viernes, 30 de septiembre de 2016

CAPITULO 56


Las tropas del general Winfield Scott ocuparon la Hacienda Manga del Clavo, residencia personal del general Santa Anna. Sólo encontraron en ella algunos sirvientes desconcertados y temerosos, que nada supieron hacer, cuando los visitantes intrometidos, fueron rodeando con su caballería los linderos del “rancho” de Santa Anna. Después del recorrido, Scott entró al portón principal; con su caballería y una escolta especial, cortaron las cadenas de la entrada principal, abrieron los candados y entraron sin necesidad de ejercer disparo alguno, así la caballería americana, sus carros y sus infantes desfilaron por el camino principal de la hacienda, ante la mirada desconcertante de los criados y los campesinos, que confundidos por lo ocurrido, no imaginaban que esos visitantes fueran los enemigos de su patrón; las tropas americanas entraron a esas ponderosas tierras cargando con ellas la bandera de las barras y las estrellas, algunos más, con sus tambores y trompetas, otros con sus respectivas mochilas y rifles con bayoneta; frente a las miradas cada vez más desconcertantes y escondidas de los peones de la hacienda, los miles de soldados del ejército de Scott continuaron marchando, hasta poder finalmente ingresar a la Casona de la hacienda, residencia o al menos, una de las tantas propiedades inmobiliarias del  máximo líder de la República Mexicana: Don Antonio López de Santa Anna.



La tropa que acompañaba al general Scott pudo ingresar a la casona, entonces uno de esos soldados abrió cada una de las cortinas y también de las ventanas de la lujosa mansión, para permitir la entrada de la luz; y poder encontrar en ella, no al dueño de la casa, pero si su presencia; vieron su lujoso comedor de madera, su sala con cojines bordados de símbolos patrios, los hermosos vitrales de la casa, los candelabros de oro que colgaban de los techos, los miles de adornos de águilas devorando a la serpiente colgados en la pared, junto con las banderas y medallas que lucían en marcos de oro con maria luisas terciopeladas en color rojo, los cuadros con retratos de busto y cuerpo entero de al parecer, el patrón de la casa y hasta también un altar de la Virgen de Guadalupe; eso era un verdadero palacio, construido muy a la mexicana; seguramente ni Hernán Cortes el conquistador, ni mucho menos Moctezuma,  había vivido un día de su vida como lo hacía Santa Anna cuando reposaba en su hacienda a descansar, lejos de la ciudad y de sus políticos, con los lujos y la ostentosidad digna de un príncipe europeo; ahí en esa casona, rodeado de criadas hermosas que le ofrecieran sus servicios sexuales sólo por tratarse del patrón del casa, en aquellas alcobas ostentosas, camas matrimoniales con preciosas colchas tricolores y muchas habitaciones para resguardar en ella a batallones completos de soldados, huéspedes, invitados, amigos; debajo de la alcoba principal, frente al comedor, una cocina de ladrillos, con sus respectivas ollas de barro, cubiertos de madera, costales de carbón; fuera de la cocina, los árboles, los llanos, las caballerizas y los graneros; y desde más lejos, hasta una pequeña plaza de toros donde el general se divertía con sus amigos, ya fuera en las corridas o apostando en los palenques en las peleas de gallo.



Cada una de las partes de aquella ostentosa mansión era ocupada por el regimiento de los Estados Unidos de América y visitada por el general Scott quien sin orden de cateo ni mandamiento judicial, ni mucho menos rendición alguna del ejército o del gobierno mexicano, fue ocupando yarda por yarda de aquella ostentosa hacienda. La tropa y sus respectivo cowboy, se estacionó en el casco de la hacienda, frente a un pequeño kiosco donde se encontraba también la tienda de raya que vendía a los peones la propia comida y bebida que estos producían; lejos del kiosco, se observaba también las  pequeñas casitas donde vivían los sirvientes, había también pozos de agua, molinos de viento, chiqueros de cerdos, toros, bueyes y hasta una pequeña capilla donde se hacían misas.

