domingo, 9 de octubre de 2016

CAPITULO 62


Es difícil dar noticias tan dolorosas como la que Jorge Enrique tendría que hacer a Amparo Magdalena; no encontraba el momento oportuno para hacerlo pero tendría que hacerlo; tenía que buscar lo más pronto posible el momento idóneo para informarle sobre la muerte lamentable de su hija.

Son noticias muy difíciles que uno tiene que escuchar, pero se tienen que hacer. Ante todo poner la verdad por muy dolorosa que fuera, informar las cosas como son, sin titubeos, sin medias tintas, decir las cosas como fueron y no decir más, ni una palabra más que fuera innecesaria, simplemente dejar respetar el llanto, la soledad, el reproche a dios, eso era lo más prudente que podía hacer Jorge Enrique y no tanto, informar sobre la encomienda que minutos antes le había ordenado el general, … indagar sobre los títulos de propiedad.

Aquella noche el general Santa Anna regreso a la casona de Tizapan, no a cumplir su compromiso con Amparo que ya desde la tarde había anunciado, eso era lo de menos, ahora su pendiente no era propiamente satisfacer una necesidad de carácter sexual o saciar su venganza de hombre omnipotente frente a la mujer que constantemente lo despreciaba, su nueva preocupación que lo distraería de esas pasiones humanas, sería el avance del ejército yanqui que ya por esas horas, se encontraba demasiado cerca; en espera quizás de lo que sería el primer combate en la Ciudad.



Aquella tarde el cielo se nublo, los viejos soldados siempre como buenos adivinos predecían que llovería, factor de que de hacerse realidad, influiría en el destino de la próxima batalla; el generalísimo sólo contemplo la noche, sintió el viento, por momentos pensaba en que los americanos estaban cerca de sus terrenos y por otros instantes, recordaba en la mente, aquel tesoro de incalculables joyas, cofres y demás utensilios, que se encontraba escondido, también a tan solo unos pasos de donde se encontraba. No descansaría el general toda la noche, ni tampoco los hombres del bandolero Ignacio Cien fuegos quien en compañía del oficial Gaudencio, se dispusieron únicamente ellos, en compañía de los hombres de confianza de estos, a trasladar treinta carretas que contenía también cofres con oro y documentos y legajos que conformaban según Rejón, el archivo de la nación, para llevarlos sobre aquel escondite en la cueva del diablo del monte más alto del Olivar de las Carmelitas.. No pudo dormir esa noche el general Santa Anna, a media noche, no debía de ser traicionado ni sorprendido de que otro más audaz que él, le robara su tesoro; tampoco podía permitir que por ningún motivo, ese valioso botín cayera en manos de los enemigos; así que cauteloso de lo que podría ocurrir en los próximos días, instruyó al Coronel Melgar Gutiérrez y Mendizábal para que se trasladara inmediatamente a la ciudad de México, y pidiera un regimiento de soldados para que este acudiera a donde se encontraba y así, reforzar con ello la línea defensiva entre la Villa de San Ángel, la plaza de Mexicalcingo, la Hacienda de San Antonio, el puente y el convento de Churubusco. Estaba seguro que esa línea defensiva estaba lista para resistir cualquier ataque. ¡Sin embargo no fue así¡. El general Gabriel Valencia envió un correo a Santa Anna informándole que había estudiado ampliamente el terreno y había tomado la decisión de ir al rancho la Padierna, para evitar el ataque yanqui a cualquiera de las dos fortificaciones de la ciudad, Churubusco y Chapultepetl. Con tal insolencia e iniciativa propia, el subordinado de Santa Anna había desobedecido las órdenes del mando supremo y decidido éste a  estacionar sus tropas, no en San Ángel donde se le ordenó que acampara, sino mucho más adelante, en el rancho la Padierna, un camino rocoso, con magueyes y demasiados árboles, no recomendable para sostener el primer combate con los americanos, aunado a que dicha posición pareciera ser una provocación para que los americanos atacaran primero en forma certera como siempre lo hacían, sin haber tenido el ejército mexicano la debida planeación para montar dicho operativo. ¡Era una estupidez lo que estaba haciendo Valencia¡. Había que sustituirlo inmediatamente del mando. Santa Anna respondió el correo ordenando la inmediata retirada de Valencia al poblado de San Ángel, pero el general Valencia, al mando de la División del norte y de seis mil soldados, respondió que no necesitaba consejos, sino la ayuda del general para derrotar ambos a los yanquis.



