martes, 9 de agosto de 2016

CAPITULO 6


¡Amaba a mi maestro¡. – fue lo que  pensó Jorge Enrique Salcedo Salmorán cuando recordaba a su ilustre magíster, el Doctor Samuel Rodríguez.  Era definitivamente amor lo que sentía por mi maestro, no es que tuviera practicas inmorales de esas que pudieran excomulgarme la Iglesia inclusive lapidarme y ser víctima de cualquier tortura ante detestables hábitos por siempre reprochables; no era eso, os juro que no era el amor carnal el que puede unir un hombre de otro, sino simplemente, era el amor que un estudiante, un alumno, un amante de la verdad, del conocimiento, de la Justicia, puede tener respecto a su maestro  padre quien lo va formando en parte de su juventud y adultez. Él Doctor Rodríguez no solamente había enseñado a su alumno Derecho Público, sino que también, le había transmitido a Jorge Enrique Salcedo una forma de ser, de concebir la vida, de soportar con sabiduría los momentos difíciles que da vida; a partir del día de su muerte, Jorge Enrique no solamente sustituiría a la cátedra de Derecho Público que como ayudante había heredado de su insigne maestro, sino que también, ahora cargaría con siempre con su memoria, con parte de su personalidad, de sus palabras, de sus actitudes; imitaría a su maestro, sin proponérselo, sería o quizás, aspiraría a ser como él; quizás podría rebasarlo en conocimientos, pero nunca jamás en sabiduría.

A su muerte, acudió el Presidente del Colegio de Abogados, rector de la Academia de Jurisprudencia y por demás, Magistrado Presidente de la Suprema Corte de Justicia. – el ilustre licenciado Manuel de la Peña y Peña, a quien el Doctor Rodríguez, de modo confidencial había señalado del ilustre académico, que ¡era un pendejo¡. Un dude que algún día, no será Santa Anna ni Herrera el que venda la patria, será ése cabrón¡. ¡No lo olvide Salcedo¡…¡No lo olvide¡. ¿Cómo olvidarlo maestro?. Verlo ahí con todo el claustro de los profesores, dándole el pésame a la esposa suya que nunca quiso, a sus hijas que nunca lo quisieron; aquel ataúd donde el canónigo González, encabezaba la misa, pidiendo por su alma y su reconciliación con el mundo de los vivos; después de todo, razón tenía al decir que la muerte era la causa suprema de la existencia de la religión. La dichosa muerte que no hace daño el que se va, sino el que se queda. A los vivos, quienes sentimos y experimentamos el doloroso trauma de atestiguar la muerte de los seres que queremos.

Como olvidar aquellas noches, esas tertulias en su casa, en su escritorio con aquellos cientos de documentos consistentes en sus apuntes, todos ellos escritos bajo aquella pluma que aún recuerdo sobre su escritorio, iluminado por velas y ante una cantidad de libros y más libros, que daría toda mi vida por tener el tiempo para leerlos; devorármelos uno a uno; leer a todo Platón, Aristóteles, Seneca, Polibio, Cicerón, Plutarco; leer en forma tranquila y analítica, cada uno de esos libros, tomar los apuntes que sean necesarios y escribir todas las noches, de todos los días, hasta hacerme igual de viejo que Vos amado maestro.

Tan pronto murió el distinguido magíster, su Señora, toda una mujer ignorante de la obra de su marido, tiro sus apuntes a la calle, dejando que el viento, la tierra, el lodo, la pisadas de los caballos, se los llevaran; pero que bruta fue esa señora, si me hubiera dicho a mi que recogiera sus apuntes, no hubiera dudado en quedarme con cada una de las hojas en que asentó sus notas, sus memorias, sus posturas políticas, jurídicas y hasta filosóficas. ¡Pero que Señora tan bruta al igual que sus hijas, al desconocer la gran obra jurídica que su padre habían hecho; no se habían percatado que al tirar toda esos libros, esos apuntes, aquellas fojas y legajos de apuntes, lo único que habían hecho, fue negarle a la historia, sobre la existencia de un gran jurista como fue mi maestro.

