lunes, 26 de septiembre de 2016

CAPITULO 52


En la Ciudad de México, inició el gran debate político que definiría el futuro del país. Los próximos diputados “puros” y “moderados”, iniciarían una de las principales discusiones que dividirían la opinión pública, los bandos militares, las clases sociales, obviamente a los políticos y por supuesto, a la patria entera.

Muy pronto volverían a suscitarse toda clase de escándalos por las noticias provenientes de los Estados Unidos. Decían que un periódico llamado el Heraldo de Nueva York se había atrevido a difamar al generalísimo Santa Anna, diciendo que éste ya había pactado la derrota del ejército mexicano en los campos de batalla, a cambio de cederles en forma gradual los territorios del norte, que sin la mínima o con simbólica resistencia, irían cediendo al invasor. ¡Era una mentira¡. – dijeron muchos de los defensores de Santa Anna, pero otros críticos de la política sostenían esta tesis y otras aún más descabelladas, como decir por ejemplo que Santa Anna perdería la guerra, a cambio de que el gobierno despojador de los Estados Unidos lo reconociera en la presidencia por uno diez años.

Para esas fechas, noviembre de 1846, el pueblo de México, esa masa uniforme, transitoria, cada vez más ignorante y populachera, había elegido a sus futuros representantes políticos. Los mismos de siempre, que importaban, si fueran liberales o conservadores, si eran federalistas o centralistas, católicos o masones; no había diferencia y cambio alguno, eran los mismos de siempre, los que iban y desaparecían para luego volver años después con otra casaca, con otras palabras y proclamas, pero siempre con los mismos hechos, las mismas palabras, las mismas mentiras y promesas que el pueblo siempre recordaba, pero que al mismo tiempo, también siempre olvidaba.

Tres años después ya nadie se acordaba de la rebelión que restauró la Constitución de 1843; nadie absolutamente nadie, recordaba los nombres de José Joaquín Herrera y de las tan mencionadas “Bases Orgánicas” que pretendieron supuestamente institucionalizar el país; ahora el discurso político era ser federalista y regenerar la patria; atrás había quedado la discusión negociadora para el reconocimiento de Texas y ahora en cambio, se decía que la próxima batalla con el ejército sería en Saltillo, donde estaría el mismísimo general Santa Anna, acusado de traidor, pero dispuesto a dar la cara frente a sus adversarios o detractores.



El Congreso Nacional presidido por el encargado del Poder Ejecutivo Mariano Salas, con un discurso soberbiamente humilde, daba la bienvenida a los diputados electos, que ahora si, resolverían todos los problemas políticos del país. Hacía alarde de la Revolución de la Ciudadela, de los principios de este movimiento armado, que finalmente se verían culminados, con la presencia de los diputados electos por el pueblo y para el pueblo.  México iniciaría una nueva etapa de su historia, en la que entre todas las naciones del mundo, sería la más democrática, respetable y admirable. El diputado presidente del Congreso, don Pedro de Zubieta, a nombre de todo el congreso, daba el fiel agradecimiento a su general mentor, un simple vasallo de Santa Anna, pero finalmente, a los ojos de todos, el gran militar mentor, que no dudo en desconocer de la presidencia, al traidor de don Paredes Arrillaga.



El estruendoso aplauso de los diputados hizo sembrar el recinto parlamentario,  como si todos los diputados ahí presentes, pertenecieran, no sólo  a un país de federal, sino a un sólo partido, donde no existieran discusiones bizantinas sobre religión y formas de gobierno.  Pero la verdad era otra, ese congreso que aplaudía en forma avasalladora las románticas palabras del general Salas y de la réplica, también cursi y romántica del diputado Zubieta, realmente era un auditorio de una sala de teatro frente a un escenario que presenciaba un guión de poesía y mera ficción literaria; la verdad y lamentablemente, la cruda realidad que en ese momento se vivía, es que el país entero, la Republica mexicana, por la que tanto había peleado Hidalgo, Morelos, los hermanos Bravo y hasta un español de nombre Francisco Javier Mina, era cruelmente aplastada por la potente artillería e infantería de la república vecina de los Estados Unidos, y también desintegrada en forma gradual, por el cúmulo de viejos caciques, de visión egoísta y traidora, que defendían primero sus intereses, antes que defender la soberanía nacional.