Pero ante estos actos de hostilidad entre las filas del ejército mexicano, que importa ya, pues la muerte de una hija es una perdida irrecuperable, Amparo lloró a su hija por lo que le había pasado, por su vida truncada a causa de la guerra que se libraba en los campos de batalla, quizás de esos poderosos cañones y obuses que cargaban en carretas los soldados americanos, entre aquel camino rocoso lleno de piedras volcánicas, llamado  el Pedregal.

Amaneció, el sol volvió a salir y la tarde no se aparecía ni una sola nube, cualquier presagio de luna era fallido, aun pese a que  algunos de los oficiales le informaba al generalísimo del movimiento de las hormigas, ¡patrañas¡ contesto el general. Predecir el estado del tiempo por el movimiento de las hormigas, era un absurdo. No había que observar aquellos minúsculos insectos, sino observar otros más repugnantes, aquellos que estaban tan cerca de unos metros de la primera línea defensiva del ejército mexicano, la que encabezaba el general Valencia el muy ladino se había atrevido a desobedecer y poner entredicho su autoridad de jefe supremo de las fuerzas armadas, motivado de enfrentar a los adversarios en sus intereses personales de ser el héroe de la guerra y no por el interés de la nación a al que representaba Santa Anna.  Entonces el generalísimo suscribió una carta diciéndole al general Valencia  que sin aprobar su conducta arbitraria, obrara bajo su responsabilidad como le pareciera. Una manera muy sutil de decirle, “chingue usted su madre”.



Ya en la mañana, sin que aún se librara el combate, el general Gabriel Valencia tuvo conocimiento, que muy cerca de él, se encontraba el general Santa Anna y que bien o mal, pese a su disgusto y aparente insubordinación, a la hora del combate tenía que apoyarlo; sabia también, porque así le fue informado por sus subalternos,  que el adversario se encontraba en una posición muy cercana a donde se encontraban sus tropas, era evidente que el ataque se libraría en cuestión de horas. Así lo sabía Scott que se encontraba en los mas alto del cerro de Zacatepec, viendo con sus catalejos la zona arbolada en que se encontraban escondidos los soldados mexicanos y presenciando también, el avance determinante de su tropa, así lo vio también el general Santa Anna, en compañía de un regimiento de soldados y de caballería, en los montes del Olivar de las Carmelitas, sitio precioso para tener también una vista panorámica del combate que se libraría.

Eran momentos de tensión los que se vivía en la casona de Tizapan, pues en el drama en que vivía el Amparo era del todo justificado; hubiera sido demasiado absurdo y fuera de toda lógica y de buena educación, preguntarle sobre esos títulos de propiedad, pertenecientes al generalísimo Santa Anna y que habían sido además escriturados por el difunto Alfonso Martínez del Valle; quien podía hacer determinadas preguntas y tomar esas decisiones improvisadas, fuera de toda planeación y motivadas por la ambición política, que las que tenía en esos momentos el general Valencia, que en compañía de los generales Salas y Torrejón, auguraba un combate glorioso en los anhelos de la historia de México, la victoria del 19 de agosto de 1847, de cómo el general Valencia y un puñado de hombres valientes, defendieron la soberanía nacional, ganándole la guerra a los Estados Unidos.



Las tropas del general Santa Ana llegaron a San Ángel, después se dirigieron al pueblo de Tizapan donde se estacionaron sus tropas, esperando la orden del general en jefe a subir a los montes del Olivar de las Carmelitas; mientras eso ocurría, cerca de donde se encontraban cuatro soldados colgados, el oficial Gaudencio le informo a Santa Anna que el trabajo ya estaba hecho, habían podido esconderse todos y cada uno de los cofres del erario publico, al igual que todos los documentos del famoso archivo de la Nación; el trabajo estaba efectuada, tomando además en cuenta, que el bandolero Ignacio Cien Fuegos y doce de sus hombres, estaban escoltando el sitio y poniéndose al servicio del general para lo que este ordenara.  Santa Anna ya más tranquilo por lo que acababa de escuchar, pregunto a Gaudencio si creía que Ignacio Cien fuegos era un bandolero de fiar; a lo que Gaudencio contesto riéndose que ningún bandido era gente de fiar. Santa Anna al escuchar esa opinión miro seriamente a Gaudencio como reprochándole su dicho; Gaudencio corrigió su dicho, en el sentido que solamente los hombres de honor eran de fiar, los que se ganaban la confianza con muestras de lealtad, pero por más que quiso decir Gaudencio, Santa Anna desconfiaría también de aquel humilde oficial.

