viernes, 30 de septiembre de 2016

CAPITULO 56


Las tropas del general Winfield Scott ocuparon la Hacienda Manga del Clavo, residencia personal del general Santa Anna. Sólo encontraron en ella algunos sirvientes desconcertados y temerosos, que nada supieron hacer, cuando los visitantes intrometidos, fueron rodeando con su caballería los linderos del “rancho” de Santa Anna. Después del recorrido, Scott entró al portón principal; con su caballería y una escolta especial, cortaron las cadenas de la entrada principal, abrieron los candados y entraron sin necesidad de ejercer disparo alguno, así la caballería americana, sus carros y sus infantes desfilaron por el camino principal de la hacienda, ante la mirada desconcertante de los criados y los campesinos, que confundidos por lo ocurrido, no imaginaban que esos visitantes fueran los enemigos de su patrón; las tropas americanas entraron a esas ponderosas tierras cargando con ellas la bandera de las barras y las estrellas, algunos más, con sus tambores y trompetas, otros con sus respectivas mochilas y rifles con bayoneta; frente a las miradas cada vez más desconcertantes y escondidas de los peones de la hacienda, los miles de soldados del ejército de Scott continuaron marchando, hasta poder finalmente ingresar a la Casona de la hacienda, residencia o al menos, una de las tantas propiedades inmobiliarias del  máximo líder de la República Mexicana: Don Antonio López de Santa Anna.



La tropa que acompañaba al general Scott pudo ingresar a la casona, entonces uno de esos soldados abrió cada una de las cortinas y también de las ventanas de la lujosa mansión, para permitir la entrada de la luz; y poder encontrar en ella, no al dueño de la casa, pero si su presencia; vieron su lujoso comedor de madera, su sala con cojines bordados de símbolos patrios, los hermosos vitrales de la casa, los candelabros de oro que colgaban de los techos, los miles de adornos de águilas devorando a la serpiente colgados en la pared, junto con las banderas y medallas que lucían en marcos de oro con maria luisas terciopeladas en color rojo, los cuadros con retratos de busto y cuerpo entero de al parecer, el patrón de la casa y hasta también un altar de la Virgen de Guadalupe; eso era un verdadero palacio, construido muy a la mexicana; seguramente ni Hernán Cortes el conquistador, ni mucho menos Moctezuma,  había vivido un día de su vida como lo hacía Santa Anna cuando reposaba en su hacienda a descansar, lejos de la ciudad y de sus políticos, con los lujos y la ostentosidad digna de un príncipe europeo; ahí en esa casona, rodeado de criadas hermosas que le ofrecieran sus servicios sexuales sólo por tratarse del patrón del casa, en aquellas alcobas ostentosas, camas matrimoniales con preciosas colchas tricolores y muchas habitaciones para resguardar en ella a batallones completos de soldados, huéspedes, invitados, amigos; debajo de la alcoba principal, frente al comedor, una cocina de ladrillos, con sus respectivas ollas de barro, cubiertos de madera, costales de carbón; fuera de la cocina, los árboles, los llanos, las caballerizas y los graneros; y desde más lejos, hasta una pequeña plaza de toros donde el general se divertía con sus amigos, ya fuera en las corridas o apostando en los palenques en las peleas de gallo.



Cada una de las partes de aquella ostentosa mansión era ocupada por el regimiento de los Estados Unidos de América y visitada por el general Scott quien sin orden de cateo ni mandamiento judicial, ni mucho menos rendición alguna del ejército o del gobierno mexicano, fue ocupando yarda por yarda de aquella ostentosa hacienda. La tropa y sus respectivo cowboy, se estacionó en el casco de la hacienda, frente a un pequeño kiosco donde se encontraba también la tienda de raya que vendía a los peones la propia comida y bebida que estos producían; lejos del kiosco, se observaba también las  pequeñas casitas donde vivían los sirvientes, había también pozos de agua, molinos de viento, chiqueros de cerdos, toros, bueyes y hasta una pequeña capilla donde se hacían misas.

Inmediatamente una comitiva de sirvientes mexicanos se acercaron hacía el general Scott preguntando quien era éste, a lo que este respondió que era el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América; a lo que la comitiva mexicana, no supo entenderlo, pues no comprendía que era eso de “Comandante Supremo”, ni mucho menos, en toda su vida, habían oído hablar de los “Estados Unidos de América”. No conocían más autoridad que su patrón, Antonio López de Santa Anna, a quien también le llamaban Su Alteza, “Serenísima”, “patroncito”, pero nunca tampoco presidente, porque tampoco esa gente, sabía el significado de lo que era el presidente de una república.

Los interpretes del general Scott trataron de hacerles entender a los sirvientes mexicanos, que venían a visitar al general Santa Anna, pero lo poco que entendieron los americanos, es que al “patrón”, tenían “mucho tiempo de no verlo”, - “When Time?” . – No sabían responder los mexicanos, no sabían ni de días, semanas, meses o años, sólo sabían que “mucho tiempo”, era “mucho tiempo”.



Scott seguía impresionado de ver la ostentosidad de la hacienda, los montes, los ríos y hasta las nubes que veía desde lejos, seguramente también era propiedad de Santa Anna, para no ir mas lejos, aquellos sirvientes mexicanos, sus animales e inclusive mujeres, también eran propiedad de Santa Anna. El hombre más rico de México, por algo había sido tantas veces presidente, por algo y por esa sencilla razón, Scott se respondía el que un hombre como ese, pudiera ejercer tanta influencia en la vida política, económica y militar de su país.

Los sirvientes mexicanos no sabían lo que realmente estaba ocurriendo, para ellos, Scott, aunque alto, güero y hablara otra lengua distinta a su dialecto indígena, era otro gachupin más, uno de esos tipos soberbios y prepotentes que caminan con zapatos en las calles de Veracruz, Puebla y de México; uno de esos tipos, que como sus antecesores, también transgredían México, a punta de balazos y cañones. Así que los indígenas de la Hacienda, trataron de hacerle entender a los interpretes del general Scott, que éste y su gente, podían pasar por su casa, al fin que seguramente, el patrón venía en camino, para atender a “sus visitas”.



  Consternado Scott del grado de inocencia y de amabilidad de sus anfitriones, se dispuso a entrar a la casona y recorrerla nuevamente en cada una de sus habitaciones; a tocar esos muebles de fina madera, a sentir esas telas terciopeladas, de seda de incalculable valor, de verificar si los accesorios de la casa, realmente eran de oro o de un metal parecido a éste; Scott subió al primer nivel de la casona, en cada pisada de la escalera, observó el enorme salón de bailes de la casona, el espejo inmenso que hacía el efecto aún mas grande del salón y vio, lo que pensó, se trataba de la alcoba principal: efectivamente, la recamara de Su Alteza Serenísima..

Scott sabía que también venía en camino, James Thompson, seguramente acompañado de los “contactos mexicanos” que este había conseguido en su estancia en México; y que visitarían también la casa, porque ese era el lugar indicado, para la entrega de las armas y las municiones, que el mismísimo Santa Anna había adquirido por conducto del coronel Yáñez. ¡Finalmente negocios eran negocios¡. Toda excursión militar era costosa, más esa expedición punitiva americana, que aunque estuviera cerca de su suelo patrio, implicaba un costo económico cuantioso y por ende, debía de ser autofinanciable, es decir, que los propios mexicanos y con su dinero, costeara su invasión.

