domingo, 30 de octubre de 2016

CAPITULO 73


No sé cuantos días u horas habían pasado, pero cuando Jorge Enrique recobró el conocimiento, se encontraba solo y encadenado en aquella celda fría, entre paja y muchos ratones; cuando intento moverse, sintió un golpe dolor muscular sobre su espalda y sus brazos; de igual forma, sentía sus labios partidos, su boca deforme a causa de esa costra que la sangre le produjo los golpes que recibió; le costó mucho trabajo abrir los ojos y apenas alcanzo ver un rayo de sol, al parecer era de día; no estaba oscuro; fue una voz fue quien lo había despertado.

-       Jorge Enrique. ¿Estás ahí?.

Era la voz de Amparo, estaba del otro lado de la celda.

-       ¡Amparo. Eres tu Amparo¡

¿Qué había pasado?. Lo último que recordó es que se encontraba con Amparo, cuando de forma repentina apareció el Coronel Gutiérrez y Mendizábal junto con una escolta de soldados, quienes habían entrado violentamente a la casa; luego recordó muchos gritos, golpes y cuando se dio cuenta, estaba en ese lugar, golpeado, en medio de la paja y de aquellos ratones que rodeaban su cuerpo. No habían comido ninguno de los dos; tanto Amparo como Jorge Enrique se encontraban en ese lugar presos, sin haber recibido ningún juicio, ni haber cometido crimen alguno, más que haber desobedecido al todavía hombre fuerte de ese país.

-       ¿Cómo estas Amparo?.

La mujer contesto que bien, pero por mera cortesía, como podía sentirse luego de haber sido mancillada su casa, su cuerpo, su dignidad; en esa celda fría, encarcelada por los caprichos de un hombre que se sentía dios para castigar a quien no complaciera sus designios; no se sentía bien, maltratada en su persona, mancillada en su integridad física, luego de haber perdido su hija, su casa y ahora, su libertad. ¡No podía sentirse bien ella, en ese día, ni en los que fueran¡. No mientras tanto estuviera encerrada en esas cuatro paredes frías, en aquel calabozo que alcanzaba oler un ambiente hostil, militar; no mientras el hombre que le agradaba, se encontraba acompañándola, tan cerca pero a la vez tan lejos, separados por una pared que no podía abrir, escuchando su voz hueca, distante, sin la privacidad que ella requería, sin verse ambos el rostro, ni poderse leer la mirada de cada uno, sin poderse tocar sus manos, ni sus dedos, ni mucho menos haber concluido la plática interrumpida. ¿Cómo podía sentirse Amparo, tan lejos de su joven pretendiente, tan lejos de sentirse libre y tan cerca, pero muy cerca, de su propia muerte.



Mientras esas dos almas se comunicaban a la distancia, el general Winfield Scott inició el ataque final. Desde Nativitas, enfiló su poderosa artillera para disparar a las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido. Inmediatamente las tropas del ejército mexicano salieron a defender dichas posiciones, pues a lo lejos, se alcanzaba observar el movimiento de las tropas americanas. - ¡Van a entrar por ahí¡. – Convencido el generalísimo, convoca al pueblo de México a enlistarse en la resistencia, para defender la soberanía nacional,  en contra del enemigo invasor. – No importa las armas que tengan. No importan si se cuentan con los uniformes o no. Es necesario defender la patria, con las armas que se tengan. Si es necesario defender la capital de la patria, con piedras, hagámoslo con piedras.

La línea defensiva de las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido se encuentra perfectamente fortificada. Aun pese eso, los divisiones de Twiggs y la brigada de Ripley, atacan desde los lejos, para entrar a la ciudad. La orden a cumplirse es resistir con todo. Resistir inclusive hasta el final. Perdiéndose esas garitas, la guerra se pierde en forma definitiva y entonces ocurriría lo peor, lo que jamás permitió ningún Virrey español en la guerra de la independencia; lo que alguna vez vivieron los últimos tlatoanis aztecas, el fin de los tiempos. La patria mexicana se desmoronaría y su vida efímera de veintiséis años de libertad sería anecdótica en la historia de las naciones modernas. Un país conquistado nuevamente y no por los europeos católicos, sino por sus propios vecinos, los herejes protestantes americanos.

