miércoles, 10 de agosto de 2016

CAPITULO 7


¿Quién puede entender el dolor de un joven de dieciséis años?. Si su vida es tan corta, que inadmisible sería pensar, que ante una vida escasa de un adolescente, pueda uno morirse de amor?. ¿Cómo si en verdad conociera ese sentimiento tan puro?, ¿Como si fuera esa relación que tuviera Jesús con Fernanda, la única en toda su vida?. Jesús moriría no de amor, sino por Fernanda, ¿Quién podía pensar en ti Fernanda?. ¿Quién podía quererle, adorarla, suspirar y cada noche no dormir por ella, ¿Quién Fernanda?. ¿Quién de ti podía quererte y pedirle al Cielo, que también lo quisieras?.

Los grillos seguían cantando, los árboles, el bosque, el sonido del viento, la fría mañana y la salida del sol, que anunciaba una majestuosa belleza, que hacía lucir, aquella hermosa construcción que era el Castillo de Chapultepetl: - ¡Fernanda¡. Tenerte en la memoria y no olvidarte. – decía en su mente en todo momento Jesús, al mismo tiempo en que se encontraba en su clase de atletismo frente a las faldas del establecimiento militar - Recordarte en estos momentos en los cuales, debía estar poniendo atención en las ordenes del capitán, quien gritándonos a todos los presentes, nos ordenaba marchar, con el cuerpo derecho y el pecho en frente; aguantando el frió, más que la humillación, la pedantería de estos tipos que se creen perfectos, pero más que nada, seguir soportando esta maldita ansiedad, que es la de no estar contigo. La de morir por ti, en este eterno silencio que mata, con este recuerdo, que también aniquila cada momento en que pienso en ti.  – ¡Qué lejos está la Ciudad, de este maldito bosque¡, ¿cómo no desertar del Colegio para irte a buscar y pedirte que seas mi esposa?.



Haber sido admitido en las filas del Colegio Militar, había sido una distinción que el gobierno de la República había otorgado al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal; quizás, era también una señal de que el buen trato que exigía de sus altos mandos, fuera ya el acorde a los más de treinta y ocho años de servicio incondicionado que había prestado a la Corporación.  ¡Era un héroe de la patria¡. Cierto había prestado sus servicios en Veracruz, tiempo después su compañía se había trasladado a Cuautla, bajo las ordenes, de quien años después sería el Virrey de la Nueva España. El ilustrísimo y excelentísimo Félix María Calleja.  Como olvidar aquellos días de Cuautla, donde los insurgentes encabezados por el padre de Zitacuaro José María Morelos y otros ilustres señores como los hermanos Galeana, Nicolás Bravo, Juan Álvarez, Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria, se negaban a entregar la plaza.  ¿Qué hubiera pasado, si hubieran doblegado a la resistencia?. ¿Si hubieran capturado vivos o muertos a los heroicos insurgentes de Cuautla?. No hubiera llegado jamás a la presidencia del país, los generales Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero y Nicolás Bravo, ni tampoco hubiera gozado de esa pensión que sabiamente, el Congreso había decretado a favor de los soldados del Ejército Trigarante, quienes con Agustín de Iturbide, habían alcanzado, la consumación de la Independencia de México.

Combatió a los ilustres insurgentes de la independencia mexicana, pero no lo hizo por ser enemigo de la causa separatista, sino plenamente convencido de la honorabilidad de su majestad el Rey de España. Y también, por atención a sus jefes inmediatos, en especial del ilustre e inmemorable Félix María Calleja, hombre notable que bien pudo haber sido el verdadero padre de la patria de la independencia mexicana y que se negó hacerlo, porque ante sus ideas liberales, simpatizantes de las cortes de Cádiz, inclusive hasta de los sentimientos de la nación enarbolados por Morelos, seguía creyendo, en la lealtad que siempre juro a su Majestad el Rey de España.

 Las clases de atletismo de los cadetes del Colegio Militar, era complementada con la de tiro que se hacía, con aquellos rifles tan viejos y obsoletos que contaba la Institución. Las balas eran de salva y en algunos casos, el casquillo siempre se trababa con el rifle. No es que uno fuera torpe en el manejo de las armas, era simplemente, lo obsoleto de esos aparatos, que no permitía a sus alumnos, desarrollar las demás habilidades que debía contar los futuros soldados de la patria.