Scott no pudo evitar la tentación de sentarse en la cama de Santa Anna, para quedarse a contemplar esa pared y ese olor a madera que lo invitaba por momentos a quedarse reflexivo, por momentos dormido; seguía observando ese enorme espejo y esas cortinas tan refrescantes que a su vez, impedían la entrada de los mosquitos. Ahí sentado, frente al espejo Scott pudo encontrar la respuesta que se había planteado minutos antes: Que había hecho Santa Anna para tener una casa así; esa recamara, ese comedor, esos extensos terrenos de cultivo, de ganado, los cientos de hombres y de mujeres que trabajaran para él; como le había hecho para ser tantas veces presidente de la Republica, para irse a Cuba y luego regresar, sin tener trabajo alguno que lo mantuviera decorosamente en sus gastos; que había hecho ese militar mexicano, cuya hoja de servicios, no se comparaba de ninguna forma a la suya; él, si era un militar de carrera y también un abogado, podía verse en el espejo y presumirse así mismo, que tenía la disciplina ética de un militar y un buen ciudadano, siempre subordinado al mando supremo y a la Constitución; Scott si era un buen ciudadano americano, pese al injusto juicio marcial que alguna vez enfrento en 1812, había mostrado su valor en la guerra de 1812, en las batallas de Queenston Heights, Fuerte George, Chippewa y Lundy´s Lane, había recibido un voto de gracias y una medalla de oro por el Congreso americano e inclusive, a su joven edad y brillante hoja de servicios, había rechazado la Secretaria de Guerra y Marina en la administración del expresidente Madisón.

Eso había hecho Scott en América y que diablos había hecho Santa Anna en México;  que había hecho el general mexicano, mientras él, como buen patriota americano, había partido a Europa para perfeccionar sus estudios castrenses, al estudiar las tácticas militares y haber escrito manuales de guerra para los estudiantes de la milicia americana; que había hecho Santa Anna, mientras él, arriesgaba nuevamente su vida, en las guerras del Halcón Negro en 1828, en Carolina del Sur en 1832, cuando peleó contra los indios seminoles en 1835, cuando obtuvo la paz en la región del Niagara, cuando en 1838 persuadió a más de 16 mil indios sherokes a que se trasladara pacíficamente al territorio indio desde Tennessee y Carolina del Sur, por haber impuesto la paz en la guerra de los madereros y haber recibido el nombramiento de general en jefe del ejército.   ¿Qué había hecho Santa Anna para tener una casa así?, en una república de indios, borrachos e ignorantes, en una nación subdesarrollada; la respuesta a su interrogante era obvio. ¡Santa Anna era un ladrón¡. ¡un corrupto¡, ¡Un pillo¡. ¡Un mentiroso¡. ¡Un traidor¡. Un mal mexicano que había traicionado a sus habitantes, a sus leyes, a sus instituciones, a su bandera, a su palabra; Santa Anna era un tipo despreciable y por esa razón, había que acabar con él, con cada rincón de su casa, de sus muebles, de su vestuario, de su nombre y también, de la memoria colectiva de los mexicanos.

Scott se paró de la cama del general y abrió las puertas del ropero y encontró en el, cantidades de trajes de militar, todos ellos con excelentes bordador con hilos de oro y escudos de la águila mexicana; las botas relucientes e inclusive, hasta las prótesis de madera, de bronce y de plata, que a veces solía ponerse el general para poder caminar cada vez que quisiera con un pie distinto; sin pensarlo, Scott abrió el ropero y saco toda la ropa del general mexicano y la echo a la cama y dio a las órdenes a su tropa, para que sacaran esas onzas de ropa y las llevaran a los chikeros de los puercos, para que con su lodo, las mancharan o sobre ellas se cagaran los marranos; eso había que hacer, darles la autorización para que cada uno de sus soldados, pudiera hacer los actos de pillaje que este prohibía pero que ahora podía permitir, robar los cubiertos de plata, las telas de seda, las espadas colgantes, las monedas que pudieran estar escondidas, robarse todo y si no destruir todo, romper los espejos, los cristales, los vitrales, ningún mexicano merecía tener a un gobernante de esa calaña, romper esas banderas nacionales y esas “medallas al valor” que tanto presumía el generalete mexicano, seguramente otorgadas por diputados leguleyos, hablantines, viles y traidores como su jefe; la tropa siguiendo las ordenes de su general, con las culatas de sus rifles empezó a romper las puertas de la casa, las ventanas, a vaciar los graneros a robarse los animales, para guardar provisiones; podían hacer todo los soldados americanos, menos, saquear los barriles de mezcal o pulque que habían en la hacienda; esas bebidas embriagantes estaban prohibidas en la moral cristiana del general Scott, esas ridículas y corrientes esas bebidas, dignas para pueblos borrachos como los mexicanos, únicamente servirían para idiotizar a los mexicanos; podían los soldados americanos robar, saquear, maltratar, dañar, todo lo que quisieran hacer de esa casa, inclusive, hasta fornicar con las mujeres de la hacienda, podían hacer todo, menos y por ningún motivo, ingerir bebidas alcohólicas.



Santa Anna era un traidor no solamente para los mexicanos, sino también para los americanos. Le había prometido al presidente Polk que le permitiera ingresar a México luego de su exilio, a cambio de negociar la paz de la guerra, cediendo para siempre, los territorios del norte; y que hizo el desdichado traidor; que hizo, cuando el había prometido al Almirante Alexander Slidell Mackenzie cuando lo visito a la Habana, “que lo dejaran entrar a México”, que restablecería el gobierno liberal y federalista y que tan pronto llegara al poder, celebraría la paz con nosotros los Estados Unidos. El muy mentiroso, le mando a decir a Polk por conducto de Mackenzie  que no “se revelara jamás la conversación”, para que la historia jamás durara de su patriotismo. - “¡Cínico¡.” – Santa Anna era un cínico – se dijo asimismo el general Scott con la furia incontenible de un militar digno a su palabra, reprochándole a Santa Anna, que había faltado a lo más importante que tiene un hombre: su palabra.  Pues el general mexicano, efectivamente pudo entrar a México por Veracruz, tal como se había pactado, pero él no había cumplido su palabra de negociar la paz; pues el muy desdichado, continuó la absurda guerra que había empezado su antecesor Mariano Paredes Arrillaga; y ahora, ante un adversario traidor y sin palabra, él, se había visto en la penosa necesidad de haber destruido Veracruz, haber matado gente inocente, mujeres, niños, gente inocente que tuvo la desgracia de haber sido gobernada por gente tan deleznable como el que ostenta la soberanía mexicana.  



La tropa americana obedeció las ordenes de su jefe, en la destrucción de la finca de Santa Anna, procedieron éstos a robarse todo lo que pudieron robarse; dando principal preferencia a la comida, con ella abastecieron los carros, al igual que las pipas de agua; toda la paja para los caballos, robar todo lo que pudieran robar.

Llegando al atardecer, cuando los soldados americanos recorrían cada pulgada de la hacienda, la escolta del general Scott anunció la visita de James Thompson, acompañados del Coronel Yáñez, Gutiérrez y el oficial Gaudencio; entonces el general Scott dispuso que los atendería personalmente en la recepción de la casa, donde seguramente Santa Anna se disponía a recibir a sus visitantes.

Yáñez observó el desorden que imperaba en la casona a la que tantas veces había visitado; era un poco indignante ver la destrucción de la hacienda y no poder hacer nada para defenderla; seguramente cuando su jefe don Antonio de Santa Anna se enterara de los desmanes hechos por los americanos, estallaría en furia para destruir a su adversario; era doloroso, pero tenía que disimularlo; entrar a la recepción y ver como el general Scott con sus aires de vanidoso, en forma despectiva se dirigiera a la comitiva mexicana para preguntarles sobre los nombres de los principales pistoleros que había en México, quienes eran los gavilleros o piratas de la región, Yáñez un poco intrigado no venía a la casa de su jefe a tratar sobre ese asunto, sino para recibir las armas que días antes había comprado.