Inmediatamente una comitiva de sirvientes mexicanos se acercaron hacía el general Scott preguntando quien era éste, a lo que este respondió que era el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América; a lo que la comitiva mexicana, no supo entenderlo, pues no comprendía que era eso de “Comandante Supremo”, ni mucho menos, en toda su vida, habían oído hablar de los “Estados Unidos de América”. No conocían más autoridad que su patrón, Antonio López de Santa Anna, a quien también le llamaban Su Alteza, “Serenísima”, “patroncito”, pero nunca tampoco presidente, porque tampoco esa gente, sabía el significado de lo que era el presidente de una república.

Los interpretes del general Scott trataron de hacerles entender a los sirvientes mexicanos, que venían a visitar al general Santa Anna, pero lo poco que entendieron los americanos, es que al “patrón”, tenían “mucho tiempo de no verlo”, - “When Time?” . – No sabían responder los mexicanos, no sabían ni de días, semanas, meses o años, sólo sabían que “mucho tiempo”, era “mucho tiempo”.



Scott seguía impresionado de ver la ostentosidad de la hacienda, los montes, los ríos y hasta las nubes que veía desde lejos, seguramente también era propiedad de Santa Anna, para no ir mas lejos, aquellos sirvientes mexicanos, sus animales e inclusive mujeres, también eran propiedad de Santa Anna. El hombre más rico de México, por algo había sido tantas veces presidente, por algo y por esa sencilla razón, Scott se respondía el que un hombre como ese, pudiera ejercer tanta influencia en la vida política, económica y militar de su país.

Los sirvientes mexicanos no sabían lo que realmente estaba ocurriendo, para ellos, Scott, aunque alto, güero y hablara otra lengua distinta a su dialecto indígena, era otro gachupin más, uno de esos tipos soberbios y prepotentes que caminan con zapatos en las calles de Veracruz, Puebla y de México; uno de esos tipos, que como sus antecesores, también transgredían México, a punta de balazos y cañones. Así que los indígenas de la Hacienda, trataron de hacerle entender a los interpretes del general Scott, que éste y su gente, podían pasar por su casa, al fin que seguramente, el patrón venía en camino, para atender a “sus visitas”.



  Consternado Scott del grado de inocencia y de amabilidad de sus anfitriones, se dispuso a entrar a la casona y recorrerla nuevamente en cada una de sus habitaciones; a tocar esos muebles de fina madera, a sentir esas telas terciopeladas, de seda de incalculable valor, de verificar si los accesorios de la casa, realmente eran de oro o de un metal parecido a éste; Scott subió al primer nivel de la casona, en cada pisada de la escalera, observó el enorme salón de bailes de la casona, el espejo inmenso que hacía el efecto aún mas grande del salón y vio, lo que pensó, se trataba de la alcoba principal: efectivamente, la recamara de Su Alteza Serenísima..

Scott sabía que también venía en camino, James Thompson, seguramente acompañado de los “contactos mexicanos” que este había conseguido en su estancia en México; y que visitarían también la casa, porque ese era el lugar indicado, para la entrega de las armas y las municiones, que el mismísimo Santa Anna había adquirido por conducto del coronel Yáñez. ¡Finalmente negocios eran negocios¡. Toda excursión militar era costosa, más esa expedición punitiva americana, que aunque estuviera cerca de su suelo patrio, implicaba un costo económico cuantioso y por ende, debía de ser autofinanciable, es decir, que los propios mexicanos y con su dinero, costeara su invasión.