Nadie sabía que los llamados estados libres y soberanos de Tabasco y Yucatán, el primero de ellos había desconocido al gobierno federal y nombrado como Gobernador a un tal Juna B. Traconis, mientras que el segundo de ellos, habían proclamado su “neutralidad” en la guerra contra Estados Unidos.  Ingenuos los diputados mexicanos, siempre colaboradores y solidarios en los momentos de fiesta, pero hostiles en el momento del trabajo.



Acto seguido el Congreso se dio a la tarea de elegir a quien sería su Presidente y Vicepresidente de la Republica, no hubo muchas sorpresas como era de esperarse, pues el nombramiento recayó desde luego en los distinguidos ciudadanos don Antonio López de Santa Anna y a Valentín Gómez Farías, por la aclamación y para el disgusto e muchos conservadores. No así, una comitiva de diputados constituyentes, con el ánimo de siempre hacerse notar, redactó una misiva para hacerle de su entrega y conocimiento al general Santa Anna, sobre su nombramiento de Presidente de la República, que la nación le había conferido. – Honrosa distinción – respondió Santa Anna –  no vine a conquistar la presidencia de la república mexicana, sino solamente a combatir al osado extranjero que profana con su presencia al territorio sagrado de la patria.

Las palabras del padre de la patria, volvían a seducir a miles de sus seguidores, quienes se conmovían y reproducían íntegramente sus discursos en los panfletos que se distribuían en varias plazas  de la republica. “…he meditado mucho si admitiría el encargo que una vez más en el curso de mi vida se me confiere, pero al fin, venciendo mi natural repugnancia, ahogando dentro de mí mismo las razones de conveniencia privada, y convencido, sobre todo, de que mis conciudadanos no me harán injusticia de creer que regresé del ostracismo para rehacerme del poder, me he resuelto á este sacrificio porque no hay ninguno que no esté dispuesto á hacer en obsequio de mi cara patria … acepto el nombramiento, porque renunciarlo sería contradecir mis principios, y no acatar las resoluciones del Congreso constituyente que representa á la nación, ante la cual todos debemos inclinarnos sumisos, por residir en ella esencial y exclusivamente la soberanía”.

Santa Anna sería con el apoyo o no de los americanos, en el Presidente de México. ¿Cuál imposición de los invasores? ¿ Cuál pacto secreto?, No fue necesario que los americanos usurparan la soberanía mexicana para designar a quien presidiría el destino de la nación. Que quede claro, fue una designación libre y democrática. Ningún diputado fue obligado a votar a su favor. Pudo haber sido otro ciudadano,  pero a decir verdad, no existe otro hombre con el prestigio y la experiencia política y militar que representa Santa Anna.



Obviamente razones de Estado impedían que el generalísimo regresara a la Ciudad de México a tomar protesta del cargo. Lo haría en su momento, cuando cesaran las operaciones militares y fueran arrojados del seno a los injustos invasores, posiblemente hasta ese momento el generalísimo se presentaría al Congreso a tomar protesta como presidente de la república. Mientras tanto, el hijo de la patria, seguiría en su marcha a San Luis Potosí, con los escasos bienes que recaudaría para armar un ejército que enfrentaría penurias al invasor. El paso que tenía que darse en la guerra, no era necesariamente militar, sino político. Concretamente, debí tomarse una decisión política para recaudar fondos y con ello, estar en posibilidad de afrontar una guerra en forma exitosa. Ese peso político, implicaba obviamente mucho disenso en distintos grupos y castas de la sociedad mexicana, pero tenía que hacerse. Era el momento que la soberanía mexicana discutiera la nacionalización de los bienes de manos muertas. Es decir, la ocupación y venta  de los bienes propiedad del clero.

No era el momento oportuno, discutieron muchos diputados, algunos de ellos de tendencia liberal, don Mariano Otero, se había pronunciado en contra de la iniciativa que desde el palacio nacional, enviaba el encargado de la presidencia de México, don Valentín Gómez Farías. Había que hacerse, los diputados debían discutir las conveniencia no solamente política sino económica, de aprobar una iniciativa de esa magnitud, no solamente significaba ponerle limites a uno de los poderes políticos mas oscuros y retrógrados que tenía la joven nación, sino que significaba también, allegarse de recursos económicos suficientes  que permitieran financiar un ejército profesional que defendiera la soberanía nacional.



