domingo, 6 de noviembre de 2016

EPILOGO



La guerra entre México y Estados Unidos concluyó con la firma del Tratado de Paz, Amistad, Límites y Arreglo Definitivo entre la República Mexicana y los Estados Unidos de América,  más conocido como el Tratado de Guadalupe – Hidalgo. De eterna vergüenza y de pesar para todo buen mexicano. Con ellos, México cedería la mitad de su territorio nacional, a cambio del pago de la cantidad de quince millones de pesos. El presidente mexicano quien firmó esos tratados, fue don Manuel de la Peña y Peña.





El general Santa Anna sería destituido de la jefatura general del ejército mexicano, tras sus frustrados combates en Puebla y Tehuacán, huye tras ser emboscado y perseguido por el coronel texano Jack Hays con 600 guerrilleros texanos sobrevivientes de la guerra del 36; huye de él para no ser severamente castigado, después intenta ingresar a Oaxaca, donde el gobernador Benito Juárez le niega la entrada, sigue escondido hasta que finalmente la paz se firma, logrando obtener un salvoconducto que le permita pasar las líneas americanas y regresar a su hacienda el Encero en Veracruz. Instalado ahí, ofrece una comida al Mayor Kenly y al capitán Ford por haberlo protegido de la tentativa de quererlo asesinar algunos resentidos texanos.



El generalísimo partió al exilio, estuvo primero en la Habana Cuba, después en Kingston Jamaica, hasta que finalmente llegó a Cartagena Colombia, donde compró la casa de Turbaco, que había sido propiedad del libertador Simón Bolívar. Desde ahí escribe sus memorias y responde a las falsas acusaciones que por traición a la patria lo han condenado a su destierro. Pide una oportunidad para mostrar a su amado pueblo su valor y patriotismo. Finalmente la revolución del Plan del Hospicio aclama nuevamente su regreso en 1852, lo que le permite regresar al país, para proclamarse en Alteza Serenísima y gobernar nuevamente lo que quedaba del país, casi durante dos años más. El tiempo suficiente para construir una carretera a Cuernavaca, un telégrafo a Guanajuato, acelerar los trabajos para la construcción del ferrocarril a Veracruz y obviamente, vender un pedazo del territorio nacional “La Mesilla”. La revolución liberal del Plan de Ayutla encabezada por el general Juan Álvarez, termina por expulsarlo del país.





Jamás tuvo tiempo de regresar a la “Boca del Diablo”, su amigo el coronel Melgar Gutiérrez y Mendizabal, nunca lo volvió a ver, no supo si regresó al escondite, huyó del país o murió en la guerra, quizás fue capturado por una patrulla texana que lo identificó como asesino de guerra y termino linchandolo, murió desconociendo que fue de su amigo. Ya en su etapa senil, el generalísimo de vez en cuando hablaba de la existencia de aquel tesoro, que alguna vez sus ojos contemplaron, pero nadie le hacía caso, su memoria se confundía con la fantasía, sus anécdotas de valentía, oscurecidas por la duda de la traición; el general ya viejo, desperdició su fortuna, siendo estafado por un colombiano de nombre Dario Mazuera a quien le entrego cuarenta mil pesos y comprara también un buque de vapor por el costo de doscientos cincuenta mil pesos. La estafa fue vergonzosa, viajo a Nueva York creyendo que recibiría treinta millones de pesos para iniciar una expedición a México que terminaría expulsando a los franceses, pero el Secretario de Estado Seward jamás lo recibió. Santa Anna ya de setenta y cinco años, vuelve a ser estafado esta vez por un hungaro de nombre Gabor Naphegyi, a quien le hipoteca sus últimos bienes y le firma varios pagares perdiendo con ello casi toda su fortuna, ingenuó cada vez más el benemérito, es arrestado y encarcelado en San juan de Ulúa, donde enfrenta acusaciones por traición a la patria, para salvarse del paredón, soborna a sus jueces, quedándose ahora casi en la miseria.





El viejo general cree morirse en Cuba, cuando una amnistía emitida por el Presidente Juárez le perdona de todos sus faltas y traiciones, el generalísimo indignado por ello, no acepta el perdón de ese indio zapoteco, sátrapa e hipócrita, pues no se considera en ningún momento de su vida en traidor de la patria, regresa a la ciudad de México, ya cuando el presidente Juárez había fallecido. Apela el pago de su pensión que no recibe, solicita audiencia con el presidente Sebastian Lerdo de Tejada quien nunca lo recibe, así sólo, ignorado, en la miseria, el generalísimo vuelve a ser estafado por hombres sin escrúpulos que le entregan los huesos de la que dicen fue su pierna, viviendo del dinero prestado de sus yernos y con los huesos de su pierna profanada, el generalísimo muere viejo, encorvado, en medio de una diarrea que termino por ensuciar su cuerpo de su misma mierda.





Cuando murió el general Antonio López de Santa Anna ya habían muerto los hombres de su generación. Agustín de Iturbide, Anastacio Bustamante, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero, Manuel Gómez Pedraza, Lucas Alamán, Valentín Gómez Farías, hasta sus enemigos J. Polk, Z. Taylor, W. Scott y el indio oaxaqueño zapoteco Benito Juárez García. No hubo funerales de estado, su nombre borrado, censurado, maldecido, pero nunca jamás olvidado.





Durante las fiestas del centenario, una comitiva de historiadores dio a conocer la verdad de los hechos ocurrida en el Castillo de Chapultepetl, cuando funcionó como Colegio Militar. Ante la posibilidad de rendir un homenaje a los cadetes sobrevivientes, el general y entonces Presidente de México Porfirio Díaz, decidió suspender cualquier evento que enalteciera a excadetes que con el paso el tiempo se convirtieron en miembros activos del partido conservador, enemigos de la república y de Juárez, así que sólo decidió únicamente rendir culto a los seis cadetes muertos de aquel trágico 13 de septiembre de 1847, entre ellos, el de Jesús Melgar. (Más conocido en la historia, como Agustín Melgar).





Años después, en 1947, el ex Presidente Miguel Alemán Valdes, con el ánimo de fomentar el patriotismo mexicano, ordena la creación de una comisión, encabezada por militares y medicos forenses, el cual "descubre" los restos de los niños heroes; decidiendo sobre sus supuestos restos, una vez "cerciorados" de ser los autenticos restos, edificar la construcción del Monumento a únicamente a los seis niños heroes que murieron en la batalla de Chapultepetl.  Ya para el 28 de octubre de 1947, se decreta en el Diario Oficial de la Federación, el "reconocimeinto oficial" de que los restos descubiertos el 25 de marzo de 1947, corresponden a lo que "la tradición popular", ha denominado como "Los Niños Heroes de Chapultepec";  construyendo así también, uno de los mitos más criticados de la historia oficial mexicana.


Por otra parte, el secretario del Juzgado Armando Villarejo logró sobrevivir de los golpes que recibió por haber dictado la primera sentencia de amparo, temeroso de su suerte, se repuso de las lesiones inferidas y se dirigió a San Luis Potosí, donde por aras del destino, terminó convirtiéndose en Juez y volviendo emitir esta vez, la primera sentencia de amparo reconocida por las autoridades del país. El primer amparado fue don Manuel Verástegui y el primer fallo judicial reconocido fue el 13 de agosto de 1849.


La prostituta de nombre Guadalupe, se convirtió en la madrota de un suburbio ubicado por el rumbo de la merced en la ciudad de México. James Thompson el agente americano, regreso a los Estados Unidos con su misión fracasada. ¡Nunca hubo tal tesoro¡.  Murió al año siguiente, dentro de la fe de la iglesia mormorna.



Jorge Enrique Salcedo Salmoran contrajo nupcias con Amparo Magdalena Iturbe Adams, ambos compraron una casa en la periferia de la Ciudad, en Santo Thomas, cerca de San Cosme, donde ejercen la abogacía. Cada tarde, Jorge Enrique se dedica escribir tratados de derecho, cuentos y novelas, una de ellas referente a la Conquista de México por Hernán Cortes y otra más, sobre el Tesoro de Moctezuma, jamás descubierto.



Jorge Enrique enviudaría años después, luego trabajaría para don Ricardo Martínez de la Torre, un fraccionador de la colonia San Fernando, nombrada después colonia Guerrero; con su familia de ilustres abogados, se dedicarían años después en la defensa jurídica del arquiduque austriaco y proclamado Emperador de México Maximiliano de Habsburgo.





La boca del diablo si existió, en dichos terrenos fueron puestos en venta por el gobierno juarista, con las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos dictados en la época de la reforma;  los monjes carmelitas al ver despojados sus terrenos en manos del Estado laico, jamás revelaría la verdad de sus escondites y tesoros acumulados; todo el dinero, el oro, la plata y la fortuna de los aztecas y virreyes, quedarían por siempre enterrados en aquellas lomas.