Scott no pudo evitar la tentación de sentarse en la cama de Santa Anna, para quedarse a contemplar esa pared y ese olor a madera que lo invitaba por momentos a quedarse reflexivo, por momentos dormido; seguía observando ese enorme espejo y esas cortinas tan refrescantes que a su vez, impedían la entrada de los mosquitos. Ahí sentado, frente al espejo Scott pudo encontrar la respuesta que se había planteado minutos antes: Que había hecho Santa Anna para tener una casa así; esa recamara, ese comedor, esos extensos terrenos de cultivo, de ganado, los cientos de hombres y de mujeres que trabajaran para él; como le había hecho para ser tantas veces presidente de la Republica, para irse a Cuba y luego regresar, sin tener trabajo alguno que lo mantuviera decorosamente en sus gastos; que había hecho ese militar mexicano, cuya hoja de servicios, no se comparaba de ninguna forma a la suya; él, si era un militar de carrera y también un abogado, podía verse en el espejo y presumirse así mismo, que tenía la disciplina ética de un militar y un buen ciudadano, siempre subordinado al mando supremo y a la Constitución; Scott si era un buen ciudadano americano, pese al injusto juicio marcial que alguna vez enfrento en 1812, había mostrado su valor en la guerra de 1812, en las batallas de Queenston Heights, Fuerte George, Chippewa y Lundy´s Lane, había recibido un voto de gracias y una medalla de oro por el Congreso americano e inclusive, a su joven edad y brillante hoja de servicios, había rechazado la Secretaria de Guerra y Marina en la administración del expresidente Madisón.

Eso había hecho Scott en América y que diablos había hecho Santa Anna en México;  que había hecho el general mexicano, mientras él, como buen patriota americano, había partido a Europa para perfeccionar sus estudios castrenses, al estudiar las tácticas militares y haber escrito manuales de guerra para los estudiantes de la milicia americana; que había hecho Santa Anna, mientras él, arriesgaba nuevamente su vida, en las guerras del Halcón Negro en 1828, en Carolina del Sur en 1832, cuando peleó contra los indios seminoles en 1835, cuando obtuvo la paz en la región del Niagara, cuando en 1838 persuadió a más de 16 mil indios sherokes a que se trasladara pacíficamente al territorio indio desde Tennessee y Carolina del Sur, por haber impuesto la paz en la guerra de los madereros y haber recibido el nombramiento de general en jefe del ejército.   ¿Qué había hecho Santa Anna para tener una casa así?, en una república de indios, borrachos e ignorantes, en una nación subdesarrollada; la respuesta a su interrogante era obvio. ¡Santa Anna era un ladrón¡. ¡un corrupto¡, ¡Un pillo¡. ¡Un mentiroso¡. ¡Un traidor¡. Un mal mexicano que había traicionado a sus habitantes, a sus leyes, a sus instituciones, a su bandera, a su palabra; Santa Anna era un tipo despreciable y por esa razón, había que acabar con él, con cada rincón de su casa, de sus muebles, de su vestuario, de su nombre y también, de la memoria colectiva de los mexicanos.

Scott se paró de la cama del general y abrió las puertas del ropero y encontró en el, cantidades de trajes de militar, todos ellos con excelentes bordador con hilos de oro y escudos de la águila mexicana; las botas relucientes e inclusive, hasta las prótesis de madera, de bronce y de plata, que a veces solía ponerse el general para poder caminar cada vez que quisiera con un pie distinto; sin pensarlo, Scott abrió el ropero y saco toda la ropa del general mexicano y la echo a la cama y dio a las órdenes a su tropa, para que sacaran esas onzas de ropa y las llevaran a los chikeros de los puercos, para que con su lodo, las mancharan o sobre ellas se cagaran los marranos; eso había que hacer, darles la autorización para que cada uno de sus soldados, pudiera hacer los actos de pillaje que este prohibía pero que ahora podía permitir, robar los cubiertos de plata, las telas de seda, las espadas colgantes, las monedas que pudieran estar escondidas, robarse todo y si no destruir todo, romper los espejos, los cristales, los vitrales, ningún mexicano merecía tener a un gobernante de esa calaña, romper esas banderas nacionales y esas “medallas al valor” que tanto presumía el generalete mexicano, seguramente otorgadas por diputados leguleyos, hablantines, viles y traidores como su jefe; la tropa siguiendo las ordenes de su general, con las culatas de sus rifles empezó a romper las puertas de la casa, las ventanas, a vaciar los graneros a robarse los animales, para guardar provisiones; podían hacer todo los soldados americanos, menos, saquear los barriles de mezcal o pulque que habían en la hacienda; esas bebidas embriagantes estaban prohibidas en la moral cristiana del general Scott, esas ridículas y corrientes esas bebidas, dignas para pueblos borrachos como los mexicanos, únicamente servirían para idiotizar a los mexicanos; podían los soldados americanos robar, saquear, maltratar, dañar, todo lo que quisieran hacer de esa casa, inclusive, hasta fornicar con las mujeres de la hacienda, podían hacer todo, menos y por ningún motivo, ingerir bebidas alcohólicas.



