miércoles, 31 de agosto de 2016

CAPITULO 27



Obvio que no fue nada fácil para Enrique vivir los siguientes días de su vida, administrando los pocos pesos que tenía guardados; esperar buenas noticias de su amigo el Coronel Yáñez, así como esperar con tanta ansiedad la fecha en que volvería a ver a su prometida Fernanda para formalizar ya la fecha del matrimonio.

Luego de varias tardes y noches, en que todo el mundo ignora el desplazo de tropas americanas más allá del río bravo, o de los últimos intentos diplomáticos del embajador Sydney por lograr la paz con el gobierno mexicano; Jorge Enrique en vez de atender los asuntos oficiales, mal pagado y reconocido, estaba más interesado en olvidar el trágico destino de su país y pensar en sus ratos libres seguía pensando en aquella mujer.



Aquel sábado pudo verla, Fernanda parecía otra mujer muy distinta de la que había conocido meses anteriores, seguía siendo una mujer guapa, de una personalidad fina y de una alma tan coqueta, que Jorge Enrique seguía observando que cuando caminaba con ella en la alameda, muchos hombres volteaban a verla. Después de todo, había que sentir esa pequeña vanidad de hombre, de pasear en la calles, al lado de una mujer tan hermosa.

Fernanda con aquel vestido azulado de enorme crinolina, hablaba con Jorge Enrique de sus próximos planes, de sus infinitas ganas de conocer a Europa, sus tres ciudades importantes, París, Roma y Londres. Un viaje de placer que bien podría financiar su papá como luna de miel, al que tanto le podría servir a Jorge Enrique en su formación profesional e intelectual en el conocimiento de las leyes. Podría conocer la Universidad de la Sorbona, o bien la Universidad de Salamanca; si hubiera oportunidad de viajar a Inglaterra, habría que visitar la Universidad de Oxford. Si se pensaba en emigrar del país, sin duda alguna había que estudiar ingles, para cursar estudios doctorales en cualquier Universidad de Inglaterra y si no, por lo menos en cualquier Colegio de Leyes de los Estados Unidos.

Entonces Jorge Enrique cerca del Convento de San Fernando, le adelantó a Fernanda de lo que se tratarían en la cena. La boda se pospondría hasta en tanto regresará al país, el general Antonio López de Santa Anna. ¡La razón¡. Su presencia física en el banquete, así las cosas el Supremo Dictador, sería el invitado de honor a dicha boda.

Fernanda quien tenía toda la prisa del mundo para casarse y olvidar así cualquier posibilidad de revivir cualquier amorío con el cadete Jesús Melgar, no sabía si alegrarse de que la boda se pospondría.

-      ¿Por cuánto tiempo?.
-      ¡Quizás unos tres, cuatro, cinco meses, no pasara de un año.

Que largo por momentos parece el tiempo, tan eterno y a la vez tan lento. Sin embargo, el hecho de que Santa Anna pudiera ser testigo de honor en la boda, implicaba un buen futuro para quien sería  su esposo; así no habría duda para Fernanda que podría comisionársele a su marido, para convertirlo en embajador en Madrid o cónsul en alguna provincia del reino España; o porque no, embajadores Londres.

-      Tendrías que estudiar ingles. Mi mamá sabe hablar ingles, podría darte unas clases.

Jorge Enrique se rió silenciosamente, ¡efectivamente¡ su mama sería su maestra de ingles. Pero lo sabría Fernanda hasta la noche.



Aquella tarde, Jorge Enrique omitió comentar otras cosas a Fernanda, así como buen caballero, tomo del brazo a Fernanda para tener el placer de caminar por las calles de la Ciudad de México, visitar la Iglesia de San Hipólito; luego ambos cruzaron la Alameda con sus hermosos árboles, flores y fuentes, donde se observan gente de todos los niveles, muchos de ellos sentados en su infinita soledad en aquellas bancas de piedra y otros más, en su eterna embriaguez, gente lépera y mendiga que nunca falta; los novios siguieron caminando por la calle donde se encuentra otro convento, el de San Francisco, mismo que se ubica en la calle más hermosa de la ciudad de México, en la calle de los plateros, muy cerca de lo que fue el Palacio del ex emperador Agustín de Iturbide.

Jorge Enrique y Fernanda siguieron caminando por las calles de la Ciudad, ahora tan devastada, casi en ruinas, tan sucia en sus calles y en su gente, muchos de ellas de una clase social tan miserable; que pareciera increíble que alguna vez Humboldt la nombrara la “Ciudad de los Palacios”. 