Santa Anna decidió entonces apartarse del grupo de oficiales militares que lo acompañaban; ¡quédense ahí ahorita regreso¡. Los oficiales respondieron naturalmente que si, por momentos pensaron que esa retirada disimulada de Santa Anna obedecía a que este iba al monte, a buscar un arbusto para poder mear o cagar; era obvio que una diligencia personalísima de esa magnitud, obedecía discrecionalidad.

Santa Anna retirándose donde se encontraba su grupo se dirigió al monte más alto donde se encontraba ahí, Ignacio Cien Fuegos, el bandolero y diez de sus hombres, estaban a la orden del general; debajo de aquellas piedras, donde se encontraba la “boca del diablo”. El bandolero acompañado de toda su banda, diez delincuentes más, vestían uniforme militar, poniéndose a los servicios de Santa Anna para librar el combate que se avecinaba; Santa Anna agradeciendo el gesto de valor, respondió que lo más importante era custodiar la “boca del diablo”, montando una guardia permanente en lo que durara la batalla y después de haberse librado éste.



-      No se preocupe mi general, ahorita mesmo lo hacemos.
-      Don Ignacio – ordeno Santa Anna – la guardia tiene que hacerse dentro de la cueva y no por encima de éste; si los americanos toman el control de este cerro pueden descubrir el lugar, así que lo mejor, será que entren todos al escondite y desde ahí aguanten el tiempo que sea necesario.

El bandolero rió por la propuesta, una risa desconfiada, con miedo, pero fundada; efectivamente, si los yanquis avanzaban se corría el inminente riesgo de que encontraran ese lugar secreto; Santa Anna después de todo tenía razón.  Pero como entrar a la cueva, con que alimentos.

Santa Anna instruyo al oficial Gaudencio, les diera estos ración de alimentos para dos días; a lo que el oficial cumplió dicha instrucción; Ignacio un poco desconfiado le pregunto al general, ¿Quién lo sacaría del lugar?. - ¡Pues nosotros mismos¡. – indignado y en tono eufórico, el generalísimo cuestiono. - ¿Qué no confía en mi?. - ¡Si mi general. Usted dispense, no quise insinuar que desconfiaba de su palabra. – Mire soldado – manifestó Santa Anna en un tono de voz enérgico. – los americanos están aquí abajo; los muy cabroncitos brincan como conejos y nada me garantiza que se monten sobre este cerro; si eso llegara ocurrir, usted tiene la orden de defender este tesoro con su propia vida, ¿Entiende eso?. - ¡Si mi general¡. – la mejor manera de defender este tesoro, es estando escondido en la propia cueva y no afuera encima de este. ¿Lo entiende?.- ¡Si mi general¡. – ¡Entonces que chingados espera¡.

Para esos momentos el cielo empezó a nublarse, una razón de peso para que Ignacio y su pelotón, se metiera a la boca del diablo, para no mojarse en caso de que la lluvia estallara.  Temerosos de la orden, pero leales a la palabra de su jefe, Ignacio se metió a la cueva, con toda su banda; ya allá adentro, Santa Anna ordenó al Oficial Gaudencio, quien ese momento llegaba con las raciones de comida, ingresara también dentro del agujero.

-      Yo mi general.
-      ¡Claro que si pendejo¡. Usted también métase.

El oficial Gaudencio se metió a la boca del diablo, un poco temeroso como todos los demás, pero persignándose también y creyendo en que su general los rescataría; ya todos adentro Santa Anna se agacho al piso y alcanzo ver las cabezas de Ignacio y Gaudencio.

-      Por ningún motivo, se muevan del lugar, así escuchen lo que escuchen. ¡entienden¡.
-      Si general.
-      Me responden con su propia vida cabrones; que nadie entre jamás a este lugar; ¡maldito aquel que lo haga¡; que dios, el diablo y la santa muerte, proteja a este lugar y ustedes cabrones.
-      ¡Si mi general¡.



Santa Anna cogió una piedra y tapo el agujero; quedando ahí enterrados los hombres de su confianza.  Entonces desde lejos, uno de los oficiales de Santa Anna se le acerco, informándole que los americanos estaban avanzando hacía el bosque de San Gerónimo, para sorprender y atacar desde esa posición al general  Valencia; el generalísimo un poco nervioso por lo que acababa de hacer, instruyo a su oficial, para que diera la orden de que la tropa estacionada en Tizapan se trasladara inmediatamente a ese sitio, asimismo solicito el apoyo de unos soldados que lo acompañaran en formar un mirador, armando lo mas pronto posible una pirámide de piedras, troncos, arbustos, cualquier cosa que sirviera para formar una pequeña cúspide.

-      ¿En donde general?
-      Aquí donde estoy parado.

