lunes, 22 de agosto de 2016

CAPITULO 19


Los rumores que circulaban en la ciudad de México tenían algo de cierto. Los días del general Antonio López de Santa Anna estaban contados, tarde o temprano seria fusilado en la cárcel de Perote por traición a la forma de gobierno republicana  y constitucional que en su momento juraría en su última revolución. Esta vez sería fusilado, sin más ni menos, pasado por las armas como el pillo y traidor a la patria que era, olvidando el pueblo, sus jueces y verdugos, todos los grandes aciertos y méritos de éste ser humano lleno de errores y virtudes, por los cuales una vez el Congreso lo vanaglorió como héroe nacional y le otorgará dignamente el título de “Benemérito de la Patria”. ¡Así es la vida¡ el pueblo de México, el populacho, los léperos, los militares, clérigos y las mejores familias de esta sociedad tan católica, por momentos gente ingrata que no perdona los errores. … ¡Pobre general¡. … ¡Pobre país¡….¡Pobre de México¡.   ¿Y si le perdonaran la vida?.



Tan pronto se rompieran las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y México, el embajador Shannon tuvo que abandonar el país. Se le había ofrecido a México la oliva de la paz, se le había manifestado su sincero deseo de arreglar todas las cuestiones que afrontaban ambas naciones de manera amistosa y bajo principios justos y honrosos; pero el gobierno mexicano opto por romper la paz, violando los tratados de amistad que tantos años habían observado las dos naciones, era tanto el estúpido orgullo del gobierno mexicano, que no podía aceptar ni mucho menos respetar la decisión soberana de Texas de anexarse a los Estados Unidos. El embajador norteamericano intentaría comunicarse con el Ministro de Relaciones para tratar de salvar la guerra que se avecinaba, pero parecía demasiado tarde; los mexicanos estaban más interesados en discutir si salvarle la vida de Santa Anna, que en resolver el conflicto internacional que existía entre las dos repúblicas.

Don Jesús G. Cuevas el Ministro de Policía, Gobernación y Relaciones Exteriores, respondió al embajador americano que la decisión del Gobierno mexicano era irrevocable, la anexión de Texas a los Estados Unidos, era para los mexicanos una ofensa a la integridad del territorio nacional.  Por lo tanto, atendiendo a las reglas de cortesía le ofreció una escolta para acompañarlo a desembarcar en el puerto de  Veracruz y regresara a su país, para informar a su gobierno, la postura oficial de México respecto a la anexión de Texas. Si eso implicaba la guerra, ésta estallaría inevitablemente.



Amparo al terminar de leer el periódico Siglo XIX se persigno; era casi un hecho que en cuestión de meses la ciudad sería conquistada por los americanos, como alguna vez lo hiciera trescientos años atrás Hernán Cortes cuando sometiera a los aztecas y a su emperador Moctezuma; ésta vez, ya no serian los españoles, sino los americanos; no sería el catolicismo, sino el protestantismo quien se apoderaría de México. ¡Pobre país¡. Qué futuro le depararía a la patria, esta ansiedad de no poder leer el futuro para saber si Santa Anna moriría fusilado en la cárcel de Perote o si la guerra inminente estallaría en cualquier momento; no había más que presagiar catastróficamente y preguntarle a dios si la república mexicana desaparecería para siempre.



Aquella tarde del cuatro de abril de mil ochocientos cuarenta y cinco, un fuerte temblor sacudió a la Ciudad de México, provocando algunos derrumbes, quizás el más notorio de ellos, fue el Convento de Monjas de Santa Teresa la Antigua.  Estas eran las respuestas a los días que se avecinaban. La señal que la Divina Providencia daba al pueblo de México no era nada alentador, mucho se rumoraba que antes de la conquista de México a cargo de los españoles, existió una estrella luminosa llamado “cometa” que presagiaba el fin del mundo, al menos de los mexicas; señales divinas nada alentadores que fueron acompañados con los quejidos y sollozos de una mujer que gritaba en las noches al que identificaban como “La llorona”, y el que muchos decía, que seguía apareciendo por las calles de la Ciudad.

Ahora la historia parecía repetirse. El temblor que sacudió a la Ciudad de México, era quizás la señal que Dios daba al pueblo de México, profetizando su pronta muerte, su fin en la esfera de las naciones del mundo, su ocaso y exterminio a cargo de los americanos. Bien lo decían los sacerdotes desde los púlpitos de sus iglesias, en cada una de sus misas, que nuestros gobernantes se dejaban conquistar cada día más a cargo de ideas exóticas, creadas por el mismo Satán, en perjuicio de los creyentes. Había que hacer algo, porque los herejes de nuestros políticos estaban conspirando para acabar de una vez por siempre, con la fe del pueblo, con la Santa Iglesia y su mensaje redentor.