Fernanda antes de llegar al Teatro Nacional le pidió a Jorge Enrique visitar la Catedral Metropolitana. En ese lugar y Jorge Enrique le explico a su prometida que debajo de esa monumental iglesia, existían los viejos templos aztecas; un viejo templo de quinientas habitaciones cuyo vestíbulo era de cal y canto, adornado de serpientes de piedra y de santuarios dedicados a los dioses de la guerra, una plaza destinada a las danzas religiosas adornada con bellas flores y con calaveras de las victimas sacrificadas.  Jorge Enrique le explicó que sobre esa imperiosa catedral, yacía enterrado el templo del dios de la guerra, Mecitli, hijo de una diosa; que además en todo ese lugar, existía cantidad de templos dedicados a distintos dioses: al agua, a la tierra, a las flores y al maíz; que sobre ese templo se sacrificaban anualmente entre veinte a cincuenta mil víctimas humanas, hasta que finalmente luego de la conquista española, se decidió edificar esta imperiosa catedral metropolitana, sustituyendo el culto de esos dioses sanguinarios, por el culto a la santísima Virgen María. 



Fernanda no le creyó en nada lo que decía Jorge Enrique, entonces este para convencerla, le mostró dos piedras aztecas que aún conservaba la catedral. La llamada y gigantesca piedra del sol o calendario azteca, empotrada sobre una de las paredes de la catedral y cuyos jeroglíficos aún desconocen su significados y la otra piedra, el “altar de los sacrificios”. Esta última era una piedra que tenía una hendidura en a que se acostaba a la víctima mientras que seis sacerdotes, vestidos de rojo, con cabezas adornadas con penachos de plumas verdes, sujetaban a la víctima, para que el pontífice de ellos le abriera el pecho y arrojase luego el corazón a las pies del ídolo, luego le cortaban la cabeza para colocarla en una torre de calaveras, después se comían distintas partes del cuerpo y el resto lo quemaban o lo arrojaban a los animales salvajes que custodiaba el palacio. Fernanda sólo se quedó callada y horrorizada por esas leyendas, contemplando esas piedras labradas que ahora servían de ornato; nunca nadie antes le había explicado esas historias legendarias del México de antes.



A un costado de la catedral, el Palacio Nacional.  Viejo edificio donde despacha el Presidente de la Republica y donde se encuentran también, las principales oficinas tanto del Supremo Gobierno, como de los principales Tribunales del país. Fernanda siguió caminando por el centro político del país; observando y escuchando aquellos vendedores ambulantes, que ofrecen carbón, mantequilla, cecina, tejocotes, petates, pasteles de queso y miel, requesón, caramelos, tamales, tortillas y hasta billetes de lotería. Después. Se encaminaron rumbo al teatro Nacional, dónde verían una función del gran dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón.



Llegaron al teatro, enorme edificio que alguna vez fue edificado y nombrado como el Teatro Santa Anna; de fachada de tipo europeo pero cuyo interior era austero, pobre, descuidado, inclusive hasta con malos olores; pero aun con todas esas deficiencias del teatro, los novios entraron a sus butacas donde esperaron la función. Las luces de la sala se apagaron al mismo tiempo que el telón se abría para mostrar al escenario, entonces Fernanda tomo la mano de su prometido se acerco a su oreja y le dijo que lo amaba. Jorge Enrique volteo y al verla tan linda y tierna, la beso.

Al salir del teatro tomaron un carro del alquiler que los condujera a su casa. En esos momentos, Jorge Enrique como buen novio, debía de cuidarla de que ningún lépero de la calle ofendiera a su prometida, ni con la vista, ni tampoco implorando palabras vulgares en forma de verso; Fernanda halagada por ese detalle, subió al carruaje, para regresar a la casa donde la cena hecha por su madre los esperaría. El carro de alquiler salió de la Ciudad, cruzo la Alameda, dio vuelta a la izquierda por el Paseo de Bucareli y después a la derecha, por los Arcos de Belén, hasta topar con el Castillo de Chapultepetl sede del Colegio Militar, Fernanda no quiso voltear ni ver aquella vieja casona, no le interesaba saber de quién había sido ese palacio, ni tampoco que en ese lugar fuera la residencia de quien alguna vez fuese su novio; Jorge Enrique sin sospechar la indiferencia que hizo su prometida sobre aquella casona, no insistió en continuar su plática sobre la historia del viejo Palacio del Virrey Gálvez, así que el carruaje, dio vuelta a la izquierda, para tomar al viejo camino de Tacubaya, para luego irse a la Villa de San Ángel y posteriormente a la casona de Tizapan, antes de que la noche los sorprendiera.



Al subir al carruaje, Jorge Enrique pensó en la cena, donde conviviría con su próxima familia y anunciaría de una vez por todas, cuando se celebraría la boda. Al llegar a la Casona de Tizapan, ya los esperaban los papas de Fernanda.