James Thompson, en su calidad de interprete, habló en su lengua natal con Scott y le hizo entender, que los mexicanos, ilusamente habían comprado armas al ejército de los Estados Unidos, unos treinta mil rifles y treinta millones de municiones, a cambio de un millón de pesos, algo así como mil barras de oro; pero no solamente era eso lo importante, Thompson le informaba también al general Scott que lo más importante era, que tenía señales importantes de haber ubicado el tesoro de Moctezuma; un conjunto de pergaminos, joyas y utensilios del viejo emperador azteca, de incalculable valor no solamente económico, sino también cultural y espiritual; Scott como Thompson, como el mismísimo presidente de los Estados Unidos James Polk, sabía que ese tesoro, representaba tener todo el conocimiento secreto que le permitiría a norteamericana, gobernar al mundo por mil años; los secretos de Dios para poner en practica el destino manifiesto y con ello, el nuevo orden mundial; la palanca que haría posible a los Estados Unidos convertirse en la nación mas poderosa del mundo, más aún que Francia e Inglaterra.

-    ¿Dónde está?. – pregunto Scott – ¿Donde esta ese tesoro, que nunca revelo Cuauhtemoc?. – James Thompson, le respondió que en el poblado de Tacubaya México, cerca de las lomas de Tizapan y la barranca del moral, estaba el tesoro escondido. – Las planchas de oro de Nefi, de las que también hablaba, el profeta Smith, las que contiene las palabras que le fueron reveladas al profeta por el Angel Gabriel, - “¡la verdad que gobernará al mundo¡”  - El tesoro que andamos buscando.     



Scott celebró con júbilo esa buena noticia. Algún premio debió de haber obtenido, luego de la triste experiencia de haber matado a familias mexicanas a través de sus potentes cañonazos. Ahora estaba convencido que no ser por la traición de Santa Anna a su falso ofrecimiento de paz hecho al Almirante Alexander Slidell Mackenzie, jamás ningún ejército de los Estados Unidos hubiera tenido la oportunidad de entrar a la Ciudad de México para buscar el tesoro perdido.

Sin embargo y ante la barrera del idioma, el coronel Yáñez, acompañado de Gutiérrez y Gaudencio, no podían entender en que radicaba la felicidad de sus adversarios; algo no le convencía del todo; los americanos habían decidido venderles armas con los cuales, se les combatiría y eso, no sabía si era motivo de la risa para Thompson; Scott continuando en su dicha por hacer la mejor campaña militar de toda su vida, le instruyo a Thompson, que hiciera entrega de las armas, no en las cantidades convenidas, pero si de un importante arsenal, que de nada le serviría a los soldados mexicanos, que por cierto, seguramente, no sabían ni contar.

Thompson percibiendo esa desconfianza de sus acompañantes, para darles mayor tranquilidad a los oficiales mexicanos, les dijo que el general Scott estaba muy contento por las debida hospitalidad recibida a su persona y a su tropa, por el personal de la hacienda, pidiéndole se le agradeciera personalmente al general Santa Anna su gentil atención; así también refiriéndose a la venta del arsenal,  les dijo también que el general estaba satisfecho por el pago en barras de oro que recibiría y que honorable a su palabra pactada, haría entrega del parque.

Scott sin ni siquiera dirigirse a los mexicanos, le pidió a James Thompson, contactará con todos los bandidos salteadores de caminos  que hubiera en México; les ofreciera una mejor paga que el jefe de todos sus jefes, a cambio de que por ningún motivara atacaran a sus regimientos, ni menos aún, decidieran robarles; Thompson, respondió que no tuviera la mínima preocupación, porque para sorpresa suya, el jefe de todos los bandidos, también era, nada menos y nada más, que el mismísimo Santa Anna.

-      What?

Si Santa Anna, el general Antonio López de Santa Anna, es el jefe de todos los bandidos mexicanos; él es el que le otorga el grado militar a los bandidos, cuando estos visten uniformados durante los tiempos de guerra, cuartelazos, revoluciones; pero en tiempos de paz, les permite a sus oficiales, vestirse como civiles y retirarse a las montañas, para asaltar en los caminos a cuanto extranjero vean, robarles sus pertenencias, sobre todo joyas, oro y todo metal susceptible de fundirse y poderse convertir en moneda falsificada; Santa Anna, es el jefe de todo el bandidaje que hay en México, es el gran cacique de todas estas tierras, el máximo distribuidor y vendedor de mezcal, pulque; también de prostitutas, de palenques; de pistoleros a su sueldo; el controla todos estos caminos, ¿porque cree que entra y sale del país cuando quiere?, ¿porque cree que entra a palacio nacional como presidente y se va y luego regresa cuando se le de la gana?; ¿ de donde cree que salen los recursos para financiar sus revoluciones?, ¿sus guerras?, ¿Acaso cree que de los impuestos?. Si México es un país pobre, no produce riqueza, depende económicamente de nuestros comerciantes y de lo que también le venden los comerciantes genoveses, franceses, ingleses, españoles;  sabía que México consume  más de lo que produce y que por ende, su riqueza, se obtiene no del impuesto que genera sus comerciantes y ciudadanos, sino de lo que éste les roba.

Wilfied Scott entendió entonces, porque Santa Anna podía tener una casa como esa.

Acaso cree que con el sueldo de presidente de la república, el general Santa Anna podría obtener esta riqueza, esta casa y otras más que tiene en otros lados; no tiene idea de la inmensa riqueza de Santa Anna, es sin duda alguna, el hombre más rico del mundo, más que cualquier prospero comerciante y empresario británico, que cualquier noble europeo, que cualquier banquero judío. Santa Anna es un hijo de puta, como dicen los mexicanos, que hay que romperle la madre.

W. Scott sintió entonces el llamado del verdadero sentido de esa guerra. Destruir a ese nefasto hombre, a esa basura de ser humano, que traiciona a su pueblo, a su nación y a su palabra. ¡Santa Anna era el enemigo a vencer¡. El obstáculo para que ese pueblo de indias conociera la democracia y la libertad.

Thompson informó a Yáñez, que el parque adquirido se concentraría en el caso de la hacienda, para calmar sus ansias, le ofreció un trago de mezcal a lo que el coronel mexicano, sin dudarlo acepto inmediatamente.

Scott se dio cuenta entonces que el enviado de Santa Anna, era otro tipo igual que todos los mexicanos. Un borracho más. Thompson, siguió ofreciendo mas licor, al igual que Gaudencio y al coronel Melgar Gutiérrez y Mendizabal que también consumieron, pero no en la misma cantidad que su compañero. Yáñez, siguió ingiriendo una vez más esa fuerte bebida embriagante, queriendo adquirir con ella, la seguridad que por ese momento tenía.

Se dispusieron todos a salir, al casco de la hacienda, para hacer entrega del tan anhelado parque adquirido. Treinta mil rifles y treinta millones de municiones, ¡pobres mexicanos pendejos, no sabrían distinguir un cien, de un mil, de un millón; no sabría lo que comprarían; menos aún, cuando su principal oficial cabecilla, ya se mostraba a esas horas, un poco contento y hablantín, por el estado etílico en que se encontraba.

Yáñez, desenfundando su pistola, la que en ningún momento soltaba, aun con su estado de embriaguez, sintió lo que realmente estaba ocurriendo. Cuando salió de la casona y se le hizo entrega del parque, se pudo percatar que todo era una farsa, que no existían los treinta mil rifles, ni menos aún las treinta millones de balas que había comprado; había sido víctima de una estafa. Ahora, estaba ahí en la casa de su patrón, pero esta vez sin él, sino en el terreno enemigo.

Thompson entre hablando inglés y español, le mostraba a Yáñez, una caja de rifles y otra más de municiones; pero no eran el número de cajas que este esperaba; faltaba más y no era todo el parque, Thompson le había engañado; así que Yáñez, ordeno al coronel Gutiérrez y al oficial Gaudencio a que desenfundaran sus armas y emprendieran la huida, porque seguramente, serían capturados como prisioneros de guerra por Scott; pero al dar la orden, pareció no escucharlo Gaudencio.