Algunos soldados se dispusieron ayudar a Santa Anna a cargar piedras a donde este se encontraba, para irlas amontonando una sobre la otra – traigan paja también – corten esos árboles, póngalos aquí también, mas piedras cabrones, quiero un mirador en esta posición.

Los soldados obedientes trajeron paja y más piedras para ir tapando ese lugar; Santa Anna observó entonces los cuatro cadáveres que yacían aun colgados en cada uno de los árboles que rodeaban la boca del diablo; viendo con tranquilidad como sus soldados iban cubriendo poco a poco ese lugar.

Mientras eso ocurría y la lluvia empezaba a caer, las tropas del general Valencia resistieron el ataque de los americanos; escondidos en los magueyes y en los árboles, respondieron a fuego el avance de los americanos que también empezaron a esconderse en los arbustos, para continuar su ataque. El general Gabriel Valencia estaba convencido en la victoria; siguió ordenando a sus hombres, fueran tomando posesión de los pequeños montes de la Padierna y asaltaran las casas que en ella se encontraban, para desde ahí, dispararle a los americanos. Fue así que estallo la primera batalla en el Valle de México; los americanos iban cayendo a consecuencia de las balas, al igual que los mexicanos; el combate era disparar y esconderse entre la maleza, avanzar y taparse en los troncos de los árboles; disparar y tirarse al suelo, seguir avanzando y seguir matando para que no lo mataran a uno.

La tropa del general Santa Anna llegaba al Olivar de las Carmelitas, desde ahí el generalísimo Santa Anna, se cercioraba de que ese mirador quedara hecho, sin mirar siquiera el combate que se estaba librando; cosa curiosa para muchos de sus oficiales, era ver que el general estuviera mas preocupado en seguir poniendo piedra sobre piedra sobre esa pequeña cúspide y no observar a detalle lo que estaba ocurriendo.



Sangre y mas sangre, fuego y mas fuego; los rifles disparaban una y otra vez mas; al mismo tiempo que los americanos intentaban tomar control del lugar; hacer uso de su artillería y atacar las posiciones donde se creían se encontraban escondidos los soldados mexicanos.  El rancho la padierna había sido ocupada por los soldados mexicanos y desde ahí libraban el tiroteo con los soldados americanos, muertos por ambos lados, pero el ejército del general Valencia ganaba terreno; era un momento de jubilo para el general Valencia; saber que en ese combate se estaba decidiendo no solamente la defensa de la Ciudad de México, sino la guerra y quizás, el territorio nacional y quizás, hasta la independencia de la república mexicana; aun con más entusiasmo, continuo dirigiendo el ataque contra los americanos; rogando a dios, que llegaran los refuerzos de Santa Anna, para obtener ambos, el triunfo militar.

Sin embargo, a cientos de metros, en la pendiente hacia arriba, en los montes del Olivar de las Carmelitas, Santa Anna montando en el mirador que acababa de improvisar, observó lo que estaba ocurriendo abajo; el muy imbécil de Valencia estaba resistiendo el ataque americano y seguramente el muy estúpido, deseaba su apoyo. El muy infeliz le gustara o no dependía de su voluntad; podía bajar y reforzarlo, pero no se lo merecía. ¡Aun no era el momento¡.



Las tropas del general Valencia siguieron resistiendo el avance yanqui; continuando disparando y acercándose al ejército enemigo, para hacer uso de las bayonetas; el combate se libraba, ya en momentos en los cuales, una lluvia empezaba a complicar mas las cosas; la lluvia de siempre, la misma lluvia de todos las batallas, la que hizo presencia en Palo Alto, en la Angostura y ahora, en la Padierna; agua, pinche agua, la que venía a favorecer como siempre a los americanos; como si el dios Tlaloc, maldiciera también a los mexicanos. Santa Anna presencio desde su mirador, como los americanos realizaban pequeñas escaramuzas en el bosque de San Gerónimo, como queriendo sorprender a Valencia por ese franco; era el momento para atacar, los americanos estaban rodeados por ambos lados; arriba por Santa Anna, abajo por Valencia, ellos en medio, la derrota era segura; Valencia se dio cuenta desde abajo lo que estaba ocurriendo; entusiasmado por el apoyo recibido, grito ¡Viva México¡. … ordeno a los músicos tocaran las dianas en señal de triunfo; los americanos habiéndose dado cuenta de su error táctico, dispararon para emprender la huida, era tarde, la ultima palabra la tenía Santa Anna.

