerme igual de viejo que Vos amado maestro.
Tan pronto murió el
distinguido magíster, su Señora, toda una mujer ignorante de la obra de su
marido, tiro sus apuntes a la calle, dejando que el viento, la tierra, el lodo,
la pisadas de los caballos, se los llevaran; pero que bruta fue esa señora, si
me hubiera dicho a mi que recogiera sus apuntes, no hubiera dudado en quedarme
con cada una de las hojas en que asentó sus notas, sus memorias, sus posturas
políticas, jurídicas y hasta filosóficas. ¡Pero que Señora tan bruta al igual
que sus hijas, al desconocer la gran obra jurídica que su padre habían hecho;
no se habían percatado que al tirar toda esos libros, esos apuntes, aquellas
fojas y legajos de apuntes, lo único que habían hecho, fue negarle a la
historia, sobre la existencia de un gran jurista como fue mi maestro.
-
Acepta Jorge Enrique, ser mi
asistente. A tomar esta noble profesión de la docencia, a entregarse de cuerpo
y alma a la academia. ¡Considérelo¡. Porque no habrá marcha atrás. Es un modo
de vida, que no solamente exige respeto, sino una profunda devoción.
¡Piénselo¡. Antes de que Vos me responda.
El panteón de San Paula ahí
fue enterrado mi maestro. Cerca de donde estaba la celebre pierna de Santa Anna,
ahí, entre tantos mausoleos, se encontraba la tumba de mi maestro, quien no
quiso en vida ser enterrado en San Fernando, sino en San Paula, porque bien o
mal, se le hacía más hogareña y sincera la tierra del Barrio de los Ángeles.
Nada frívola, aristócrata y terrenal, como la tierra del Panteón del Convento
de San Fernando.
¿Qué escribe maestro?.- Se
lo pregunte, cuando yo era un alumno y él, mi maestro. – El sólo vio, silenciosamente me sonrió y
permitió que pudiera leer la epístola que escribía; ¡Era increíble¡ era
realmente un honor que me concediera leer sus apuntes, de pedirme inclusive
opinión: era definitivamente una fina distinción, porque de esa forma, confiaba
en mi inteligencia, en mi criterio jurídico, y sobre todo, porque me daba alas
para iniciarme en esta noble profesión de la academia.
-
¿Ah Usted escuchado de la
célebre sentencia de Marshall?. – pregunto el Maestro.
-
No Doctor.
-
Marshall fue Ministro de la
Suprema Corte de los Estados Unidos en 1801, cuando se suscito la controversia
constitucional entre Marbury contra Madisón. La sentencia de Marshall resolvió
un asunto trascendental, no solamente para la justicia americana, sino para la
teoría del Derecho Constitucional.
-
¿En que consistió el caso?.
-
El entonces Presidente John
Adams nombro Juez de Paz a Marbury, un ciudadano sin importancia, pero que se
volvió importante y motivo del primer debate constitucional, cuando el relevo
de Presidencial de John Adams a Thomas Jefferson, no reconoció el presidente
entrante, el nombramiento que a su favor había sido hecho a favor del Juez Marbury. Éste inconforme acudió a la Corte y
demando al Secretario de Estado Madisón, solicitando a la Corte, dictara un
mandato ordenando al Secretario Madisón la expedición de un nombramiento a
favor del quejoso.
La litis constitucional
afecta el ámbito de atribuciones de la Suprema Corte, porque el Secretario de
Estado Madisón hace notar la imposibilidad que tenía la Corte de emitir un
mandatos a favor de Marbury, en virtud que su competencia perfectamente
señalada en la Constitución Americana, no le otorgaba al Poder Judicial de la
Unión, la facultad de emitir mandatos como el que solicitaba Marbury. Contrario
a ello Marbury, sostuvo que su nombramiento se hizo con fundamento en una ley
dictada por el Legislador, la cual, por emanar de ella, era constitucionalmente
válida. Siendo por ende, competencia exclusiva del Poder Legislativo, analizar
la constitucionalidad de la ley.
-
¿Es decir detrás de la
negativa de nombrar a un Juez, el quejoso alegó la intromisión del Ejecutivo
respecto a una decisión legal emanada del Poder Legislativo, con fundamento en
la Constitución. Mientras que la autoridad, consideró que la Suprema Corte, no
tenía competencia para conocer del asunto.