-    Acepta Jorge Enrique, ser mi asistente. A tomar esta noble profesión de la docencia, a entregarse de cuerpo y alma a la academia. ¡Considérelo¡. Porque no habrá marcha atrás. Es un modo de vida, que no solamente exige respeto, sino una profunda devoción. ¡Piénselo¡. Antes de que Vos me responda.

El panteón de San Paula ahí fue enterrado mi maestro. Cerca de donde estaba la celebre pierna de Santa Anna, ahí, entre tantos mausoleos, se encontraba la tumba de mi maestro, quien no quiso en vida ser enterrado en San Fernando, sino en San Paula, porque bien o mal, se le hacía más hogareña y sincera la tierra del Barrio de los Ángeles. Nada frívola, aristócrata y terrenal, como la tierra del Panteón del Convento de San Fernando.



¿Qué escribe maestro?.- Se lo pregunte, cuando yo era un alumno y él, mi maestro.  – El sólo vio, silenciosamente me sonrió y permitió que pudiera leer la epístola que escribía; ¡Era increíble¡ era realmente un honor que me concediera leer sus apuntes, de pedirme inclusive opinión: era definitivamente una fina distinción, porque de esa forma, confiaba en mi inteligencia, en mi criterio jurídico, y sobre todo, porque me daba alas para iniciarme en esta noble profesión de la academia.