-      ¡Que no oyó Gaudencio¡. … ¡Gutiérrez, vámonos Gutiérrez¡.

Thompson cruzo la mirada con Yáñez y le sonrío, como queriéndole darle una disculpa.

Entonces el oficial Gaudencio saco su arma y apunto a Yáñez.

-      ¿Que está haciendo Gaudencio?.

El oficial Gaudencio, sólo alcanzo a responder:

-      ¡Lo siento jefe¡. … - y entonces disparó una y otra vez más.

Yáñez trato de sacar su pistola y defenderse también disparando, pero antes de hacerlo, Gutiérrez se había adelantado, también disparándole.

-      ¡Jijos de punta¡. … - fue lo que alcanzo a decir Yáñez. Ya no pudo decirles: ¡Jijos de su pinche madre¡. ¡Pinches putos¡. Ojala se vayan mucho a la chingada… 

Era demasiado tarde, la sangre empezó a escurrir por la boca. Sólo alcanzo a ver, como Gaudencio se acercó hacía él y para cerciorarse de que estaba muerto, alcanzo a sentir como se le acerco, para luego sacar éste un cuchillo y encajárselo una y otra vez con una cizaña, que le hacía recordar, la tarde en que mato al escribano.

Nada pudo hacer Yáñez ante la traición de sus propios compañeros; una y otra cuchillada fue entrando a su cuerpo, haciéndole aprender que el que hierro mata a hierro muere. El que días antes había asesinado al escribano, ahora, era asesinado, con la misma saña, con el mismo odio, con la misma desconfianza, Yáñez empezó a escupir sangre y tener la vista borrosa, débil, cansado, con mucho sueño, ya no podía decirles a sus agresores “jijos de la chingada¡. Sentía que su cuerpo se iba, desaparecía de esta vida, oyendo a lo lejos las voces, dejando de sentir el dolor caliente primero de las balas y luego de esos cuchillazos; viendo por momentos aquel bosque, aquel lago y el cántico de los pájaros; viendo a lo lejos del árbol, la silueta de su madre que lo esperaba con los brazos abiertos, entonces Yáñez era un niño y corría a su madre que había dejado de ver por mucho tiempo; sintió entonces el mejor momento de toda su existencia, ese calor de hogar, ese cariño incomparable de madre, era otro… Yáñez no se había dado cuenta, que cuando corrió al sentir el abrazo de su madre, acababa de morir.

Una vez informado el general Scott de la muerte del coronel Yáñez, recibió otra buena noticia. Sus dos sicarios, el oficial Gaudencio y el coronel Gutiérrez y Mendizábal, se comprometieron, a cambio de una generosa comisión,  a revelar el lugar donde estaba escondido el tan anhelado tesoro. En efecto, si existía el mismo. Este se encontraba cerca de la ciudad de México, en el poblado de San Angel, por el rumbo de Coyoacán. La descripción que el oficial Gaudencio hiciera del mismo, parecía coincidir con el que el general Scott había recibido meses antes de algunos arqueólogos americanos miembros de una secta masónica. El tesoro existía y él, tendría mejor suerte que Hernán Cortes para descubrirlo.

El oficial Gaudencio y el Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal se retiraron de la hacienda de Manga del Clavo,  conduciendo al menos unas veinte carretas que contenían por lo menos unos mil rifles y veinte mil municiones. Parque suficiente para entregárselo al general Santa Anna para defender la  Ciudad de México.

Scott mientras tanto, luego de pasar la noche en la recamara principal de la hacienda, decidió abandonar la hacienda de su enemigo el general Santa Anna, no sin antes ordenar, que la casona fuera incendiada.



Los oficiales del ejército americano cumplieron al pie de la letra la instrucción. En cuestión de veinte minutos, el fuego consumió la Hacienda, destruyendo por siempre, uno de los palacios del generalísimo mexicano. Así el fuego cubrió y calcino las paredes, las ventanas, los balcones, destruyó el techo, los vitrales, quemó las cortinas, los muebles, todo absolutamente todo; torres de fuego fueron consumiendo por siempre, lo que fue una de las moradas del líder político mexicano. Entre cenizas, quedaría por siempre aniquilada, la inmensa riqueza que el general mexicano guardaba en su casona.

Los jornaleros de la hacienda nada pudieron hacer ante el ejército americano. Tampoco nada entendía lo que el general trataba de decirles, solo eran testigos de que la casa de su patrón se incendiaba, sin que hubiera nadie que la apagara.

La hacienda de Santa Anna había sido por siempre destruida.



jueves, 29 de septiembre de 2016

CAPITULO 55


En la ciudad de México, el rumor fue cierto. La revuelta popular, patrocinada por el clero estalló. ¡Abajo el mal gobierno¡. ¡Religión y Fueros¡. Por una parte los denominados “puros” presididos por el masón de Valentín Gómez Farias, quien ostentaba ideas liberales que atentaban contra la santa fe y la iglesia de Dios nuestro señor y por la otra parte, los jóvenes Polkos, defensores de los principios del evangelio y de nuestra madre la patrona de América, santísima Guadalupe.



De nada habían servido las intensas discusiones que desde un mes antes habían sostenido los representantes del pueblo, enterrados quedaron las disputas de los diputados y los proyectos financieros de a cuanto podía ascender el monto de lo “prestado”, nada absolutamente de nada sirvió la Ley del 11 de enero de 1847, ni los estudios doctrinarios de inminentes juristas  provenientes del Fuero de Castilla que ya autorizaba a los soberanos españoles, la ocupación de los bienes del clero en “manos muertas” por causa de utilidad pública. De nada tampoco sirvieron los estudios de ilustres juristas canónigos como el de Berardi quien también consideraba que el clero podía vender sus bienes para salvar a la nación; las excepciones que la Novísima Recopilación decía que en tiempos de guerra la plata y los bienes de la iglesia, podían ser tomados por el rey; nadie absolutamente nadie defendió las leyes españolas que legitimaban a sus soberanos a ocupar los bienes de la iglesia católica, sin el riesgo o la amenaza de ser excomulgados, como ahora lo estaba haciendo el clero mexicano. Inclusive mucho se hablaba en los círculos intelectuales, que Su Majestad Carlos IV ingreso a las arcas públicas los bienes de la iglesia, sin que mediara guerra alguna, sino únicamente por su propia voluntad de soberano; pero la situación que vivía el país, no lo permitía, lo censuraba, México había más católicos que en la propia España; el clero mexicano tenía mayor poder, que ni el propio papa en la mismísima Roma o en Madrid. Esa era la verdad; de nada sirvieron las leyes que alguna vez dictaron las cortes españolas respecto a los bienes eclesiásticos de la península ibérica, leyes que fueron aprobadas y sancionadas por sus respectivos monarcas y que no por eso, habían recibido la excomunión, como ya la había recibido el encargado de la presidencia, Valentín Gómez Farías y toda su comitiva de ayudantes, quienes por haber apoyado dicha ley, habían sufrido, el peor castigo de la religión católica: la excomunión.

Aquella mañana, mientras el ejército mexicano capitaneado por el general Santa Anna se batía en armas con las tropas del invasor, sufriendo hambre, sed, desolación, resistiendo a las tempestades del clima, defendido con decoro y dignidad el avance yanqui sobre cada centímetro del territorio nacional; aquella mañana, los batallones Independencia y Victoria, se levantaron en armas, desconociendo al gobierno puro de Valentín Gómez Farías y ocupando las instalaciones de la Universidad de México como su cuartel.