-
¡Así es¡. El merito de John
Marshall fue haber elaborado, quizás sin habérselo propuesto, una teoría del
control constitucional. En la cual, no podía otorgársele al Poder Legislativo
la facultad de clasificar la constitucionalidad de los actos de autoridad, en
virtud que eso implicaría, dejar sin efectos la teoría triparta del equilibrio
de poderes, al colocar la supremacía del Poder Legislativo por encima del
Ejecutivo y del Judicial. Algo así como el Parlamento que aún existe en
Inglaterra. ¡En verdad¡, lo que Marshall logra con su tesis, es concebir la
Constitución Política como una ley de leyes, una ley que debía acatar tanto el
Poder Legislativo, como el Ejecutivo y Judicial. Y que por lo tanto, el órgano
de control constitucional, debía estar en los propios tribunales del Poder
Judicial. Es decir, que fuera el Poder Judicial quien valorara las cuestiones
de constitucionalidad. ¿Os se da cuenta
de lo trascendente que es esta idea?. Acaso cree que se le hubiera ocurrido una
idea similar al pendejo de Peña y Peña, o al ilustre insurgente Andrés Quintana
Roo; - Salcedo sólo se rió por el sarcástico comentario - Vos cree que en
México podríamos tener algún talento jurídico de la estatura del ministro
Marshall, para suponer que por encima de la Constitución, pudiera existir algún
otro poder.
-
Supongo que no maestro.
-
Pues supone mal. No ha
conocido el proyecto de la Constitución de Yucatán elaborado, nada menos por el
ex ministro Manuel Crescencio Rejón.
- ¿El Ex Secretario de
Relaciones, Gobernación y Policía de Santa Ana?.
-
El mismo, a quien no dudo
que lo conozcáis; el ilustre yucateco elaboró
hace cinco años, un proyecto de Constitución para el Departamento de
Yucatán, a través del cual se le otorgan a los tribunales de dicha entidad, la
facultad de amparar a cualquier individuo en contra de cualquiera de las
violaciones constitucionales que pudiera cometer el gobierno.
-
No, no he escuchado de dicha
propuesta. Ni muchos menos el término amparar.
-
La palabra amparo significa
protección, tutela, custodia, salvoconducto, fuero; es una expresión que denota
un recurso a través del cual una
autoridad suprema, concede a una persona agraviada en sus derechos a efecto de
que ningún acto, ley o funcionario alguno, atente, le prive o lo moleste en su
persona, papeles, posesiones o derechos. La idea no es tan nueva como parece,
tiene sus antecedentes en el derecho virreinal, cuando el entonces su Majestad
el Rey de España, concedía la protección de sus súbditos a través de un recurso
denominado “Obedézcase pero no se cumpla”; un mandato del monarca a través del
cual, todas las autoridades subordinadas al rey tenían que acatar sin
cuestionar, así se tratare del Virrey, los superintendentes, corregidores y
alcaldes; la protección que otorgaba al Rey a quien lo solicitare, lo hacía en
contra de aquellos actos, mandatos, leyes, bandos u ordenanzas, que
contradecían el derecho natural.
-
Entendiendo el derecho
natural, como lo contrario al derecho positivo.
-
Así es, el derecho natural
que es universal, inmutable, eterno, pero cuyas reglas los hombres
desconocemos, que sólo intuimos a través de la inspiración divina, quizás con
la fe misma, un derecho sacro del que todos los ministerios judiciales e
inclusive académicos hablan, pero que todos desconocen; a diferencia del
derecho positivo, que es aquel que conocemos; que tiene una vigencia temporal y
espacial en un tiempo y territorio determinado; aquel que se encuentra descrito
en normas humanas, como las Ordenanzas de Alcalá, el Fuero Juzgo, las Siete
Partidas; la protección que concedía el Rey a sus súbditos, era cuando el
derecho positivo contradecía al derecho natural; y por esa razón, aunque no
existiera plasmada ninguna norma de derecho natural, el Rey tenía que otorgar
la protección que se le solicitare.
-
Era obviamente una facultad
discrecional del Rey. ¿Cómo era posible que el soberano a través de su
misteriosa discrecionalidad, pudiera distinguir cuando una de sus ordenanzas,
contradecía el derecho natural. ¿No se le hace algo contradictorio?.
