domingo, 25 de septiembre de 2016

CAPITULO 51


Luego de haber enterrado al escribano, Antonio López de Santa Anna trato de tranquilizarse y esperar a que su fiel vasallo, le informara donde estaba realmente escondido tanto el dinero, como los títulos de propiedad que había adquirido por la compra de “medio México”. ¡Claro, tenía que estar tranquilo y guardar el protocolo ceremonial que implicaba, un velorio mexicano. La viuda después de todo, debía de guardar votos por la muerte de su esposo y había que tratar de ser célibe, hasta en tanto, no pasaran por los menos esos nueve días de guardar hasta que finalmente, habiéndose levantado la cruz del difunto, pudiera fornicar con esa mujer. Así lo había hecho con su primera esposa. Dios le había perdonado esa falta, porque finalmente, era hombre y tenía que dispensarlo de todos sus pecados. Al menos eso le decía el señor Obispo y hasta el cardenal de la ciudad de México, tenía la plena confianza, que si alguna vez estuviera postrado frente al santo Padre, allá en Roma, le perdonarían de todas sus faltas y pecados.

Sin embargo, Santa Anna no podría hacer lo que tantas ganas tenía de hacer. Si por él hubiera sido, habría acompañado a la viuda Amparo, a rezar cada uno a uno los nueve rosarios que tenían que rezarle al difunto. Le hubiera gustado acompañar a la viuda, inclusive, quedarse hasta en la boda de su otro fiel criado, Jorge Enrique Salcedo Salmorán, pero lamentablemente, había elegido la vida pública y con ello, todas las penurias y privaciones que el desempeño del cargo le conferían, inclusive, abstenerse de fornicar, con esa viuda y bella mujer.



Junto con él estaba Crescencio Rejón quien le informaba a su alteza, lo que la prensa en la ciudad había dicho; el general Mariano Salas y toda la comitiva de empleados públicos, se habían sentido despreciados y hasta un poco humillados, porque su excelentísima por no haber llegado a la Ciudad de México. ¡Era claro¡. Había que demostrar una vez más, que el regreso de Santa Anna México, se debía por una causa patriótica como era esta guerra y no por la ambición del poder. ¿Sin embargo, hasta cuando lo entenderán estos mexicanos?

Crescencio Rejón siguió informando al general, que el general Salas renunciaría a la presidencia, para cedérsele obviamente por novena vez; ¿Quién más podría ser el jefe máximo de nuestra nación?. Santa Anna no le parecía esta propuesta, preferiría entrar a la Ciudad de México, luego de haber triunfado una batalla, exigía y tenía hambre de gloria, quería vengarse de la afrenta de San Jacinto y que mejor oportunidad que dirigir sus tropas a saltillo, para encontrarse a Taylor. – sería mejor entonces, que se instituyera un Consejo de Gobierno y hacer todos los movimientos que fueran necesarios, para que el doctor Valentín Gómez Farías pudiera ser el próximo presidente.

Crescencio Rejón hizo ver al general Santa Anna, la urgencia de una recaudación fiscal para hacer frente a la guerra. Sin embargo, dicha medida fiscal sería momentánea y de muy pocos efectos; lo más que se pudiera juntar sería cien mil pesos, nada que ver con los quince millones de pesos que podrían arrebatarle al clero.



Santa Anna por momentos pensó que no era necesario quitarle un peso a los curitas. Tenía dinero suficiente para seguir financiando su guerra. Sólo tenía que esperar a su vasallo el coronel Yáñez para preguntarle en donde diablos estaba escondido su dinero.  Crescencio Rejón mientras tanto, siguió exponiendo al general Santa Anna que estaban negociando con la iglesia católica un préstamo por lo menos de dos millones de pesos para evitar en cualquier momento la confiscación;  - es cuestión de que usted lo ordene su Excelencia – dieciséis millones de pesos se podría obtener de autorizar las ideas del doctor Gómez Farías, si no lo hace, aceptaríamos los dos millones de pesos que nos ofrecen los Vicarios Patiño e Irizarri. Es muy poco dinero, nos darían dos años para pagarles, pero además, dicho dinero no es efectivo, es en papel.