Jorge Enrique ya se había hecho la idea de que Fernanda seria su esposa y que debía de respetarla por siempre. Pero cuando entraron a la casa y vio a Amparo – igual de bella y distinguida que su hija – Jorge Enrique no pudo negarse a sí mismo, que se sentía atraído más por esa mujer que por su propia prometida. Era algo inmoral, reprochable, si Jorge Enrique fuera un autentico católico, ya lo hubieran excomulgado, si existiera por lo menos la Santa Inquisición se le hubiera torturado y quemado ante tan grave e injuriosa falta. Como quitar la vista pecaminosa y lujuriosa a la madre de Fernanda, si esa mujer además de ser mayor que él, era la esposa del escribano y la madre – ¡nada más la madre¡ – de su próxima prometida.

Cenaron todos aquella vez, incluyendo don Alfonso el escribano, quien de mala gana como siempre, continuo con el tema que se había quedado pendiente desde el año pasado. Tenía que anunciar en primer lugar la fecha de la boda y en segundo lugar, la fecha en que por instrucciones del hombre de confianza del general Santa Anna, debía de dársele clases de ingles a su futuro yerno. El primer asunto competía a la hija y en el segundo, a la madre.

-      ¡A finales de enero¡ - propuso Amparo, haciendo notar que era muy poco tiempo para organizar la fiesta. Pensó también a finales de febrero. Pero de igual forma, se respondió que en ese tiempo, no alcanzarían a llegar los familiares provenientes de los Estados Unidos.
-      ¿Para qué diablos quieres que vayan esos malditos bastardos, además estaremos en guerra con ellos y no serán gente de fiar en el suelo mexicano. – dijo don Alfonso - No los expongas y mucho menos para una ceremonia familiar en la que acudirá el generalísimo Antonio López de Santa Anna.

Amparo entonces se quedo callada, quedando totalmente pasmada de que en la boda de su hija, acudiría el referido general.

-      ¡Santa Anna¡. ¿El general Santa Anna acudirá a la boda?.
-      Pues que esperabas mujer. Se casa nuestra hija, por eso a la ceremonia y al banquete acudirán distinguidas personalidades del Supremo Gobierno, tal cual honor será para nuestra familia, la presencia de tan distinguido patriota.

Amparo no pudo ocultar su molestia; por momentos Jorge Enrique llegó a pensar que la inconformidad derivaba de la fecha que se posponía, pero después noto que realmente su enojo era porque lo que alguna vez Amparo le contó.

-      ¿Cómo se te ocurrió invitar a ese hombre a la casa? – reclamo Amparo.
-      ¿Qué tiene?. No entiendo porque tu molestia.
-      Que no sabes que ese hombre …
-      ¡Doña Amparo – interrumpió bruscamente Jorge Enrique – Puede usted ordenar que ya sirvan la cena.

Amparo volteo a ver Jorge Enrique, como en cierta forma agradeciéndole su oportuna interrupción. No le quedaba otra que soportar resignadamente la hostil presencia para el día de la boda. Después de todo, había mucho trabajo para distraerse, pues había que escoger la Iglesia de San Fernando o bien la catedral Metropolitana si la boda se llevara a cabo en la ciudad de México, tomando en cuenta que a la dicha boda asistiría personalmente le general Santa Anna; por otra parte habría que confeccionar el vestido, buscar el padrino, organizar el banquete.

-      - El general Santa Anna regresará a México  - obvio era una noticia que circulaba de boca en boca por todo el país – quizás en unos tres o cuatro meses; así que mujer, deberás preparar ese tiempo a nuestro futuro yerno para que les des clases de ingles.

Es decir, no bastaba el trabajo que implicaba organizar una boda, sino que ahora, había que darle clases de ingles al futuro yerno.

-      ¡Clases de ingles¡…- Fernanda no pudo ocultar la emoción de que su prometido aprendería ingles - .¿Pero si yo ya no practico el ingles?. Tengo que repasarlo, creo que se me olvido.
-      Lo tendrás que recordar, porque he pensado seriamente en solicitarle al general Santa Anna, que a su regreso proponga a nuestro yerno como encargado de una aduana.
-      ¡Papá¡, ¿No sería mejor que se le propusiera como diplomático en alguna ciudad de los Estados Unidos.
-      No hay relaciones diplomáticas con los Estados Unidos – dijo Amparo.
-      Cállate mujer, la política es sólo para los hombres, abstente de hacer comentarios que ignoras.
-      Pero porque me voy a callar, eso es una noticia que todos saben.
-      De todos modos cállate.

Jorge Enrique guardo silencio, mirando como la sirvienta servía a cada uno la cena. Amparo entonces se abstuvo de solicitar se le sirviera.