El Doctor Rodríguez, coloco
su pluma en el tintero, para continuar con la conversación.
-
Por supuesto Salcedo. El
merito de la revolución francesa, fue esa bella epístola denominada
“Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, un documento a través
del cual, por la inspiración no de dios, sino de la suprema razón, los
revolucionarios franceses fueron describiendo uno a uno, cuáles eran esos
derechos fundamentales, inalienables y universales, con los cuales, los seres
humanos hemos nacido.
-
Tengo entendido que el Rey
de Francia, no quiso jurar dicha declaración y que por eso le costo la vida.
-
Efectivamente, el rey de
Francia, Luís XVI juro esos derechos presionado por la chusma que lo tenía
privado de su libertad; pero después al sentirse apoyado por otros reinados,
desobedeció su propio juramento, lo que le costó le cortaran la cabeza.
-
Así debería de ocurrir con
nuestros presidentes, ¿no cree?.
-
¡Vaya¡, por lo menos veo que
va entendiendo; deben de ir al paredón aquellos que han traicionado a la
nación, empezando por su mentor, el general Santa Anna.
El licenciado Salcedo sólo
rió, como queriendo no entrar a la discusión.
-
¿Qué relación tiene los
derechos del hombre, respecto a la teoría constitucional?. – El doctor
Rodríguez, sólo rió ante esa pregunta, tomo sus apuntes y se los mostró a
Salcedo.
-
De eso precisamente es lo
que estoy hablando en este libro. En estas páginas explico como una
Constitución Política se integra en dos partes, la primera de ellas, su
contenido dogmático, compuesto por los derechos fundamentales del ciudadano; y la
segunda, referente a la estructura orgánica en la cual deben dividirse los
poderes públicos.
-
Los franceses dieron a la
teoría constitucional la parte dogmática, mientras que los americanos, lo
hicieron con la parte orgánica. ¡Es genial su propuesta doctor; pero se ha
preguntado, si dentro de esa teoría constitucional, los mexicanos han aportado
algo.
El doctor Rodríguez sólo se
rió. Que podían haber aportado los mexicanos, más que puros clérigos y
militares que constantemente se levantaban en armas, para defender la religión
y fueros.
-
¡Si, claro que los mexicanos
han aportado algo dentro de esta teoría constitucional. Algo tan genial, que aún no se ha legislado, pero
que tengo la seguridad que se incorporará tarde o temprano en nuestras leyes
constitucionales; y porque no, quizás en la de los países civilizados del
mundo.
-
¿Os juro que no entiendo
maestro?. ¡Los sentimientos de la nación de Morelos¡, ¡Las bases
constitucionales de Rayón¡., ¿No entiendo qué doctor?.
-
No sea tonto Salcedo. La
gran aportación que México dará al derecho, no viene ni de Morelos, ni de
Rayón, ni de Fray Servando Teresa de Mier.
-
No me diga que de Manuel de
la Peña y Peña.
El Doctor Rodríguez, sólo se
quedo callando, como diciendo mentalmente, “a ver a que horas me rió”. Después
de todo, había sido un chiste fino.
-
Se acuerda lo que le decía
de cómo el Rey de España concedía protección a sus súbditos, a través del
mandato “obedézcase pero no se cumpla”.
-
Si.
-
Los ingleses crearon una
figura similar, que todavía es vigente en su derecho; una especie de mandato
que el rey expide, en contra de actos arbitrarios de cualquier autoridad, como
los encarcelamientos, detenciones, cateos y otros actos de molestia; que dejan
de surtir sus efectos, tan pronto el rey extienda a favor del agraviado un
mandato de Habeas Corpus.
-
Me parece que el abogado
insurgente Ignacio López Rayón lo llego a proponer en la Constitución de
Apatzigan.
-
Así es licenciado; tanto el rey de España como el de Inglaterra,
otorgan mandatos a los ciudadanos, cuando estos son víctimas de los actos
arbitrarios que hacen o cometen en su propio nombre, sus subordinados. ¡Se da
cuenta¡. – Entonces pregunto - ¿Cómo puede conjugar esto que le digo con la
sentencia de Marshall?.
-
La Constitución está por
encima de cualquier autoridad, de cualquier acto, sentencia o ley que pudiera
emitir cualquiera de los poderes públicos.