-    ¿Ah Usted escuchado de la célebre sentencia de Marshall?. – pregunto el Maestro.
-    No Doctor.
-    Marshall fue Ministro de la Suprema Corte de los Estados Unidos en 1801, cuando se suscito la controversia constitucional entre Marbury contra Madisón. La sentencia de Marshall resolvió un asunto trascendental, no solamente para la justicia americana, sino para la teoría del Derecho Constitucional.
-    ¿En que consistió el caso?.
-    El entonces Presidente John Adams nombro Juez de Paz a Marbury, un ciudadano sin importancia, pero que se volvió importante y motivo del primer debate constitucional, cuando el relevo de Presidencial de John Adams a Thomas Jefferson, no reconoció el presidente entrante, el nombramiento que a su favor había sido hecho a favor del Juez  Marbury. Éste inconforme acudió a la Corte y demando al Secretario de Estado Madisón, solicitando a la Corte, dictara un mandato ordenando al Secretario Madisón la expedición de un nombramiento a favor del quejoso. 
La litis constitucional afecta el ámbito de atribuciones de la Suprema Corte, porque el Secretario de Estado Madisón hace notar la imposibilidad que tenía la Corte de emitir un mandatos a favor de Marbury, en virtud que su competencia perfectamente señalada en la Constitución Americana, no le otorgaba al Poder Judicial de la Unión, la facultad de emitir mandatos como el que solicitaba Marbury. Contrario a ello Marbury, sostuvo que su nombramiento se hizo con fundamento en una ley dictada por el Legislador, la cual, por emanar de ella, era constitucionalmente válida. Siendo por ende, competencia exclusiva del Poder Legislativo, analizar la constitucionalidad de la ley.
-    ¿Es decir detrás de la negativa de nombrar a un Juez, el quejoso alegó la intromisión del Ejecutivo respecto a una decisión legal emanada del Poder Legislativo, con fundamento en la Constitución. Mientras que la autoridad, consideró que la Suprema Corte, no tenía competencia para conocer del asunto.
-    ¡Así es¡. El merito de John Marshall fue haber elaborado, quizás sin habérselo propuesto, una teoría del control constitucional. En la cual, no podía otorgársele al Poder Legislativo la facultad de clasificar la constitucionalidad de los actos de autoridad, en virtud que eso implicaría, dejar sin efectos la teoría triparta del equilibrio de poderes, al colocar la supremacía del Poder Legislativo por encima del Ejecutivo y del Judicial. Algo así como el Parlamento que aún existe en Inglaterra. ¡En verdad¡, lo que Marshall logra con su tesis, es concebir la Constitución Política como una ley de leyes, una ley que debía acatar tanto el Poder Legislativo, como el Ejecutivo y Judicial. Y que por lo tanto, el órgano de control constitucional, debía estar en los propios tribunales del Poder Judicial. Es decir, que fuera el Poder Judicial quien valorara las cuestiones de constitucionalidad.  ¿Os se da cuenta de lo trascendente que es esta idea?. Acaso cree que se le hubiera ocurrido una idea similar al pendejo de Peña y Peña, o al ilustre insurgente Andrés Quintana Roo; - Salcedo sólo se rió por el sarcástico comentario - Vos cree que en México podríamos tener algún talento jurídico de la estatura del ministro Marshall, para suponer que por encima de la Constitución, pudiera existir algún otro poder.
-    Supongo que no maestro.
-    Pues supone mal. No ha conocido el proyecto de la Constitución de Yucatán elaborado, nada menos por el ex ministro Manuel Crescencio Rejón.
-   ¿El Ex Secretario de Relaciones, Gobernación y Policía de Santa Ana?.
-    El mismo, a quien no dudo que lo conozcáis; el ilustre yucateco elaboró  hace cinco años, un proyecto de Constitución para el Departamento de Yucatán, a través del cual se le otorgan a los tribunales de dicha entidad, la facultad de amparar a cualquier individuo en contra de cualquiera de las violaciones constitucionales que pudiera cometer el gobierno.
-    No, no he escuchado de dicha propuesta. Ni muchos menos el término amparar.
-    La palabra amparo significa protección, tutela, custodia, salvoconducto, fuero; es una expresión que denota un recurso  a través del cual una autoridad suprema, concede a una persona agraviada en sus derechos a efecto de que ningún acto, ley o funcionario alguno, atente, le prive o lo moleste en su persona, papeles, posesiones o derechos. La idea no es tan nueva como parece, tiene sus antecedentes en el derecho virreinal, cuando el entonces su Majestad el Rey de España, concedía la protección de sus súbditos a través de un recurso denominado “Obedézcase pero no se cumpla”; un mandato del monarca a través del cual, todas las autoridades subordinadas al rey tenían que acatar sin cuestionar, así se tratare del Virrey, los superintendentes, corregidores y alcaldes; la protección que otorgaba al Rey a quien lo solicitare, lo hacía en contra de aquellos actos, mandatos, leyes, bandos u ordenanzas, que contradecían el derecho natural. 
-    Entendiendo el derecho natural, como lo contrario al derecho positivo.
-    Así es, el derecho natural que es universal, inmutable, eterno, pero cuyas reglas los hombres desconocemos, que sólo intuimos a través de la inspiración divina, quizás con la fe misma, un derecho sacro del que todos los ministerios judiciales e inclusive académicos hablan, pero que todos desconocen; a diferencia del derecho positivo, que es aquel que conocemos; que tiene una vigencia temporal y espacial en un tiempo y territorio determinado; aquel que se encuentra descrito en normas humanas, como las Ordenanzas de Alcalá, el Fuero Juzgo, las Siete Partidas; la protección que concedía el Rey a sus súbditos, era cuando el derecho positivo contradecía al derecho natural; y por esa razón, aunque no existiera plasmada ninguna norma de derecho natural, el Rey tenía que otorgar la protección que se le solicitare.
-    Era obviamente una facultad discrecional del Rey. ¿Cómo era posible que el soberano a través de su misteriosa discrecionalidad, pudiera distinguir cuando una de sus ordenanzas, contradecía el derecho natural. ¿No se le hace algo contradictorio?.

El Doctor Rodríguez, coloco su pluma en el tintero, para continuar con la conversación.

-    Por supuesto Salcedo. El merito de la revolución francesa, fue esa bella epístola denominada “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, un documento a través del cual, por la inspiración no de dios, sino de la suprema razón, los revolucionarios franceses fueron describiendo uno a uno, cuáles eran esos derechos fundamentales, inalienables y universales, con los cuales, los seres humanos hemos nacido.
-    Tengo entendido que el Rey de Francia, no quiso jurar dicha declaración y que por eso le costo la vida.
-    Efectivamente, el rey de Francia, Luís XVI juro esos derechos presionado por la chusma que lo tenía privado de su libertad; pero después al sentirse apoyado por otros reinados, desobedeció su propio juramento, lo que le costó le cortaran la cabeza.
-    Así debería de ocurrir con nuestros presidentes, ¿no cree?.
-    ¡Vaya¡, por lo menos veo que va entendiendo; deben de ir al paredón aquellos que han traicionado a la nación, empezando por su mentor, el general Santa Anna.