Ahí donde se reúne la gente supuestamente pensante, la que discute y se difunde el conocimiento, donde se encuentran las cabezas pensantes de la nación entera, la triste Universidad de México, actuaba como siempre lo había hecho en ocasiones anteriores, para vergüenza de muchos universitarios, como un centro donde se organizaban las fuerzas conservadoras, supuestamente inteligentes, enemigos de cualquier idea liberal que representaba cambio. Ahí, en sus paredes de sus recintos,  se encontraban los jóvenes más radicales, preparando la pólvora y las municiones de sus obsoletos rifles, implorando las consignas de “abajo el mal gobierno”, “en defensa de la fe de dios”, “religión y fueros”; los cientos de jóvenes estudiantes universitarios, hijos de las buenas familias aristócratas de la Ciudad de México, “soldados de la fe”, portando orgullosamente sus amuletos y escapularios, manipulados por las fuerzas conservadoras del clero, una vez mas presentes en la historia de la joven república,  para descalificar al “liberal”, “puro”, “masón”, “hijo del diablo”, “traidor” y cualquier otro calificativo, que mereciera en esos momentos al presidente de México.



Los jóvenes aristócratas, distinguidos universitarios, futuros abogados, con su uniforme limpio, habían tomado las calles de la Ciudad de México para defender a la verdadera fe, “ a su santa Religión católica” y de sus “humildes ministros”, de la “santísima e inmaculada madre de dios la Virgen de Guadalupe”; recibían las muestras de apoyo popular que ningún otro grupo social había recibido antes, hasta las monjas de los conventos de la ciudad de México, suspiraban mundanamente y olvidando sus votos religiosos, al verlos pasar tan gallardos y joviales; de esa forma y ahí reunidos los batallones de jóvenes estudiantes, con el apoyo popular de muchos de los líderes de opinión de los principales periódicos del país, como el Republicano y el Siglo XIX, mostraban una vez mas al mundo, su patriotismo y su fe, en la religión católica. El presidente de la Republica al enterarse sobre los primeros motines ocurridos en la Universidad, ordenó a ocupar las instalaciones de la Universidad de México, lo que generó sin haberlo pensado, en aumentar el disgusto de los jóvenes universitarios, legitimando más la causa de los batallones cívicos “los polkos”, que se lanzaban en armas para desconocer al mal y traidor gobierno. 

Pero además, muchos eran los rumores que se decían del alzamiento del batallón Independencia, uno de ellos, había sido la orden de trasladarse a Tuxpan y a Veracruz, en virtud de la amenaza del ejército americano de iniciar un desembarco por esas costas; obviamente, muchos de los padres de los jóvenes universitarios aristócratas se habían opuesto a tal instrucción, pues para eso estaba Santa Anna quien defendía con su leva y sus soldados al territorio nacional, no había necesidad de molestar a los jóvenes universitarios de los batallones cívicos para sacrificar su vida en una guerra, que no la habían iniciado ellos.



Aunado la prensa y la “opinión pública”, consideraba que las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos, eran solamente pretextos para desviar la atención y cumplir con un plan perverso que los masones habían planeado implementar en México, desde su independencia: “vender a México”, “sacrilegar a la santa iglesia católica”, “mancillar a nuestra Virgen Morena”, “enajenar los bienes propiedad de dios, para cedérselos a los herejes protestantes y masones”, ese el plan secreto que el Supremo Gobierno tenía y obviamente, ningún joven universitario, con su preparación académica, iba permitir dicha ofensa. “¡Entiende Gobierno¡ ¡La iglesia no se vende, se defiende¡”. “¡Abajo Gómez Farias y su gobierno de ateos anticristianos¡”.



La noche del 26 de febrero de 1847, jamás será olvidada. Los batallones Independencia, Hidalgo, Victoria y parte de los cuerpos de Mina, enalteciendo el nombre de los insurgentes de la independencia, auténticos y verdaderos católicos, pues se levantaban en armas en contra del mal Gobierno, aclamando ante la opinión pública, la verdadera revolución que pondría finalmente en el sentido correcto y verdadero al futuro de nuestro país: la restauración de los verdaderos principios federativos. 

Gómez Farías no era un liberal puro y menos federalista, era un masón que aprovechando la confianza que le otorgaba el protector de Anahuac, había pretendido apoderarse de los bienes propiedad de los hijos de dios, para cedérselos a los americanos protestantes; el presidente espurio, era un ateo, masón, que ni era federalista, ni republicano, ni santaannista, ni mucho menos le interesaba defender a la patria de la guerra contra los americanos. Como se atrevía el muy cínico a vender lo que no era suyo, para luego después, regalárselos a los invasores.

El general en Jefe Matías de la Peña Barragán, había podido por fin, conglomerar a la gente más inteligente del país, para dar por terminada una vez por siempre, este caos. Contando con el apoyo del general Valentín Canalizo Jefe de la Guardia Nacional, se sumaban nuevamente las proclamas, para instaurar de una vez por siempre, los verdaderos principios de la federación: que cesen por lo mientras en funciones de los poderes legislativo y ejecutivo, por no representar los intereses de la nación, pero que no cese obviamente, la vigencia de la Constitución de 1824, por ser el único pacto que nos une a los mexicanos. Que cesen el presidente y mientras tanto, sea el ministro presidente de la Suprema Corte quien dirija los destinos de la nación, en tanto se convoque a elecciones libres y limpias para elegir nuevamente a los diputados; que cese lo que se tenga que cesar, incluyendo los decretos de la ocupación de los bienes eclesiásticos de manos muertas, por ser esta disposición legal, la causante de una guerra civil que dividió a los mexicanos, en vez de unificarlos en contra del enemigo exterior; que cese lo que no sirva, menos la jefatura del ejército mexicano y presidente interino de la Republica, el benemérito de la patria y general de división don Antonio López de Santa Anna.



Y mientras eso ocurría, mientras al norte del país, sangre y destrucción se respiraba en los llanos, miles de soldados morían de frío, hambre, sed o de las balas del enemigo en una guerra sin sentido; una estúpida confrontación destinada a perderse, donde los únicos patriotas que si sabían lo que había que hacer, eran precisamente los americanos, ahora comandados desde un buque de vapor por el general Wilfried Scott.

Cerca de las costas de Tampico y Veracruz, navega una flotilla de buques de vapor que nunca antes había navegado por nuestras costas, pues ni en los tiempos de Cortes ni en la época de los piratas ingleses, habían desfilado en nuestro territorio marítimo, aquellas imponentes fortalezas de hierro que ondeando la bandera de las barras y las estrellas, trasladaban a trece mil soldados enganchados por la Secretaria de Guerra del Gobierno de los Estados Unidos de América, en espera de iniciar el primer desembarco infante marino en la historia moderna del mundo.



El general Scott había terminado de leer nuevamente su libro favorito, “Historia de la Conquista de México”, escrita por el historiador William H. Prescott, un autentica crónica que describía la vida y obra de Hernán Cortes, cuando hace más de trescientos años, piso el suelo mexicano para derrotar contra toda la adversidad, al imperio azteca. La historia vuelve a repetirse. El nuevo Hernán Cortes que acecha las costas mexicanas, es un anglosajón, un militar veterano de buena familia y buenas costumbres, un buen ciudadano americano que además de sus dotes militares y de su lealtad al Presidente James Polk, se sabe ahora, ser la figura principal de esta guerra seguida por los corresponsales americanos de New York, Chicago, Louisiana, Bostón y de otras colonias americanas, que quizás no durarían, de salir avante en esta importante misión, en promoverlo en su carrera política y de influir a través de sus crónicas periodísticas en las legislaturas estatales para que estas a su vez le pudieran darle los votos necesarios para alcanzar la presidencia de la República.