Pero los opositores a la propuesta argumentaron que de iniciar esa confiscación a los bienes, lo único que produciría en el país, sería un levantamiento armado, quizás una guerra civil. El país se destabilizaría y sería lo peor que pudiera ocurrir. No era lo más idóneo en esos momentos, de guerra y adversidad, había que serenarse y tomar medidas más objetivas y menos pasionales que no estuvieran viciadas de revanchas políticas como la que pretendía impulsar el doctor Gómez Farías.

Pero la resistencia, si bien fue polémica, no fue suficiente para desviar el tema a otra discusión; lo prioritario era la guerra contra los Estados Unidos, pero para ganar una guerra, se necesitaba el dinero; quien tenía el poder económico era el clero; luego entonces, había que despojarle al clero de su dinero, para utilizarlo contra la guerra que se vivía. ¡Esa es la razón fundamental de esta iniciativa¡. No son cuestiones ideológicas, no es porque odiemos a los curas traidores e hipócritas que fusilaron a Hidalgo y a Morelos, para luego hacerse pasar por seguidores de la causa insurgente de la independencia y coronar a un rufián como Iturbide; no es porque los consideremos los  partidarios de la monarquía y enemigos de la república, que en verdad si lo son, la verdadera razón de esta iniciativa, eran los quince millones que se podían recaudar del clero.

Los diputados y los periodistas podían polemizar horas y más hojas, sobre esta iniciativa. Podían escribirse libros y hasta novelas literarias que describieran las horas intensas de negociación política al mismo tiempo que los soldados mexicanos morían de frío y hambre por falta de dinero; era admirable lo que hacía Santa Anna seguir reclutando gente que con poca paga y mucha hambre, estuvieran obedeciendo las órdenes de un general que carecía de un ejército. De un regimiento militar sin militares, de parque sin municiones. De mexicanos harapientos y no soldados.



¡Confisquemos los bienes de la iglesia¡. Autoricemos al gobierno para que se proporcione de quince millones de pesos para los gastos de la guerra, para que puedan hipotecar o vender los bienes de manos muertas. Era el grito de los diputados más radicales, aquellos que si tenían algún pronunciamiento ideológico en contra de la iglesia. – Sensatez. Exigía el ala moderada a través de los diputados Muñoz Ledo y Mariano Otero. No somos partidarios de la Iglesia y también estamos en contra de ella, pero aprobar una iniciativa de esa magnitud, daría mayores perjuicios que beneficios. Podría quebrar la escasa agricultura que sostiene el país, así como arruinar a miles de familias. No es el medio estimados diputados, no es la solución a nuestros problemas.

Y mientras los diputados, iniciaban una discusión que tardaría tres días en aprobarse, las oficinas de los jerarcas católicos, responden al cúmulo de críticas que reciben.  No eran los fieles vasallos de Santa Anna los que discutían el bienestar de la patria, ni tampoco era cierto que la iglesia tuviera tanto dinero como lo decían los masones, adoradores del diablo; al pretender despojar de la iglesia de sus bienes, el mal no se lo hacían a dios nuestro señor, sino  a sus hijos que viven del trabajo y de las bendiciones que en escuelas, hospitales, orfanatos y conventos, los ministros de la santa iglesia proporciona a sus fieles. Debemos defender la fe de quienes hace años robaron el país sin dar cuentas de su riqueza inexplicable ni del despilfarro del dinero; de quienes llaman a una guerra que seguramente ya está pactada por la derrota. Quienes pretenden robarle a la iglesia, sólo legitiman a los traidores de la fe y de este suelo bendito, donde posa la madre de dios, la santísima virgen de Guadalupe. Excomulguemos a los herejes y quemémosle, no con la llama del fuego en el que ardieron los herejes, sino con sus propios medios que son la palabra ante la opinión pública. Que todas las iglesias toquen sus campanas e informen a sus fieles sobre la gran mentira de esos diputados que  siguen discutiendo. Unos hablan de la guerra y otras en cambio, mueren de gripe o de hambre, sin aún enfrentarla en los campos de batalla.