El licenciado Salcedo sólo rió, como queriendo no entrar a la discusión.

-    ¿Qué relación tiene los derechos del hombre, respecto a la teoría constitucional?. – El doctor Rodríguez, sólo rió ante esa pregunta, tomo sus apuntes y se los mostró a Salcedo.
-    De eso precisamente es lo que estoy hablando en este libro. En estas páginas explico como una Constitución Política se integra en dos partes, la primera de ellas, su contenido dogmático, compuesto por los derechos fundamentales del ciudadano; y la segunda, referente a la estructura orgánica en la cual deben dividirse los poderes públicos.
-    Los franceses dieron a la teoría constitucional la parte dogmática, mientras que los americanos, lo hicieron con la parte orgánica. ¡Es genial su propuesta doctor; pero se ha preguntado, si dentro de esa teoría constitucional, los mexicanos han aportado algo.

El doctor Rodríguez sólo se rió. Que podían haber aportado los mexicanos, más que puros clérigos y militares que constantemente se levantaban en armas, para defender la religión y fueros.

-    ¡Si, claro que los mexicanos han aportado algo dentro de esta teoría constitucional. Algo  tan genial, que aún no se ha legislado, pero que tengo la seguridad que se incorporará tarde o temprano en nuestras leyes constitucionales; y porque no, quizás en la de los países civilizados del mundo.
-    ¿Os juro que no entiendo maestro?. ¡Los sentimientos de la nación de Morelos¡, ¡Las bases constitucionales de Rayón¡., ¿No entiendo qué doctor?.
-    No sea tonto Salcedo. La gran aportación que México dará al derecho, no viene ni de Morelos, ni de Rayón, ni de Fray Servando Teresa de Mier.
-    No me diga que de Manuel de la Peña y Peña.

El Doctor Rodríguez, sólo se quedo callando, como diciendo mentalmente, “a ver a que horas me rió”. Después de todo, había sido un chiste fino.

-    Se acuerda lo que le decía de cómo el Rey de España concedía protección a sus súbditos, a través del mandato “obedézcase pero no se cumpla”.
-    Si.
-    Los ingleses crearon una figura similar, que todavía es vigente en su derecho; una especie de mandato que el rey expide, en contra de actos arbitrarios de cualquier autoridad, como los encarcelamientos, detenciones, cateos y otros actos de molestia; que dejan de surtir sus efectos, tan pronto el rey extienda a favor del agraviado un mandato de Habeas Corpus.
-    Me parece que el abogado insurgente Ignacio López Rayón lo llego a proponer en la Constitución de Apatzigan.
-    Así es licenciado;  tanto el rey de España como el de Inglaterra, otorgan mandatos a los ciudadanos, cuando estos son víctimas de los actos arbitrarios que hacen o cometen en su propio nombre, sus subordinados. ¡Se da cuenta¡. – Entonces pregunto - ¿Cómo puede conjugar esto que le digo con la sentencia de Marshall?.
-    La Constitución está por encima de cualquier autoridad, de cualquier acto, sentencia o ley que pudiera emitir cualquiera de los poderes públicos.
-    Así es, la Constitución y no el rey, es el que esta por encima de cualquier acto de autoridad y de cualquier otro funcionario, incluyendo el presidente.
-    Que sea la Constitución, la Carta Magna, la Ley Suprema y Fundamental;  la que decida, cuales son las normas de derecho natural que están por encima de las leyes positivas. Como lo hicieron los franceses.- Lo dijo en forma entusiasta Salcedo, como si realizara un importante descubrimiento.
-    Así es, que sean la Constitución y no el Rey, el que decida, cuales son las normas supremas que protegen a los hombres.
-    Pero entonces doctor, ¿cómo me explica la adecuación del habeas corpus, del “obedézcase pero no se cumpla”, al derecho constitucional mexicano?.
-    ¡Fácil, introduciendo el juicio de amparo¡.