Para 1950, a más de cien años después de haber quedados enterrados vivos en la “Boca del Diablo”, Ignacio Cienfuegos y sus bandoleros; el señor Mauro Rojas vendió un lote de su propiedad a los señores Nicolás Zarate Balderas y Guadalupe Valle Granados, quienes adquirieron esos terrenos para edificar su casa.



La familia Zarate Granados, fueron los fundadores de lo que hoy se identifica como la colonia “Olivar de los Padres”, ubicada en la delegación Álvaro Obregón, en la Ciudad de México; las evidencias del tesoro descrita en estas páginas son ciertas, pues debajo de ese colonia, yacen escondidos los túneles y los cadáveres de aquellos hombres muertos en desgracia. Así quedo revelado en el año 1956 cuando se construyó la Escuela Primaria María Patiño. Cuando los vecinos del poblado se percataron del tesoro enterrado, decidieron ocultarlo y regresarlo a su escondite, negar lo descubierto, para evitar a toda costa cualquier expropiación del gobierno.




¡Negar lo que todos saben¡. El tesoro escondido del que todos hablan pero nadie se ha atrevido a sacarlo de su sitio donde debe permanecer por siempre. Así insistan los espíritus, los sueños misteriosos, las ideas ambiciosas.




Actualmente, el tesoro del que se apodero los Estados Unidos de América, fue sin duda alguna, los yacimientos de oro en California y el petróleo de Texas; ese fue el regalo de Santa Anna a la nación más poderosa del mundo. Sus extensos territorios, han quedado nuevamente poblados por la sangre latina, que cruzo el río Bravo o que ha vivido en ese lugar, por generaciones de años, constituyéndose así en la primera minoría de habitantes americanos. Posiblemente, dentro algunas décadas, Estados Unidos de América será gobernada por un hispano de descendencia mexicana.





Este es el fin de la historia, … pues moralmente los mexicanos sabemos, que volveremos a recuperar, lo que fue, es y será siempre nuestro….









sábado, 5 de noviembre de 2016

CAPITULO 77 (FINAL)



Amparo seguía aun sin reaccionar. Se encontraba inconsciente, como si estuviera durmiendo en un eterno sueño del cual aún no encontraba forma de despertarse. La tomo de la mano como queriéndola despertar y esta no reacciono; siguió en su prolongado descanso, respirando y viendo su cuerpo maltratado, intacto, sucio. Jorge Enrique le dio un beso en la frente y le pidió a dios que se despertara.



Aquel quince de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete la ciudad de México, amaneciendo siendo ocupada por las fuerzas invasoras de los Estados Unidos de América. No solamente la bandera de las barras y las estrellas yacía en el asta bandera del palacio nacional, sino también desde el mirador del castillo de Chapultepetl; en el cuartel de la Ciudadela, en las garitas de San Cosme, Belén, Niño Perdido, San Antonio Abad; en los edificios públicos, en algunas calles y campamentos, donde se encontraban estacionados los soldados. Dentro de la ciudad y fuera de la misma, en el convento de Churubusco, en la Villa de San Ángel, el palacio de gobierno de Puebla, Monterrey, Matamoros; en los puertos de Veracruz, Tampico, San Francisco. En todo el país. En todas las plazas en que los invasores hubieran tomado el control.





El general Winfield Scott fue informado que aquel quince y dieciséis de septiembre, la República mexicana celebraba treinta y siete años de su gesta heroica en su guerra de la independencia, fecha en que un párroco de la Iglesia de Dolores Guanajuato, tocara las campanas de su iglesia para convocar al pueblo de México, a una insurrección popular que tuviera como objeto, expulsar de esa provincia todos los gachupines.  Ahora, a más de treinta y siete años de aquella gesta heroica, la patria mexicana que obtuviera su independencia con Agustín de Iturbide desde mil ochocientos veintiuno, se encontraba conquistada bajo los designios y el poderío político, económico y militar de los Estados Unidos de América. México ha muerto y los Estados Unidos de América crece como una potencia militar, tan poderosa como Inglaterra, como Francia, como alguna vez había sido España. Más poderosa quizás que esas tres naciones juntas, porque ahora América, sería de todos los americanos.





Es un día importante en la historia de los mexicanos. Es el día en que México obtuvo lo que se había sembrado durante muchos años, lo que la constante revuelta les había generado, planes y manifiestos políticos, nuevas constituciones y proclamaciones populares, no habían podido solucionar el grave conflicto que vivían los mexicanos. Su divisionismo, su sobre politización que en vez de unirlos como una sola nación, los dividía en más de dos Méxicos, en dos visiones políticas diferentes, dos programas de gobierno diferentes; una visión republicana, liberal, más acorde al ideario político de los Estados Unidos de América, a favor de la libre empresa y el comercio, de imitar al pie de la letra las instituciones republicanas, de aspirar a vivir en un gobierno republicano, federal, democrático, donde se respetaran las garantías fundamentales de sus habitantes, su libertad de opinar, expresarse, de asociarse, de comerciar y contratar, inclusive hasta su libertad de creer o dejar de creer en la religión católica o en cualquier otro credo religioso; y por otra parte, frente a esa postura liberal, una postura conservadora, un México conservador, partidario de la monarquía, de que un gobernante extranjero fuera español, francés, austriaco, quien asumiera la responsabilidad que los mexicanos mostraban no tenerla, el de gobernarnos, como si fuéramos unos infantes, incapaces de conciliar y resolver nuestras diferencias; establecer un gobierno imperial, al estilo de lo que fueron los trescientos años de virreinato, de paz y estabilidad, donde los pobladores de este suelo bendito, realizaran sus actividades económicas con la debida protección de la corona y las bendiciones que diera el único credo religioso, autorizado y oficial, al que debía de venerarse, la santísima palabra de Cristo convertida en la Iglesia católica.




Los soldados americanos continuaron con los rondines durante toda la madrugada del quince de septiembre y seguramente también lo harían para los días siguientes. No confiarían en la guerra ganada, no hasta en tanto, quedaran sometidos los últimos reductos de la resistencia mexicana. Ya para esas horas, habían sido muchos los detenidos, varios los muertos y casas habitación ocupadas por las fuerzas de liberación; habían sometido la turba enardecida y logrando haberles dado su merecido a todos esos mexicanos que se habían atrevido a mancillar a los americanos. Había antes que nada, restablecer el orden en esa ciudad; restablecer las garantías irrenunciables que en toda sociedad liberal debían de respetarse: la libertad de prensa, de opinión, de disentir, de criticar, de ejercer esa libertad de expresión crítica, con la única limitante de no entorpecer las nobles funciones del gobierno libertador de los Estados Unidos de América. Cambiar de una vez por siempre la geografía del mundo, así como todos los mapas del mundo, decirle a cada nación de la orbe, que Estados Unidos modificaba su territorio nacional ampliando considerablemente sus fronteras, en la misma medida en que el gobierno mexicano, se achicaba, se desintegraba, desaparecía.



Es el dieciséis de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete, fecha en que el general Antonio López de Santa Anna presentara ante un congreso inexistente y fugitivo, que se encontraba escondido en la ciudad de Querétaro, su carta de renuncia como presidente constitucional de México. El muy desprestigiado generalísimo manifestaba que no era conveniente que el doble carácter de su persona, que como jefe de la nación y también jefe del ejército, y con las facultades extraordinarias con las que se hallaba investido, pudiera ser este factor de riesgo en esa inexistente soberanía nacional, ultrajada y sometida por los Estados Unidos.



Es el día en que la patria festeja su independencia nacional, el día en que los mexicanos debían de sentirse orgullosos por haber constituido un Estado, que como todos las naciones del mundo, compuesto por habitantes ciudadanos o no, y bien o mal, con un territorio conquistado y mutilado, se auto proclamaba independiente, con un lábaro patrio verde, blanco y rojo y ese escudo nacional, el águila devorando la serpiente, el ave mexicana que en forma gallarda, constituía la señal sobre la constitución de un gran imperio, una civilización que habitara estas tierras americanas, mucho antes de que los ingleses, daneses, germanos y otros extranjeros pisaran las tierras de Norteamérica, una nación milenaria de más de tres mil años, que surgiera en Tabasco, en Veracruz, Oaxaca, Chiapas, Yucatán y finalmente, culminara su apogeo organizacional, en Tenochtitlán; en lo que después los conquistadores españoles llamaran la insigne y leal Ciudad de México.



Es la patria mexicana, la que aún con todas sus traiciones, con las amargas experiencias de ser ultrajada, mancillada, saqueada, vive en cada mexicano su inmensa alegría, tesoro único que nadie, le ha podido robar, ni aún, los Estados Unidos de América con sus poderosos cañones.