De esa forma, el general Scott tenía conocimiento de cada uno de los movimientos armados y de defensa que emprendía el ejército mexicano, sabía por ejemplo, que el puerto de Veracruz contaba con cinco mil efectivos mal armados y que en el fuerte de San Juan de Ulua construida en la época virreinal, se guardaban doscientos cañones obsoletos e inservibles, que nada podrían hacer frente a sus poderosos buques de vapor; también sabía que la naval mexicana tenía únicamente dos buques de vapor llamados el “Moctezuma” y “Guadalupe”, que el gobierno de Paredes Arrillaga, había vendido a Cuba, para que estos no fueran destruidos por la potente naval americana. Sabía también que los únicos barcos mexicanos que estaban disponibles para defender las costas mexicanas, los bergantines Mexicano, Veracruzano Libre y Zempoalteca; las goletas Águila y Libertad, el pailebot Morelos y las cañoneras de Guerrero, Queretana y Victoria, todos ellos de navegación a vela; se encontraban escondidos en el río Alvarado, precisamente para que tampoco la naval americana les hiciera el menor daño. Sin embargo, el comodoro Conner, cumpliendo las instrucciones de Scott,  se encargó de efectuar dos misiones con la encomienda de destruir dichos navíos. Lo que logro hacer, pese a la resistente, heroica y anónima defensa del almirante mexicano Tomas Marín.

De esa forma, mientras en la Ciudad de México los batallones cívicos “Independencia” y “Victoria”, integrado por los jóvenes católicos universitarios, apodados “polkos”, celebraban con júbilo la renuncia del presidente Gómez Farías, así como la restauración de los verdaderos principios de la federación; y los sobrevivientes de las batallas de la Angostura regresaban a México, cansados y algunos de ellos heridos, luego de haber casi vencido los americanos; el general Scott seguía en su camarote con la vista en las costas mexicanas, a la espera de iniciar en cualquier momento el desembarco. ¿Y que con el tesoro de Moctezuma?. – se preguntó asimismo el general Scott - ¿Cuánto vale el tesoro de Moctezuma o mejor dicho, cual es el verdadero valor de esa reliquia?. ¿Podría cotizarse en castellanos, pesos, libras o dólares?. ¿o quizás su verdadero valor, sería inconmensurable?.  La leyenda decía que el tesoro lo había encontrado Hernán Cortes y que le fue arrebatada en aquella noche donde fue su ejército fue destruido por los guerreros aztecas; posteriormente cuando Cortes se repuso de esa derrota y logro vencer a los aztecas, torturaron a Cuauhtemoc para que este revelara el lugar donde se encontraba escondido dicho tesoro, pero nunca dijo dónde estaba, negó su existencia, no dio referencia alguna donde encontrarlo, entonces el último emperador azteca Cuauhtemoc, se llevó a la muerte ese secreto, que al parecer, él mismo Scott lo iba a revelar en los meses próximos.

La vida sigue mientras el mundo continúa cambiando; Fernanda y Jesús Melgar llevaban más de un mes en el puerto de Veracruz y las cosas no salían como pensaron; Fernanda pronto se dio cuenta que Jesús Melgar era un hombre que no podía ofrecerle nada, después de todo la vida en risa por momentos se vuelve tediosa y más cuando el nivel socioeconómico de aquella niña consentida, no era sostenida por aquel joven desertor de la academia militar, que de comercio no sabía absolutamente nada. El hambre llega, la necesidad material de seguir sosteniendo el mismo nivel de vida se hace presente y las excusas que manifiesta Jesús respecto al bloqueo americano, no parece ser entendidas por Fernanda quien día tras día, se desilusiona de la incapacidad y posca solvencia económica de quien considero ser el amor de su vida.  Fernanda se mira al espejo y por momentos, se ve reflejada en su madre, entiende entonces el motivo por el cual, ella vivió sobajada tantos años al lado de su padre.

La vida en el puerto se vuelve cada día más tensa. Jesús Melgar siente por vez primera la necesidad de olvidarse de su nueva profesión de comerciante y siente ahora si, la vocación por las armas. Sabe perfectamente que se encuentra ante un verdadero ejército, altamente capacitado en las artes militares, con batallones de auténticos soldados remunerados por sus servicios y no, harapientos enganchados como lo eran los soldados mexicanos. Los rumores que le llegan a Jesús Melgar, es que los americanos ya estaba en posesión de los puertos de San Francisco y que habían desembarcado meses antes en san Juan Bautista Tabasco, habiendo sido estos rechazados por el jefe de armas de apellido Traconis. No obstante de eso, lo que veía Jesús Melgar, es que su vida en Veracruz no iba a ser tan sencilla como parecía; ilusamente pensó que la guerra contra los Estados Unidos se libraba en el norte del país, pero no pensó, que lo fuera alcanzar en Veracruz, donde iniciaba una nueva vida con su mujer amada.



Mientras Gutiérrez piensa en cómo sobrevivir a ese bloqueo militar que imposibilita el comercio en Veracruz, el general Winfield Scott al mando de 163 buques de vapor que concentraba a 13 000 mil soldados americanos y centenares de cañones paixhans, miles de costales de carbón, de raciones de víveres y de municiones, se dispone a efectuar el primer desembarco marítimo en la historia de los Estados Unidos de América. Frente a las costas mexicanos, en Veracruz. Los miles de soldados americanos bajan de sus buques en unas lanchas diseñadas para el desembarco y pisan las playas mexicanas, sin encontrar resistencia alguna; si que hubiera ni siquiera un americano muerto.

El general Scott pisa el territorio veracruzano y decide establecer su centro de mando, “campo washigton”, ordena hacer inspecciones de reconocimiento al lugar, trabajar durante toda la noche en las trincheras y con sus ingenieros militares, decide colocar su artillería para preveer en los días próximo un posible bombardeo. Su informante en México James Thompson le hace de su conocimiento, en una carta confidencial sobre la adquisición de treinta mil rifles y treinta millones de municiones que serían adquiridos por el gobierno de Santa Anna; a cambio del pago de un millón de pesos, pero todavía, de algo mucho más importante.

¡Del tesoro de Moctezuma¡.


 Winfield Scott ansioso de haber leído el informe de su agente especial, vuelve a leer el libro de William H. Prescott “Historia de la Conquista de México”, lo hojea una y otra vez, hasta buscar el pasaje del famoso tesoro. ¿Qué secretos guardaba el emperador azteca?. 

Los primeros informes que recibió Scott fue que el ejército mexicano, comandado por un tal Morales,  tenía a lo mas 4900 efectivos, integrados por los batallones de Puebla, Jamiltepec, Tampico, Tuxpan, Alvarado, Oaxaca; un ejército obviamente hambriento y mal pagado, los nueve meses de bloqueo comercial se hacían sentir sobre la tierra veracruzana; los recursos del gobierno central no llegaban, más que el préstamo que el administrador de la aduana don Manuel María Pérez había hecho para sostener a la guarnición, pues el gobierno central había centrado sus esfuerzos en frenar el avance de Taylor, pero descuidado su ingreso por Veracruz y no conforme con eso, los pocos soldados de la Ciudad de México que se enfrentarían contra los americanos, los llamados polkos, habían desperdiciado su ímpetu guerrero en desconocer nuevamente otro gobierno nacional.

Así que lo que supo Scott en esa primera misión de reconocimiento no le causo conflicto alguno, incluso se rió cuando se enteró que las tropas mexicanas se habían concentrado en San Juan de Ulua, dirigiendo toda su defensa en el ataque marítimo, cuando nunca se imaginaron, que pisaría terreno veracruzano, sin haberles hecho batalla alguna.