Salcedo se quedo por unos momentos callado, pensando en esa idea no tan descabellada, pero si magnifica, original, autentica de una pieza jurisprudencial mexicana. Seguía pensando en la introducción de ese juicio de amparo, al mismo tiempo que observaba los apuntes que sobre el escritorio guardaba el doctor Rodríguez.

-      ¿Eso que me lo dijo, está escrito ahí?.
-      ¡Así es¡. – le mostró los cientos de páginas que estaba escribiendo su maestro, respecto al tema.
-      El juicio de amparo será el recurso con el cual, en el nombre de la Constitución y de la soberanía popular, y no por el capricho benevolente de un simple terrenal investido de monarca; se otorgara justicia y la protección de la unión, a todo aquel que lo solicitare. No será la magnanimidad y la nobleza discrecional del rey, no será la historia consuetudinaria de una práctica obsoleta como la que  todavía utilizan los americanos de pedirle a sus respectivas cortes, la expedición de mandatos en una república donde ya no existen ni gobiernan los reyes; será en México, donde la Constitución se imponga, donde en el nombre de la soberanía popular manifestada en su ley suprema, la que otorgue el amparo y la protección de la leyes por conducto de sus jueces. ¿Se da cuenta Salcedo?. No será el Rey quien deje de proteger a los súbditos?, Será la norma constitucional quien así lo haga en circunstancias igualitarias, con cada mexicano.

Entonces Salcedo tomo aquellas hojas, como queriéndolas leer en ese mismo instante. Al verlo el doctor muy interesado en el tema, le dijo:

-      Aún no se las lleve Salcedo, todavía no he terminado los apuntes. Me falta exponer otras ideas
-      No importa doctor, esperare tan pronto termine de exponer la introducción del amparo en el derecho mexicano.

Pero mientras Salcedo respondía, seguía hojeando folio a folio aquellos apuntes de su maestro; alcanzando a leer algunas expresiones anglosajones que su vasto lenguaje castellano no alcanzaba a entender, ni a interpretar, ni mucho menos a traducir; “injuction”, “writ”, “the writ of mandamus”, “habeas corpus”, “quo warranto”, “writ of prohibition”; ¿Qué es eso?. ¿Qué significan?. ¿Cómo se emplean en el derecho americano?. ¿Son acciones legales?.

El Doctor Samuel Rodríguez,  viendo lo ignorante que era su todavía alumno, se limito a verlo como si fuera un ser inferior, un joven el cual le faltaba mucho camino que recorrer; el cual, aún no tenía el conocimiento lúcido para conocer la verdad de la Jurisprudencia. No era para menos, el doctor Samuel Rodríguez, además de haber cursado estudios de Jurisprudencia en la Universidad de Salamanca, de haber prestado sus servicios como abogado en el Consejo de Indias en Madrid España, había tenido la oportunidad de viajar a Paris, en la Universidad de Francia, donde había conocido personalmente a los profesores Federico Carlos Rau y Carlos Aubry; distinguidos profesores civilistas que habían logrado sistematizar el Código de Napoleón en una obra doctrinaria jamás escrita; aquella compilación de leyes civiles sintetizada en unos cuantos artículos una obra legislativa faraónica del tamaño de su creador; ¡Qué vergüenza que aún en el derecho patrio, no se había podido realizar, ni tampoco imitar ese Código Civil¡. ¡No era posible que en México se siguiera observando las disposiciones del Rey Alfonso el Sabio o de la Novísima Recopilación, disposiciones jurídicas de monarcas españoles que ya tenían cientos de años de estar muertos¡.