-
Así es, la Constitución y no
el rey, es el que esta por encima de cualquier acto de autoridad y de cualquier
otro funcionario, incluyendo el presidente.
-
Que sea la Constitución, la
Carta Magna, la Ley Suprema y Fundamental;
la que decida, cuales son las normas de derecho natural que están por
encima de las leyes positivas. Como lo hicieron los franceses.- Lo dijo en forma
entusiasta Salcedo, como si realizara un importante descubrimiento.
-
Así es, que sean la
Constitución y no el Rey, el que decida, cuales son las normas supremas que
protegen a los hombres.
-
Pero entonces doctor, ¿cómo
me explica la adecuación del habeas corpus, del “obedézcase pero no se cumpla”,
al derecho constitucional mexicano?.
-
¡Fácil, introduciendo el
juicio de amparo¡.
Salcedo se quedo por unos
momentos callado, pensando en esa idea no tan descabellada, pero si magnifica,
original, autentica de una pieza jurisprudencial mexicana. Seguía pensando en
la introducción de ese juicio de amparo, al mismo tiempo que observaba los
apuntes que sobre el escritorio guardaba el doctor Rodríguez.
-
¿Eso que me lo dijo, está
escrito ahí?.
-
¡Así es¡. – le mostró los
cientos de páginas que estaba escribiendo su maestro, respecto al tema.
-
El juicio de amparo será el
recurso con el cual, en el nombre de la Constitución y de la soberanía popular,
y no por el capricho benevolente de un simple terrenal investido de monarca; se
otorgara justicia y la protección de la unión, a todo aquel que lo solicitare.
No será la magnanimidad y la nobleza discrecional del rey, no será la historia
consuetudinaria de una práctica obsoleta como la que todavía utilizan los americanos de pedirle a
sus respectivas cortes, la expedición de mandatos en una república donde ya no
existen ni gobiernan los reyes; será en México, donde la Constitución se
imponga, donde en el nombre de la soberanía popular manifestada en su ley
suprema, la que otorgue el amparo y la protección de la leyes por conducto de
sus jueces. ¿Se da cuenta Salcedo?. No será el Rey quien deje de proteger a los
súbditos?, Será la norma constitucional quien así lo haga en circunstancias
igualitarias, con cada mexicano.
Entonces Salcedo tomo
aquellas hojas, como queriéndolas leer en ese mismo instante. Al verlo el
doctor muy interesado en el tema, le dijo:
-
Aún no se las lleve Salcedo,
todavía no he terminado los apuntes. Me falta exponer otras ideas
-
No importa doctor, esperare
tan pronto termine de exponer la introducción del amparo en el derecho
mexicano.
Pero mientras Salcedo
respondía, seguía hojeando folio a folio aquellos apuntes de su maestro;
alcanzando a leer algunas expresiones anglosajones que su vasto lenguaje
castellano no alcanzaba a entender, ni a interpretar, ni mucho menos a
traducir; “injuction”, “writ”, “the writ of mandamus”, “habeas corpus”, “quo
warranto”, “writ of prohibition”; ¿Qué es eso?. ¿Qué significan?. ¿Cómo se
emplean en el derecho americano?. ¿Son acciones legales?.
El Doctor Samuel Rodríguez, viendo lo ignorante que era su todavía
alumno, se limito a verlo como si fuera un ser inferior, un joven el cual le
faltaba mucho camino que recorrer; el cual, aún no tenía el conocimiento lúcido
para conocer la verdad de la Jurisprudencia. No era para menos, el doctor
Samuel Rodríguez, además de haber cursado estudios de Jurisprudencia en la
Universidad de Salamanca, de haber prestado sus servicios como abogado en el
Consejo de Indias en Madrid España, había tenido la oportunidad de viajar a Paris,
en la Universidad de Francia, donde había conocido personalmente a los
profesores Federico Carlos Rau y Carlos Aubry; distinguidos profesores
civilistas que habían logrado sistematizar el Código de Napoleón en una obra
doctrinaria jamás escrita; aquella compilación de leyes civiles sintetizada en
unos cuantos artículos una obra legislativa faraónica del tamaño de su creador;
¡Qué vergüenza que aún en el derecho patrio, no se había podido realizar, ni
tampoco imitar ese Código Civil¡. ¡No era posible que en México se siguiera
observando las disposiciones del Rey Alfonso el Sabio o de la Novísima
Recopilación, disposiciones jurídicas de monarcas españoles que ya tenían
cientos de años de estar muertos¡.