Los temblores volvieron a repetirse una y otra vez, aumentando el desastre y la calamidad, generando mayor caos y miedo para todos; ataques de histeria entre los habitantes de la ciudad; el pueblo aterrorizado saturaba las iglesias en cada misa para pedirle a dios que los dejara de castigar, sospechando de la conjura que un dios malvado estaba planeando en contra de México: ya lo había hecho con los aztecas. ¡Pobre país¡. La tierra los había castigado con un temblor de imborrable memoria que muchas vidas había costado.

Amparo, su hija Fernanda y la nana Juanita, terminaran de rezar el rosario. Fernanda no podía reponerse de la impresión de haber visto la tierra sacudirse, por momentos sentía que aquel temblor seguía repitiéndose, al menos en su cabeza, imaginaba que los calendabros se movían, que las paredes crujían y hasta alguna vez, recordó con miedo el sueño de su madre, cuando le dijo que vio la tierra partirse y ver la gente caerse al fondo. Mientras tanto, Amparo leía la Biblia, quedando totalmente impresionada de aquel pasaje del evangelio de Mateo capítulo 24 que profetizaba, que las naciones se levantarían en armas, que habría terremoto y que la gente sufriría. Esa era la situación que tanto le preocupaba a ella y de la que alguno que otro sacerdote, predicaba en sus sermones para aumentar aún, la psicosis que ya se vivía.

Ante esas circunstancias, el Gobierno de la Republica enfrentaba tres problemas, el primero de ellos tranquilizar a la población y convencer a todos, de que dios no estaba enojado con los mexicanos, que no habría diluvio universal, ni la ciudad de México era Sodoma y Gomorra, nada de eso era cierto, éramos un pueblo creyente fielmente católico al que dios, no le haría daño. El Ministerio de Justicia e Instrucción ordenó procesiones y actos religiosos públicos, rogaciones al todopoderosos y traer a la ciudad, a la Virgen de los Remedios, quien nos daría a todos, la debida protección.

El segundo problema que también enfrentaba el país, era decidir el destino de Santa Anna, ¿Qué hacer con ese hombre?. Las malas lenguas decían que desde la cárcel de Perote, había ordenado transferir su dinero a una cuenta bancaria de Inglaterra, y que también exigía desde la prisión el trato de Alteza y Presidente al que merecidamente, decía habérselo ganado; aunado a que las autoridades del presidió, reproducían las palabras del benemérito cuando éste manifestaba que si su destino era morir como Hidalgo, Morelos e Iturbide, él asumiría con decoro, esa distinción al que solamente los buenos hijos de la patria tenían. 

El Presidente José Joaquín Herrera dudaba que hacer con ese hombre. Sabía perfectamente que en el país, existían muchos seguidores de caudillo, empezando por el Coronel Yáñez y el licenciado Salcedo, quienes trabajaban en Palacio Nacional, muy cerca de él.  ¿Cómo tomar una decisión justa?. Fusilar al hombre más importante del país, quien meses antes había traicionado a la Constitución al desconocer al Congreso;  o bien, dejarlo en libertad, para garantizar la concordia y reconciliación entre todas las facciones de poder, pero lo más importante, la unidad entre los mexicanos. ¿Qué hacer?. ¿Qué malditos hacer?.



El tercer problema que todavía no podía resolverse, era el reconocimiento de que Texas ya no pertenecería nunca más a México y que el deseo de la misma, era anexarse para siempre a los Estados Unidos de América.  Este asunto, quizás era demasiado incomodo, debería de ignorársele como si no existiera, borrar de la agenda política a Texas, porque su solo atención, angustiaba al Presidente. Para ello el ministro de Gobernación, Relaciones Exteriores y Policía don Jesús G. Cuevas, mostraba al Presidente de la República, un plan secreto que le permitiría encontrar una salida decorosa al problema tejano. Era sencilla, había que recibir aquella comisión negociadora de la Republica de Texas y alcanzar con ellos, ciertos acuerdos que permitieran no solamente evitar la guerra con los Estados Unidos, sino también, dignificar la postura del país en no ceder la mutilación de su territorio nacional.  La propuesta era decorosa. México reconocería la independencia de Texas de la República Mexicana, con la única condición de que los texanos no se anexaran nunca a los Estados Unidos.