Sin perdida de momento y estrechando los sagrados deberes que les impone los cánones de la Iglesia, ha acordado se le dirija a V.E. esta comunicación, con el objeto de manifestar que no consiente en manera alguna por su parte en las medidas que contiene el citado proyecto, para no incurrir en las censuras y penas eclesiásticas que el Santo Concilio de Trento fulmina al fin del capitulo 11 fe la sesión 22 reiteradas por el tercero Mexicano; y en consecuencia formaliza desde ahora la más solemne protesta para el caso de que llegue á sancionarse, lo que es de esperarse d la religiosidad del Supremo Gobierno, sino que respetará la disposición citada del Santo Concilio de Trento, que comprende a todos, cualquiera que sea la dignidad de que se hallen investidos, por lo que toca á la censura de excomunión mayor en que incurren, obsequiando también las disposiciones de la ley fundamental que hoy rigen á la Republica, que garantizan la propiedad de las corporaciones eclesiásticas”.

Pero a quien importaba la advertencia del infierno entero al diputado, alcalde e inclusive presidente de la republica que tuviera el atrevimiento de aprobar esa ley. En momentos importantes en la historia del país, había que asumir y enfrentar los riesgos, así fuera la excomunión.



El Congreso emitiría la iniciativa de Ley, en el siguiente tenor:

ARTICULO PRIMERO.- Se autoriza al gobierno para proporcionarse hasta quince millones de pesos, a fin de continuar la guerra con los Estados Unidos del Norte, pudiendo hipotecar o vender en subasta pública, bienes de manos muertas al efecto indicado.

Inmediatamente el diputado Mariano Otero objeto el precepto normativo, argumentando que la palabra “pudiendo”, generaba malas interpretaciones al pretendérsele otorgar al gobierno, autorizaciones de carácter especial; ante dicha objeción, el diputado Manuel Crescencio Rejón refutó la postura de Otero, lo que generaría, horas de discusión sobre la redacción de este artículo. Lo que harían sin duda alguna, incendiar el ánimo de los oradores liberales en acusar a los del otro partido, en hacer chicanadas para desviar y desalentar la aprobación de la ley.  Quedando finalmente en los siguientes términos:

ARTICULO PRIMERO.- Se autoriza al gobierno para porporcionarse hasta quince millones de pesos, a fin de continuar la guerra con los Estados Unidos del Norte, hipotecando o vendiendo en subasta pública, bienes de manos muertas al efecto indicado.

Con esa lentitud el congreso mexicano seguía discutiendo, al mismo tiempo que recibían del cabildo metropolitano de la Ciudad de México, la enérgica protesta que haría la Iglesia Católica para protestar por la discusión y posible aprobación de la ley.

ARTICULO SEGUNDO.- Se exceptúan de la facultad anterior:
PRIMERO. Los bienes de los hospitales, hospicios, casas de beneficio, colegios y establecimientos de instrucción pública de ambos sexos, cuyos individuos no estén ligados por voto alguno monástico, y los destinados a la manutención de los presos.
SEGUNDO. Las capellanías, beneficios y fundación en que se suceda por derecho de sangre ó de abolengo, y en las que los últimos nombramientos se hayan hecho en virtud de tal derecho.
TERCERO. Los vasos sagrados, parámetros y demás objetos indispensables al culto.
CUARTO. Los bienes de conventos de religiosas bastantes para dotar a razón de seis mil pesos á cada uno de los existentes.

Pero aún así, la ley sería radical. Oh mejor dicho, sería vista como si se tratara de una ley hereje y jacobina, que viera con malos ojos, la propiedad clerical. Algo, que ni el propio Hidalgo y Morelos, se habían atrevido sancionar.



Pese a esta resistencia y a los rumores de que los batallones Independencia y Victoria se sublevarían al Congreso en apoyo al cabildo metropolitano, los diputados del congreso constituyente no se dejaron intimidar, pues la discusión de la ley seguía en marcha para su pronta aprobación, pese que ya se tenía conocimiento de clérigos impertinentes que desde el pulpito de las iglesias, gritaban: ¡Muera el mal gobierno¡; … aún y con todo eso, con las opiniones que presagiaban una revuelta, inclusive una guerra civil, por la aprobación de la polémica ley, la cual tardó tres días interrumpidos de discutirse, para finalmente aprobarse, a las diez de la mañana del día diez de enero de 1847.