El licenciado Salcedo siguió
hojeando cada folio de aquellos apuntes, deseando aprovechar hasta el último
instante la sabiduría de su maestro; que le siguiera platicando sus
experiencias profesionales, no solamente en Madrid o en Paris, sino también de
su viaje a la Universidad de Londres, donde conoció a los profesores Jeremy
Betham y John Austin; ahí estaban
escritos los nombres de esos ilustres juristas en aquellas páginas, donde se
citaba a sus respectivas obras y donde su maestro le formulaba criticas; ¡que
ignorante era Salcedo ante la sabiduría de su maestro¡; era un ignorante en la
lengua inglesa, en la francesa y también, hasta en su propia lengua española;
nunca había viajado, ni conocido el mar; era un ignorante al que el ilustre
doctor Samuel Rodríguez le hacía el favor de entablar una conversación.
-
Salcedo, la academia es una
forma de vida, que exige sumisión, entrega y respeto. Algo que Vos nunca
tendrá, mientras sirva en forma indigna a la gente con la que trabaja.
-
Maestro. Es la forma en la
que puedo aplicar mis conocimientos al servicio de la patria.
-
¡No es cierto mi distinguido
licenciado; no es al servicio de la patria para quien vos trabaja, sino al
servicio de aquellos políticos bribones que no entienden ni jota de lo que es
la república y sus instituciones. Su
lugar está aquí en la academia¡. Haciendo lo que a vos le encanta. Leer,
estudiar, criticar, conversar, escribir¡. Su lugar está en la universidad,
donde debe enseñar y formar alumnos, hombre libres y cultos capaces de
transformar el país; no es en el Gobierno donde la patria requiera sus
servicios; no es ahí, con los militares, los clérigos y la clase gobernante,
donde pueda ser útil; ahí sólo será un pillo igual que ellos, un artífice de
las leyes que encubra los ladrones en hombres honestos; los demagogos en
estadistas, los asesinos en buenos hombres. Retirase de esa vida que en nada le
sirve.
Salcedo se quedo pensando,
en cada palabra de su maestro. Tenía al menos diez años de conocerlo. Le era en
sus tiempos libres, quizás sino su amigo, si por lo menos, su alumno más fiel.
-
Maestro, no soy el pillo, ni
el artífice del derecho que vos imagina. Trabajo para el Supremo Gobierno,
porque ahí fue donde la vida me coloco. Y quiero que sepa, que lo hago, con
honestidad, con orgullo de servir a una institución republicana que aún, si bien
es cierto no alcanza su grado de madurez, créame que todos los días contribuyo
en una mínima parte para que así lo haga.
El Doctor Rodríguez sólo
rió. Le recogió los apuntes que en sus manos tenía el licenciado Salcedo y le
respondió.
-
Esto no es para Vos.
Salcedo se sintió incomodo,
quizás ofendido. El doctor Rodríguez juzgaba su intervención en el gobierno,
como una actividad inmoral, desleal a lo que el mismo le había enseñado.
-
Trabajo para la legalidad, para que en país,
sea el derecho el que funcione, el que se aplique, para que cada burócrata,
militar, clérigo y ciudadano, lo observe en forma estricta.
-
Trabaja mal Salcedo; su lugar no es con esos
militares que de Republica, derecho e instituciones, saben lo mismo que vos y
yo sabemos de la física de Newton; Su lugar está aquí conmigo, formando
alumnos, profesionistas en leyes que liberen a este país de la opresión no de
sus dictadores, sino de su ignorancia, de la injusticia que han vivido durante
estos trescientos años; piénselo bien licenciado, en continuar seguir siendo mi
asistente. A tomar esta noble profesión de la docencia, a entregarse de cuerpo
y alma a la academia. ¡Considérelo¡. Porque no habrá marcha atrás. Es un modo
de vida, que no solamente exige respeto, sino una profunda devoción.
¡Piénselo¡. Antes de que Vos me responda.
Jorge Enrique se quedo
pensando en cada de esas palabras que le había dicho su maestro, en aquellos
momentos en que se encontraba frente a su ataúd; escuchando los rosarios y la
misa que en su nombre, había dado el canónigo González.