El general Antonio López de Santa Anna continúa en sus oficinas centrales del Palacio Nacional, sus nervios sin poder disimular, su temple a punto de romperse, rodeado de oficiales imbéciles, traidores y con muchos pensamientos que aun no podía ordenar; cerca de donde se encontraba, seis mil soldados americanos dispuestos a tomar la ciudad y conquistar la patria que defendía; el fin de la independencia, de ese país que alguna vez le dijeron se llamaba México.

El general Nicolás Bravo se convirtió en uno de los responsables de la defensa de Chapultepetl; días antes, con el apoyo del Director del Colegio Militar y de algunos militares y oficiales, entre ellos el Teniente Juan de la Barrera, habían construido en las faldas del cerro del mal llamado castillo de Chapultepetl, antigua casa del Virrey don Bernardo de Gálvez, una pequeña fortificación que de nada o poco serviría para resistir los embates de la artillería americana. El segundo de abordo, don Mariano Monterde director del Colegio Militar, se encontraba franco, había enfermado misteriosamente, dejando abandonada su posición de defender la plaza y de hacerle compañía al general Bravo en esas horas tan difíciles; únicamente se encontraban presentes don Juan Cano y don Manuel Gamboa jefes de ingenieros y artillería respectivamente. Y pese que existía la amenaza latente de que los americanos ingresaran a la Ciudad de México por Chapultepetl, el generalísimo Santa Anna insistía una y otra vez, que había que defender las garitas de San Antonio Abad, Niño Perdido y Calendaría; esas posiciones resultaban estratégicas, pues seguramente – decía el generalísimo – por ahí entrarían los americanos.

Las horas transcurren y los soldados americanos ocupan sus respectivas posiciones, al mismo tiempo en que el general Nicolás Bravo jefe de operaciones responsable del área de Chapultepetl, solicita al generalísimo mande refuerzos a cubrir el área; Santa Anna insiste que no enviará elementos hasta en tanto, no exista la certeza de que los americanos ingresarían por Chapultepetl; la apuesta es por las garitas de Niño perdido y San Antonio Abad, esa es la corazonada del jefe máximo de la patria y su intuición, como en otras ocasiones, volvía a fallar; pues los americanos habían optado asaltar Chapultepetl.

A eso de las tres de la mañana del día doce de septiembre de mil ochocientos cuarenta y siete; cuando aún no amanecía, el general Pillow avanza hacía Tacubaya para tomar posesión de los Molinos; otro grupo de soldados americanos asaltan la hacienda la Condesa y desde esas posiciones, preparan su artillería para dar inició el bombardeo. De esa manera, la Ciudad de México amanece con el estruendo del bombardeo; proyectiles que caían uno y otro sin cesar; desbaratando en sus impactos con la tierra, las débiles trincheras que resguardaba Chapultepetl; - hay que tomar ese fuerte – insistió Scott, frente al general Lee – tomando ese fuerte, acabaremos con la resistencia mexicana; el golpe sería devastador; la moral del ejército mexicano y de la patria mexicana se iría al pique; ocupando ese castillo, se ocupa el país entero. ¡Hagámoslo¡. Disparen sin cesar, que los cielos de la capital de la republica, jamás olviden el olor a pólvora de nuestros cañones; que la tierra se cimbre y se abra para recibir las balas del poderoso ejército de los Estados Unidos de América. ¡Disparen sin cesar¡. Una y otra vez. Que la patria mexicana está por aniquilarse.



Los cadetes del Colegio Militar observan desde el observatorio de su escuela, en la torreta del castillo, se ven estacionadas las tropas americanas. ¡Son muchos¡. Más de cinco mil soldados americanos que vienen por todo. Es la fase final de la guerra. Quizás el último combate, la última historia que contar; el movimiento de los estudiantes militares es a la defensiva, tenían que ser precavidos para que ninguna de las balas de la artillería americana los alcanzara, pues esta seguía disparando una y otra vez sin parar, queriendo apuntar el castillo. A lo lejos, el cadete Jesús Melgar, prepara su rifle, se encuentra en espera de afrontar el capítulo más digno de su historia personal. Para eso se había preparado los últimos tres años de su vida; el día que nunca pensó que iba llegar, finalmente llegó. Su cita con la historia, con la muerte, con su amada Fernanda.