Mucha expectación se dio entre la aprobación y la fecha de publicación de la ley, fueron tres días de espera angustiante, la amenaza de la excomunión seguía ahora más que nunca latente para el funcionario quien se atreviera en publicar la ley que ya había aprobado el Congreso. Pero finalmente nadie impidió su publicación y posterior difusión.  La primera reacción que se dio, fue la suspensión de los servicios religiosos en la Catedral metropolitana, argumentando los vicarios del recinto, temor a los motines que podían suscitarse por la aprobación de la ley. De igual forma, los periódicos Monitor Republicano y Siglo XIX dieron cuenta de la ley aprobada, a la que en sus editoriales censuraban de políticamente inapropiada, atreviéndose dichos diarios a presagiar, el estallamiento de una revuelta popular. Inverosímil, era también suponer, la gran cantidad de funcionarios que temerosos de la advertencia de la iglesia, fueran excomulgados del reino de los cielos, por el atrevimiento de aprobar dicha ley. Se supo de un diputado de Oaxaca de nombre Benito Juárez, haber aprobada entusiasmadamente dicha ley en su estado.



Así desde lejos y en todos los rincones del país, en cada iglesia y en cada sacerdote, la respuesta del clero era la misma: no consentir tácita ni expresamente la ocupación, gravamen o enajenación de sus bienes, advirtiendo que con la autorización del Sumo Pontífice, excomulgarían a todo aquel que hiciera, cooperara o consintiera la aplicación de la ley; diciendo que permanecerían excomulgados todo aquel que ejecutará la ley no serían restituidos de dicho sacramento, hasta en tanto, no restituyeran de los bienes despojados con todos sus frutos hacia su verdadera y legitima propietaria; así el Cabildo Metropolitano en el nombre de la Iglesia Católica llamo a que no se consumara la dichosa ley, emprendiendo así su enérgica protesta.

El cabildo metropolitano, por lo mismo, a nombre de la iglesia mexicana protesta: que la iglesia es soberana y no puede ser privada de sus bienes por ninguna autoridad; protesta, que es nulo y de ningún valor y efecto cualquier acto, de cualquier autoridad que sea, que tienda directa o indirectamente a gravar, disminuir o enajenar cualquiera de los bienes de la iglesia; protesta, que en ningún tiempo reconocerá ni consentirá en pagar ningunos gastos, reparaciones o mejoras que se hicieren por los que adquieran los bienes de la iglesia, a virtud de la ocupación decretada; protesta que aunque de hecho se graven o enajenen, el derecho, y dominio y posesión legal la conserva la iglesia; protesta en fin, que es solo la fuerza la que privará a la iglesia de sus bienes, y contra esta fuerza la iglesia misma protesta del modo más solemne y positivo.
 
El ministro de Justicia, fiel a su casta eclesiástica, tomo partido en contra del presidente Gómez Farias, quien en tan sólo en unos días, vio parte de su burocracia dividida en dos bandos, los que lo apoyaban condicionalmente y los otros, que también decían apoyarlo, pero que seguramente, pactaban en lo oscurito con  la Iglesia, cualquier triquiñuela para no acatar el mandato popular.

Ante la posible oleada de motines populares, patrocinados o incitados por la Iglesia, el Alcalde de la Ciudad de México, Juan José Baz el mismo que tuviera el valor de haber publicado la ley, pese a la amenaza de la excomunión, emitió un bando en el que establecía una serie de prohibiciones para la ciudadanía, la principal de ellas, no andar en las calles con grupos de personas, inclusive en casas, a no ser con el consentimiento de la autoridad, del mismo modo, estableció patrullajes en distintos puntos de la ciudad, como si quisiera prevenir la insurrección popular, que tanto miedo decía tener el clero, de que bajo el amparo de la ley, el populacho aprovechara la situación para robarle de sus limosnas y objetos de culto sagrados de incalculable valor material y espiritual.



