viernes, 4 de noviembre de 2016

CAPITULO 76




Cuando Jorge Enrique despertó, escucho las puertas de las rejas que se abrían percatándose el grito de varios soldados que gritaban sin poderles entender claramente sus palabras; eran ni más ni menos que los soldados americanos quienes habían entrado al cuartel de la Ciudadela para finalmente liberarlos.



Más de cinco días sin comer ni ingerir agua, Jorge Enrique estaba debilitado, semiinconsciente también a consecuencia de los golpes que había sufrido por los escoltas del coronel Gutiérrez y Mendizábal; no pudo identificar en qué lugar se encontraba, ni tampoco entender lo que le decían aquellos soldados americanos, pero algo era cierto, el sitio donde se encontraba había sido abandonado por el ejército mexicano y ahora, este era ocupado por los invasores. Paradójico aún, los soldados de su propia patria lo habían encarcelado injustamente, mientras que los soldados de la invasión lo habían liberado.

Jorge Enrique Salcedo tan pronto fue recobrando la confianza, se pregunto alarmantemente donde  estaba su compañera Amparo Magdalena. No la alcanzo observar por ningún lado, sus ojos aun borrosos por la luz del día, trato de identificarla entre tantos americanos que recorrían cada rincón del cuartel de la Ciudadela. Este trato de levantarse, pero no pudo por su cuerpo débil y golpeado, entonces un doctor americano le dio un vaso de agua y la ración de un queso. Fue entonces cuando Jorge Enrique, también hambriento, pudo ingerir ese alimento.



Los soldados del ejército americano ingresaron a la ciudad de México, en medio de una total anarquía. Horas antes, en la madrugada, una comisión de funcionarios del Ayuntamiento de la Ciudad de México le solicitó al general Scott diera garantías para su entrada a la ciudad, inclusive, pretendieron firmar una capitulación, pero el general americano soberbio y triunfante no acepto. La ciudad de México fue posesión de los americanos, a partir de que los generales Worth y Quitman tomaron control de las garitas. Confirmado lo anterior, cuando el capitán Roberts del regimiento de rifleros, ingreso al palacio nacional, para enarbolar desde su asta, la bandera de los Estados Unidos de América. Minutos después, a las ocho de la mañana, entre vítores y aplausos, el general Winfield Scott pisaba la Plaza de la Constitución, para tomar posesión del Palacio Nacional.

Los léperos de la ciudad, en contubernio con algunos delincuentes recientemente liberados de las cárceles por instrucciones del general Santa Anna, fueron los primeros en consternarse por lo que estaba ocurriendo, encolerizados por los ojos veían, se dedicaron a ofrecer éstos la ultima resistencia de la soberanía mexicana. Con las armas de fuego que estos tenían, dispararon a los americanos que vanagloriaban sus banderas, les  aventaron piedras, palos, cualquier objeto que pudiera dañarles; maldiciéndolos con palabras, como queriendo llorar el pueblo de México, por la traición de sus gobernantes y padecer la peor conquista que había sufrido su patria independiente. ¡Es el fin de nuestra independencia¡. Los soldados americanos atraviesan la Alameda y desfilan por la calle de Plateros, con sus insignias nacionales, con sus melodías ruidosas y con el triunfalismo militar de haber vencido y aniquilado por siempre a los mexicanos.  Los residentes mexicanos salen a las azoteas de sus casas y desde ahí, les avientan piedras, las aguas sucias de sus baños, inclusive hasta los muebles de sus casas, a los soldados que ven pasar, otros mas, indignados por lo que sus ojos ven, sacan sus rifles y disparan a los soldados americanos que pisan la ciudad. La respuesta americana no se espero, actúo en forma inmediata.



- ¡Amparo, donde esta Amparo¡. Jorge Enrique pudo finalmente pararse y buscar en aquellos pasillos a su compañera. No la encontró en la otra celda, ni tampoco en la otra, camino y sin entender todavía los que los oficiales americanos de sanidad le decían, siguió preguntando por esa mujer que tanto le intrigaba. A lo lejos, observo varias camillas con muchos soldados muertos y heridos, sin todavía distinguir si estos eran mexicanos o americanos, pero lo cierto, es que se encontraban atendidos medicamente por los oficiales americanos.

Jorge Enrique siguió buscando ansiosamente en cada rincón del cuartel donde estaba Amparo, como también, los soldados americanos invasores buscaban desde lo alto del Palacio Nacional, aquellas casas de donde salían los disparos.