El ataque había comenzado. Scott tuvo que reaccionar inmediatamente, porque por cada día que dejaba pasar, la plaza de Veracruz se iba fortificando en soldados voluntarios, víveres, inclusive hasta de dinero que el gobernador de Veracruz había dado para defender el sitio; como nunca antes, Scott se percató que lo que estaba pasando en Veracruz era algo fuera de lo normal, por vez primera tenía conocimiento de la solidaridad de los mexicanos, de que el Ayuntamiento de Veracruz y las mejores familias de éste, se unían con el brazo, con los nuevos reclutas mexicanos que se sumaban a la resistencia.

Algunos de los pequeños comerciantes como Jesús Melgar, había cedido su tienda para que ahí se alimentara con raciones de comida a la tropa mexicana; fue entonces cuando Jesús Melgar comprendió lo que era vivir una guerra realmente; supo por fin, por qué había estudiado una carrera militar, lo era para ese momento, para poner sus conocimientos al servicio de la patria. Fernanda su mujer, no lo entendió. Habían huido de la guerra que no existía en México, a una provincia supuestamente prospera, pero realmente no era así, se había ido a vivir en un territorio belicoso que desencadenaría en las próximas horas y días, en una de las peores batallas de la historia.



Scott no podía permitir ni por un minuto más que los mexicanos se organizaran para resistir con heroísmo, tenía que actuar de inmediato y así lo hizo, con su potente artillería ordeno el ataque, a todos los puntos del puerto, no solamente a la fortaleza de San Juan de Ulua, sino también a las casas, los hospitales, conventos, escuelas, iglesias; calle por calle, kiosco por kiosco, árbol por árbol, casa por casa, Scott no tuvo miramiento alguno para frenar el ataque.  Aun pese a las misivas que les envió el cónsul de España en Veracruz el señor Escalante, en el que le pidió al ejército americano, garantías para las propiedades de los súbditos españoles residentes en el puerto; pero el general, soberbio, cauteloso y demasiado ansioso, no se limitó en su ofensiva; únicamente se comprometió a ofrecer dichas garantías en la medida de lo posible; y sin honor alguno, ni respeto a las vidas civiles, no detuvo su orden de ataque despiadado hacía la población civil.



Aquel 22 de marzo de 1847, tronaron las bombas en la plaza de Armas y el Correo, el fuego mexicano contesto desde Ulua y desde otros sitios que nada lamentablemente pudo hacer ante la embestida criminal de Scott, quien atacaba también el convento de San Agustín, a los cuarteles, a los hospitales de caridad, a las casas con chimeneas donde presumía se encontraban las panaderías, algunas casas particulares; las calles de Veracruz se volvieron desiertas, algunas casas se incendiaron y el fuego seguía cayendo una y otra vez, el ruido de las balas de los cañones seguía sin cesar, una y otra vez más, recordando Scott la furia de Cortes en Cholula, de demostrar ante la opinión pública americana, su firme convicción de terminar esta guerra de una vez por todas, de manera enérgica triunfante y no titubeante como lo había hecho su compañero de armas Zacary Taylor. Eso quería demostrar Scott, su firme convicción y frialdad, de ver desde el campo Washigton, la muerte y desolación, en esa provincia mexicana convertida ante la soberbia de Scott, en una Sodoma y Gomorra de mexicanos borrachos, holgazanes y harapientos.

Los hospitales y las iglesias de Veracruz se llenaron muy pronto de heridos, pues las balas de los cañones seguían demostrando al orgullo mexicano, la soberbia destructiva de sus armas de fuego; Jesús Melgar, pidió a sus vecinos sabanas, vendas, telas, improviso un pequeño hospital donde Fernanda angustiada por lo que vivía, se sumó a la noble tarea de auxiliar a los desvalidos, a las mujeres y niños.  Era necesario atender a la población civil, pues la naval americana había atacado también los hospitales de Belén y Loreto, más de dicienueve personas, no militares, habían muerto tan sólo de un solo proyectil; cientos más seguían heridos, detrás de los escombros, apagando incendios, cargando moribundos, buscando agua y víveres para seguir sobreviviendo en las horas siguientes. Toda la ciudad de Veracruz fue atacada sin piedad alguna, inclusive la residencia del general Morelos había sido destruida con los atinados cañonazos de los americanos.



Scott esperaba que fuera el propio Jefe de armas quien pidiera la rendición incondicional, mientras no lo hiciera, continuarían los ataques hasta doblegar el orgullo mexicano. No se frenaría ante el ambiente hostil y tenso que vivía la población, la ciudad desolada, abandonada, en ruinas; los americanos desde sus cañones seguían disparando, más aún, cuando tuvo conocimiento que cientos de los soldados americanos de extracción irlandesa, habían traicionado a Norteamérica para pasarse al lado mexicano; ahora con mayor razón, Scott no permitiría dicha ofensa A Norte América y por ende, daría nuevamente a México, una lección de poderío militar.

Los militares mexicanos nunca esperaron un bombardeo de esa magnitud, ni cuando años antes los Franceses habían hecho lo mismo con un bombardeo, no de esa magnitud, en donde le había costado casi la muerte a Santa Anna, donde éste finalmente había perdido el pie; ahora este nuevo ataque, no venía de la tierra, sino el cielo, los mexicanos esperaron atacar a los americanos de frente y sostener con ellos un combate de cuerpo a cuerpo para dispararles en su pecho y agujerarlos con sus bayonetas y machetes; pero realmente no fue así, frente las balas que caían al cielo, no había otra más que correr y esconderse, cuidarse de esquivar las bolas de fuego y rezar a dios de que el techo de la casa o la construcción no se viniera bajo; había que pedirle a dios que cuidara a cada familia veracruzana, porque la ira de Scott era la mismísima reencarnación de Hernán Cortes, sin malinche alguna que lo apaciguara en sus ansias de ver reducida el pueblo de Veracruz a una montaña de escombros, fuego y malos olores.

El incendio al cuartel donde se guardaba la pólvora, seguía sin apagarse; como también seguía uno a uno los proyectiles, que derribaba las casas y convertía las calles, en escombros dejando a multitud de familias, en habitaciones arruinadas por completos, resguardándose ya no en los techos, sino en las paderes agrietadas que también caían al sonor de los cañones; fue en ese instante, en ese cañón que cayo al cielo, cuando Jesús Melgar vio a su mujer morirse.



Le grito cuando trato de auxiliar aquel niño que lloraba por su madre difunta, cuando trato de cargarlo y llevarlo a un pequeño nicho improvisado, donde se encontraban otros niños que constantemente lloraban de angustia al verse abandonados por sus padres que no aparecían; en ese instante tan eterno, inolvidable, inmutable; la bala del proyectil cayó a los pies de Fernanda y exploto esa luz, que dejo a la pobre mujer, muerta automáticamente, sin darse cuenta, sin saber si en verdad había sufrido o no por lo menos la impresión de haber sentido el impacto de la luz y del golpe que la había fulminado y tirado al suelo. Jesús Melgar corrió a su lado y vio su cuerpo lleno de sangre, sin responderle, sin reaccionar con movimiento alguno; llorando también como los demás niños, Jesús cargo en sus brazos el cuerpo de su amada, olvidándose de aquel pobre niño que también había muerto por el impacto del cañonazo. Corrió y siguió corriendo como un niño de cinco años, viendo a su madre morir, Jesús Melgar llegó al pequeño nicho y dejo caer el cuerpo de su amada, para tratar de despertarla de lo que podía ser un desmayo, pero no lo era; no podía creerlo porque le estaba pasando eso en ese momento, porque mientras las balas de los proyectiles de la potente naval americano, seguían derribando techos, casas, plazas, kioscos, la vida de su novia, su mujer, su amor, su eterna amada, había dejado de existir. ¡Y entonces Jesús Melgar lloró lo que era irreversible¡. ¡La muerte de Fernanda¡.