El generalísimo Antonio López de Santa Anna también escucha los cañonazos; dentro de las instalaciones del cuartel de la Ciudadela, se le informa que los proyectiles que caen sobre Chapultepetl, son provenientes del ejército americano; el asalto y la entrada a la ciudad será por ese lugar, pero ni aún así, el general lo cree. ¡Es una trampa¡. Refuercen Niño Perdido y San Antonio Abad. Ahí entraran esos perros. Lo de Chapultepetl es una trampa. Un distractor; el verdadero ataque será en San Antonio Abad. Los demás soldados que defienden la capital, se inmovilizan, para permanecer quietos en dicha garita. No había órdenes de moverse,  hasta en tanto, el generalísimo no diera otra orden.



Amparo como Jorge Enrique, también escuchan desde sus celdas, aquellos cañonazos, como si fueran cohetes de una feria, sólo que estos contenían un chiflido muy especial; con sólo oírlos podía percibirse su poder destructivo, algo nunca escuchado por ellos; es el bombardeo al Valle de México, como ocurrió en Veracruz, esta ciudad capital también será destruida. Sus calles, sus casas, sus plazas, sus iglesias, su gente; la patria muere y el ejército mexicano sigue inmóvil, esperando el ataque en san Antonio Abad, cuando es en Chapultepetl, donde se libra el bombardeo.


Tan sólo 842 soldados son los que defienden Chapultepetl; sólo 842 soldados – son los reportes del general Bravo – 250 soldados del Décimo batallón de Infantería, 115 del batallón de Querétaro, 277 del batallón Mina, 121 del batallón Unión, 27 del batallón Toluca y 42 del batallón Patria; son 842 soldados y nada más – faltan los estudiantes del Colegio militar – aclara el ingeniero Juna Cano; - esos no cuentan – responde el general Bravo – son unos niños. – cincuenta u ochenta soldados más, aclara nuevamente el ingeniero - ¡le digo que son unos niños¡. – responde nuevamente el viejo insurgente; olvidándose él también, que alguna vez también fue un niño, cuando peleaba con su hermano Leonardo, junto con el padre de Zitacuaro, José María Morelos.



Niños o no; el Colegio Militar yace abandonado. El director del Colegio Militar Mariano Monterde no se encontraba presente, pues se encontraba enfermo de una fuerte “inflamación”; el subdirector Teniente Coronel Manuel Azpilcueta, el oficial prepotente que días antes había admitido a las filas de colegio a Jesús Melgar, también se había enfermado; el jefe de instrucción Tomás García Conde, fue atacado por un “fuerte contispado” y tuvo que retirarse del lugar, por “motivos de salud”, retirarse lo mas pronto posible, antes de que aquel bombardeo agravara los muros del castillo y su condición física empeorara; por ende, había que abandonar las instalaciones del Colegio, ahora que se podía; por el franco norte podían retirarse los estudiantes, profesores, oficiales y hasta los directivos como lo habían hecho antes, emprender la sabia retirada, antes de que los batallones del general Pillow, subieran al castillo, poniendo en lo alto de la torreta, la bandera imperial de las barras y las estrellas.


El capitán Domingo Alvarado, uno de los pocos oficiales empleados del Colegio, era para el colmo suyo, uno de los pocos funcionarios del colegio, pues los demás habían enfermado misteriosamente, a causa de una peste, llamada “miedo”, “traición”, “cobardía”, “deslealtad”. En esos momentos, en que los proyectiles de la artillería americana impactaban sobre los muros del castillo, cuando empezaban a registrarse los primeros heridos de la batalla, sin medico alguno, ni el capellán del colegio, los estudiantes del Colegio habían decidido quedarse en su escuela, a ofrecer servicios médicos y aquellos que solicitare,  hasta en tanto, estos no recibieran instrucciones de sus superiores. ¿Cuáles?. – se pregunto así mismo el capitán Alvarado, quien para esas horas, no recibía instrucciones ni del Director y Subdirector del Colegio, ni del Jefe de instrucción, ni de ninguna otra autoridad académica del Colegio; tampoco mandato alguno del jefe de armas responsable del área, don Nicolás Bravo, quien a través de una misiva, solicitaba al presidente Santa Anna se sirviera mandar refuerzos lo mas urgente posible. Este responde, insiste,  que lo haría en su momento; pues hasta en tanto no fuera confirmado un ataque total a Chapultepetl, no movería los batallones repartidos en las distintas garitas de la Ciudad. De esa forma, el general Bravo espera el ataque americano, sin tomar en cuenta como refuerzos adicionales, a los mismísimos cadetes del Colegio Militar. ¡Son unos niños¡.¡ No nos sirven¡.