-      Don Alfonso – hablo Jorge Enrique – quería decirle la vez pasada, que no es mi intención generarle molestia alguna a su esposa, en una encomienda como esa.
-      No es ninguna molestia Jorge – dijo Fernanda emocionada.
-      Así es licenciado, coincido con mi hija, no es ninguna molestia porque es una instrucción del general Santa Anna y lo que ordene el generalísimo, es un mandato, al que con gusto y patriotismo, acatamos.
-      Don Alfonso – hablo Amparo – enseñar ingles no es fácil, tengo que recordar algunas cosas, …
-      Ese es tu problema Amparo; quiero que en el tiempo más próximo, mi yerno sea un hombre que sepa ingles.

La verdad era que don Alfonso no entendía como Amparo siendo mujer, podía tener ese don de conocer otra lengua; no podía olvidar que la conoció siendo una “institutriz”, una vil y simple gata de escuincles malcriados, hijos de alguna familia adinerada de Norteamérica.

-      ¿Cuándo empezaremos?. – pregunto Jorge Enrique.
-      Lo más pronto posible. Cuando regrese el general Santa Anna, Vos deberá aprender ese maldito idioma. – dijo el escribano.

Jorge Enrique busco la mirada de Amparo y le dijo

-      Me pongo a su entera disposición – con toda la sutileza y el doble sentido oculto de sus palabras.

Amparo vio a los ojos a quien sería su yerno y al mismo tiempo observó a su hija, quien emocionada de dicha situación, no pudo contener la emoción de besar en la mejilla su prometido.

-      ¡Fernanda¡ - reprimió la madre, por haber hecho esa muestra cariñosa ante la presencia de sus padres.
-      Perdón mamá, pero no puedo ocultar la emoción de que mi prometido hablara inglés.

Don Alfonso se quedó mirando a su hija, a su esposa y a su futuro yerno; y sin querer hacer comentario alguno, se dispuso a cenar. Mientras que Amparo vio a su hija acompañada de su futura madre.

-      ¿No tiene hambre señora? – pregunto Jorge Enrique.
-      Are you hungry? – respondió Amparo.
-      ¿Que?
-      Se dice What.
-      What.

Amparo sonrió.

-      No, you aren´t hungry. Are you.
-      ¿Qué?.
-      Se dice What – corrigió Fernanda?.
-      What.
-      Are you hangry?
-      No entiendo lo que me dice.
-      Are you hungry? – repitió la oración Amparo, haciendo en forma mímica la señal con sus manos y en la boca, como si estuviera comiendo.
-      ¿Me pregunta si tengo hambre?
-      Yes, of course.
-      Si, … si tengo hambre.
-      Yes, i’am hangry.
-      Yes i’ m hangry. – repitió Jorge Enrique
-      Yes, i’m hangry. – corrigió Amparo.
-      Yes i´m hangry. – volvió a decir Jorge Enrique.
-      Yes i’m hangry – nuevamente corrigió la pronunciación Amparo.
-      Yes i’m hangry – respondió Jorge Enrique.
-      Yes i’m hangry.
-      ¡Quieren callarse¡ - dijo don Alfonso – no pueden practicar en otra parte que no sea en la hora de la cena.
-      Perdone don Alfonso.

Continuaron en forma silenciosa ingiriendo la cena, viéndose los tres a los ojos – Fernanda, Jorge Enrique y Amparo – tratando de disimular las ganas de reírse.


En esos momentos Jorge Enrique era el hombre más feliz de todo el planeta.

martes, 30 de agosto de 2016

CAPITULO 26


 - Vengo resuelto hacer triunfar mis ideas, estoy determinado a no perseguir a nadie por los hechos anteriores, pero también comunico a vosotros, que he de fusilar a cualquiera que me salga paso para oponérseme, sea arzobispo, general, magistrado o cualquiera otro. – Reitero el general líder de la revolución Mariano Paredes Arrillaga, frente al general Gabriel Valencia Presidente del Consejo y los demás miembros de la Junta Militar como miembros de la autoridad legítima. Cuando todos ellos cabalgaban, de la Villa de Guadalupe rumbo a la Ciudad de México.

La revolución había triunfado, el primer día de enero de 1846, la ciudad se encontraba ocupada bajo el mando de la tropa leal al general ex Jefe de Departamento de Jalisco, quien junto con el Plan de San Luís Potosí, había prometido, iniciar una gran transformación política y social para todo el país. Llamar a la nación sin temor a las minorías turbulentas, volver a las clases productoras su pérdida influencia y de dar riqueza, a la industria y al trabajo la parte que le corresponde en el gobierno de la sociedad. Convocar a una asamblea revestida de toda clase de poderes, el clero, la milicia, los profesionistas literarios, los comerciantes, industriales, agricultores, todos ellos representados en un cuerpo soberano, decidido a cuestionar inclusive porque no, el cambio de forma de gobierno, a la monarquía.