El licenciado Salcedo siguió hojeando cada folio de aquellos apuntes, deseando aprovechar hasta el último instante la sabiduría de su maestro; que le siguiera platicando sus experiencias profesionales, no solamente en Madrid o en Paris, sino también de su viaje a la Universidad de Londres, donde conoció a los profesores Jeremy Betham y John Austin;  ahí estaban escritos los nombres de esos ilustres juristas en aquellas páginas, donde se citaba a sus respectivas obras y donde su maestro le formulaba criticas; ¡que ignorante era Salcedo ante la sabiduría de su maestro¡; era un ignorante en la lengua inglesa, en la francesa y también, hasta en su propia lengua española; nunca había viajado, ni conocido el mar; era un ignorante al que el ilustre doctor Samuel Rodríguez le hacía el favor de entablar una conversación.

-      Salcedo, la academia es una forma de vida, que exige sumisión, entrega y respeto. Algo que Vos nunca tendrá, mientras sirva en forma indigna a la gente con la que trabaja.
-      Maestro. Es la forma en la que puedo aplicar mis conocimientos al servicio de la patria.
-      ¡No es cierto mi distinguido licenciado; no es al servicio de la patria para quien vos trabaja, sino al servicio de aquellos políticos bribones que no entienden ni jota de lo que es la república y sus instituciones.  Su lugar está aquí en la academia¡. Haciendo lo que a vos le encanta. Leer, estudiar, criticar, conversar, escribir¡. Su lugar está en la universidad, donde debe enseñar y formar alumnos, hombre libres y cultos capaces de transformar el país; no es en el Gobierno donde la patria requiera sus servicios; no es ahí, con los militares, los clérigos y la clase gobernante, donde pueda ser útil; ahí sólo será un pillo igual que ellos, un artífice de las leyes que encubra los ladrones en hombres honestos; los demagogos en estadistas, los asesinos en buenos hombres. Retirase de esa vida que en nada le sirve.

Salcedo se quedo pensando, en cada palabra de su maestro. Tenía al menos diez años de conocerlo. Le era en sus tiempos libres, quizás sino su amigo, si por lo menos, su alumno más fiel.

-      Maestro, no soy el pillo, ni el artífice del derecho que vos imagina. Trabajo para el Supremo Gobierno, porque ahí fue donde la vida me coloco. Y quiero que sepa, que lo hago, con honestidad, con orgullo de servir a una institución republicana que aún, si bien es cierto no alcanza su grado de madurez, créame que todos los días contribuyo en una mínima parte para que así lo haga.

El Doctor Rodríguez sólo rió. Le recogió los apuntes que en sus manos tenía el licenciado Salcedo y le respondió.

-      Esto no es para Vos.

Salcedo se sintió incomodo, quizás ofendido. El doctor Rodríguez juzgaba su intervención en el gobierno, como una actividad inmoral, desleal a lo que el mismo le había enseñado.

-     Trabajo para la legalidad, para que en país, sea el derecho el que funcione, el que se aplique, para que cada burócrata, militar, clérigo y ciudadano, lo observe en forma estricta.
-     Trabaja mal Salcedo; su lugar no es con esos militares que de Republica, derecho e instituciones, saben lo mismo que vos y yo sabemos de la física de Newton; Su lugar está aquí conmigo, formando alumnos, profesionistas en leyes que liberen a este país de la opresión no de sus dictadores, sino de su ignorancia, de la injusticia que han vivido durante estos trescientos años; piénselo bien licenciado, en continuar seguir siendo mi asistente. A tomar esta noble profesión de la docencia, a entregarse de cuerpo y alma a la academia. ¡Considérelo¡. Porque no habrá marcha atrás. Es un modo de vida, que no solamente exige respeto, sino una profunda devoción. ¡Piénselo¡. Antes de que Vos me responda.

Jorge Enrique se quedo pensando en cada de esas palabras que le había dicho su maestro, en aquellos momentos en que se encontraba frente a su ataúd; escuchando los rosarios y la misa que en su nombre, había dado el canónigo González.

Cerca de ahí, se encontraba el ilustre Rector de la Academia de Jurisprudencia Don Manuel de la Peña y Peña, quien aprovecho el momento para extenderle la mano, en señal de darle el pésame al licenciado Salcedo.

