lunes, 15 de agosto de 2016

CAPITULO 12


Armando Villarejo y Gómez, no solamente estudiaba leyes en la Academia de Jurisprudencia, sino que además, tenía la fortuna, de desempeñarse como Oficial Secretario en el Juzgado de Causas Civiles en la Ciudad de México. ¡No era para más¡, la organización del Poder Judicial en la joven república, no se encontraba todavía organizada; existían cantidad de Fueros, algunos todavía sobrevivientes de la época colonial, como era el Fuero de Hacienda, el Fuero de Minería, el Fuero de Bienes Mostrencos, Vacantes e Intestados; el Fuero de Acordada; el Fuero Mercantil mismo que por cierto, se regulaba aún con las Ordenanzas de Bilbao; sin olvidar desde luego, el Fuero de Guerra, o el Fuero Eclesiástico, entre el que se encontraba dentro de ésta esfera, el Fuero de la Santa Hermandad, el Fuero de Diezmo, el Fuero de la Bula de la Santa Cruzada; o el que alguna vez existió, el inolvidable Fuero de la Santa Inquisición, mismo que le toco procesar a los insurgentes de la revolución de 1810, Miguel Hidalgo y José María Morelos.

Como olvidar que alguna vez existiera el Consejo de Indias o el Tribunal Supremo y el Ministerio Universal de todos los negocios judiciales y administrativos en México y demás países en América.  Instituciones obsoletas de la época virreinal, que no tenían razón de ser; para ello las Bases Orgánicas de Tacubaya de 1843, reconocía la existencia de la Suprema Corte de Justicia, la cual a su vez, organizaba el Poder Judicial en juzgados de pleitos civiles y criminales, regulada la misma bajo la Ley del 12 y 26 de septiembre de 1838, permitiendo la subsistencia únicamente los de Fueros eclesiásticos, el de Hacienda, el Militar, el Minero y el Mercantil. Pero lo más aberrante, era que aún, se reconocía la validez de todas aquellas leyes vigentes hasta antes de 1824, es decir, las leyes españolas que rigieron la época virreinal que no fueran incompatibles con las nuevas leyes que expidiera el Congreso, más entretenido éste último por emitir leyes constitucionales y no, las bases jurídicas que regularizaran la vida cotidiana de los ciudadanos.



Así las cosas, seguían teniendo vigencia, las Siete Partidas, los Ordenamientos de Alcalá, el Fuero Juzgo o Liber Judicum; leyes obsoletas, que junto con las Clementinas del Derecho Canónico, o algunos pasajes del Digesto de Justiniano; seguían aplicándose, inclusive enseñándose en la Academia de Jurisprudencia. Un derecho rezagado, nada comparado con el Francés, en su brillante codificación del Código Napoleónico de 1804 o el que en su momento, intentaron aplicar los oaxaqueños en 1828.

Pero independientemente de este caos jurídico, para Armando Villarejo, trabajar al servicio del Juzgado de las Causas Civiles y conocer superficialmente cada uno de esos ordenamientos, era una distinción, un cargo honorable, un compromiso con la patria; más que un puesto público dentro de la burocracia gubernamental, trabajar al servicio del Poder Judicial era aspirar a obtener una reconocida investidura que la de cualquier burócrata del Supremo Gobierno. Villarejo había entrado a laborar desde que termino su bachillerato y había decidido optar por la carrera de las leyes, como una forma de realización personal, teniendo como aspiración algún día convertirse en titular del Juzgado.

El juzgado contaba obviamente con un titular, el Señor Don Pedro Manuel Vázquez de Goroyteza, un señor bonachón cuya experiencia en el ramo jurídico, había sido la de un escribano en el Fuero de hacienda, nada que ver, su perfil profesional, con los litigios civiles que se ventilaban en el juzgado. Con el registro de hipotecas o el de propietarios de los bienes inmuebles. Conocimientos técnicos que el Juez desconocía, cuya vida solamente dedicaba a las relaciones políticas y sociales, pero no para atender los constantes litigios que todos los días se ventilaban en el juzgado, donde Villarejo, no solamente desempeñaba la función de Secretario, sino también, la de un Juez suplente, cargo que obviamente desempeñaba sin nombramiento, pues únicamente preparaba y en su caso dictaba las sentencias, en el nombre del titular del juzgado.