Había que hacer una entrega pacifica de la Ciudad de México. El general Valencia Presidente el Consejo y también Secretario de Gobernación, Relaciones Exteriores y Policía, tenía la encomienda de que las Bases Orgánicas que regían al Supremo Gobierno, pudieran adoptarse al Plan de San Luis, sin romper con ello el orden constitucional, ni tampoco la nueva proclama revolucionaria. En esa tesitura, seguiría siendo él y nada más él, el Jefe de Estado, el único encargado de hacer posible que la nueva revolución se pudiera llevar a cabo, sin romper con la paz y el poco orden público que todavía se alcanzaba a percibir en el país entero.

Sin embargo, nada parecía importar a la junta revolucionaria; pues aquella mañana del viernes dos de enero, se fijaron en las esquinas de cada calle, el siguiente letrero. “Hoy debe entrar en esta capital el E.S.D. Mariano Paredes Arrillaga, con el ejército de su mando. Lo que se pone en conocimiento de los vecinos de esta ciudad, excitándoles á que adornen el exterior de sus casas y hagan en aquel acto las demostraciones que dicten su patriotismo.”.- Había que advertirles a los vecinos de la Ciudad de México, que el nuevo gobierno revolucionario, no vacilaría como el de su antecesor; con él habría orden, la defensa de la soberanía nacional y la prosperidad que la patria reclamaba.

Mientras el ejército revolucionario entraba a la ciudad de México, desfilando por la calle de Donceles, el repique de las campanas de Catedral no cesaban de sonar; al frente de la columna el general Mariano Paredes Arrillaga, montando su caballo en forma gallarda, mostrando al público que pese a su avanzada edad, sería él por su capacidad y valiente patriotismo, el único hombre capaz de asegurar la paz, el orden, el progreso y la defensa digna del país, ante la amenaza yanqui. 

Véanme cabrones jijos de la chingada. Así cabalgaba el general. Ahora si llego un gobierno de a de veras. No como el de ese Santa Anna que es un pinche puto, o el de Herrera que es un reverendo pendejo. Mi gobierno, será un autentico gobierno de salvación nacional. Constituiremos el país hacía un nuevo modelo político. Cesaremos al Poder Legislativo y Ejecutivo por no haber correspondido a los deseos y exigencias de la nación, ni la dignidad de su nombre, ni procurado la integridad del territorio. Habrá una Junta de Representantes que yo mismo designare, para que se sirvan nombrar presidente interino, en lo que se convoca a un Congreso extraordinario, donde jurara el próximo presidente. Mientras eso ocurre, tendré todas las facultades conforme a las leyes vigentes, las cuales podrá obrar fuera de ellas con el único fin de preparar la defensa del territorio nacional, salvaguardando siempre las garantías establecidas por las leyes.

Me parece bien general, estableceremos la responsabilidad ministerial ante el primer congreso constitucional, pero en el entendido de que nuestros actos no serán revisables en ningún tiempo. El próximo congreso se constituirá en cuatro meses, sin tocar ni alterar los principios y garantías de los regímenes anteriores. Conservaremos al Consejo y destituiremos a todos aquellos que no apoyaron la revolución, empezando por ese Arista, que pretextando defender el territorio nacional, no pudo ocultar ni renegar su servilismo a Santa Anna, desconociendo en gran llamado que hacía su Señoría.

- ¡Al general Mariano Arista¡. – Si a ese pinché Arista saldrá a lamerle los huevos a su patrón Santa Anna. Lo removeremos de la comisión expeditiva del norte y designaremos a uno de nuestros hombres, de mayor confianza, firmeza y experiencia que ese cretino.



Este nuevo manifiesto, argumentaba Valencia en su calidad de Presidente del Consejo, garantizaba “el cambio sin ruptura”, la constitucionalidad del régimen con el triunfo de la revolución. Su legitimidad sería avalada por los ex senadores del Congreso don Ignacio Ormaecha, don José Gómez de la Cortina y don Melchor Álvarez quienes suscribirían el nuevo Acuerdo político. También los generales Isidoro Reyes, Vicente Filisola, Nicolás Bravo y nuestro excelentísimo y gran patriota, Juan Nepomuceno Almonte, harían lo mismo. Llegaría la hora de la reconciliación, que a nadie, absolutamente a nadie, se le perseguiría por sus opiniones políticas anteriores.

-      ¿Lo entiende licenciado? – pregunto el Oficial Gaudencio, el primer día en que el general Paredes Arrillaga entrara a la oficina del Palacio Nacional.
-      ¡Si¡. Entiendo que el nuevo régimen respetara las garantías de sus gobernados. - respondió el licenciado Salcedo.
-      ¿Qué piensa hacer ahora?.
-      Creo que renunciare. No simpatizo con el general Paredes.  Ni creo que sea hombre de su entera confianza.



El día cuatro de enero, el general Paredes Arrillaga prestó juramento ante la Junta de Representantes reunida en la Cámara de Diputados. ¡Válgame dios¡. Un gobierno usurpador protestando ante un congreso también usurpador. ¿Y nadie dice nada?. En este país puede pasar ocurrir cualquier otra cosa infame y nadie, absolutamente nadie, dice nada.