Santa Anna era un traidor no solamente para los mexicanos, sino también para los americanos. Le había prometido al presidente Polk que le permitiera ingresar a México luego de su exilio, a cambio de negociar la paz de la guerra, cediendo para siempre, los territorios del norte; y que hizo el desdichado traidor; que hizo, cuando el había prometido al Almirante Alexander Slidell Mackenzie cuando lo visito a la Habana, “que lo dejaran entrar a México”, que restablecería el gobierno liberal y federalista y que tan pronto llegara al poder, celebraría la paz con nosotros los Estados Unidos. El muy mentiroso, le mando a decir a Polk por conducto de Mackenzie  que no “se revelara jamás la conversación”, para que la historia jamás durara de su patriotismo. - “¡Cínico¡.” – Santa Anna era un cínico – se dijo asimismo el general Scott con la furia incontenible de un militar digno a su palabra, reprochándole a Santa Anna, que había faltado a lo más importante que tiene un hombre: su palabra.  Pues el general mexicano, efectivamente pudo entrar a México por Veracruz, tal como se había pactado, pero él no había cumplido su palabra de negociar la paz; pues el muy desdichado, continuó la absurda guerra que había empezado su antecesor Mariano Paredes Arrillaga; y ahora, ante un adversario traidor y sin palabra, él, se había visto en la penosa necesidad de haber destruido Veracruz, haber matado gente inocente, mujeres, niños, gente inocente que tuvo la desgracia de haber sido gobernada por gente tan deleznable como el que ostenta la soberanía mexicana.  



La tropa americana obedeció las ordenes de su jefe, en la destrucción de la finca de Santa Anna, procedieron éstos a robarse todo lo que pudieron robarse; dando principal preferencia a la comida, con ella abastecieron los carros, al igual que las pipas de agua; toda la paja para los caballos, robar todo lo que pudieran robar.

Llegando al atardecer, cuando los soldados americanos recorrían cada pulgada de la hacienda, la escolta del general Scott anunció la visita de James Thompson, acompañados del Coronel Yáñez, Gutiérrez y el oficial Gaudencio; entonces el general Scott dispuso que los atendería personalmente en la recepción de la casa, donde seguramente Santa Anna se disponía a recibir a sus visitantes.

Yáñez observó el desorden que imperaba en la casona a la que tantas veces había visitado; era un poco indignante ver la destrucción de la hacienda y no poder hacer nada para defenderla; seguramente cuando su jefe don Antonio de Santa Anna se enterara de los desmanes hechos por los americanos, estallaría en furia para destruir a su adversario; era doloroso, pero tenía que disimularlo; entrar a la recepción y ver como el general Scott con sus aires de vanidoso, en forma despectiva se dirigiera a la comitiva mexicana para preguntarles sobre los nombres de los principales pistoleros que había en México, quienes eran los gavilleros o piratas de la región, Yáñez un poco intrigado no venía a la casa de su jefe a tratar sobre ese asunto, sino para recibir las armas que días antes había comprado.

James Thompson, en su calidad de interprete, habló en su lengua natal con Scott y le hizo entender, que los mexicanos, ilusamente habían comprado armas al ejército de los Estados Unidos, unos treinta mil rifles y treinta millones de municiones, a cambio de un millón de pesos, algo así como mil barras de oro; pero no solamente era eso lo importante, Thompson le informaba también al general Scott que lo más importante era, que tenía señales importantes de haber ubicado el tesoro de Moctezuma; un conjunto de pergaminos, joyas y utensilios del viejo emperador azteca, de incalculable valor no solamente económico, sino también cultural y espiritual; Scott como Thompson, como el mismísimo presidente de los Estados Unidos James Polk, sabía que ese tesoro, representaba tener todo el conocimiento secreto que le permitiría a norteamericana, gobernar al mundo por mil años; los secretos de Dios para poner en practica el destino manifiesto y con ello, el nuevo orden mundial; la palanca que haría posible a los Estados Unidos convertirse en la nación mas poderosa del mundo, más aún que Francia e Inglaterra.