Pero esa forma de aprender la profesión de las armas, en nada se parecía a la forma, en que aprendió el padrino de Jesús, ahí en el campo de batalla, disparando con demasiado tacto el fusil para evitar que una bala enemiga lo hiriera. ¡Había que disparar el rifle, pero ya. ¡Hay que pegar, porque atrás vienen pegando¡. ¡Si no matas¡, ¡te matan¡, así que mata. Sigue disparando, cúbrete si puedes, escóndete, resiste y cuando sea el momento oportuno, dispara el gatillo, hiere, mata y corre, no dejes que nunca te alcancen, porque si lo hacen, son capaces de fusilarte, cortarte la cabeza y lo que es peor, no darte la cristiana sepultura.

¿En verdad, así había aprendido mi padre?. ¿Acaso él recibió clases de tiro en el bosque, con rifles obsoletos?. – Realmente, el Coronel Gutiérrez aprendió el oficio por la necesidad de sobrevivir en cada combate, dando gracias a Dios, de que en treinta y ocho años de servicio, ninguna bala enemiga, le atinara justamente en el corazón o en la cabeza.

Las clases eran también interesantes, después de todo, había que tomarle sabor a la carrera militar. Era interesante conocer la materia de Táctica y Estrategia, donde nos enseñaban historias de algunas batallas, algunas de ellas demasiado mitológicas, como las que se referían a los aqueos y los troyanos, en aquella guerra que culminaría, con el ingreso del caballo de Troya a la ciudad fortaleza. ¡Que imaginación¡. Las guerras médicas, púnicas, entre griegos y persas, las guerras de Peloponeso, y el famoso Atila, que estuvo a punto de someter al imperio Romano. ¿Cuánta gente murió en aquellos combates?. Había que reconocer que salvo uno que otro buen maestro que había en el Colegio Militar, los demás profesores eran nefastos, quizás habían tenido la suerte de que su adscripción fuera en el Colegio Militar y no en un campamento  al norte de la República, cuidando quizás el puerto de Veracruz de cualquier otra invasión de alguna potencia extranjera, o bien, los caminos que llevaban de la Ciudad de México a Puebla, evitando el vandalismo que ya estaba azotando el país.

Aprender la heráldica militar. Que significaba tantos listones, estrellitas y el sin número de medallas que el Ejército, el Congreso o el Presidente de la República, habían inventado para satisfacer el ego de los militares. – La legión de honor de la Virgen de Guadalupe – brillante distinción al que podía aspirar cualquier militar, por el sólo hecho de sus meritos en campaña.  Medalla de honor, que ni su padre, ni con treinta y ocho años de servicio había obtenido.

Algunos compañeros del Colegio eran sin duda alguna, hijos de muy buenas familias; que otros compañeros podía citar de aquella generación de cadetes; quienes divirtiéndonos en las faldas de castillo, seguíamos disparando o mejor dicho, jugando a ser los futuros soldados de la patria. ¿Acaso mi padre aprendió esta profesión divirtiéndose? Mataba a sus propios compañeros, sólo por el hecho de que fueran sus adversarios.

¿Y a todo eso, que diría Fernanda?. ¿Qué estaría haciendo ella en este momento?. ¿Estaría pensando en mi?. – Se preguntaba Jesús, mirando el cielo, sintiendo los árboles, la tierra y el pasto del bosque; - este seguramente fue el palacio de algún emperador azteca – le decía el cadete Miguel Miramón – mucho antes de que nuestros antepasados llegaran al Valle de Anáhuac, se internaron en Chapultepetl.  Me parece que aquí, el emperador Moctezuma venía a bañarse- ¿Pero quién diablos había metido a la conversación a ese pedante; que diablos me importa la historia de México, de lo que hicieron o dejaron de hacer los aztecas o ese tal Moctezuma; quería pensar en Fernanda, sólo en ella, recordar su gesto, su cabello, su inolvidable cuerpo; recordarla como paseaba junto a ella, en aquellas calles empedradas de la Ciudad de México; recorriendo la calle de plateros, la alameda, hasta llegar al Convento de San Francisco. ¡Maldito bosque¡. Tan lejos de ti y tan cerca de mi corazón Fernanda.