-   Licenciado Salcedo – dijo el Rector – la pérdida del doctor Rodríguez, será irreparable para los alumnos de la academia, así como también, para el claustro de profesores de la Universidad. Entiendo su pesar y por ello, reconozco en Vos, la admiración que le profesaba, su lealtad e inclusive la preparación académica que de vos hizo.
-    ¡Gracias Doctor de la Peña¡.
-    Por todo ello, he pensado seriamente en proponer al claustro de profesores, que hasta en tanto no encontremos a un profesor de la misma estatura del ilustre doctor Rodríguez, sea Vos, quien en forma interina, lo sustituya en su cátedra.

Entonces Salcedo no sabía si recibir esa noticia como un gran reconocimiento, una herencia de su padre académico, o quizás una carga; recordando en ese instante, aquella conversación en que su ilustre maestro le cuestiono, a tomar la profesión de la docencia, para entregarse de cuerpo y alma a la academia. Aceptar esa forma de vida, que no solamente exigía respeto, sino una profunda devoción.  Una congruencia de lo que enseñaba cada día en clases, con cada uno de sus actos como abogado, funcionario y como hombre.

-      El doctor Rodríguez, siempre dio muy buenos comentarios sobre su persona. Reconocía a Vos, un gran talento, no solamente para la docencia, sino también para la discusión jurídica. Nos gustaría que aceptara esta proposición de mi parte, a la cual, me encargare personalmente, de que su ingreso a la Academia de Jurisprudencia, sea aceptada por el claustro de profesores.
-      ¡Gracias doctor, acepto la oferta que me hace; créame que no lo defraudare.
-      No es a mi licenciado a quien podía defraudar; es al doctor Rodríguez, a quien siempre confió en Vos, y de quien en vida, hizo la propuesta que ahora ofrezco.

El doctor de la Peña se retiro, no sin antes de haber extendido el brazo, dando un fuerte apretujón de manos;  Salcedo se quedo pensando, no sin todavía antes, de recordar aquella última conversación que había sostenido con su maestro.

-     Doctor – recordó como le dijo aquella noche a su maestro, luego que le quitara los apuntes del libro que escribía – Si no logra terminar lo que esta escribiendo. ¿Quién concluirá esa obra?.

El doctor Rodríguez se quedo pensando, riéndose por un solo momento.

-      Por eso se lo estoy platicando.- No dijo más, no le había dicho quien había de concluir esa obra, si se refería a él, no era claro, no podía seguirle adivinando el pensamiento.
-      Hay un abogado igual de joven que vos, al que conocí una vez en Guadalajara. Más vale que no olvide su nombre y si tiene oportunidad alguna de cruzar palabra con él, hágalo, aprenderá mucho de él.
-      ¿A quien se refiere?.
-      Del licenciado Mariano Otero.
-      ¡Mariano Otero¡.
-      Si,  Mariano Otero, es un abogado que se titulo joven, casi niño, a la edad de dieciocho años. Es un gran liberal, ha tenido participación política en su provincia natal, ha escrito a su joven madurez, un tratado sobre la cuestión política y social que impera en el país; un libro al que por cierto si tiene oportunidad de leerlo, hágalo, también le hará bien.
-      ¿Qué tiene que ver Otero con su obra?.
-      ¡Mucho¡. En una conversación que alguna vez sostuve en el Instituto de Letras de Guadalajara, me pregunto sobre algunas cuestiones constitucionales del derecho americano y francés; me sorprendí al ver su inteligencia descomunal y sobre lo diestro del tema, el grado elevado de su nivel de conversación al formularme una serie de preguntas, que despertó en mi las inquietudes que ahora escribo.
-      De que fue su conversación.
-      Precisamente de lo que acabamos de hablar. Del amparo, del juicio de amparo. Si tiene oportunidad de encontrarlo, platique con él, pregúntele más sobre el tema; le tengo más confianza su propuesta de juicio amparo, que la que conocí de don Manuel Crescencio Rejón.
-      ¿Porqué?.
-      Por la sencilla razón de que Rejón es un hombre como Vos, un tipo inteligente pero al servicio de los más oscuros intereses, alguien que no tiene dignidad y respeto a si mismo, capaz de vender sus mejores ideas a las peores causas,   a tipos tan traidores y sin principios como Santa Anna y su pandilla de ladrones. En cambio, el joven licenciado Mariano Otero, es un abogado libre, fiel a sus convicciones, tiene lo que Rejón ni vos tiene para enfrentar esta vida, ¿sabe qué?. ¡Tiene libertad¡. Con ese don que es conducirse como una persona libre, el licenciado Mariano Otero es abogado postulante, inclusive escribe para algunos periódicos de Guadalajara y de la Ciudad de México; es un buen analista político, pero más que eso, es un excelente abogado, de la altura de Jeremy Betham, John Austin o John Stuar Mill..
-      ¡Se refiere a Mariano Otero¡.
-      Si, Mariano Otero.