Es el día de la independencia, el día en que los mexicanos se dieron a conocer en el mundo como una nación promisoria, con un pasado en común y un proyecto para todos; un país que tan pronto supere sus diferencias, será destinada a regir los destinos de la nación y del mundo entero, pero no a través de las armas, no a través de la fuerza, ni de los discursos políticos redentores; sino a través del espíritu; de su comunión con el cosmos, con los dioses, con la naturaleza, con lo oculto, lo secreto, lo mágico, lo que algún día, todos tendrán que saber.





Esta es la patria mexicana, la que pudo ser conquistada, sometida, ultrajada, despojada, pero jamás desaparecida, aniquilada, menos aún olvidada. Es la nación mexicana, la constante  víctima de sus traiciones, de padrastros que violaron a sus mujeres e inculcaron a sus hijos, el odio a las autoridades, al gobierno, a las leyes; la que les inculcó la eterna desconfianza a sus superiores,   al grado de guardar todavía rencores aun no superados. Es la patria mía, la tuya, la de Jorge Enrique, la que sobrevivirá por siempre, así mil veces sea recordada esta triste invasión de cuyas páginas no quisiera jamás leer.



Es la patria tuya, la de esa mujer misteriosa de nombre Amparo, a la que Jorge Enrique ya no le importaba su pasado, ni su profesión, su verdadero nombre o sus verdaderos planes con él, o con su país; es la nación de gente noble y trabajadora, religiosa y mística, es la republica generosa que recibirá y perdonara siempre, a quienes la han ofendido gravemente.



-           ¡Amparo despierta. No te mueras¡. – Es lo último que pide Jorge Enrique. Tener la oportunidad de iniciar una nueva vida con esa mujer misteriosa, de externarle su cariño, de quererla y protegerla todos los días, de acariciarle la frente y su cabello, de cubrirla del frío y compartir con ella, todas las noches y todos los días, de verla y contemplarla por siempre, de estar con ella todo rato que se perpetuara y jamás se borrara. Es la oración que Jorge Enrique le pide a dios. Iniciar una nueva vida con esa mujer, olvidar lo ocurrido y todas estas pasiones generadas por los seres humanos. De conversar con ella, las horas y los días, de saber cada instante de su existencia, de compartir con ella, su lecho, su casa, su vida entera.



-      Amparo despierta.



Que importaba saber el pasado de esa mujer; si él se sentía atraído y también, amado por ella. Esa mujer merecía todo lo que este hiciera, merecía salir delante de esta vida melancólica, catastrófica y en ciertos momentos, aburrida. Esa mujer merecía tener a su lado, a un hombre que la quisiera y la respetara siempre, que la acompañara en todo momento de su vida, inclusive hasta en sus enfermedades y en su propia muerte.  A un fiel amigo, un sirviente, un hombre amoroso que le besara las manos, la mejilla, la frente; que la acariciara suavemente entre rosas y música de ángeles. Que le hiciera saber y sentirse hermosa, admirada, adorada, jamás, pero nunca jamás olvidada.





-      ¡Despierta¡ …



Es la mujer que algún día conocería, quizás en otro espacio y tiempo, quizás en este mismo país pero con otro Gobierno, con otra guerra, quizás en tiempos de paz, quizás en cien o doscientos años; quizás en algunos meses o después de que ambos mueran el uno al otro. - ¡despierta¡…  - Es la mujer y el, … él hombre que conoció tarde. - ¡Despierta¡.  Suplico con todas sus fuerza Jorge Enrique pidiéndole a dios le concediera el milagro…  Y entonces… Amparo …



… ¡Despertó¡. 


viernes, 4 de noviembre de 2016

CAPITULO 76




Cuando Jorge Enrique despertó, escucho las puertas de las rejas que se abrían percatándose el grito de varios soldados que gritaban sin poderles entender claramente sus palabras; eran ni más ni menos que los soldados americanos quienes habían entrado al cuartel de la Ciudadela para finalmente liberarlos.



Más de cinco días sin comer ni ingerir agua, Jorge Enrique estaba debilitado, semiinconsciente también a consecuencia de los golpes que había sufrido por los escoltas del coronel Gutiérrez y Mendizábal; no pudo identificar en qué lugar se encontraba, ni tampoco entender lo que le decían aquellos soldados americanos, pero algo era cierto, el sitio donde se encontraba había sido abandonado por el ejército mexicano y ahora, este era ocupado por los invasores. Paradójico aún, los soldados de su propia patria lo habían encarcelado injustamente, mientras que los soldados de la invasión lo habían liberado.

Jorge Enrique Salcedo tan pronto fue recobrando la confianza, se pregunto alarmantemente donde  estaba su compañera Amparo Magdalena. No la alcanzo observar por ningún lado, sus ojos aun borrosos por la luz del día, trato de identificarla entre tantos americanos que recorrían cada rincón del cuartel de la Ciudadela. Este trato de levantarse, pero no pudo por su cuerpo débil y golpeado, entonces un doctor americano le dio un vaso de agua y la ración de un queso. Fue entonces cuando Jorge Enrique, también hambriento, pudo ingerir ese alimento.



Los soldados del ejército americano ingresaron a la ciudad de México, en medio de una total anarquía. Horas antes, en la madrugada, una comisión de funcionarios del Ayuntamiento de la Ciudad de México le solicitó al general Scott diera garantías para su entrada a la ciudad, inclusive, pretendieron firmar una capitulación, pero el general americano soberbio y triunfante no acepto. La ciudad de México fue posesión de los americanos, a partir de que los generales Worth y Quitman tomaron control de las garitas. Confirmado lo anterior, cuando el capitán Roberts del regimiento de rifleros, ingreso al palacio nacional, para enarbolar desde su asta, la bandera de los Estados Unidos de América. Minutos después, a las ocho de la mañana, entre vítores y aplausos, el general Winfield Scott pisaba la Plaza de la Constitución, para tomar posesión del Palacio Nacional.

Los léperos de la ciudad, en contubernio con algunos delincuentes recientemente liberados de las cárceles por instrucciones del general Santa Anna, fueron los primeros en consternarse por lo que estaba ocurriendo, encolerizados por los ojos veían, se dedicaron a ofrecer éstos la ultima resistencia de la soberanía mexicana. Con las armas de fuego que estos tenían, dispararon a los americanos que vanagloriaban sus banderas, les  aventaron piedras, palos, cualquier objeto que pudiera dañarles; maldiciéndolos con palabras, como queriendo llorar el pueblo de México, por la traición de sus gobernantes y padecer la peor conquista que había sufrido su patria independiente. ¡Es el fin de nuestra independencia¡. Los soldados americanos atraviesan la Alameda y desfilan por la calle de Plateros, con sus insignias nacionales, con sus melodías ruidosas y con el triunfalismo militar de haber vencido y aniquilado por siempre a los mexicanos.  Los residentes mexicanos salen a las azoteas de sus casas y desde ahí, les avientan piedras, las aguas sucias de sus baños, inclusive hasta los muebles de sus casas, a los soldados que ven pasar, otros mas, indignados por lo que sus ojos ven, sacan sus rifles y disparan a los soldados americanos que pisan la ciudad. La respuesta americana no se espero, actúo en forma inmediata.



- ¡Amparo, donde esta Amparo¡. Jorge Enrique pudo finalmente pararse y buscar en aquellos pasillos a su compañera. No la encontró en la otra celda, ni tampoco en la otra, camino y sin entender todavía los que los oficiales americanos de sanidad le decían, siguió preguntando por esa mujer que tanto le intrigaba. A lo lejos, observo varias camillas con muchos soldados muertos y heridos, sin todavía distinguir si estos eran mexicanos o americanos, pero lo cierto, es que se encontraban atendidos medicamente por los oficiales americanos.

Jorge Enrique siguió buscando ansiosamente en cada rincón del cuartel donde estaba Amparo, como también, los soldados americanos invasores buscaban desde lo alto del Palacio Nacional, aquellas casas de donde salían los disparos.



Todavía el Ayuntamiento alcanzo a publicar un desplegado que fue publicado y pegado en las esquinas de las calles de la Ciudad, en el que anunciaba la ocupación pacífica de la Ciudad de México, conminando a sus habitantes a conservar una actitud digna y tranquila.   Pero ni los discursos de dignidad, decoro, paz y tranquilidad, podía consolar a los habitantes de la Ciudad, de sentirse estos humillados por los americanos que ingresaban a su patria y también por los gobernantes mexicanos, que los habían abandonado, sin haberles dejado ni siquiera, una representación simbólica de su ejército, menos aun, haber firmado la rendición, para establecer las condiciones con las cuales se entregaría la Ciudad..



Tan pronto el general Winfield Scott le fue informado sobre las casas de donde provenían los disparos, ordenó entonces efectuar un ataque intimidatorio, colocó los obuses para disparar en cada uno de sus inmuebles y entrar a la fuerza a esas casas habitación, para desarmar a los vecinos. Responder sin miramientos, con energía, no cedería ni ante unos vecinos bravucones, ni mucho menos, ante léperos desarrapados. El ejército de los Estados Unidos de América, merecía ser respetado en ese lugar y en cualquier otro punto del mundo que pisara, y si para imponer su respeto debía de ejercer medidas violentas de terror y miedo, lo haría hasta sus últimas consecuencias. Así muriera uno o más mexicanos, alguna familia mas, así se destruyera también alguna casa, algún muro, alguna trinchera; no importaba ya el recuento final de los muertos y heridos, pues la guerra estaba concluida.