Los días del internado de hacerse largos, se fueron convirtiendo cada día, en más cortos. Como si el tiempo se fuera reduciendo, las horas dejaban de tener tantos minutos y el sol se escondía más rápido de lo que tardaba la primera semana, el primer mes o el primer año. ¡Qué eternos fueron los días en que pensaba en ti Fernanda¡. Podía morir de amor de sólo recordarte, quedarme en los últimos  segundos de mi vida, con una fijación tuya en mi mente, quizás recordándote con tu vestido blanco, largo, tus cabellos tan negros como de un metal tan precioso, que ni el oro ni la plata podía asemejarlo; Fernanda, Fernanda, Fernanda. ¡Escúchame que te hablo¡, ¡te imploro¡. He aquí sufriendo cada día del calendario en esta maldita escuela, donde los oficiales nos enseñan el orden interno y el externo; donde he aprendido a ponerme en firmes, a marchar y dar señales con la mano, los brazos; a sentarme y pararme derecho frente a cualquier mando militar; donde juego todos los días en los campos del bosque corro, cargando el rifle, la cantiflora, soportando el sol, el viento, el frió y el calor; conociendo los distintos tipos de pólvora y descubriendo que es mi ojo derecho, con el que apunto el fusil y disparo. Veme aquí Fernanda, preparándome todos los días, para ser el hombre por el que te respeten y por el que me acepte, tu respetable padre.

Y mientras tanto, las horas del día mataban el eterno aburrimiento de soportar esta tristeza, de pensar en Fernanda y nunca morirse. De sentir a lo lejos a Jesús, que había abandonado la ciudad para enlistarse al ejército, de la conducta honorable que bien podría reprocharle, gritándole en su cara al joven cadete, llorándole de furia, de resistir las ganas de rasguñarle su rostro, de abofetearlo, de  decirle que lo amaba, pero que también, lo odiaba.

Los días fueron solitarios; cuando Jesús se marcho al Colegio Militar, la vida de Fernanda había cambiado radicalmente. Si bien es cierto lo volvería a ver en un algunas ocasiones, dichas visitas además de clandestinas fueron esporádicas, el amor que le había tenido, se iba desvaneciendo como aquella distancia que entre kilómetros y el tiempo se estaba perfilando. Ya no quería a Jesús, lo llego a querer, es cierto, lo amaba intensamente cada vez que lo veía, tenía las inmensas ganas de abrazarlo, de cuidarlo como si fuera un niño, ¡pero ahora ya no¡; las horas de simpatía, en que Jesús y sus ocurrencias hacían reír a Fernanda sólo formaban parte del recuerdo; jamás volvería a encontrarse a un hombre igual que él, pero tampoco tenía ya la necesidad de buscarlo, simplemente había dejado de amarlo. Su cariño, si bien al principio en su ausencia lo mataba, poco a poco iba desapareciendo, al grado de formar parte de un bello recuerdo. La vida continuaba y ella no podía desaprovechar, la inmensa felicidad que le despertaba sentirse bella, verse de cuerpo completo en el espejo de su recamara, viendo como su madre la vestía y se sentía orgullosa de ella, apretando el corsé para marcarle aquella bella cintura y ese inocente busto, que podía llamar la atención hasta de los hombres más educados; ¡ésta soy yo caballeros¡; son linda, soy hermosa, soy Fernanda. Una mujer diferente, a la que le gusta los hombres, pero más aquellos que tengan clase, porte, distinción; que por mi muestren esa actitud galante de entregarse a mí por siempre. Soy Fernanda, hija del escribano y de mi amada madre Amparo; custodiada por cada minuto por mi nana Juanita, quien no se despega de mi por un instante y a quien confieso en secreto, cuales son mis pasiones y mis amoríos secretos, censurando obviamente, aquellas fantasías tan intimas y secretas  que ni dios padre debía saberlo.

¡Soy Fernanda de Martínez, la mujer más hermosa de toda la Ciudad¡ La hija del escribano.