El Secretario de Estado Mr James Buchanan, ya había respondido al ex embajador de México en Estados Unidos, Juan Nepomuceno Almonte, que la anexión de Texas a Estados Unidos era un asunto definitivo y que la única forma de que Texas no decidiera anexarse a la Unión Americana, sería solamente la negativa del congreso texano. Esto significaba, que existían aun posibilidades para entablar conversaciones con los disidentes texanos y hacerles notar, de que México si reconocería su independencia, pero también tratar de convencerlos, de que podían existir otro tipo de relaciones diplomáticas entre México  y Texas, que no implicara obviamente, la desaparición de los propios texanos. 



Cuando el embajador de México en Estados Unidos Juan Nepomuceno Almonte, a quien era un secreto a voces, era el hijo ilegitimo del insurgente José María Morelos, arribaba al puerto de Veracruz luego de su residencia en la ciudad de Washington D.C., no pudo disimular su inconformidad, al observar cuatro buques de guerra anclados en el puerto, portando cada uno de éstos la bandera americana de las barras y las estrellas. ¿De qué se trataba?. ¿Quería exigir explicaciones, las únicas que recibió, fue que esperaban a su homologo el embajador Shannon quien en cualquier momento abandonaría el país. ¡Maldita republica¡. ¿Por qué la admiran tanto¡. No es más que un gobierno hipócrita, hereje, mercenario, que lo único que hace es ambicionar conquistar el mundo. No tienen principios, no tienen religión más que el dinero. Su supuesta institucionalidad en leyes, congreso, presidente y suprema corte, no es más que la máscara que los cubre, de su ambición desmedida por esclavizar a negros, exterminar a los indios, someter si fuera posible, al continente americano. ¿Cómo podían existir admiradores de éste sistema farsante?. ¡Traidores¡, ¡ingenuos¡. Mi padre peleo por un México independiente, católico, libre y soberano. Y su esfuerzo sería en vano, hasta en tanto, no nos preparáramos para desenmascarar a la comunidad internacional, para exhibir las verdaderas intenciones de la falaz republica “más democrática” del mundo.

El embajador Shannon abandono México. En medio de esos cuatro buques de guerra, regresaría a su país, para informar al Presidente de los Estados Unidos James Polk, de que México no aceptaría de ninguna forma, la anexión de Texas a la federación americana. Con la ida de Shannon, México cerraba la opción diplomática con los Estados Unidos, pero abriría otra, con una comisión de delegados de la psudeorepublica de Texas.

El Senado de la Republica, creo una comisión para solucionar este conflicto internacional entre la provincia de Texas y la república Mexicana. Figurarían en dicho órgano colegiado, el insurgente Andrés Quintana Roo y Manuel de la Peña y Peña, ambos distinguidos Magistrados de la Suprema Corte; así como también el Senador Manuel Gómez Pedraza ex presidente de México y los diputados Becerra, Aguirre, Liceaga, Elorriaga y Álvarez. Lo primero que exigiría esta comisión, fue la no intromisión de los Estados Unidos, en un asunto del cual, era competencia únicamente de los mexicanos el tratar de resolverlo. De igual forma, la comisión presidida por el Ministro de Relaciones Exteriores Jesús G. Cuevas se dispuso a escuchar, la propuesta que haría la delegación Texana.

Quedaba pendiente, ¿Qué hacer con Santa Anna?. Fusilarlo o desterrarlo de la República Mexicana.  El presidente Herrera desde lo más intimo de su soledad, reflexiono este asunto y tomo, lo que para él, fue su mejor decisión. El día 24 de mayo de 1845, decretó la amnistía, con la cual se sobreseía el juicio ventilado en contra del generalísimo Antonio López de Santa Anna, liberándolo de su encarcelamiento de Perote Veracruz y ordenando su destierro para la República de Venezuela. No obstante de la disposición dictada por el gobierno, era conciliadora, nada revanchista en contra de los vencidos. Dispondría que tanto el benemérito como los cómplices de la tentativa del golpe de Estado de 1844, conservaría su grado militar y la pensión anual vitalicia consistente en la mitad de sus últimos salarios que habían percibido en el desempeño del cargo. En el caso de los ex ministros Manuel Crescencio Rejón, Baranda y Haro y Tamariz, prófugos de la justicia, se les condeno ausentarse de la república por el espacio de diez años. ¡Para muchos, este perdón era una burla¡. Una medida titubeante del gobierno constitucional.

Con estas disposiciones – creía el presidente Herrera - el país iniciaba una búsqueda a la reconciliación. Dejar fuera del territorio nacional a los enemigos de la república y enfocar toda la atención al problema del reconocimiento de la independencia de Texas, a través de la vía diplomática sin incurrir en las armas. La respuesta final se recibiría de la comisión negociadora entre los delegados Mexicanos y la de los texanos. ¡Última esperanza de evitar la guerra y la pérdida de la dignidad nacional¡.