Todavía el Ayuntamiento alcanzo a publicar un desplegado que fue publicado y pegado en las esquinas de las calles de la Ciudad, en el que anunciaba la ocupación pacífica de la Ciudad de México, conminando a sus habitantes a conservar una actitud digna y tranquila.   Pero ni los discursos de dignidad, decoro, paz y tranquilidad, podía consolar a los habitantes de la Ciudad, de sentirse estos humillados por los americanos que ingresaban a su patria y también por los gobernantes mexicanos, que los habían abandonado, sin haberles dejado ni siquiera, una representación simbólica de su ejército, menos aun, haber firmado la rendición, para establecer las condiciones con las cuales se entregaría la Ciudad..



Tan pronto el general Winfield Scott le fue informado sobre las casas de donde provenían los disparos, ordenó entonces efectuar un ataque intimidatorio, colocó los obuses para disparar en cada uno de sus inmuebles y entrar a la fuerza a esas casas habitación, para desarmar a los vecinos. Responder sin miramientos, con energía, no cedería ni ante unos vecinos bravucones, ni mucho menos, ante léperos desarrapados. El ejército de los Estados Unidos de América, merecía ser respetado en ese lugar y en cualquier otro punto del mundo que pisara, y si para imponer su respeto debía de ejercer medidas violentas de terror y miedo, lo haría hasta sus últimas consecuencias. Así muriera uno o más mexicanos, alguna familia mas, así se destruyera también alguna casa, algún muro, alguna trinchera; no importaba ya el recuento final de los muertos y heridos, pues la guerra estaba concluida.



El cuartel de la Ciudadela ahora ya en poder de los americanos, se había convertido en un hospital improvisado. En el se encontraban los heridos tanto del ejército americano, como de aquellos soldados mexicanos, de nombre desconocido que habían sido abandonados por sus propios compañeros, durante el desenvolvimiento de los combates. Ahí, entre esos cientos de heridos y muertos, seguramente estaría Amparo; Jorge Enrique se paro ya con mayores fuerzas, con la ansiedad que lo motivaba a sacar fuerzas de donde no tenía, para buscar entre aquellos moribundos, donde se encontraba su fiel amada. La busco entre los muertos y heridos y no la encontró, siguió buscándole ansiosamente hasta el final de esta historia.

A eso de los cuatro de la tarde  del catorce de septiembre, el general Winfield Scott dio el último golpe de su expedición punitiva. A esa hora, logro controlar a toda la turba que se a conglomeraba alrededores del ejército americano, tomo posesión de aquellas casas donde algunos residentes disparaban a su tropa y detuvo a todo aquel tipo, hombre o mujer, que profanara insultos en contra de su ejército.  Claro que también hubo muertos, pero más del lado mexicano que del americano, la respuesta contundente del ejército de los Estados Unidos fuera rápida y fulminante, para dejar ya sin esperanza, cualquier vestigio de defensa de los mexicanos.

Era la hora de reorganizar ese país. La primera prioridad sería solicitar mayores refuerzos, para ello informaría al presidente de los Estados Unidos de América, sobre la campaña militar efectuada en el territorio mexicano, la cual había resultado exitosa, al haber tomado la capital del país y haber con ello, no solamente desmoralizado al pueblo mexicano, sino también, destruido políticamente a Santa Anna y aniquilado al ejército mexicano. Debía de celebrarse lo más pronto posible la paz y definirse el futuro de la estancia del ejército americano en la ciudad; si quedarse con el país entero, para anexar la Republica mexicana a los designios del destino manifiesto, como una estrella más a su bandera patria, o bien, negociar la compraventa forzosa de los territorios del norte de México.

Jorge Enrique mientras tanto, logro identificar entre los moribundos atendidos por ese hospital improvisado, el cadáver del cadete Jesús Melgar, muerto él como Fernanda, muerto como su desaparecido amigo Martin Yáñez y su maestro el doctor Samuel Ramos; muerto como se encontraba el escribano y los cientos y quizás miles de mexicanos que habían dado su vida en esta guerra injusta; muertos y más muertos, entre las cuales, a dios pedía que su amada, su amor silencioso y censurado permaneciera aun con vida. Y entonces, una señal de aliento recibió; a lo lejos, le pareció ver acostada en esa camilla, a quien era Amparo Magdalena; ahí estaba ella, la había encontrado entre los cientos de muertos y heridos, ahí estaba herida y respirando, aun la había encontrado en vida, pero en el momento más crucial de su existencia, Amparo estaba muriéndose.


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