El doctor Rodríguez se quedo mirando a su fiel alumno, ocultando y negándole con su silencio, la inteligencia que también tenía Salcedo; viendo como otro ilustre abogado, podía ser tan servil como Manuel Crescencio Rejón, o tan libre, como Mariano Otero.

En ese momento, la concurrencia en aquella casa, seguía entrando al velorio; los rosarios continuaban, las flores seguían llegando a la sala de la casa; ahí se encontraba la Señora de Rodríguez, junto a sus desconocidas hijas y aquellas damas de negro que con los ojos rojos, lloraban o por lo menos, aparentaban haber llorado, a los pies del gris ataúd.

Salcedo se quedo pensando cada minuto de esa conversación, tratando de olvidar que se encontraba en un velorio, donde no se discutía los temas que alguna vez, en el despacho de la casona abordo con su maestro. ¡Eso era cosa del pasado¡. Tenía que seguir viviendo, ahora sin la presencia del hombre que lo había formado ideológicamente; quien le había dado los principios para ser o aspirar a llegar ser, todo un jurista, critico e independiente.

Cuando Salcedo se disponía a dejar el recinto, se topo que venia entrando a la casa, el escribano Martínez del Valle, acompañado de dos damas, una de ellas, seguramente su esposa, y la otra, la bella Fernanda.

Así que por ese momento, Salcedo olvido las palabras de su maestro, para centrar su mirada en aquella muchacha, a la cual, su amigo el Coronel Martín Yáñez había dicho que parecía una autentica reina, digna de ser cortejada.  

El escribano, se quitó el sombrero en señal de luto y respeto que debía  guardar en aquella casa, mirando por un instante al licenciado Salcedo, como queriendo guardar aquel secreto que ambos conocían. Los títulos de propiedad más inmorales que se hayan celebrado en la historia de todos los negocios privados en este país independiente, con el dinero de las contribuciones del pueblo,  escondido en algunas cuevas de la barranca del moral; ahí donde estaban los dos millones de pesos en onzas de oro, en aquellas subterráneos secretos propiedad del convento del Carmen en el pueblo de San Ángel; ¿A cambio de qué?, de la compra descarada de los territorios del norte de México.

El escribano saludo al licenciado Salcedo, junto con ello, su esposa e hija hicieron lo mismo. Aquella vez, Salcedo miro con mayor detalle, a Fernanda, a fin de darse cuenta, si realmente era tan bella como decía su amigo el Coronel Yáñez; pero al hacerlo, no noto, que otros ojos también lo veían, era la de la Señora Amparo Magdalena, madre de Fernanda y esposa del escribano.

 Salcedo se despidió, después del grato momento de haberse percatado que efectivamente Fernanda era una mujer guapa, sintió inmediatamente el remordimiento de conciencia, de haberse dado cuenta que su maestro, ahora ya difunto, tenía razón. Él era un pillo, un ladrón de la pandilla de Santa Anna, un abogado servil lacayo de los más oscuros intereses de la patria, un cómplice más de la corrupción que imperaba en el país, alguien que había jurado lealtad no al derecho, ni a su maestro, sino a un líder sin principios, sin ideología, un vil humano endiosado por gente como él, sin principios, atados quizás por el miedo o el hambre, para no sentirse jamás una persona digna y por ende, libre.