Cerca de ahí, se encontraba
el ilustre Rector de la Academia de Jurisprudencia Don Manuel de la Peña y
Peña, quien aprovecho el momento para extenderle la mano, en señal de darle el
pésame al licenciado Salcedo.
- Licenciado Salcedo – dijo el Rector – la
pérdida del doctor Rodríguez, será irreparable para los alumnos de la academia,
así como también, para el claustro de profesores de la Universidad. Entiendo su
pesar y por ello, reconozco en Vos, la admiración que le profesaba, su lealtad
e inclusive la preparación académica que de vos hizo.
-
¡Gracias Doctor de la Peña¡.
-
Por todo ello, he pensado
seriamente en proponer al claustro de profesores, que hasta en tanto no
encontremos a un profesor de la misma estatura del ilustre doctor Rodríguez,
sea Vos, quien en forma interina, lo sustituya en su cátedra.
Entonces Salcedo no sabía si
recibir esa noticia como un gran reconocimiento, una herencia de su padre
académico, o quizás una carga; recordando en ese instante, aquella conversación
en que su ilustre maestro le cuestiono, a tomar la profesión de la docencia,
para entregarse de cuerpo y alma a la academia. Aceptar esa forma de vida, que
no solamente exigía respeto, sino una profunda devoción. Una congruencia de lo que enseñaba cada día
en clases, con cada uno de sus actos como abogado, funcionario y como hombre.
-
El doctor Rodríguez, siempre
dio muy buenos comentarios sobre su persona. Reconocía a Vos, un gran talento,
no solamente para la docencia, sino también para la discusión jurídica. Nos
gustaría que aceptara esta proposición de mi parte, a la cual, me encargare
personalmente, de que su ingreso a la Academia de Jurisprudencia, sea aceptada
por el claustro de profesores.
-
¡Gracias doctor, acepto la
oferta que me hace; créame que no lo defraudare.
-
No es a mi licenciado a
quien podía defraudar; es al doctor Rodríguez, a quien siempre confió en Vos, y
de quien en vida, hizo la propuesta que ahora ofrezco.
El doctor de la Peña se
retiro, no sin antes de haber extendido el brazo, dando un fuerte apretujón de
manos; Salcedo se quedo pensando, no sin
todavía antes, de recordar aquella última conversación que había sostenido con
su maestro.
-
Doctor – recordó como le dijo aquella noche a
su maestro, luego que le quitara los apuntes del libro que escribía – Si no
logra terminar lo que esta escribiendo. ¿Quién concluirá esa obra?.
El doctor Rodríguez se quedo
pensando, riéndose por un solo momento.
-
Por eso se lo estoy
platicando.- No dijo más, no le había dicho quien había de concluir esa obra,
si se refería a él, no era claro, no podía seguirle adivinando el pensamiento.
-
Hay un abogado igual de
joven que vos, al que conocí una vez en Guadalajara. Más vale que no olvide su
nombre y si tiene oportunidad alguna de cruzar palabra con él, hágalo,
aprenderá mucho de él.
-
¿A quien se refiere?.
-
Del licenciado Mariano
Otero.
-
¡Mariano Otero¡.
-
Si, Mariano Otero, es un abogado que se titulo
joven, casi niño, a la edad de dieciocho años. Es un gran liberal, ha tenido
participación política en su provincia natal, ha escrito a su joven madurez, un
tratado sobre la cuestión política y social que impera en el país; un libro al
que por cierto si tiene oportunidad de leerlo, hágalo, también le hará bien.
-
¿Qué tiene que ver Otero con
su obra?.
-
¡Mucho¡. En una conversación
que alguna vez sostuve en el Instituto de Letras de Guadalajara, me pregunto
sobre algunas cuestiones constitucionales del derecho americano y francés; me
sorprendí al ver su inteligencia descomunal y sobre lo diestro del tema, el
grado elevado de su nivel de conversación al formularme una serie de preguntas,
que despertó en mi las inquietudes que ahora escribo.
-
De que fue su conversación.
-
Precisamente de lo que
acabamos de hablar. Del amparo, del juicio de amparo. Si tiene oportunidad de
encontrarlo, platique con él, pregúntele más sobre el tema; le tengo más
confianza su propuesta de juicio amparo, que la que conocí de don Manuel Crescencio
Rejón.
-
¿Porqué?.