El hijo del gran insurgente José María Morelos, don Juan Nepomuceno Almonte hombre patriota sin duda alguna sería el nuevo ministro de guerra. Aunque bien, en un momento en que el país podía estallar en guerra, no se sabía si era conveniente tener en dicha cartera a un estratega militar o un diplomático de la talla del ilustrísimo ministro. No podría decirse lo mismo de Castillo y Lanzas para ocupar el puesto de Secretario de Relaciones, ni tampoco del Ministro de Justicia Luciano Becerra, obispo de Chiapas, tipo conservador que no daría a pie la innovación de cualquier ideología liberal republicana, estando en la plena seguridad de que censuraría las obras de Montesquieu y Rousseau, así como cualquier otra  doctrina contractualista o federalista, para poner en su lugar, el catecismo entero y los dogmas de Santo Thomas de Aquino, para vivir por siempre, en la monarquía absoluta.

Ante tantos cambios en el Supremo Gobierno – “usurpador” - el licenciado Jorge Enrique Salcedo estaba dispuesto a presentar su renuncia, cuando fuera llamado personalmente por el general Paredes Arrillaga, quien ya para esas horas se encontraba despachando en su nueva oficina, de Presidente de la República.

Jorge Enrique supuso que la entrevista sería para solicitarle su renuncia al cargo. Era obvio. Detrás del general existían otros colaboradores más, quienes desde años antes estaban esperando la oportunidad de colaborar en forma directa con el titular del poder ejecutivo. Además la revolución triunfante les daba ese derecho; eran ellos ahora los que tenían el derecho no solamente de gobernar el país, sino también de administrarlo. Después de pensar eso, dejo su oficina y se dirigió al despacho del Presidente.

-      Buenas tardes Señor Presidente. – dijo Salcedo al ingresar a la oficina del general Paredes Arrillaga, ahora presidente de la república.
-      Pásele licenciado. – respondió el general Paredes Arrillaga con un tono de voz seco y recio.
-      ¿Me llamaba Vos?.
-      Así es, siéntese licenciado. – el despacho presidenciales mostraba oscura, sin embargo el escritorio presidencial seguía en el mismo lugar donde lo había dejado su antecesor, desde ahí sentado, a la penumbra, se veía esa efigie de aquel señor anciano, con el temperamento y el porte de un hombre fuerte, orgulloso y por momentos, engreído – lo he mandado a llamar, porque quiero que me informe cual ha sido la situación en que me ha dejado el despacho el general Herrera; creo yo, que Usted, por sus años de trabajo en esta oficina al servicio de la presidencia del Supremo Gobierno, es la persona indicada para darme un informe respecto a los asuntos que se quedaron pendientes.
-      General Paredes – respondió Salcedo, acentuando la expresión general digna de un militar, no de la investidura de quien ostente el cargo de Presidente de la República. – la principal prioridad que urge en este momento, es cubrir las rentas de los empleados públicos del poder ejecutivo. Los pagos de los empleados se encuentran en espera de la ratificación que se sirva hacer de los colaboradores que se sirva Usted designar, así como también de aquellos que designen sus colaboradores directos. La otra prioridad, de la cual se condiciona desde luego el pago de los emolumentos a todos los empleados públicos, es la posición de nuestro país, respecto al problema político que se tiene con los Estados Unidos. Esto implica la compra inmediata de parque para los miembros del ejército.
-      Sobre ese último punto, no habrá cambio alguno, continuaremos con la misma posición de mi antecesor. No reconoceremos la anexión de Texas a los Estados Unidos; así que licenciado, estaremos preparados para afrontar la guerra que se avecina. Y por lo que se refiere a los cambios que haré a mi gobierno, esos serán fundamentales en esta nueva reconstrucción del país.
-      Si ese el caso, me pongo a su entera disposición para lo que Vos designa proveer. – de esa manera, Jorge Enrique otorgo al general Paredes poder amplio para que lo ratificara o lo removiera del cargo.

Un profundo silencio invadió la oficina presidencial, esperando que en cualquier momento el Presidente de la República tomara la iniciativa de solicitarle la renuncia al licenciado Salcedo.