-    ¿Dónde está?. – pregunto Scott – ¿Donde esta ese tesoro, que nunca revelo Cuauhtemoc?. – James Thompson, le respondió que en el poblado de Tacubaya México, cerca de las lomas de Tizapan y la barranca del moral, estaba el tesoro escondido. – Las planchas de oro de Nefi, de las que también hablaba, el profeta Smith, las que contiene las palabras que le fueron reveladas al profeta por el Angel Gabriel, - “¡la verdad que gobernará al mundo¡”  - El tesoro que andamos buscando.     



Scott celebró con júbilo esa buena noticia. Algún premio debió de haber obtenido, luego de la triste experiencia de haber matado a familias mexicanas a través de sus potentes cañonazos. Ahora estaba convencido que no ser por la traición de Santa Anna a su falso ofrecimiento de paz hecho al Almirante Alexander Slidell Mackenzie, jamás ningún ejército de los Estados Unidos hubiera tenido la oportunidad de entrar a la Ciudad de México para buscar el tesoro perdido.

Sin embargo y ante la barrera del idioma, el coronel Yáñez, acompañado de Gutiérrez y Gaudencio, no podían entender en que radicaba la felicidad de sus adversarios; algo no le convencía del todo; los americanos habían decidido venderles armas con los cuales, se les combatiría y eso, no sabía si era motivo de la risa para Thompson; Scott continuando en su dicha por hacer la mejor campaña militar de toda su vida, le instruyo a Thompson, que hiciera entrega de las armas, no en las cantidades convenidas, pero si de un importante arsenal, que de nada le serviría a los soldados mexicanos, que por cierto, seguramente, no sabían ni contar.

Thompson percibiendo esa desconfianza de sus acompañantes, para darles mayor tranquilidad a los oficiales mexicanos, les dijo que el general Scott estaba muy contento por las debida hospitalidad recibida a su persona y a su tropa, por el personal de la hacienda, pidiéndole se le agradeciera personalmente al general Santa Anna su gentil atención; así también refiriéndose a la venta del arsenal,  les dijo también que el general estaba satisfecho por el pago en barras de oro que recibiría y que honorable a su palabra pactada, haría entrega del parque.

Scott sin ni siquiera dirigirse a los mexicanos, le pidió a James Thompson, contactará con todos los bandidos salteadores de caminos  que hubiera en México; les ofreciera una mejor paga que el jefe de todos sus jefes, a cambio de que por ningún motivara atacaran a sus regimientos, ni menos aún, decidieran robarles; Thompson, respondió que no tuviera la mínima preocupación, porque para sorpresa suya, el jefe de todos los bandidos, también era, nada menos y nada más, que el mismísimo Santa Anna.

-      What?

Si Santa Anna, el general Antonio López de Santa Anna, es el jefe de todos los bandidos mexicanos; él es el que le otorga el grado militar a los bandidos, cuando estos visten uniformados durante los tiempos de guerra, cuartelazos, revoluciones; pero en tiempos de paz, les permite a sus oficiales, vestirse como civiles y retirarse a las montañas, para asaltar en los caminos a cuanto extranjero vean, robarles sus pertenencias, sobre todo joyas, oro y todo metal susceptible de fundirse y poderse convertir en moneda falsificada; Santa Anna, es el jefe de todo el bandidaje que hay en México, es el gran cacique de todas estas tierras, el máximo distribuidor y vendedor de mezcal, pulque; también de prostitutas, de palenques; de pistoleros a su sueldo; el controla todos estos caminos, ¿porque cree que entra y sale del país cuando quiere?, ¿porque cree que entra a palacio nacional como presidente y se va y luego regresa cuando se le de la gana?; ¿ de donde cree que salen los recursos para financiar sus revoluciones?, ¿sus guerras?, ¿Acaso cree que de los impuestos?. Si México es un país pobre, no produce riqueza, depende económicamente de nuestros comerciantes y de lo que también le venden los comerciantes genoveses, franceses, ingleses, españoles;  sabía que México consume  más de lo que produce y que por ende, su riqueza, se obtiene no del impuesto que genera sus comerciantes y ciudadanos, sino de lo que éste les roba.