-
Por la sencilla razón de que
Rejón es un hombre como Vos, un tipo inteligente pero al servicio de los más
oscuros intereses, alguien que no tiene dignidad y respeto a si mismo, capaz de
vender sus mejores ideas a las peores causas,
a tipos tan traidores y sin principios como Santa Anna y su pandilla de
ladrones. En cambio, el joven licenciado Mariano Otero, es un abogado libre,
fiel a sus convicciones, tiene lo que Rejón ni vos tiene para enfrentar esta
vida, ¿sabe qué?. ¡Tiene libertad¡. Con ese don que es conducirse como una
persona libre, el licenciado Mariano Otero es abogado postulante, inclusive escribe
para algunos periódicos de Guadalajara y de la Ciudad de México; es un buen
analista político, pero más que eso, es un excelente abogado, de la altura de
Jeremy Betham, John Austin o John Stuar Mill..
-
¡Se refiere a Mariano Otero¡.
-
Si, Mariano Otero.
El doctor Rodríguez se quedo
mirando a su fiel alumno, ocultando y negándole con su silencio, la
inteligencia que también tenía Salcedo; viendo como otro ilustre abogado, podía
ser tan servil como Manuel Crescencio Rejón, o tan libre, como Mariano Otero.
En ese momento, la
concurrencia en aquella casa, seguía entrando al velorio; los rosarios
continuaban, las flores seguían llegando a la sala de la casa; ahí se
encontraba la Señora de Rodríguez, junto a sus desconocidas hijas y aquellas
damas de negro que con los ojos rojos, lloraban o por lo menos, aparentaban
haber llorado, a los pies del gris ataúd.
Salcedo se quedo pensando
cada minuto de esa conversación, tratando de olvidar que se encontraba en un
velorio, donde no se discutía los temas que alguna vez, en el despacho de la
casona abordo con su maestro. ¡Eso era cosa del pasado¡. Tenía que seguir
viviendo, ahora sin la presencia del hombre que lo había formado
ideológicamente; quien le había dado los principios para ser o aspirar a llegar
ser, todo un jurista, critico e independiente.
Cuando Salcedo se disponía a
dejar el recinto, se topo que venia entrando a la casa, el escribano Martínez
del Valle, acompañado de dos damas, una de ellas, seguramente su esposa, y la
otra, la bella Fernanda.
Así que por ese momento,
Salcedo olvido las palabras de su maestro, para centrar su mirada en aquella
muchacha, a la cual, su amigo el Coronel Martín Yáñez había dicho que parecía
una autentica reina, digna de ser cortejada.
El escribano, se quitó el sombrero en señal de luto y respeto que
debía guardar en aquella casa, mirando
por un instante al licenciado Salcedo, como queriendo guardar aquel secreto que
ambos conocían. Los títulos de propiedad más inmorales que se hayan celebrado
en la historia de todos los negocios privados en este país independiente, con el
dinero de las contribuciones del pueblo, escondido en algunas cuevas de la barranca del
moral; ahí donde estaban los dos millones de pesos en onzas de oro, en aquellas
subterráneos secretos propiedad del convento del Carmen en el pueblo de San Ángel;
¿A cambio de qué?, de la compra descarada de los territorios del norte de
México.
El escribano saludo al licenciado Salcedo, junto con ello, su esposa e hija
hicieron lo mismo. Aquella vez, Salcedo miro con mayor detalle, a Fernanda, a
fin de darse cuenta, si realmente era tan bella como decía su amigo el Coronel Yáñez;
pero al hacerlo, no noto, que otros ojos también lo veían, era la de la Señora
Amparo Magdalena, madre de Fernanda y esposa del escribano.
Salcedo se despidió, después del
grato momento de haberse percatado que efectivamente Fernanda era una mujer
guapa, sintió inmediatamente el remordimiento de conciencia, de haberse dado
cuenta que su maestro, ahora ya difunto, tenía razón. Él era un pillo, un
ladrón de la pandilla de Santa Anna, un abogado servil lacayo de los más
oscuros intereses de la patria, un cómplice más de la corrupción que imperaba
en el país, alguien que había jurado lealtad no al derecho, ni a su maestro,
sino a un líder sin principios, sin ideología, un vil humano endiosado por
gente como él, sin principios, atados quizás por el miedo o el hambre, para no
sentirse jamás una persona digna y por ende, libre.
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