El cuartel de la Ciudadela ahora ya en poder de los americanos, se había convertido en un hospital improvisado. En el se encontraban los heridos tanto del ejército americano, como de aquellos soldados mexicanos, de nombre desconocido que habían sido abandonados por sus propios compañeros, durante el desenvolvimiento de los combates. Ahí, entre esos cientos de heridos y muertos, seguramente estaría Amparo; Jorge Enrique se paro ya con mayores fuerzas, con la ansiedad que lo motivaba a sacar fuerzas de donde no tenía, para buscar entre aquellos moribundos, donde se encontraba su fiel amada. La busco entre los muertos y heridos y no la encontró, siguió buscándole ansiosamente hasta el final de esta historia.

A eso de los cuatro de la tarde  del catorce de septiembre, el general Winfield Scott dio el último golpe de su expedición punitiva. A esa hora, logro controlar a toda la turba que se a conglomeraba alrededores del ejército americano, tomo posesión de aquellas casas donde algunos residentes disparaban a su tropa y detuvo a todo aquel tipo, hombre o mujer, que profanara insultos en contra de su ejército.  Claro que también hubo muertos, pero más del lado mexicano que del americano, la respuesta contundente del ejército de los Estados Unidos fuera rápida y fulminante, para dejar ya sin esperanza, cualquier vestigio de defensa de los mexicanos.

Era la hora de reorganizar ese país. La primera prioridad sería solicitar mayores refuerzos, para ello informaría al presidente de los Estados Unidos de América, sobre la campaña militar efectuada en el territorio mexicano, la cual había resultado exitosa, al haber tomado la capital del país y haber con ello, no solamente desmoralizado al pueblo mexicano, sino también, destruido políticamente a Santa Anna y aniquilado al ejército mexicano. Debía de celebrarse lo más pronto posible la paz y definirse el futuro de la estancia del ejército americano en la ciudad; si quedarse con el país entero, para anexar la Republica mexicana a los designios del destino manifiesto, como una estrella más a su bandera patria, o bien, negociar la compraventa forzosa de los territorios del norte de México.

Jorge Enrique mientras tanto, logro identificar entre los moribundos atendidos por ese hospital improvisado, el cadáver del cadete Jesús Melgar, muerto él como Fernanda, muerto como su desaparecido amigo Martin Yáñez y su maestro el doctor Samuel Ramos; muerto como se encontraba el escribano y los cientos y quizás miles de mexicanos que habían dado su vida en esta guerra injusta; muertos y más muertos, entre las cuales, a dios pedía que su amada, su amor silencioso y censurado permaneciera aun con vida. Y entonces, una señal de aliento recibió; a lo lejos, le pareció ver acostada en esa camilla, a quien era Amparo Magdalena; ahí estaba ella, la había encontrado entre los cientos de muertos y heridos, ahí estaba herida y respirando, aun la había encontrado en vida, pero en el momento más crucial de su existencia, Amparo estaba muriéndose.


jueves, 3 de noviembre de 2016

CAPITULO 75


- ¡No hay nada que hacer¡. – dijo el general Antonio López de Santa Anna frente a la junta de militares en el cuartel de Ciudadela, luego de haber escuchado los partes de guerra, que describían la cadena de errores consecuentes, de cómo había librado la guerra el ejército mexicano. - Tenemos que abandonar la Ciudad de México. Las posiciones del enemigo son más estratégicas que las propias. Están en el Convento de San Fernando y aquí afuera del cuartel en la garita de Belén. No emprenderemos ningún armisticio, ni claudicaremos. Simplemente nos retiraremos del lugar para reforzarnos en Puebla y después regresar a recuperar la capital. ¡Está claro¡.

Sólo un eterno silencio.

Defendimos con honor la Republica Mexicana. Peleamos con todo; resistimos al invasor, en cada plaza, en cada combate que se libró. Su ingreso a esta Ciudad, ha sido entre ríos de sangre, sin duda alguna, una batalla pírrica. Le ha costado muertos, heridos, deserciones, mucho dinero; la guerra aún no está definida. ¡Comprenden¡.

Continúa el silencio.

Entonces el general mira a sus colaboradores, quienes únicamente callan; en espera de que mañana catorce de septiembre, la ciudad se encuentre ya del todo conquistada. Que nadie se responsabilice de todos los errores cometidos antes de este trágico día. ¡Nadie¡. Únicamente Santa Anna.

Sigue el silencio.

Más de seiscientos soldados al mando del general Nicolás Bravo desertaron aquella madrugada, luego del intenso bombardeo sufrido en Chapultepetl; los cuatrocientos soldados de batallón de San Blas murieron batidos por los americanos en las faldas del cerro de Chapultepetl; los cadetes del Colegio Militar fueron abandonados a su suerte por sus autoridades académicas; y el coronel Rangel, como la estatua de Carlos IV, únicamente se quedo pasmado, viendo a sus compañeros morirse. Pero nadie tiene la culpa, más que el traidor de Antonio López de Santa Anna. ¡Nadie¡.

Prosiguió el silencio.

Culpable es y nada más él. El héroe nacional que pudo ser recordado por siempre como el gran padre de la patria, ahora es y será por siempre, el gran traidor. De nada sirven los supuestos cuatro mil soldados que quedan defendiendo la ciudad, ni las palabras huecas que alguna vez se dijeron, de que se defendería la ciudad casa por casa y calle por calle, ahora nada de eso quedaba en el recuerdo, más que el mensaje desmotivante de tratar de disimular una derrota. De encubrir la verdad de una nación que acababa de morir. Un territorio despojado. Una guerra perdida. Una historia olvidada. El día más triste de la historia de México.

El silencio perdura por siempre.



Acuso a los mexicanos de haber otorgado su confianza a ese hombre que como todos los seres humanos, se encontraba lleno de defectos y virtudes; un hombre enfermo de megalomanía, vanidad y estupidez. Acuso a los gobernantes del pueblo de México, por no solidarizarse, ni unirse en los momentos más difíciles de su vida, por su visión corta y estúpida politización, de aspirar el poder por el poder mismo, sin programa, sin futuro, sin porvenir para nuestras futuras generaciones; de vivir de los impuestos del pueblo y contratar empréstitos con las naciones extranjeras, sin sacar provecho de esos créditos, más que para las fortunas personales de sus oscuros políticos. Acuso al clero por no haber prestado al gobierno los recursos económicos que este necesitaba para sostener un ejército y estar en posibilidad de defender centímetro a centímetro el suelo de la patria; por haber politizado las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos, incitando a los ciudadanos y a los jóvenes universitarios, a un discurso radical, dogmatico, divisionista, que termino por dividir al pueblo de México y de haber defendido a una corporación apatriótica, oscura y también corrupta. Acuso a los diputados del Congreso, por no haberse impuesto en sus determinaciones, por haber perdido la prudencia y la visión política, ni haber apoyado en esas horas difíciles al presidente de México. Por haber huido de la Ciudad y haber evadido cualquier responsabilidad histórica en aquel momento, incluyendo, la de haber designado presidente de México al señor Antonio López de Santa Anna. Acuso a los periodistas, que con sus notas periodísticas, mal politizaron y desinformaron al pueblo de México, con discusiones estúpidas sobre las formas de gobierno, olvidándose de que lo importante de todo esto, era el despojo que sufría la patria. Acuso a los jóvenes polkos, que entusiasmados por su juventud, fueron manipulados por los intereses más oscuros y egoístas de la sociedad conservadora, incitándolos a desconocer a su Gobierno que actuaba por el bienestar de la patria. Acuso, si … acuso a todos y a cada uno de los militares encargados de haber adquirido el parque y las armas, sin haberse percatado de las compras tan absurdas y tan ineficientes que se hicieron: nada menos y nada más que rifles sin balas y balas sin rifles. Acuso a las autoridades académicas del Colegio Militar que abandonaron a su suerte a sus alumnos, por no haber sido acordes a los principios éticos que todo colegio castrense debe tener, acuso a su director, subdirector, jefe de instrucción y a sus maestros, por haber abandonado los cadetes en el momento en que mas los necesitaban y haber impartido con dicha lección, la peor asignatura de todas: ¡Cobardía y traición¡. Acuso a los burócratas, recaudadores de impuestos y también nuevamente a los militares, por no haber dado ninguno de ellos una colaboración inteligente en esta maldita guerra tan triste, humillante y vergonzosa. Acuso a los que tengo que acusar; a los federalistas y centralistas, a los masones y a los católicos, a los santannistas y no santannistas, que entre saliva, papel y discursos huecos, nada pudieron hacer en esta guerra, ni pudieron planear, ni organizar, ni dirigir, ni menos aun controlar el caos y la traición que consumió al país. Acuso a los bandidos de Puebla, viles delincuentes al servicio de los peores capos de la humanidad y a esos traidores militares también convertidos de bandidos, valientes en los pronunciamientos militares y cobardes en los combates que enfrentaron a los americanos. Acuso en esta foja y en todas las que vienen; acuso todos los días de la humanidad, de la patria entera que aun existe, del mundo mutable que se vive. A los que han pretendido borrar esta página de la historia, a los que nunca han vanagloriado la hazaña heroica de los soldados valientes del batallón de San Blas, a los hijos adoptados de la patria, los irlandeses del batallón de San Patricio, más mexicanos que cualquier mexicano. A los valientes cadetes del Heroico Colegio Militar, de los cuales hasta se duda de su existencia. Acuso a todos los que tenga que acusar, incluyendo la ambición, el cinismo, el fraude, la gran mentira, de un gobierno que se dice ser republicano, democrático, justo, destinado a ser grande, a los Estados Unidos de América. Máxima ilusión del ideario político de la humanidad y también lamentablemente, su gran desilusión e hipocresía. Que quede claro, México nunca atacó a los Estados Unidos. ¡Nunca lo atacó¡. ¡Todo fue un engaño¡. ¡La legitimación del peor robo en la historia de la humanidad¡. ¡El peor ladrón que haya conocido el mundo¡: los Estados Unidos de América.