Pero entre todos los expedientes que Villarejo estudiaba, para preparar la sentencia respectiva, había uno de ellos que le llamaba la atención. Era sin duda alguno, un legajo misterioso, el cual por cierto el Juez Vázquez de Goroyteza se lo “había encargado” a Villarejo para que hiciera las correcciones que fueran pertinentes, no tanto por tratarse de un asunto del escribano Martínez del Valle, de honorable prestigio, sino porque trataba de un asunto de una escritura pública, a través del cual, derivado de un litigio por la propiedad de diversas extensiones de tierra, suscitado por los CC. Juan Zambrano, Joseph Vehlein,  Arthur Wavell, James Wilkison,  James Long,  Sthepen F. Austin, así como por las sucesiones de don Joaquin de Arredondo y también, del padre de la patria Agustín de Iturbide; representados todos ellos por James Thompson, este se solucionaba a través de un supuesto “convenio amistoso”, en el que se adjudicaban diversos títulos de propiedad de extensos territorios al norte de Coahuila, Chihuahua y la Baja California, nada menos y nada más que al generalísimo Antonio López de Santa Anna.

-      ¡No entiendo¡ – Villarejo seguía hojeando cada folio de la escritura, lo cual al no comprenderlo, dudaba por momentos de su intelecto, al no poder entender la intervención de un juez, tratándose de una “conciliación misteriosa”. – No entiendo la causa de porque éste juzgado, deba legalizar éste acto. Dudo de la existencia de ese litigio.
-      ¿No entiende que licenciado?. – respondió el escribano Martínez del Valle. – es un asunto donde las partes contendientes llegan a la conciliación celebrando una compraventa, sólo se requiere la intervención de este juzgado en su calidad de representante del Rey, para sancionar el convenio al rango de cosa juzgada.
-      ¿Para que haga justa y moral ante los ojos de dios, una compraventa indefinida y además simulada?
-      De ninguna forma es una compraventa indefinida, ni mucho menos simulada como vos asegura, pero si le reitero, que independientemente de su errónea interpretación, es necesaria la intervención de éste juzgado.
-      Aún con mayor razón Don Alfonso, en este país independiente, no entiendo la razón de porque debe intervenir este juzgado y validar títulos y leyes españolas, si ya no existen reyes, ni los virreyes.
-      Cierto Señoría, pero subsisten aún las leyes que emitieron los reyes españoles, los cuales confieren a ustedes los jueces, las facultades que en esta vía solicito. Así las cosas, el Fuero Juzgo es la ley que debe acatar su Señoría.
-      ¡Si¡. Eso no lo pongo en duda, sin embargo, hay que tomar en cuenta, que en toda Mandato, debe haber un mandante y un mandatario. Si fuéramos todavía colonia del Rey de España, el mandante sería sin duda Su Majestad y este juzgado, sería el mandatario, obligándose éste a cumplir con lo que le ordenare su representado. Sin embargo, resulta que no hay Rey ni mandante, por ende, este juzgado no puede ser mandatario, ni puede recibir orden alguna de un mandante que ya no existe.
-      Licenciado, respeto su erudición en temas que confieso desconocer, pero le aseguro que la razón de su digna intervención, es la ley misma, la cual es buena, justa, gobierna la ciudad y la vida del pueblo. Si la ley ordena la intervención de este juzgado, para convertir a Dios en testigo de la compraventa, debe hacerlo, porque usted como buen conocedor de las leyes, a ellas debe sujetarse.

Villarejo sonrió, ante un comentario irónico, si bien interpretativo de la ley, si totalmente ajeno a la justicia. Aún así, no debía de oponer resistencia a la instrucción que ya había recibido del Juez titular; más aún, cuando una de las partes tanto del litigio como de dicha compraventa, lo era el general Antonio López de Santa Anna.

-      Tiene vos toda la razón. – contesto falsamente Villarejo – la ley debe acatarse como lo pide; sin embargo Don Alfonso, tengo algunas dudas de esta operación contractual que aún no logro todavía definir. ¿Es una compraventa?, ¿Es una donación?, ¿Qué es?

El escribano se sintió un poco aturdido por la pregunta, no pudo contestarle en forma inmediata, así que Villarejo con el ánimo de no incomodar al prestigiado escribano, continúo la conversación.