-      ¿Cuál es su función aquí?. ¿Qué es lo que hace?.
-      Soy una especie de escribano del Presidente. Ejecuto lo que se me ordene. Vos pide algo y soy el encargado de que sus mandatos se acaten. Redacto epístolas, decretos, bandos, oficios. Asimismo coadyuvo con cada uno de sus Ministros para auxiliarlos de la misma forma que lo haría con Vos, ejerciendo no solamente como escribano sino también como abogado y si su confianza lo permite, como secretario particular, consultor y consejero.
-      ¿Desde cuándo esta aquí trabajando?
-      Desde el año de 1843, llegue con el general Antonio López de Santa Anna; posteriormente fui ratificado por el general José Joaquín Herrera.
-      ¿Es partidario del general Santa Anna?.
-      Al general Santa Anna le guardo consideración y sumo respeto de quien fuera mi jefe. Pero no soy partidario de los asuntos políticos partidistas. No sigo consignas ni de él ni de nadie. Me declaro desinteresado de los asuntos políticos que atañen al país.
-      El general Santa Anna y yo somos viejos conocidos, hemos tenido diferencias de fondo, pero ambos coincidimos en nuestro amor a la patria. Pero dígame licenciado. ¿Por qué esta usted aquí?
-      Estoy aquí porque considero que la persona que ostente la dignidad en el cargo de Presidente de la República, así como los ministros plenipotenciarios que lo acompañen en su encomienda, requieren de todo el apoyo intelectual, logístico y hasta jurídico, que mi humilde persona puede proporcionarles.
-      ¿En que podría consistir ese apoyo que refiere?.
-      Vera Usted general.
-      Presidente de la Republica, ciudadano Presidente. – corrigió el General en forma pedante.
-      Perdone Vos, Ciudadano Presidente de la Republica, las funciones de su servidor en esta oficina son muy amplias, quizás no tan importantes para un ministro de Guerra o de Relaciones Exteriores como lo que se requiere en este momento, pero soy una especie de ama de llaves, un fiel consejero, considéreme una especie de siervo para sus servicios personales.
-      ¿Dónde está el dinero?. –
-      Perdone, no escuche.
-      Donde está el dinero, necesito dinero para poder desempeñar mis funciones. ¿Quien guarda el tesoro nacional?
-      Las arcas de la Nación se encuentran dentro de su oficina, detrás de ese cuadro; ahí tendrá los recursos con los que cuenta la nación para afrontar los problemas que Vos ya conoce.
-      ¿Cuanto dinero es?
-      Desconozco ese dato ciudadano presidente, esa cantidad la maneja el Tesorero nacional don Antonio Esnaurrizar quien podrá darle la información que solicita, sin embargo si le advierto que la cantidad que hay en las arcas nacionales resulta insuficiente.
-      ¿Insuficiente para que?
-      Insuficiente para pagar las rentas a los empleados públicos, para poder adquirir parque y dotar a nuestro ejército de mejor armamento y municiones, inclusive hasta de uniformes y demás utensilios propios del arte militar; ese dinero resulta también insuficiente para mantener la infraestructura mobiliaria que requiere la municipalidad, verá se necesita alumbrado público, continuar con algunas guarniciones, empedrado de calles y decoración de las oficinas; se necesita además – interrumpió bruscamente el general Salas.
-      Los empleados públicos no recibirán por el momento, su respectiva renta, así que por eso no se preocupe.
-      General…¡perdón¡, quise decir ciudadano Presidente. Permíteme si así me lo concede, advertirle que no se pude dejar de pagar las rentas a los empleados públicos, de hacerlo estaríamos orillándolos para actos de corrupción y pillaje que tanto detesta la ciudadanía; además…
-      Licenciado resérvese su opinión para otro momento, necesito el dinero, así como también, destine una renta mensual al personal que me escolta.
-      Como vos ordene; el pago de la renta por los soldados que lo escoltan supongo que será el mismo que el que se destinaba a la guardia presidencial.
-      ¿Cuánto era lo que les paga.
-      Dos pesos mensuales.
-      Págueles diez pesos.
-      ¡Diez pesos¡.
-      No mejor quince pesos,.
-      Perdone general, pero la dieta que me concede el Supremo Gobierno es de doce peses al mes y lo que Vos propone para cada uno de los guardias, rebasa ese monto; tomando en consideración y sin menospreciar, las funciones de un centinela con las mías.
-      Licenciado, designe esa cantidad a cada uno de mis guardias, son buenos muchazos que así se lo merecen y que nunca me traicionaran, por lo que se refiere a su salario, veré si es un buen siervo como dice, para autorizarle quizás el doble o el triple de lo que actualmente gana.
-      Como Usted ordene.
-      Autorizo también para que con dinero del erario público, se pueda adquirir mejor uniforme a los miembros del ejército.
-      Tendríamos en primer lugar, salvo que usted me instruya lo contrario, saber con cuantos efectivos contamos por el momento; al menos le advierto que al norte del país, se encuentra las filas de nuestro ejército, esperando en cualquier momento sus instrucciones para el ataque o la defensa de Texas.
-      Nuestros soldados sabrán aguantar el relevo que viene; ese generalito Arista lo retiramos del mando de las filas y mandaremos a uno de mis hombres de suma confianza y por lo que se refiere a los soldados del norte, yo creo que sabrán esperar la ayuda que por en su momento le mandaremos.
-      Entonces el dinero que para uniformes solicita a los miembros del ejército no son para ellos.
-      Por supuesto que no licenciado, son para los soldados de mi guardia y para aquellos regimientos que yo considere necesario acondicionarlos.
-      Pero los soldados del norte requieren ese apoyo.
-      Los soldados del norte serán en su momento reforzados por los que en mandaremos, además que yo sepa no les falta nada, sino, no hubieran resistido tanto tiempo.
-      Ciudadano presidente, el apoyo a nuestros soldados es indispensable, solicito su comprensión…
-      Por eso mismo licenciado, usted comprenderá que la tropa de un ciudadano presidente debe estar equipada para cualquier ataque, de sus enemigos y más de un tipo como Vos.
-      No entiendo esa afirmación.
-      Yo si entiendo licenciado, Usted no es leal al gobierno porque cuestiona mis decisiones.
-      Perdone ciudadano presidente, nunca ha sido mi intención ofenderlo, únicamente me tome el atrevimiento de sugerirle algunas notas que como conocedor de las necesidades de esta oficina conoce.
-      Escuchare sus opiniones cuando yo lo solicite, por el momento solicito que se reserve de ellas y que apoye la nueva causa popular que encabeza el nuevo gobierno que yo presido.
-      Como vos ordene.
-      Solamente una última instrucción.
-      La que Vos diga.
-      Me decía que su renta es de doce pesos mensuales.
-      Así es.
-      Muy bien, redúzcase el salario a la mitad, que sean seis pesos al mes.
-      No entiendo la reducción.
-      La austeridad del nuevo gobierno requiere ese esfuerzo de sus empleados. Será sólo por unos meses, hasta en tanto acuerde con mi secretario de hacienda; para poder estudiar que propuesta hacendaría debamos tomar en cuenta para enfrentar la guerra.
-      Ciudadano presidente, le recuerdo que su antecesor el General Herrera solicito al Congreso la aprobación de un préstamo adicional hasta por quince millones de pesos, con la garantía de hipotecar algunas de nuestras propiedades.
-      Olvídese de esas pendejadas. No solicitaremos ningún crédito adicional con ningún banco, no creo que haya necesidad. Los recursos los obtendremos de lo que se sirva prestar su Inminencia el Cardenal; o bien, de ese prestamista indigno llamado Antonio Esnaurrizar.
-      Se refiere al Tesorero
-      Me refiero al prestamista que se ostenta como Tesorero. No es más que un ladrón del tesoro público, autor del monumento erigido a Santa Anna y quien se ofreció ante mí, prestarme el dinero que resultare necesario.
-      ¿Solicitara un préstamo a don Antonio Esnaurrizar?.
-      No por el momento, pero si en cambio lo destituiremos de la magistratura ocupa. No es bueno para este gobierno revolucionario contar entre sus empleados con personas tan inmorales y corruptas. Nombrare en su lugar a mi mago don Pedro Fernández. Hágame los oficios necesarios para esta nueva designación.