El capitán Domingo Alvarado ordena a todos los estudiantes a concentrarse en la explanada del Colegio, debajo del mirador y observatorio del castillo; donde se encontraba la hasta de la bandera tricolor, desde ahí, una vez en posición de firmes, cada cadete en formación y con su respectiva rifle, espera la instrucción del capitán Alvarado, quien para esos momentos, era ya su jefe de instrucción, subdirector, director y general en jefe; su único y directo mando con el mundo exterior; al que debía de cumplir sus instrucciones al pie de las letras, por lo que éste ordenase, lo ordenaba también la patria.



El capitán Alvarado en medio del estruendoso bombardeo, incito a los alumnos a que abandonaran el colegio; era inútil el derramamiento de sangre, pues los americanos, eran muy superiores al ejército mexicano, en cuanto armas y también al número de efectivos; no había caso, pues, seguir en las instalaciones del castillo, era el momento ideal para emprender la retirada, ahora que se podía, ahora que todavía los americanos no accedían a las instalaciones, ahora, que el franco norte se encontraba despejado; si los alumnos decidían permanecer en las instalaciones de su colegio, era bajo su propia responsabilidad. Así lo escucharon los cadetes: Francisco Molina, Mariano Covarrubias, Bartolomé Díaz de León, Miguel Miramón; decidieron permanecer en su colegio, pasara lo que pasara;  Ignacio Molina, Emilio Laurent, Antonio Sierra, Justino García, Lorenzo Pérez Castro; a quienes miedo les provocaba su conciencia y culpabilidad de no ser cobardes a la patria, por haberse retirado sin honor alguno; ahí estaban formados todos y cada uno de los jóvenes cadetes del Colegio Militar; Agustín Camarena, Ignacio Ortiz, Esteban Zamora, Manuel Ramírez Arellano, Ramón Rodríguez Arrangoitia, Carlos Bejarano; ahí estaban presentes; Isidro Hernández, Santiago Hernández, Vicente Suárez, Ignacio Burgoa, Fernando Montes de Oca, N. Escontria, Joaquín Moreno, Ignacio Valle, Antonio Sola, Francisco Lazo; sólo dios sabe que es cierto, la juventud es una enfermedad de mucha inmadurez, donde las emociones superan las razones; donde Sebastián Trejo, Jesús Delgado, Ruperto Pérez de León, Cástulo García, Feliciano Contreras, Francisco Morelos, Gabino Montes de Oca, Luciano Becerra, Adolfo Unda, Manuel Díaz, habían optado por la fidelidad a su patria, a su bandera, a su historia, seguidos por el impulso de defender su lábaro patrio, así les costara su propia vida; así lo sentía Francisco Morel, Vicente Herrera, Onofre Capeto, Magdeno Mita, Francisco Márquez; quienes no darían marcha atrás en su decisión de quedarse a combatir a los americanos, ya fuera para proporcionar los servicios de camilleros, enfermeros y si así se los solicitaban, de simples soldados de infantería, combatiendo con honor y valentía, al enemigo que se acercaba; así se comportaron los estudiantes del Colegio de Armas del ejército mexicano; defendiendo las instalaciones de su escuela, ante el feroz bombardeo, a enfrentar de ser posible, a los enemigos que mancillaban su patria y que amenazaban en cualquier momento, a tomar por asalto el castillo. ¿Cuál miedo?. ¿Cuál cobardía?. Los hijos de la patria estaban presentes, defendiendo algo que aun no comprendían del todo, que sentían como suyo, un país, una nación, una guerra; no era en si el Colegio, no eran los conservadores ni los liberales, no era una cuestión de yorquinos y escoceses, de católicos y polkos; no era por apoyar al régimen del presidente Santa Anna, era algo mucho mas profundo, mas propio, era su país, era su patria, algo difícil de definir pero si de sentir; pelear con honor, con agallas, para lo que los habían preparado toda su formación de estudiantes, que importaba si algún día los recordaran, eso era lo de menos, había que dar el ejemplo de que este país, existe el patriotismo, la solidaridad, le valor, la conciencia de ser mexicano.