-      ¡Dinero de papel¡. Lo que faltaba. Tener escondido miles de barras de oro que equivaldrían millones de pesos, y estar supeditado a las limosnas de la Iglesia, para aceptar tan sólo dos millones de pesos de papel. ¡Diablos donde está mi tesoro¡.

No veo otra alternativa Su Excelencia. – Decía Crescencio Rejón – el general Salas hasta en tanto no se defina la situación de confiscarle los bienes a la iglesia emitirá una contribución extraordinaria para gastos de guerra, consistiría en cobrarle tanto a caseros, como a inquilinos y subinquilinos, el importe de un mes de renta. Con eso se podría acumular ochenta y siete mil pesos para empezar.

Santa Anna comenzó a pensar en cantidades de pesos, ya fuera ochenta y siete mil míseros pesos, o bien, dos o dieciséis millones de pesos que podría robársele al clero, o el maldito tesoro escondido, en miles de barras de oro, que ni Santa Anna sabría cuánto pudiera valer y en donde diablos pudiera estar escondidos.



El dinero yace escondido y solamente tres personas saben de su destino, el primero de ellos había fallecido en circunstancias misteriosas, el segundo de ellos, había negociado con Thompson la contratación de compra de armas y el tercero de ellos, era posiblemente, la ahora viuda del escribano. Pero Santa Anna, trataría de disimular su ansiedad, por tener en su control aquellas barras de oro para estar en posibilidad de maniobrar y emprender la guerra.

El Ministro Crescencio Rejón hizo también ver al general Santa Anna el inconveniente de que fuera designado Gómez Farías como presidente de la república – ¡se corre el riesgo de un levantamiento popular¡ – el doctor no cuenta con la simpatía del clero – insistía el ministro. De llegar a la presidencia, necesitara el doctor todo su apoyo político e inclusive militar, él emprendería las reformas políticas que necesita el país.  Si llegara a confiscar los bienes a la iglesia, tendremos los recursos económicos para sostener la guerra, pero sino se le apoya en la obtención del dinero, perderemos general.

Santa Anna al observar el doctor, tuvo una ocurrente idea.

-      Don Crescencio, agradezco gentilmente sus palabras y coincido que solamente un hombre como el doctor Gómez Farías podrá dirigir los designios políticos de nuestro país. Es obvio, necesitara todo el apoyo y creadme que lo tiene, empezando por el mío y también supongo que por Vos también. En atención a ello, y tomando en cuenta las promesas enarboladas en la proclama del general Salas, solamente un país con las mismas instituciones de la que gozan nuestros vecinos invasores, podremos hacer frente a esta guerra provocada por estos. Por esta razón convocaremos a la instalación de un nuevo congreso constituyente que defina de una vez por todas el destino de nuestra patria y será Usted, don Crescencio, quien dirigirá esa representación ciudadana para apoyar desde ese bastión al doctor Gómez Farias. Esta vos de acuerdo.
-      ¡General Santa Anna¡. ¿Me está usted proponiendo como futuro diputado de dicho Congreso.
-      Así es don Crescencio, la patria necesita en estos momentos de hombres ilustres como Vos, que logren también modernizar el país, no solamente con la separación del Estado y la Iglesia, sino también en la legislación de leyes que logren modernizar nuestro país, a los mismos niveles de las naciones europeas.
-      General tenga la seguridad que desde la posición en la que vos me coloque, apoyare incondicionalmente su gobierno, así como al doctor Gómez Farías, e impulsare desde la asamblea soberana del pueblo, los cambios legislativos que requiera el país.
-      La utilización de los recursos económicos y el honor de este país, es la principal prioridad en este momento, ya después habrá tiempo en pensar en otras acciones, para cuando salgamos avantes de esta guerra.
-      Así es general. Así será.

Santa Anna dio un caluroso apretón de manos a su ministro y se dispuso a regresar a la Casona, para que desde ahí y con la tranquilidad de ya no ser acosado por las frecuentes visitas que recibía, ponerse  pensar en el siguiente plan. - ¡Marchar a saltillo¡ - sostener su primer combate con Zacary Taylor. Entonces giró sus apreciables órdenes e instruyó a la escolta que lo acompañaba, a emprender la marcha para la mañana siguiente.