El general Scott feliz por haber conquistado la ciudad de México, ordena se recojan todos los cadáveres mexicanos, se junten y se quemen; no merecen honor esos indios harapientos, ni monumentos, ni mucho menos conocer su nombre; los únicos que tienen nombre en esta guerra, son los soldados americanos quienes murieron en la guerra. Para ello habrá que maquillar las cifras, ocultar la cifra real de muertos y desertores, no señalar más número de muertos, que  mil quinientos soldados  y no mas desertores, que los traidores soldados del autodenominado batallón de San Patricio. Después de todo, hoy es una fecha importante para los Estados Unidos de América – haber ganado esta guerra, pues al haber ocupado Chapultepetl, se ha destrozado por siempre a los mexicanos.



El general Robert E. Lee, brillante militar e ingeniero corrige a Scott, no cree que los haya destrozado, sino al parecer, los ha construido. - Les hemos dado a esta nación nombre, identidad, historia, y con la acción realizada en Chapultepetl, les ha dado a sus propios héroes. Ningún mexicano olvidara jamás esta afrenta. La recordara por siempre y a nosotros los americanos, jamás nos darán, ni nos ganaremos ni su amistad ni su confianza, quizás durante por muchos años. Es la peor vergüenza que como Republica libre hemos podido cometer. Convertirnos en un país de cínicos y ladrones. Donde queda nuestra discurso de defender la libertad y los derechos de los seres humanos a construir su propia democracia; de defender la libertad contractual y en el sagrado derecho de la propiedad privada; y ahora que América ha ganado esta guerra, no respetamos la propiedad de esta joven nación, ni menos, su libertad soberana de contratar la venta de su territorio nacional. Un robo, un despojo, un acto de vergüenza nacional. Esta es la página mas censurable y reprochable, de la historia de los Estados Unidos. La guerra que nos debe de avergonzar a todos.

Y el silencio perdura.

La culpa es de ustedes – dijo Santa Anna en la junta militar – por desobedecer las instrucciones que en todo momento di, por la cobardía y la inmoralidad de este ejército, que por cierto el día de hoy, no ha ingerido alimentos; la culpa es de todos por nuestras constantes revueltas, por nuestra desorganización social que ni federalista ni centralista; simplemente contradictoria, sin orden, sin paz, sin proyecto, sin futuro alguno. La culpa es de todos nosotros, por no renunciar nuestros intereses personales en aras de los intereses de la nación. La culpa es de Gabriel Valencia por haber enfrentado improvisadamente a Scott cuando la instrucción fue en todo momento, reforzar la línea defensiva. La culpa fue de los oficiales de armas, que no entregaron el parque correcto al general Anaya cuando este los enfrentó en el Convento de Churubusco. La culpa es de la prensa, por haber sembrado en el pueblo y en mis soldados, la sospecha de la traición. Ahora el general Santa Anna entiende que está viviendo su peor fracaso como político y militar. Una guerra contundentemente perdida, una desconfianza hacia su persona y un veredicto histórico que lo marcara como siempre como el gran traidor de México. Si al menos tuviera una oportunidad mas, se daría cuenta que la mejor forma de gobernar este país, seria definitivamente la monarquía constitucional, pero no por un emperador mexicano, como lo fue Agustín de Iturbide, sino por un príncipe europeo. Hacer de México, un país protegido por el poderío de los príncipes Europeos.



-       Tenemos que abandonar la Ciudad, porque los americanos, solo les bastaría dos horas de intenso bombardeo sobre este cuartel, para corrernos del lugar, como lo hicieron en Cerro Gordo Veracruz.

Y los militares reunidos en aquel cuartel militar de la Ciudadela, sólo obedecieron las instrucciones del general Santa Anna; quedaron estos callados para siempre; cumpliendo fielmente las instrucciones de abandonar aquellas primeras horas de la madrugada del catorce de septiembre el cuartel de la Ciudadela; lo mismo hicieron también, los soldados que se encontraban en las garitas de Niño Perdido, San Antonio Abad, Calendaría y por supuesto, la escolta que debió de haber protegido en todo momento, hasta el final, el Palacio Nacional.  Entonces el generalísimo Antonio López de Santa Anna se prometió así mismo  regresar a la Ciudad de México, buscar la última oportunidad para gobernar el país y convertirse en su gran padre y mentor y por supuesto, en buscar la entrada de la cueva del diablo, para rescatar el tesoro por el que casi da la vida. El dinero suyo que se había ganado por su valor y patriotismo, con el cual el pueblo de México, lo indemnizaría por aquellas horas de desvelo y ayuno que dio, sin nada a cambio.

A la una de la mañana, del catorce de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete, el ejército mexicano comandado por su general en jefe, abandonó la ciudad de México.



martes, 1 de noviembre de 2016

CAPITULO 74




Amparo seguía respirando, su cuerpo aun exhalaba e inhalaba aire, como un mecanismo de defensa de su propio cuerpo, que le permitiera prolongar su vigilia; aunque no hablara con Jorge Enrique sabía que estaba del otro lado, sintiendo lo que ella le estaba pasando; era una sensación extraña, comunicarse con su alma gemela de esa forma.

Amparo recordó muchas cosas de su vida; por momentos le pareció sentirse una niña y estar al lado de su madre, quien le acariciaba el pelo y le cantaba varias canciones; ella sonreía, porque el recuerdo era tan real como si lo estuviera viviendo otra vez; luego, se vio en medio de un lago, su cuerpo era joven, era más esbelta y no sentía dolor alguno en su espalda, al ver sus manos, las encontró tan finas y delgadas como era antes; sintió el aire fresco y ese sol que no le quemaba el cuerpo, sino que le daba el calor que necesitaba.


Pero de repente despertó y se percató de que era un sueño; nada era real, más que encontrarse cerrada en esa celda oscura, escuchando a lo lejos, el ruido de los cañones; no sabía dónde estaba físicamente, pero si intuía, que en algún calabozo, que ahí estaría hasta en tanto, no fuera rescatada por el ejército de los Estados Unidos; debía de resistir a esas visiones que fugazmente aparecían en su conciencia, que por momentos la engañaban, sintiéndose niña a un lado de su madre.

Ella nunca fue la mujer que siempre quiso ser. Era rebelde porque esa era su naturaleza. Le encantaba los hombres con poder, más aun, cuando estos eran personas inteligentes y por eso, quizás por esa razón, no podía soportar que los hombres poderosos fueran ignorantes, más aún, no podía tolerar que un hombre inteligente, no pudiera tener el poder que requería. ¡El mundo no era justo¡. Y la razón de ella, era trabajar, para convertirse en una especie de ángel, que hiciera cumplir los designios de dios.