Wiliam Scott en su tienda de campaña no cedía ante su propia crueldad. No le ocasionaba remordimiento alguno saber que miles de niños quedaban huérfanos, que matrimonios se disolvieran a causa de la muerte de sus parejas; no le generaba de ninguna forma la angustia, ni sentía culpa alguna por el hambre y la escasez que los habitantes de la noble provincia vivía.

Cientos de heridos, sepultados vivos en los escombros y otros no, muertos en las calles; incendios sin apagarse; las bombas seguían cayendo una y otra vez más, hasta volverse ordinarias a los oídos de los pocos valientes que seguían resistiendo y rescatando la vida de sus semejantes;  eran ya más de diez días y los bombardeos no cedían; una comisión de cónsules  de los gobiernos de Inglaterra, Francia, España y Prusia, dirigida por los señores T. Gifford, A. Gloux, F. de Escalante y Enrique d’Oleire, solicitaron al general Scott cesara los bombardeos y permitiera la salida de mujeres y niños; pero Scott no acepto el ofrecimiento, insistía nuevamente que el general Morales, se rindiera incondicionalmente e hiciera entrega del parque y las armas que tuviera, así como también de la fortaleza de San Juan de Ulua, que militarmente no le representaba nada, pero si moral y políticamente, porque en ese viejo castillo español, se izaría la bandera americana. El embajador francés ante la negativa del general Scott amenazo con pedir ayuda a los barcos extranjeros anclados en el puerto y así poder salir del puerto; trato de hacerlo, inclusivo algunos voluntarios mexicanos salieron al campo con la bandera de Francia para efectuar el éxodo de familias mexicanas, pero el general Scott tampoco lo permitió, inclusive hasta amenazo con detonar fuego sobre dichas incursiones, sin responder por la vida de los comisionados extranjeros.

Para el 7 de marzo, los informes militares del general Scott, calculaban en mil el número de muertos y heridos en la plaza, cuatro o cinco millones de pesos las pérdidas materiales de edificios y mercancías, entre seis mil setecientos proyectiles y los mexicanos orgullosos, seguían sin rendirse. Solamente el hambre y la falta de municiones los doblego. Una comisión presidida por el general Landero acompañado de los coroneles don José Gutiérrez Villanueva y don Pedro Miguel de Herrera, auxiliados por el intérprete Joaquín de Castillo y Cos, solicitaron al general Scott, les diera éste las bases de su capitulación.



Fue entonces cuando Winfield Scott ordeno el cese de las hostilidades. Inmediatamente instruyo a los generales Worth, Pillow y al coronel Totten se entrevistara con dicha comitiva mexicana a efecto de imponerles las bases de la capitulación. El día 28 de marzo Veracruz se rindió heroicamente y el dia 29, en el castillo de San Juan de Ulua, se izó la bandera americana acompañada de una bandera blanca que representaba la paz, la cual fue saludada cortésmente con lo poco que quedaba de la artillería mexicana; inmediatamente, los sobrevivientes de la defensa de Veracruz hicieron la entrega de las armas al general Worth, conservando los oficiales mexicanos sus espadas y pertenencias personales, emprendiendo la huida honrosa en el término de cinco días que concedían los americanos, debiendo evacuar la plaza por otra ruta que no fuera la ocupada por los invasores. Del mismo modo, se declaraba como propiedad de los Estados Unidos de América el Castillo de San Juan de Ulua, incluyendo las armas que este poseía, las cuales podían ser devueltas, previo tratado de paz.

Como muestra de buena voluntad, Winfield Scott nombró como nuevo gobernador de Veracruz, al general Worth; asimismo ordeno se distribuyera diez mil raciones de comida para las familias que quedaron desvalidas a causa del bombardeo, así como también, se comprometió a respetar la absoluta libertad en el culto y a las ceremonias religiosas. Hecho lo anterior, Scott solicitó a sus cartógrafos, lo llevaran a Manga de Clavo hacienda del general Antonio López de Santa Anna, donde también ocuparía por estrategia política y militar dicha plaza y también por supuesto, para quedarse de ver con su informante James Thompson y un coronel del ejército mexicano, Mario Yáñez, para hacerle entrega de treinta y mil rifles y treinta millones de municiones.

Las noticias obviamente le llegaron a Santa Anna, cuando este estaba próximo a llegar a la Ciudad de México. Las banderas americanas que había obtenido en la Angostura, no provocaron el impacto social que quería producir; los rumores de su derrota, eran más creíbles que la supuesta victoria que había obtenido. El puerto de Veracruz mientras era destruido por los proyectiles del enemigo, la ciudad de México, era el caos por la revuelta de los polkos. Santa Anna algo molesto e indignado por lo ocurrido, llegó a la Villa de Guadalupe, donde una comitiva de diputados, presidida por Mariano Otero, le tomo el juramento como presidente de la Republica. Después se trasladó a la Ciudad de México, acudió a la catedral metropolitana, después de entonarse el teu deum en la catedral, el generalísimo recibió muestras de apoyo y de felicitación, implorando a su Alteza, acudiera urgentemente a Veracruz a pelear en nuestras costas mexicanas, con los invasores yanquis.



Fue entonces cuando Santa Anna, se enteró de manera pormenorizada de lo que había ocurrido en Veracruz. Mientras su junta de asesores y burócratas militares le informaba los planes para retirar las trincheras de la Ciudad de México y los arreglos conciliatorios entre las rencillas que aún seguían sosteniendo los polkos y los puros, el generalísimo se enteró de la furia incontenible de Scott, que en menos de diez días, había destruido por completo a Veracruz. ¡Santa Anna no podía creerlo¡. Sabía de la tecnología militar de los americanos, pero nunca pensó, que la misma sería utilizada sobre Veracruz, su tierra.

Santa Anna sintió algo de tristeza, de consternación, muy en el fondo lloró y pidió a dios, le concediera la dicha de vengarse de dicha afrenta. Podían hacerle a él lo que quisiera, inclusive, hasta quitarle el otro pie que le quedaba, pero no podía permitir, que lo ocurrido en Veracruz, volviera a pasarle a su tierra nuevamente, ni a otro rincón del país que se estaba mutilando. ¡Claro que lloró Santa Anna¡, lo hizo en secreto, sin que nadie lo viera afligirse, guardo hasta el último minuto su comportamiento seguro y arrogante, por momentos demasiado sobreactuado, debía seguir fingido gallardía, seguridad, decoro, orgullo, soberbia; no debían verlo sus enemigos vencido, debía instruir a los diputados del Congreso, cesaran por siempre el cargo de vicepresidente de la Republica, para que nunca volviera al poder, el doctor Gómez Farías, así mismo instruyo que se hiciera cargo de la presidencia de México, a un notable líder la revuelta de los polkos, de nombre Pedro María Anaya, para con ello, demostrar unidad y conciliación.

La Ciudad de México volvió a la paz y al júbilo, de que su líder máximo, Antonio López de Santa Anna, consiguiera la reconciliación entre los mexicanos. La iglesia jubilosa, presto dos millones de pesos, para demostrar también, su disposición de solidarizarse con el gobierno. Todo lo que se decía de Santa Anna y también de lo ocurrido en Veracruz, eran mitos, mentiras de los periodistas y corresponsales de guerra, no era para tanto, era puro chisme, mera fantasía de novelas americanas; no debía la patria mexicana de que preocuparse, haya ocurrido lo que ocurrió, nada absolutamente nada, quebrantaría la fe del pueblo de México en la Virgen de Guadalupe y en su máximo líder, el protector de Anahuac, en su hijo prodigo, eternamente el Benemérito de la Patria, don Antonio López de Santa Anna.

Que nadie olvide el patriotismo de los jóvenes polkos y del heroísmo de los batallones cívicos Guadalupe y Victoria, en los días y horas más difíciles de la historia de la patria.

¡Viva México¡.