Enrique Salcedo no daba crédito de aquellos minutos que estaba viviendo, ahora esperaba una instrucción aberrante como las demás que ya había recibido.

-      ¿Tendremos por el momento con algunos mil pesos?.
-      Si, son las rentas públicas para pagar el cuerpo de celadores de mercados y vía pública. – contesto Salcedo.
-      Muy bien, ya dije que los empleados nos aguantaran el pago, existen otras prioridades; entrégueme o dígame donde esta ese dinero para que pueda disponer de el.
-      Detrás del cuadro que esta a espaldas suyas, está el dinero del fondo de ahorro. Puede disponer de el cómo vos disponga. La combinación de la caja fuerte se encuentra en un sobre amarillo, que obra en el cajón de su escritorio.
-      Muy bien. Licenciado.

Salcedo se iba a retirar en ese acto, cuando el general Salas le ordeno.

-      ¡Aun no se vaya¡
-      Vos perdone.
-      Esos mil pesos, se los entregara al ilustrísimo don Lucas Alemán.
-      Don Lucas Alamán.
-      Claro, mi gobierno apoya la cultura y la libertad de expresión. Un nuevo México construiremos, que mejor que apoyar la verdadera opinión crítica que requiere ese país.
-      Como vos ordene ciudadano Presidente.

El general Salcedo saco del escritorio aquel sobre que contenía la combinación de la caja fuerte.

-      Espero que mi colega el general Herrera me haya dejado dinero.

El general Salas abrió la caja fuerte sin poder disimular la gran sorpresa de encontrar monedas de oro, plata y billetes. Era el fondo de ahorro.

- Este país cambiara licenciado – tomo algunas bolsas que por su peso, denotaba dinero en oro – este país cambiara. ¡Os juro que cambiara¡.