Las visiones que por momentos le cruzaban a su cabeza, no tenían sentido, en parte eran realidad y en parte, no; alcanzaba a ver a lo lejos de aquel lago, una luz, una estrella, que la atraía; que le llamaba mucho la atención, cuando se acercaba a ella, sentía más calor y una sensación que nunca había experimentado; después, volvía abrir los ojos y seguía escuchando a lo lejos aquellos cañonazos que seguramente, en algún punto de la ciudad de México caían; por momentos recordó a su hija; aquella niña que nunca pensó fuera gestada una semana antes de que decidiera abandonar a su primer marido. ¡Nacería Fernanda¡, cuando ella exigía a dios ser una mujer libre. Cuando quería sentir el aire, el fuego, pisar la tierra, tocar el agua; sentirse amada y poseída; verse en el espejo, peinar su largo cabello y cuidar ese cutis, para que nunca jamás envejeciera; caminar de un lado a otro, para provocar la mirada de todos los hombres, sentirse la reina de un país sin reinas, de saberse admirada y que las campanas de todas las catedrales e iglesias del mundo sonaran cuando la vieran pasar; le hubiera gustado fundirse y confundirse en ese bello sentimiento llamado amor; esa hermosa sensación que le despertaba su vanidad, que le hacía sentirse todos los días alta, atractiva, simpática, importante; que le otorgaba los pequeños placeres de imaginarse al lado del hombre amado, bailar un vals en un salón lujoso, en medio de la orquesta y de figuras importantes, saberse mirada, deseada, amada; sentir aquel vínculo con el hombre que la amaba, al que no le veía su rostro pero que sabía que existía; aquel que tarde o temprano, algún día, en algún lugar lo conocería, con el que caminaría por esas calles de la ciudad, por ese bosque y debajo de las estrellas, con el que su cuerpo fuera cubierto, con el que podría compartir los alimentos y también la cama; sentirse abrazada, protegida, jamás sola; Ser una mujer libre, alguien que volara desde lo más alto y pudiera llegar con sus ojos, a cualquier punto que ella así lo consideraba; ser la paloma que todas vieran pasar, la que todos quisieran tener en su jaula, la que observaran su infinita belleza y sus aires de inmensa libertad. Esa era la mujer que Amparo era. No la vencida; no la derrotada, no la que en ese momento, estaba muriéndose.



Aquella madrugada, mientras el intenso cañoneo a Chapultepetl se reanudaba, las tropas del general Pillow se reagrupaban, para iniciar ahora si el ataque final. La última batalla de esta guerra injusta, desigual, por siempre recordada y censurada por vergüenza, por coraje, por tristeza e indignación. Los cadetes del Colegio Militar, desde lo alto del castillo, sospecharon bien, que el asalto al castillo se haría en las primeras horas de la mañana; no habría tarde ni noche adicional que les garantizara un día más de su existencia, esa era su última noche, su ultimo amanecer, el ultimo aire de la fría mañana que les esperaba, los últimos rayos del sol que sentían; no habría escapatoria, ni aun en la historia; era el último día de una vida corta y el primero de los días de una memoria larga, jamás olvidada.

Todos ellos se irían de esta realidad temporal. También los ojos, la piel, la boca, la cara de Amparo desaparecería de la faz de la tierra; su espalda, su ombligo, la unión de sus pechos, de sus piernas, de sus oídos, de todo ella la que borraría la tierra, la que también dejaría de convertirse en realidad, para transformarse en simple ilusión, bello recuerdo, fantasía y reflejo de otra ser viviente; la que sería quizás la imaginación de un hombre, de un silencioso enamorado, de algún amigo, de algún pretendiente incomprendido, de una persona que la amara con todas sus virtudes y también sus defectos, del quien deseara compartir cada instante de su vida y convertirse en parte de ella; de alguien a quien la considerada en todos los días, todas las tardes y noches, la mujer más grande del mundo. La más alta, la más buena, la más bella. La que jamás pudiera ser abrazada, ni dibujada, la que fuera imposible tenerla por siempre en una dimensión que no conociera de días, ni de guerras, ni de asuntos vánales donde los seres humanos de mataran los unos a los otros; un lugar o una época, donde no existieran las tragedias, los chismes o comedia alguna; donde pudiera ser vista, tan ella, que más de un hombre, deseara lo que en sus pensamientos censurados, ocultaran decirle.

Amparo se moría, siendo siempre tan grande y tan bella, tan respetada, suspirada, ansiada por ser olida, vista, por estar entre los brazos de su amado, consumida en cada beso, en un aliento inalcanzable, en una dulce mirada, una sonrisa contagiosa, de una mirada que matara. Ser la musa de los poetas y escritores que le permitiera a estos, ser poseída por siempre, así pasaran las tardes y las noches, las horas y los días; así transcurrieran los equinoccios y los años del siglo; para ser olida y tocado su cabello; para no dejarla ir, ni del tiempo, ni de la noche, ni del olvido; ni de estas líneas que se desvanecen. Para ser abrazada y nunca soltada; para que siempre fuera cubierta del frio, del viento, de esta soledad suya. Para que pudiera compartir un pequeño instante de su corazón.


A las seis de la mañana, antes de que amaneciera, el general Nicolás Bravo paso lista respecto al número de elementos con los que contaba para defender el castillo de Chapultepetl; el censo fue desalentador, apenas doscientos quince soldados de ochocientos cuarenta y dos elementos que habían veinticuatro horas antes; algunos muertos, otros heridos, pero en  el peor de los casos, otros desertores; así mientras Amparo muere en una prisión fría, otros más logran sobrevivir de los cañones, de las balas, de las bayonetas de los soldados, unos mueren y otros luchan, no contra el enemigo, sino para alargar su vida.  El general Bravo no pierde la esperanza y solicita antes de que se libre el combate final, el apoyo inmediato de refuerzos; pues de lo contrario la defensa al castillo sería imposible y la responsabilidad de quienes no lo ayuden, debería considerarse manifiesta. Santa Anna tiene conocimiento del ataque, ordena inmediatamente a los tenientes coroneles Santiago Xicontecantl y José Joaquin Rangel,  el primero de ellos con 400 elementos a reforzar la defensa de Chapultepetl, y el segundo, al mando de 374 soldados, a quedarse en la Calzada de la Verónica, inmóvil, en espera de evitar el avance yanqui. Disposiciones tardías, porque para esas horas, los regimientos de Pillow y Quitman comienzan el ataque.

Son las ocho de la mañana y Amparo aún sigue viviendo; aun respira y sigue sintiendo que del otro lado de la pared se encuentra Jorge Enrique, quizás inconsciente, muerto o pasando por el mismo trecho que esta se encontraba; lejos ambos, separados por un muro que no les rompía vínculo alguno de sentirse necesitados el uno al otro.



Las baterías del enemigo volvieron a intensificarse. Una y otra vez más los cañonazos, ahora más certeros, más directos, más eficaces; una granizada de balas, granadas y bombas detonan sobre el castillo y sus débiles murallas son destruidas cuando los americanos logran traspasarlas, rompen el hornabeque que se encuentra en Tacubaya, ahí se da un intenso combate, quizás el más sangriento de los que se haya dado en la guerra, los soldados mexicanos defienden la posición pero resulta imposible, una y otra bala cae y entre estas, el cuerpo del joven subteniente e ingeniero de artillería de tan sólo dieciocho años de edad, Manuel Juan Pablo José Ramón de la Barrera e Inzaurraga cae batido por las balas, muere como héroe, joven héroe que renunció a su vida adulta en defensa de la patria; los americanos avantes de ese ataque, rompen las indefensas y destruidas trincheras e intentan rodear el cerro.

¡Vienen llegando¡. – es el grito de los cadetes, preparados estos con sus rifles se disponen a defender su escuela, su prestigio, su honor, pero también lo más importante, su patria entera, la memoria histórica de esta guerra, la página más gloriosa del México independiente; los soldados americanos traspasan aquellas mechas y un oficial del ejército mexicano, el ingeniero Manuel Alemán, paralizado de escuchar tantos balazos y observar uno y otro cadáver, nada hace por incendiar las fogatas, los enemigos traspasan las débiles defensas del ejército mexicano; el oficial mexicano no hace otra cosa que huir. La acción fue tan rápida y su distracción e inseguridad tan grave, los americanos ocupan posiciones y las balas de uno como del otro bando, siguen ocasionando daños.

Más de dos mil quinientos soldados americanos traspasan las líneas defensivas del ejército mexicano, a punta de bayoneta, abren paso y disparan respondiendo la refriega de balazos con la que responde el ejército mexicano; ahí se encuentra el Teniente Coronel Santiago Xicontecantl, con apenas cuatrocientos soldados que se baten con los invasores en una lucha de cuerpo a cuerpo; hay desorden, un caos, la lucha es intensa, los cuerpos de los soldados caen; las tropas del general Pillow son superiores en número, al menos dos mil quinientos soldados que se baten con cuatrocientos soldados mexicanos, la orden es resistir – el teniente coronel Santiago Xicontecantl, muestra su espada desenvainada y sin manifestar miedo alguno, ordena a sus fieles soldados responder el ataque; la confusión es caótica, la muerte más aún, los soldados del batallón de San Blas resisten el avance de los americanos, con bayoneta calada intentan resistir pero es demasiado la desproporción, cada uno de los soldados mexicanos mueren batidos al menos por dos o tres soldados americanos que atacan en ventaja, sin refuerzo alguno que los apoye, pues a tan sólo unas leguas, el teniente coronel Joaquín Rangel, aquel militar que dos años antes se levantara en armas para desconocer el gobierno constitucional del entonces presidente José Joaquín Herrera, para aclamar el regreso del general Santa Anna, nada hace para defender a su compañero Xicontecantl – no tengo ordenes de avanzar – mi deber es cuidar que ningún americano cruce la Calzada de la Verónica, resistiré en esta posición – así muera su compañero Xicontecantl, con catorce balazos del invasor y la bandera de su batallón ensangrentada.