Jesús Melgar, el buen compañero Agustín Jesús Melgar, incitó a sus compañeros a permanecer hasta el final; a no repetir el ejemplo vergonzosos de sus autoridades; ¿Dónde está el director?, ¿el subdirector?; de que sirvieron tantas clases de artillería, infantería, mecánica, lecciones de patriotismo y honor; la valentía y la dignidad es un valor que se practica, no se platica. Un principio de heroísmo que se gana con la gallardía, la hombría y el honor, de defender la patria en el momento más difícil de su existencia. ¡Viva México¡. ¡Viva el Colegio Militar¡.

El general Antonio López de Santa Anna logra entrar a la celda donde se encuentra Amparo Magdalena, vejada, humillada, encadenada, débil de no comer ni tomar un vaso de agua desde que fue detenida; dispuesta esa doncella maltratada a morirse de hambre y de sed, por su rebeldía de no ceder ante el hombre fuerte del país que en ese momento destrozaban los cañones americanos; - ¿Dónde están mis títulos de propiedad?. – pregunto el general, tomándole de la quijada a esa infeliz mujer, aprentándola con sus dedos, como queriendo marcarla con sus dedos, romperle los dientes, hundirle los dedos, hasta agujerarla; - ¿Dónde están mis títulos de propiedad?. – la mujer débil y vencida no cede ante la dureza de aquel hombre engreído; no responde a la pregunta, entonces el generalísimo, la suelta bruscamente, diciéndole que era una perra.       

Ahí están los hombres de la patria, por otro lado los jóvenes estudiantes del Colegio Militar, contemplando desde las alturas, en posición defensiva, el bombardeo de los enemigos; mientras que por otros frentes, en las garitas de San Antonio Abad y Niño Perdido, permanece inmóvil tres mil efectivos del ejército mexicano, en esperas de trasladarse a las faldas de Chapultepetl; y su gran jefe, don Antonio López de Santa Anna, en una celda del cuartel de la Ciudadela, queriéndole sacar la verdad, a una mujer que no había comido, ni bebido un vaso de agua, una mujer integra, que días antes había sido golpeada, sin importar su condición de persona y sexo débil; - ¿donde están mis títulos?. – soltaba un fuerte golpe el general; tratando de que esa mujer semiinconsciente respondiera el lugar donde los tenía guardados, pero lo único que alcanzaba escuchar el generalísimo, era una risa de esta, como burlándose del general, como queriéndole decir, que aunque ella estuviera débil y sometida en contra de su voluntad a sus pies, no por ese hecho, jamás sería dominada por éste, ni antes, ni en ese momento, ni nunca por él.



Jorge Enrique alcanzaba escuchar la voz de quien fuera su mentor político, cuanto quiso ayudarla en ese momento, haber roto su cadena y traspasar esa pared para lanzarse a golpes sobre los verdugos de su amada; cuanto quiso poder hacer eso, aun pese a que su cuerpo seguía débil a causa de los golpes y de no ingerir alimentos; cuanto quiso hacer eso y no pudo hacer nada, más que cerrar los ojos y pensar que se trataba de una pesadilla, un mal momento.

-       Tengo todo el poder para destrozarte, para matarte, para hacerte lo que quiero. – el general con su brazo fuerte, volvió a tomar de la quijada a esa mujer – tu existencia depende de lo que yo ordene. Si yo mando matarte, te mato en este momento. Si te perdono la vida, será por que Antonio López de Santa Anna, y no dios, sea quien te salve.

Pero Amparo Magdalena no bajo en ningún momento la mirada, como si le respondiera a su monologo y le dijera, que hiciera lo que este hiciera, para él, don Antonio López de Santa Anna, era y siempre había sido, un verdadero imbécil. Un grandísimo idiota que se había dejado embaucar por James Thompson, sacándole cuatro millones de pesos para comprar unos papeles igual de falsos, como falsa su supuesta autoridad y nacionalismo, su patriotismo hueco y su republica de papel que se desmoronaba. Un hombre de pies de barro, jugando a ser presidente de un país, que lo desconocía, que simplemente lo ignoraba y que en el futuro, lo maldeciría, como su máximo traidor.