Wilfied Scott entendió entonces, porque Santa Anna podía tener una casa como esa.

Acaso cree que con el sueldo de presidente de la república, el general Santa Anna podría obtener esta riqueza, esta casa y otras más que tiene en otros lados; no tiene idea de la inmensa riqueza de Santa Anna, es sin duda alguna, el hombre más rico del mundo, más que cualquier prospero comerciante y empresario británico, que cualquier noble europeo, que cualquier banquero judío. Santa Anna es un hijo de puta, como dicen los mexicanos, que hay que romperle la madre.

W. Scott sintió entonces el llamado del verdadero sentido de esa guerra. Destruir a ese nefasto hombre, a esa basura de ser humano, que traiciona a su pueblo, a su nación y a su palabra. ¡Santa Anna era el enemigo a vencer¡. El obstáculo para que ese pueblo de indias conociera la democracia y la libertad.

Thompson informó a Yáñez, que el parque adquirido se concentraría en el caso de la hacienda, para calmar sus ansias, le ofreció un trago de mezcal a lo que el coronel mexicano, sin dudarlo acepto inmediatamente.

Scott se dio cuenta entonces que el enviado de Santa Anna, era otro tipo igual que todos los mexicanos. Un borracho más. Thompson, siguió ofreciendo mas licor, al igual que Gaudencio y al coronel Melgar Gutiérrez y Mendizabal que también consumieron, pero no en la misma cantidad que su compañero. Yáñez, siguió ingiriendo una vez más esa fuerte bebida embriagante, queriendo adquirir con ella, la seguridad que por ese momento tenía.

Se dispusieron todos a salir, al casco de la hacienda, para hacer entrega del tan anhelado parque adquirido. Treinta mil rifles y treinta millones de municiones, ¡pobres mexicanos pendejos, no sabrían distinguir un cien, de un mil, de un millón; no sabría lo que comprarían; menos aún, cuando su principal oficial cabecilla, ya se mostraba a esas horas, un poco contento y hablantín, por el estado etílico en que se encontraba.

Yáñez, desenfundando su pistola, la que en ningún momento soltaba, aun con su estado de embriaguez, sintió lo que realmente estaba ocurriendo. Cuando salió de la casona y se le hizo entrega del parque, se pudo percatar que todo era una farsa, que no existían los treinta mil rifles, ni menos aún las treinta millones de balas que había comprado; había sido víctima de una estafa. Ahora, estaba ahí en la casa de su patrón, pero esta vez sin él, sino en el terreno enemigo.

Thompson entre hablando inglés y español, le mostraba a Yáñez, una caja de rifles y otra más de municiones; pero no eran el número de cajas que este esperaba; faltaba más y no era todo el parque, Thompson le había engañado; así que Yáñez, ordeno al coronel Gutiérrez y al oficial Gaudencio a que desenfundaran sus armas y emprendieran la huida, porque seguramente, serían capturados como prisioneros de guerra por Scott; pero al dar la orden, pareció no escucharlo Gaudencio.

-      ¡Que no oyó Gaudencio¡. … ¡Gutiérrez, vámonos Gutiérrez¡.

Thompson cruzo la mirada con Yáñez y le sonrío, como queriéndole darle una disculpa.

Entonces el oficial Gaudencio saco su arma y apunto a Yáñez.

-      ¿Que está haciendo Gaudencio?.

El oficial Gaudencio, sólo alcanzo a responder:

-      ¡Lo siento jefe¡. … - y entonces disparó una y otra vez más.