El general Pillow logra vencer a los soldados del batallón de San Blas, pues ahí, con sus cuerpos ensangrentados, ganan otra posición de ataque, ahora correspondía estos la subida al castillo de Chapultepetl; pero algunos sobrevivientes del batallón de San Blas siguen con vida, escondidos detrás de los arboles; debajo de los peñascos, un joven de tan sólo dieciocho años,  responde con su arma al invasor, dispara una y otra vez resistiendo el avance de los americanos, estos al percatarse de su existencia, responden de igual forma y acribillan al joven soldado, el cual cae batido a las faldas del cerro, su cuerpo ensangrentado, su boca de sangre, su juventud la de un niño grande, valiente, pero de nombre desconocido, los americanos en sus partes identificarían a ese soldado como si se tratara de un cadete del Colegio Militar, pese no lo era, un joven de nombre desconocido, que después la historia lo bautizaría como Juan Escutia.



De esa forma, las tropas del general Pillow logran vencer la resistencia mexicana y emprenden el ascenso al cerro; pese a las balas que desde arriba caen; Pillow apenas voltea hacía arriba para poder identificar de donde salen las balas, cuando una de ellas, certera lo hiere,  dejándolo tirado en el campo de batalla; en forma inmediata y para no perder la estrategia, el oficial Worth continua la orden de escalar el cerro.

-              ¡Vienen subiendo¡. – nuevamente los cadetes en fila horizontal, disparan una y otra vez, evitando que los invasores suban al castillo; disparan en forma rápida, como si fueran grandes expertos en tino, no tienen miedo, tienen coraje, indignación, impotencia, valor; lucharan al final, aun pese que por otro franco del castillo, el general Quitman avanza por otro lado del castillo, logrando capturar siete piezas de artillería y mil fusiles, así como tomar a varios prisioneros mexicanos, luego de rendirse ante la superioridad de los invasores.

Desde la explanada del castillo, el capitán Domingo Alvarado y el sargento Ignacio Molina pelean junto con los jóvenes estudiantes, quienes ya ponen el ejemplo de cómo debe pelear un soldado de la patria; estos disparan una y otra vez más, con certera puntería, van cayendo algunos de los soldados americanos, los invasores responden también con balas;  la confusión es total, abajo del cerro, el general Nicolás Bravo sigue resistiendo el ataque, ahora con veinte soldados, espera los refuerzos que nunca llegaron y cuando estos llegaron, murieron acribillados junto con su teniente Santiago Xicontecantl; el otro, el oficial Joaquin Rangel permanece inmóvil en la Calzada de la Verónica viendo el desenvolvimiento del combate, sin querer hacer nada; así, sin comunicación ni orden alguna, el general Bravo solicita apoyo y uno de sus mensajeros, quien logra subirse al castillo, para pedir urgentemente apoyo; entonces el capitán Domingo Alvarado sabe que se trata de una orden que debe cumplir, mandato que sin duda alguna, terminara con la vida de algunos de los cadetes . - ¡bajen¡. – es la orden que da el capitán, - ¡bajen¡. ¡Necesitamos refuerzos¡. - Entonces los cadetes, deciden bajar del castillo, por el lado del mirador, la zona más escabrosa del cerro, decisión errónea y apresurada, pues desde abajo, en una posición visible, de francotiradores americanos esperan que los cadetes bajan. Brincan las ventanas el cadete Francisco Márquez Paniagua y recibe una refriega de balas, detrás de éste, le sigue el otro cadete, José Fernando Antonio  Montes de Oca Rodríguez, quien también recibe una descarga de balas que lo tira de la ventana para hacerlo rodar entre las piedras del cerro. Los americanos, siguen disparando a todo aquel que pretenda bajarse, al mismo tiempo, que varios de sus soldados llevan enarbolando, banderas americanas, subiendo ya en forma menos peligrosa, la pendiente del cerro. Sólo cuestión de tiempo para la ocupación del castillo. Con ello el fin del combate; el general Nicolás Bravo entiende que no hay mucho que hacer, entonces decide rendirse. Chapultepetl está siendo ocupada por los enemigos. Es el fin de la independencia. Nicolás Bravo se ha rendido, pero los cadetes del Colegio Militar ¡No¡.

Es ese final de la vida de Amparo; cierra los ojos y vuelve a observar aquellas visiones del lago, la luz y la estrella, que la atrae; no quiere ser jamás olvidada, pero si quisiera olvidarse del mundo entero, de la noticia política, de la vida de sus amigas y de lo que le pasa a la patria, perderse en el sueño otra vez, junto a la presencia de ese hombre amado, de su madre y padre que la espera, morirse para ser suspirada, olida, enterrada entre flores y tierra fresca; para que el poeta enamorado de ella, la recuerde siempre, de día y noche, de lunes a domingo, de enero a diciembre, de cada año de su vida, para estar con ella siempre en algún tiempo, en algún lugar; amparo cruza la línea sin dejar aún el mundo que se despide de ella, entre el ruido de las balas y de otros muertos que también la acompañan. 



El regimiento de Nueva York de los Estados Unidos es el primero en llegar al castillo de Chapultepetl, junto con el las banderas americanas en señal de triunfo; desde ahí, algunos cadetes emprenden la retirada para refugiarse en los dormitorios, pero otros deciden quedarse para esperarlos a punta de bayonetas; ahí está el joven de apenas catorce años, José Vicente de la Soledad Suárez Ortega, al ver el primer soldado americano, utiliza la bayoneta para enterrárselo en el estomago al invasor; los compañeros de éste, al ver lo que hizo el cadete, responden molestos con una refriega de balas, lo rodean después para acuchillarlo con las bayonetas, hasta dejarlo tirado, en medio de un charco de sangre.

Los demás cadetes corren dentro de las instalaciones de la casona, algunos entienden que hicieron lo que pudieron y optan por rendirse, no sin antes de destruir su rifle para no dejárselos al enemigo invasor; Jesús Melgar, o mejor dicho, Agustín María José Francisco de Jesús de los Ángeles Melgar Sevilla sigue con vida, ha disparado una y otra vez, negándose a rendirse y después destruir su arma; importándole poco si alguna bala le priva de la vida o no; continua en esa lucha desesperante, de ver como los americanos, cada vez más, sube en el cerro y entran en los espacios de lo que alguna vez fue su escuela; dispara una y otra vez mas y ve muchos soldados americanos caer; huye a la biblioteca de la escuela, pero sin dejar de disparar, alcanza observar que muchos de los soldados americanos han ingresado a los dormitorios, rompen las puertas, los cristales, tiran los muebles; Jesús huye y se esconde en la biblioteca de la escuela, donde espera fríamente que sus persecutores lo alcancen. Lejos estaban los días, en que Jesús quiso estudiar Jurisprudencia y convertirse en algún funcionario del Supremo Gobierno. En que cortejaba a su amada Fernanda para algún día formar una familia con ella. ¡Pero la vida no le dio esa oportunidad¡. Su joven edad, lo hacían sentir, el más infante de todos los adultos y el más adulto de todos los infantes. ¡Tenía que darse cuenta de su triste realidad. El país que le toco vivir, no le brindaba otra oportunidad, más que seguir el ejemplo de su padrino, de enlistarse al ejército, para servir a la patria. El joven cadete, volteo una mesa para aprovecharla como pequeña trinchera y desde ahí, cargo su rifle, únicamente le quedaban tres balas, sólo tres balas para emplearlas lo mejor posible.



Los soldados americanos aceptaron la rendición de los otros cadetes del Colegio militar, no así, su actitud un poco desconcertante, a causa de la intensa balacera, hacía que continuaran disparando a todo aquel que viera como atacante; muchos de los prisioneros tuvieron que levantar los brazos en señal de rendición, sólo así, los americanos que lograron subir el cerro y por consiguiente, llegar hasta el castillo, recorrieron las distintas piezas del castillo, inspeccionando también cada aula del Colegio, quedando sólo pendiente la biblioteca.

Desde ese lugar y ya atrincherado, Jesús Melgar lloró; después de todo, ¿quién puede entender el dolor de un joven como él?. Si su vida había sido tan corta, pues no le quedaba otra, que morirse de amor?. ¡Morirse de Fernanda¡,  de quererla, adorarla, suspirarla y de cada noche, no dormir por ella; ahora el mejor momento de morirse por ella, era ese, esperar a que los yanquis entraran por la biblioteca y recibirlos a balazos; y así fue, cuando la puerta de la biblioteca se abrió, el joven cadete desde ahí los espero y disparo; uno, dos, tres balazos, un soldado americano cayo, pero los otros cuatro, también dispararon, bala sobre bala, después, las bayonetas con toda la furia, picaron el cuerpo de Jesús, perforándolo una y otra vez más, hasta que Jesús, quedara semiinconsciente, casi muerto. Su sueño estaba casi por cumplirse. Jesús cayó abatido. Para los historiadores, el cadete niño héroe Agustín Melgar.