Sin embargo, antes de irse, visitaría a su fiel amiga. No se iría, sin satisfacer su apetito sexual de poseer de una vez por todas, a esa mujer. Nadie podía resistírsele, ni mucho menos la quien fuera esposa del escribano. A quién diablos le importaba ya su viudez, había que pasar la ultima noche en esa casona, recibiendo las recompensas de un soberano. ¡Finalmente soy Su Excelencia¡. Se decía una y mil veces el generalísimo.



Después de esperar tan ansiosamente de que el día se volviera tarde y la tarde más oscura, aquella noche entro a la habitación de Amparo, supuestamente con el único fin de agradecerle su cortesía y hospitalidad, pese a la lamentable noche del crimen del escribano. El generalísimo entro a la alcoba, sin poder disimular en sus ojos la lujuria y sin controlar aquel pene erecto que respondía al ver la silueta de la viuda; al verse sorprendido por ella, Santa Anna no hizo más que sonreírle y por momentos, deseó hincarse a los pies de esa mujer, tan bella y majestuosa era, que ni cualquier virgen podría superar su hermosura. Luego empezaría a besarle los brazos, los pies, después sus senos. La anfitriona Amparo un poco asustada, al sentir las intenciones de su visitante, en forma retadora, le advirtió.

-      No se acerque general.

Santa Anna no hizo más que reírse y por momentos, aplaudirle o hacerle mofa de su amenaza. Siguió avanzando hacia ella, sin poder contener ya, el instinto que le obligaba actuar con la fuerza para someterla de los cabellos.

-      ¡Le digo que no se acerque general¡. – volvió a decir en forma amenazante Amparo.

¡Quién podía hacerle caso¡. La casa estaba controlada por su tropa, ningún soldado iría a la ayuda de la señora, él era el dueño de la situación, el dueño del país, del futuro de la patria, del territorio nacional, de la casa y también desde luego de esa mujer; siguió acercándose a ella, viendo su cabello y empuñando las palmas de sus manos para darle las primeras bofetadas que le enseñaran de una vez por todas a esa mujer, quien era su verdadero macho.

-      Sé lo que busca y si me hace algo, jamás le diré dónde está lo que busca.

Santa Anna se desconcertó cuando le dijo eso Amparo.

-      ¿De qué hablas mujer?.
-      Del tesoro. Las barras de oro escondidas en una cueva, de los títulos de propiedad..

Esa mujer era más lista de lo que aparentaba.

-      Crees que me espantas. Por supuesto que sé dónde esta ese dinero.
-      No lo sabe general. Al matar a mi marido, se llevó ese secreto.
-      ¡Estúpida¡. ¡Yo sé dónde esta ese dinero¡.
-      ¿Dónde?.
-      ¡En esta casa¡.
-      ¿En qué lugar?.

Santa Anna se quedó callado…

-      No lo sabe don Antonio, yo si se donde esta lo que busca y necesita. Si usted se acerca a mi, jamás sabrá.

El generalísimo lo pensó. Podía darle un par de bofetadas y someterla, pero el costo podría ser muy caro. ¡No tenía caso¡, pelearse con esa mujer. Ya habría momento para reclamarle el haberlo rechazado aquella noche, tan pronto tuviera certeza de haber recuperado su fortuna..

-      Vieja estúpida. Te puedo hacer mÍa cuando se me pegue la gana. Si no lo hago ahorita, es porque no quiero.

Amparo no le bajo en ningún momento la mirada.

-      Regresare de Saltillo, venciendo a esos americanos y estaré sobre ti montándote, recordándote quien soy. – sentenció Santa Anna.

Amparo siguió mirándolo, diciéndole en voz baja

-      ¡Viejo estúpido¡.

Santa Anna salió de aquella recamara azotando la puerta de la recamara, regreso a su alcoba un poco molesto, de que esa mujer lo rechazara de esa forma. Sin poder contener su instinto, exigió la presencia inmediata de sus escoltas.

La guardia subió en forma inmediata a esperar ordenes de su jefe; preocupados estos de alguna emergencia, pero el general al verlos ahí presentes, sólo exigió que se quedara con él, un soldado afeminado de nombre Jacinto.

-      Bájate los pantalones – grito Santa Anna a Jacinto.

El soldado fiel, sin apelar, acató la instrucción.

Entonces Santa Anna pudo hacer con su pene, lo que esa mujer, no quiso recibir. Jacinto recibió toda la furia del general.