Los fuertes cañones seguían cayendo en Chapultepetl y el general Santa Anna seguía molesto, angustiado, viviendo aquella ansiedad de saber que la derrota era inminente, que en cualquier momento debía de abandonar la ciudad, informando al pueblo de México, sobre su derrota. ¡No era el mejor¡. ¡No era el gran héroe nacional que siempre quiso ser¡. ¡Era un imbécil¡. ¡Un simple y verdadero imbécil¡. Y eso lo confirmaba, cuando pudo ver los ojos de Magdalena e interpretar de esta, su mirada burlona y retadora.

Era el capitán Huger quien desde las posiciones de Tacubaya, Molino del Rey y la Hacienda la condesa, coordinaba los trabajos de artillería, para que cada una de las balas de los potentes cañones americanos, siguieran ocasionando la desgracia mexicana; los muertos y heridos del ejército mexicano seguían cayendo, una bala extraviada acabo con la vida del general Nicolás Saldaña y otra más, había ocasionado que esa trinchera de costales de tierra y palos de madera, fuera destruida totalmente, en medio de tantos soldados muertos y heridos; un ataque feroz del cual, los soldados mexicanos no podían responder en las mismas proporciones, apenas tres cañones para responder semejante embestida, tres indefensos cañones que nada y poco hacían, ante la furia destructora de los misiles americanos.



El generalísimo recibe noticias desde el cuartel de la Ciudadela, que el ataque a Chapultepetl es evidente; los soldados americanos se dirigen a esa posición para ocupar Chapultepetl e ingresar a la ciudad de México, por las calzadas de Belén y la Verónica; ahora no hay duda; al menos que el generalísimo se traslade al lugar y vea con sus propios ojos, si se trata de un verdadero ataque con soldados americanos, o una simple ofensiva área con sus poderosos cañones; antes de irse, Santa Anna vuelve a tomar de la quijada a Amparo y le planta un beso a la fuerza, después la tira al suelo; ordena a sus soldados, a no darle alimentos, simplemente dejar que se muera de hambre; del licenciado Jorge Enrique ni quien se acuerde.

Amparo logra limpiarse la boca, soportando el llanto de verse vencida, no por ese hombre, sino por la vida; cansada de la rutina, considera que lo mejor, es quedarse pensando en muchas cosas, perder la memoria, la noción del tiempo y del espacio; cerrar los ojos y aparecer en otra parte del mundo o del tiempo, quizás en su natal provincia de San Antonio, con su madre que tanto quiso y su recién padre fallecido, al lado de su hija que la espera con los brazos abiertos, en un paraíso de jardines y bellos árboles frutales, donde no existiera el ruido de los cañones, ni las guerras, ni las pasiones incontrolables. Magdalena cierra los ojos, porque sus fuerzas las va perdiendo poco a poco, sin poder decirle lo que quería decirle a ese joven abogado, callando lo que había callado desde siempre, a ella misma, a su hija, a su esposo; callando inclusive hasta su propia conciencia, su voz interna que le pide hablar, pero que no quiere oír, porque era más fácil, no escuchar, evadir, ignorar; ahí esta Amparo, mujer alta, maltratada, golpeada, soportando el ayuno de tres días, pero más, los golpes que le fueron propiciados.

-       ¡Amparo¡. Estas ahí.

Es la voz de Jorge Enrique, le pide Amparo que no se duerma, que resista. Le dice que la quiere, que haría en ese momento, todo lo que le fuera posible para liberarla y sacarla de ese infierno.

-       ¡Sácame de aquí¡. – alcanza escuchar Jorge Enrique. - ¡Sácame de aquí¡.

Amparo despierta, como no queriéndose dormir, sabe que si lo hace, jamás volverá.