Las tropas del ejército de los Estados Unidos de América, fueron ocupando cada uno de los distintos espacios del Colegio Militar, primero lo hicieron con el patio principal, después con el mirador, donde pusieron en alto su bandera, las terrazas, el dormitorio, el comedor, la biblioteca, cada una de las aulas; los soldados americanos recorrieron con las armas en la mano cada rincón del Colegio Militar y sus cadetes, tuvieron que rendirse, no sin antes de haber sido detenidos y tratados de la misma forma despectiva, como si se trataran de adultos. ¡Finalmente esta es una guerra¡. ¡Aunque sean simples jovencitos, respondieron como adultos en la hora del combate.



La bandera de las barras y las estrellas se desliza desde el pico más alto de la Ciudad de México, así se ve desde el mirador del castillo de Chapultepetl, desde cualquier punto del Valle de México, la bandera norteamericana y solamente la norteamericana, con sus colores azul, blanco y rojo y aquellas estrellas, era la única a la que había que venerar, la única por la que debía de pelearse en esta guerra, al menos esa fue la última lección que recibieron los soldados irlandeses desertores del batallón de San Patricio, quien cumpliendo la condena, murieron ahorcados en San Ángel.

Finalmente a eso de las 11:00 de la mañana de aquel trece de septiembre, la división del general Pillow había logrado su objetivo de tomar el castillo de Chapultepetl; el siguiente paso, consistiría en destruir las garitas de Belén, Santo Thomas y San Cosme, para entonces ocupar de una vez por todas, la Ciudad de México. Para ello el general Worth, cumpliendo fielmente las instrucciones del general Scott, dividió su tropa en dos secciones, la primera de ellas se encamino por la Calzada de la Verónica y la otra columna, por el Acueducto de Belén, para con ambas divisiones, poder entrar a las inmediaciones de la Ciudad; ahí en la calzada de la Verónica, el Coronel Joaquín Rangel en vez de combatirlo, se da la media vuelta y retrocede a la garita de San Cosme, dejando en el total abandono, la garita de Santo Thomas.

A esas horas el generalísimo Santa Anna enterado de la actividad militar acontecida en Chapultepetl, ordena desde el cuartel de la Ciudadela, ha sostener combate con las tropas americanas, en los Arcos de Belén – ¡Por ningún motivo abandone la garita¡ – Le ordena al general Terres. Debajo de cada arco, yacen escondidos los soldados mexicanos en espera de recibir a los invasores, cargan cada uno de ellos sus rifles y yacen escondidos en parapetos y trincheras improvisadas; esperando en cualquier momento la pelea de cuerpo a cuerpo; pero esta no se da, nuevamente la artillería americana decide salir avante y dispara sobre cada uno de los arcos de Belén, los cuales caen destruidos para siempre, entre piedras y mas piedras, el acueducto virreinal se destruye y los soldados mexicanos, se repliegan a la garita a sostener el combate; otros más mueren enterrados por los arcos que se desmoronan.



Es el fin de la guerra – piensa Santa Anna al montar su caballo y dirigirse a San Cosme para reforzar la tropa mexicana que se encuentra en ese lugar, en espera de librar combate con los americanos provenientes de la Calzada de la Verónica. Mientras cabalga en su caballo, el general piensa en muchas cosas, pero al mismo tiempo no puede pensar en nada; sin importarle que alguna bala perdida lo mate, cabalga sin cesar a todo galope, en compañía de una escolta de por lo menos veinte soldados, que son testigos, de su llegada a la garita de San Cosme, donde lo espera el cobarde del coronel Joaquín Rangel. - ¡Mi general¡. – Cumplí sus instrucciones. Me estacione en la Calzada de la Verónica y repliegue mi retirada a esta garita tan pronto observe que los americanos ocupaban el castillo de Chapultepetl – incrédulo Santa Anna por lo que acababa de escuchar, no pudo creer que el Coronel Rangel hubiera participado en la batalla con o más de 370 soldados en calidad de mero espectador - ¡Que acaso no reforzó a su compañero Xicontecantl - ¿No peleo como le instruí?. – Rangel percatándose del error, miente al general diciendo que resistió a los americanos en los caminos de la calzada, pero que ante el ataque contundente de los americanos, tuvo que emprender la retirada, hasta llegar a San Cosme donde esperaba nuevamente el enemigo. ¡Mentira¡. Ni peleo, ni se retiró en combate. ¡Huyo como vil cobarde¡.

Entre ruidos de cañón, balas y murmullos, Santa Anna escucha a un soldado, informándole que los americanos se encuentran en el puente de Insurgentes, en los Arcos de Belén, pero otro le dice que no es cierto, los americanos ya habían ocupado la garita de Belén.  ¡Confirmado Chapultepetl ocupado¡. El general se percata entonces, que los americanos entrarían a la Ciudad de México por la garita de Belén, librándose el próximo combate en el cuartel de la Ciudadela.

-      No se preocupe general – dice el Coronel Rangel – reforzare esta línea esperando a esos americanos.

Santa Anna confiado abandona San Cosme y se dirige a la garita de Belén. Confiado en que el Coronel, defendería la plaza hasta el final, pero ha decir verdad, el generalísimo volvió a equivocarse y Rangel, tan pronto observó que se fue Santa Anna, emprendió la segunda retirada ahora hasta el Convento de San Fernando, cerca de la Alameda.

Tarde de sangre, balazos, llanto, dos almas en algún calabozo de la Ciudadela muriéndose y el cadete Jesús Melgar, agonizando por la secuela de las balas y bayonetas que recibió, sin poderse todavía morir. Ahí, en Chapultepetl, los americanos continúan recorriendo cada rincón del Colegio Militar, llevándose una sorpresa. Los defensores del inmueble, eran simples jovencitos, hijos de familia, estudiantes del Colegio de Armas. - ¡no hay de que temer¡. – Los Estados Unidos de América será benevolentes con aquellos soldados valientes, hombres patriotas y de honor. Pero en ese momento, el cadete Jesús Melgar no pudo sobrevivir un minuto más, acababa de morir.



La garita de Belén, al igual que las garitas de Santo Thomas y San Cosme, abandonadas; ¿Dónde diablos está el ejército mexicano?. – el general al regresar al cuartel de la Ciudadela, observa que todo el movimiento de las tropas se encuentran agrupadas en la Ciudadela, dejando libre las garitas para la ocupación de los americanos. – Lo que faltaba. ¡Traidores¡. Santa Anna no logra contener su coraje y observa que los americanos estaban ahora combatiendo fuera de la puerta de la Ciudadela. Fuego y más fuego, los ruidos de los cañones siguen estallando y algunos soldados mueren entre la confusión de las balas, la tropa mexicana resiste y los americanos, desisten de ocupar el cuartel de la ciudadela, pero se atrincheran en la Ciudadela.

-      Son unos imbéciles – grita Santa Anna – donde está el general Terres. – el generalísimo logra entrar a la puerta principal del Cuartel donde es recibido por el general Terres responsable de la garita de Belén y ahora en ese momento, refugiado en el cuartel – ¡Es Usted un traidor¡, ¡un cobarde¡ – grito Santa Anna – le dije que por ningún ,motivo abandonara la garita.

El general Terres intentó explicar a Santa Anna porque había abandonado la posición pero fue demasiado tarde; pues el general Santa Anna en presencia de todos, desagravió al responsable de la garita, dándole tres latigazos en la cara,  después le quito las chatarreras y le gritó frente a todos: ¡Traidor¡.

La batalla estaba perdida. La actitud cobarde de Terres de abandonar la garita de Belén, dando con ello libre paso a los americanos y resguardarse en la Ciudadela, resultaba mucho más grave, que no haber apoyado al general Bravo en las inmediaciones de Chapultepetl; mucho más grave que la del ingeniero Manuel Alemán por haberse quedado paralizado al no haber prendido las mechas de fuego y haber atrapado en medio del fuego a los americanos; mucho más grave, que la del Director del Colegio Militar quien abandonara a sus alumnos a la suerte; mucho más grave aún, la del Coronel Rangel quien presenció desde su posición como los americanos ganaban terreno en Chapultepetl a los mexicanos, abandonando cada vez que estos se acercaban, su respectiva posición. La Calzada de la Verónica, la garita de Santo Thomas, la de San Cosme y ahora, el Convento de San Fernando. ¡Así es esto¡. La guerra ahora sí, estaba perdida y México mutilado, como el mismísimo Santa Anna.