-      Le comento esto, porque la extensión de las millones de leguas que describe la escritura, las cuales dicen encontrarse en el norte de Coahuila y Chihuahua, no se encuentran perfectamente definidas. Válgame, no existe ni siquiera un mapa que determine con precisión el objeto de la compraventa. Comprenderá entonces, la enorme inseguridad que generaríamos para el comprador o el donatario recibir esas extensiones territoriales, sin saber, si estas pertenecen a los que dicen ser dueños de la mismas. Pienso yo, si en verdad, el dueño de esas tierras, no es la Santa Iglesia Católica. Recuerde que los hombres no podemos disponer de los bienes de la Iglesia, que son los bienes de dios.
-      De ninguna manera Su Señoría, esos terrenos no son propiedad de nuestra Santa Iglesia. No tendría el atrevimiento de pecar en un robo de esa magnitud, ni mucho menos Su Alteza el general Santa Anna tendría el atrevimiento de arrebatarle, ni siquiera una pulgada, a los bienes de Dios.
-       ¡Claro¡. No dudo del general Santa Anna, héroe nacional que por desgracia, no pasa por un buen momento. Sin embargo, estoy preocupado aún más, porque el beneficiario de esta operación contractual no se encuentra libre.
-      Lo entiendo licenciado, pero creo que el Juez Don Pedro Manuel Vázquez de Goroyteza le ha explicado la peculiaridad del caso.- Entonces la voz del escribano fue mucho más enérgica, como haciendo notar al Secretario Villarejo, que no estaría dispuesto a discutir cuestiones jurídicas propias de los hombres de la academia; se trataba por lo tanto de una orden política que tenía que acatarse.  Obviamente que Villarejo entendió la “peculiaridad del caso”.
-      No se preocupe Don Alfonso. Créame que estas preguntas tienen como objeto proteger a Su Alteza de cualquier impugnación o pleito que se le hiciere a su persona.
-      Que bueno que lo comprende licenciado, por eso os pido discreción con este asunto. Vos entiende. En estos momentos no es conveniente que se sepa de este negocio; no es que sea ilícito, simplemente, dada la época política en la que vivimos podía a prestarse a muy malas interpretaciones.

Justamente acababa de decir estas palabras el escribano, cuando en el local del Juzgado entraron el Oficial Gaudencio y otros dos soldados más. Como si buscaran a una persona en el juzgado o quizás, haciendo una aparición sutil que demostraba, la fuerza que podía tener la instrucción de legalizar ese contrato.

-      Por supuesto que entiende don Alfonso. Tenga la plena seguridad que de este asunto, no saldrá nada a la luz pública.
-      Mucho se lo agradecerá el general Santa Anna Señoría.

El escribano en tono burlón recogió algunos documentos de aquel legajo, después le dijo.

-      Licenciado Villarejo. ¿Es usted muy joven para ser juez suplente?. ¿Podría ser Magistrado, ¿No le gustaría?.
-      Obviamente don Alfonso.
-      Muy bien, cuando asiente su razón y los sellos del juzgado en el nombre de Dios y de la patria, sobre cada una de estos folios, tenga entonces la seguridad que a la primera oportunidad que tenga, le informare al general Santa Anna sobre los excelentes servicios que le ha proporcionado, entonces  se sentirá halagado de conocerlo.

El escribano le extendió la mano a Villarejo, quien tratando de simular su enojo, le correspondió el saludo, maldiciéndose este último, el servir como vil instrumento de un acto vil de corrupción, sirviéndole a los intereses de un hombre oscuro y nefasto como era el escribano.

Entonces pensó tantas cosas Villarejo, lo primero que hizo fue ver las paredes de aquel juzgado, realmente grises sus ladrillos, sus calendabros, sus escritorios; pensó entonces estar en otro lugar, lejos de ahí, quizás en una oficina más digna, decorosa, con muebles de fina caoba y metales preciosos. Podía ser magistrado, dejar de ser en un simple trabajador del juzgado al servicio de Don Pedro Manuel Vázquez de Goroyteza, que ni siquiera abogado era, y poder convertirse, en un importante jurista. No había porque complicarse la vida, sólo se trataba de asentar una razón, una especie de sentencia, a través del cual, en el nombre de dios y de la patria, se convalidara ante los ojos de la divina providencia y de la nación mexicana, aquel oscuro y absurdo contrato con el que se daba fin a un litigio simulado, de cuya suerte principal no solamente eran las millones de leguas cuadradas al norte de la republica, sino también, la nada despreciable cantidad de cuatro millones de pesos. ¡Cantidad que por cierto, no tuvo el atrevimiento Villarejo de preguntarle al escribano, donde estaban depositados.

Cuando el escribano Alfonso Martínez del Valle, se disponía abandonar el juzgado, éste fue abordado por el oficial Gaudencio, quien lo detuvo del brazo y al rodearlo con otros dos sofaldados le dijo - ¡Sígame¡.




El escribano se sorprendió de esa forma de tratarlo, no sabía absolutamente, porque estaba siendo arrestado por aquellos militares. No sabía si era un acto intimidatorio o era una muestra de falta de cortesía hacía su persona. Entonces pregunto:

-      ¿De qué se trata?.
-      Usted acompáñeme y no pregunte. – respondió severamente el oficial Gaudencio.

El escribano cruzo la calle acompañado de esos tres militares, para abordar aquel carruaje negro, donde se encontraba esperándolo un militar influyente. Era el Coronel Yáñez.