Yáñez trato de sacar su pistola y defenderse también disparando, pero antes de hacerlo, Gutiérrez se había adelantado, también disparándole.

-      ¡Jijos de punta¡. … - fue lo que alcanzo a decir Yáñez. Ya no pudo decirles: ¡Jijos de su pinche madre¡. ¡Pinches putos¡. Ojala se vayan mucho a la chingada… 

Era demasiado tarde, la sangre empezó a escurrir por la boca. Sólo alcanzo a ver, como Gaudencio se acercó hacía él y para cerciorarse de que estaba muerto, alcanzo a sentir como se le acerco, para luego sacar éste un cuchillo y encajárselo una y otra vez con una cizaña, que le hacía recordar, la tarde en que mato al escribano.

Nada pudo hacer Yáñez ante la traición de sus propios compañeros; una y otra cuchillada fue entrando a su cuerpo, haciéndole aprender que el que hierro mata a hierro muere. El que días antes había asesinado al escribano, ahora, era asesinado, con la misma saña, con el mismo odio, con la misma desconfianza, Yáñez empezó a escupir sangre y tener la vista borrosa, débil, cansado, con mucho sueño, ya no podía decirles a sus agresores “jijos de la chingada¡. Sentía que su cuerpo se iba, desaparecía de esta vida, oyendo a lo lejos las voces, dejando de sentir el dolor caliente primero de las balas y luego de esos cuchillazos; viendo por momentos aquel bosque, aquel lago y el cántico de los pájaros; viendo a lo lejos del árbol, la silueta de su madre que lo esperaba con los brazos abiertos, entonces Yáñez era un niño y corría a su madre que había dejado de ver por mucho tiempo; sintió entonces el mejor momento de toda su existencia, ese calor de hogar, ese cariño incomparable de madre, era otro… Yáñez no se había dado cuenta, que cuando corrió al sentir el abrazo de su madre, acababa de morir.

Una vez informado el general Scott de la muerte del coronel Yáñez, recibió otra buena noticia. Sus dos sicarios, el oficial Gaudencio y el coronel Gutiérrez y Mendizábal, se comprometieron, a cambio de una generosa comisión,  a revelar el lugar donde estaba escondido el tan anhelado tesoro. En efecto, si existía el mismo. Este se encontraba cerca de la ciudad de México, en el poblado de San Angel, por el rumbo de Coyoacán. La descripción que el oficial Gaudencio hiciera del mismo, parecía coincidir con el que el general Scott había recibido meses antes de algunos arqueólogos americanos miembros de una secta masónica. El tesoro existía y él, tendría mejor suerte que Hernán Cortes para descubrirlo.

El oficial Gaudencio y el Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal se retiraron de la hacienda de Manga del Clavo,  conduciendo al menos unas veinte carretas que contenían por lo menos unos mil rifles y veinte mil municiones. Parque suficiente para entregárselo al general Santa Anna para defender la  Ciudad de México.

Scott mientras tanto, luego de pasar la noche en la recamara principal de la hacienda, decidió abandonar la hacienda de su enemigo el general Santa Anna, no sin antes ordenar, que la casona fuera incendiada.



Los oficiales del ejército americano cumplieron al pie de la letra la instrucción. En cuestión de veinte minutos, el fuego consumió la Hacienda, destruyendo por siempre, uno de los palacios del generalísimo mexicano. Así el fuego cubrió y calcino las paredes, las ventanas, los balcones, destruyó el techo, los vitrales, quemó las cortinas, los muebles, todo absolutamente todo; torres de fuego fueron consumiendo por siempre, lo que fue una de las moradas del líder político mexicano. Entre cenizas, quedaría por siempre aniquilada, la inmensa riqueza que el general mexicano guardaba en su casona.

Los jornaleros de la hacienda nada pudieron hacer ante el ejército americano. Tampoco nada entendía lo que el general trataba de decirles, solo eran testigos de que la casa de su patrón se incendiaba, sin que hubiera nadie que la apagara.

La hacienda de Santa Anna había sido por siempre destruida.