Aquella tarde noche, el general Antonio López de Santa Anna se traslado a las faldas del cerro del castillo de Chapultepetl, acompañado del Teniente Coronel Santiago Xicotecantl y cuatrocientos soldados del batallón de San Blas. Es recibido por el general Nicolás Bravo; quien le informa el parte de novedades; para esas horas, el bombardeo había cesado, desde las siete de la noche, ocasionando daños al inmueble del castillo, así como a las trincheras que se habían construido; le informa también sobre los muertos y heridos ocasionados, solicita al general, no solamente refuerzos, sino que cambie a toda la tropa que le resta; es posible que durante la noche, se llegue a la deserción; es posible general, que estos soldados no quieran enfrentar al enemigo a la hora de ataque, por eso le solicito, de ser posible, girara sus ordenes, para relevar a todo el personal, quien se encontraba desmoralizado por el intenso bombardeo del día. No había por que desgastar a esos soldados, que durante todo el día habían resistido a los intensos cañonazos de los enemigos, lo conveniente, antes de incitar a su deserción, era sustituirlos por otros menos cansados general.

Pero el generalísimo no cede, por el contrario, ordena que el franco occidente del castillo de Chapultepetl, se desmantele para que esa tropa, se fuera directamente a cubrir las garitas de Belén y San Cosme; no había que desperdiciar recursos humanos, sacrificando soldados inútilmente; así que Santa Anna, vuelve a estar convencido de que al ataque sería, en San Antonio Abad y Niño Perdido; donde se llevaría a cabo la defensa. El general Bravo solicita a su jefe inmediato reconsidere su postura, pero Santa Anna responde que únicamente mandaría tropas a reforzar la zona, solamente si se daba el ataque frontal, de no ser el caso, dicha maniobra, solo era distractora e intimidatoria, ¡nada más¡.. Como consecuencia, ordena al Teniente Coronel Santiago Xicotecantl, se retire con todo el batallón.

   Eso pensaron los cadetes del Colegio Militar, quienes en el salón de enfermería, atendían a los muertos y heridos del bombardeo; la cifra de fallecidos había aumentado, pero más la deserción, de muchos de los soldados mexicanos que escapaban entre los árboles y las tinieblas; los cadetes seguían en su Colegio, viviendo quizás, otra oportunidad para que pudieran retirarse del lugar y regresar a la casa de sus padres; pero no lo hicieron; aquella noche se desvelaron y se mantuvieron en alerta de cualquier ataque, era la una de la mañana de trece de septiembre; y Amparo, aun seguía con vida.

 Aquella noche, el general Bravo tampoco descanso; aun pese que el general Monterde, Director del Colegio Militar se había presentado para ponerse a sus órdenes y mostrar ante sus superiores que no era ningún cobarde; no era el refuerzo que esperaba el general Bravo, pero si al menos le ayudaría, para coordinar los trabajos de rehabilitar las trincheras y parapetos destruidos; hacer la línea de contención con aquellas mechas que tan pronto fueran cruzadas por los americanos, se encenderían para atraparlos entre el fuego y desde ahí acabarlos; había mucho que hacer todavía en la noche, mucho por que trabajar, por esperar el ataque final del enemigo, por eso, no había que dormirse en la noche, hasta en tanto, no amaneciera y no terminara esta historia.



El general Santa Anna también no durmió aquella noche, con su uniforme militar desgastado y sin lavar, convocó a sus oficiales en Palacio Nacional, para escuchar todos los reportes oficiales; los americanos, entrarían por Chapultepetl y solamente por Chapultepetl; eso era evidente, así lo confirmaban el movimiento de las tropas del enemigo; pero el general, seguía intuyendo, que el bombardeo era una medida distractora e intimidatoria, el verdadero plan, sería atacar San Antonio Abad; los altos mandos militares, sólo quedaron callados, soportando el monologo y soberbia de su jefe, quien nunca se equivocaba, sino sus subalternos quienes nunca lo obedecían; saco nuevamente a colación la falta en que incurrió el general Gabriel Valencia y solicito a los presente, no incurrir en esos momentos tan difíciles en la historia de la patria, en estúpidas rebeldías, que lo único que provocaban, era perder el poder y control del mando que se requería; los presente al escuchar esta invitación, resistiendo las inmensas ganas de desconocer su autoridad para hacerle entender la inminente ocupación de Chapultepetl. El generalísimo, reconoció que en caso de que así fuera, se reforzaría el castillo y también las garitas de Belén y Niño Perdido. Pero su opinión fue demasiado tarde, porque a eso de las tres de la mañana de aquel trece de septiembre, volvió a iniciar el segundo bombardeo a Chapultepetl.

Entonces Amparo Magdalena abrió los ojos nuevamente, dándose cuenta, de que aún seguía viva.