Obvio que ante las providencias dictadas por el Alcalde de la Ciudad de México, el diputado Mariano Otero, supuestamente liberal y para esos momentos, visto como un conservador defensor de la iglesia, acuso al Gobierno de la Ciudad de México, de emitir disposiciones que violentaban los más sagrados derechos de manifestación y asociación que tenían los mexicanos y que obviamente, debía garantizar el Congreso. Ante esa crítica del diputado, este recibió los peores descalificativos de algunos de sus compañeros, quienes insistían en que la medida aprobada, era benéfica para la nación, debido a la situación política ya de todos conocida.

En medio de toda esa discusión, una carta firmada por Santa Anna llegaría a difundirse en la prensa, en la que el primer mandatario, aprobaría la polémica ley, a la que calificaría de salvadora e inminentemente patriótica, así como de haber sido recibida en forma entusiasta por las tropas que dirigía, solicitando en su misiva, que dicha ley fuera aplicada en forma pronta y puntual, dada la necesidad de recabar los recursos económicos que le permitiera enfrentar al enemigo.   Ante estas palabras, muchos de los simpatizantes se vieron apoyados, inclusive el Vicepresidente y encargado de la presidencia, don Valentín Gómez Farias, quien era objeto de constantes criticas.

Sin embargo, días después. Los mismos periódicos volvieron a publicar otra carta de Santa Anna, donde manifestaba que ante los descontentos sociales y ante la indebida publicación de una carta privada y confidencial, en la que externaba una opinión franca y personal, se le pretendía adjudicar la autoría de esta ley, como si sus opiniones privadas, fueran motivo de juicios decisivos que se convirtieran en leyes; solicitando al Congreso, en forma sincera y respetuosa, que si dicha ley no fuera útil y conveniente, la misma fuera modificada según juzgará más a propósito, para que ésta produjera los efectos que se deseaban.

La segunda carta del generalísimo, generó mayor inseguridad, era absurdo que el general Santa Anna tuviera dos posturas, una actitud radical que apoyaba incondicionalmente la ley, en lo privado; y otra, donde veía la posibilidad de que se modificará o inclusive abrogara la ley, en el ámbito público de su persona. Así de pronto, el generalísimo, reprochaba a sus amigos de haber traicionado su amistad y confianza, por haber difundido una opinión personal; y lo peor de todo, es que con su segunda epístola, dejaba sin argumentos a los diputados puros, que quedaban indefensos, ante la posibilidad de que el propio general, veía también, con buenos ojos, la modificación e inclusive la derogación de dicha ley, dándole con ello, toda la razón a los críticos de la polémica disposición anticlerical.



Aún así, no se sabía cómo interpretar las bivalentes palabras del generalísimo Santa Anna, que para esos días, anunciaba haber tomado noventa y ocho barras de plata propiedad de comerciantes españoles de la provincia de San Jesús Potosí, ordenando al gerente de la casa de Moneda las acuñase en moneda, prometiendo pagar dicha cantidad a dichos comerciantes, tan pronto se recibieran los primeros ingresos de los bienes de manos muertas; asimismo informo que había hipotecado sus bienes para obtener hasta cincuenta mil pesos para el caso, de responder de los créditos contraídos para el caso de no recibir los anhelados recursos que le había prometido el Supremo Gobierno que el encabezaba. Así las cosas, el generalísimo, independientemente de sus opiniones públicas o privadas, a favor o en contra de ley, seguía su marcha para enfrentar próximamente a su enemigo; aun pese a que su marcha al norte, registraba todos los días, muertes de decenas de soldados mexicanos a causa del frío.



Así el general montando en su caballo blanco y su uniforme gallardo, con hombreras y botones de oro, presidía un batallón de más de catorce mil soldados mal vestidos y alimentados, pobres e incultos, muchos de ellos marchando descalzos en contra de su propia voluntad y desconociendo el motivo de la guerra. Marchando del mejor al peor vestido, la tropa mexicana seguía al frente para combatir a su rival. Al frente del batallón, una banda de guerra que con trompetas y tambores,  anunciaba el paso del Napoleón mexicano, quien en su megalómana mente pensaba una y mil veces, que esta guerra, sería por siempre recordada por todos los mexicanos de todos los tiempos. El testimonio de su conciencia, así lo decía, no lo traicionaría jamás, tendría por siempre la gloria y la fama póstuma en su hoja de servicios, y también los sufragios eternos de todos los mexicanos, que nunca olvidarían su nombre inmortal. …  ¡Viva México¡. … ¡Viva Santa Anna¡.