-      ¡Avancen¡. Fue la orden que dio Santa Anna a toda su tropa; la que se no encontraba como espectador viendo la batalla, la que no había disparado, sino contemplado el combate desde arriba, como si fuera una función teatral, una representación militar de cómo se hacen, se ganan y se pierden las batallas; el generalísimo Santa Anna ordenó al Teniente coronel Michel Echeagaray avanzara con su batallón y se metiera al bosque, para desde ahí, acribillar a los americanos que estaban huyendo.

 Era el momento de la victoria; así lo sintieron los soldados de la división del norte del general Valencia, era el momento mas anhelado de la guerra México americana, la victoria tan anhelada que necesitaba la tropa mexicana, ese combate daría la oportunidad de capturar prisioneros de guerra y canjearlos si así fuera el caso, por prisioneros mexicanos y sino era así, si los mexicanos no valían tanto como los americanos, si por lo menos negociarlos para el caso de un tratado de paz; era el momento decisivo, así lo sintió Valencia desde las faldas de Padierna y Santa Anna desde la cúspide del monte del olivar, era el momento que tenía para decidir la guerra y ¿Para quién?. ¿para Valencia?. ¡héroe nacional¡. ¡Libertador de México¡. Un simple estúpido que había desobedecido al mando supremo; que había jugado a ser militar estratega, cuando no era mas que un imbécil que pretendía hacerle sombra, para que los honores y grados militares los recibiera a costa de su talento; si Valencia ganaba esa batalla, no era por el mismo, militar estúpido e engreído, sino lo haría por Santa Anna, pero lamentablemente, el muy infeliz diría a todos, que la victoria se debería a él y nada mas a el; no lo permitiría; en un momento de sensatez y olvidando su emoción castrense; Santa Anna dio la contraorden al Teniente Coronel.

-      ¡Deténgase¡.
-      ¿Qué?.
-      Detenga sus tropas. ¡no tiene caso¡. Mire como huyen los americanos, parecen maricones.
-      General, este es el momento para perseguirlos y capturarlos; están rodeados, abajo por Valencia y arriba por Vos. – replico el general don Francisco Pérez.
-      Que no entiende general. Este combate ya se ganó. Estamos ganando con nuestra pura presencia, sin necesidad de desperdiciar parque.
-      Pero ganaríamos más si disparáramos y entráramos al bosque a perseguirlos.
-      ¡No general¡ … el que da las ordenes aquí, soy yo. ¡entiende¡.
-      Si general.

Por momentos dudo el general Santa Anna, quizás tenía razón Francisco Pérez, pero como dejar la gloria de la batalla a su enemigo político, que diría la prensa nacional; que fue el heroísmo de Valencia quien había salvado a México y el donde quedaba; no era el artífice de la defensa de la ciudad, el comandante en jefe del ejército mexicano, el presidente de la república, el benemérito de la patria; porque diablos le iba a heredar su gloria y buen nombre, su prestigio y fama de buen militar, a un vil mequetrefe, oportunista; “que se chingue con su pendejadas, si me sumaba a su revuelta, entonces donde quedaría mi autoridad”.  – El comandante soy yo¡. ¡No ese pendejo¡. A mi me eligió al pueblo, a mi y nada mas a mi.

La noche cayo y el general Valencia estimo que su regimiento se encontraba debidamente protegido desde lo alto de los montes, por las tropas del general Santa Anna; sabia decisión del general de apoyarlo, de dejar a un lado sus posiciones personalistas y sumarse en serio a la defensa nacional; así los mexicanos unidos lográramos mejores cosas que con nuestras estúpidas divisiones, de esa forma Santa Anna ganaría el lugar en la historia de México que se había construido, un fiel soldado que combatió por la tropa y que apoyo al general Valencia, en la hora decisiva de la guerra México-americana.  “la batalla de Padierna”; fecha histórica en el calendario cívico militar de los mexicanos; el gran héroe de la patria: Gabriel Valencia, fue el que freno el avance los americanos, derrotándolos el 18 de agosto de 1847; logrando con ello, la salvación de la patria.



La lluvia se volvió intensa, era un fuerte aguacero; los soldados de Santa Anna dejaron la posición en que se encontraban y para sorpresa de muchos de ellos, se encaminaron rumbo a San Ángel; sin avanzar a San Gerónimo donde esperaban atacar al día siguiente no era para mas; el generalísimo no durmió aquella noche, pero según él en la penumbra, las tropas americanas estaban ocupando diversos cerros del lugar, San Bartolo, el Capulin y el Cerro del Judío; desde ahí colocarían su poderosa artillería, donde los bombardearía como estaban acostumbrados hacer; así al menos lo hicieron en Cerro Gordo, esa fue la lección que había aprendido y no volvería a caer en el mismo error de siempre; quedarse dormido y sufrir los bombardeos desde las alturas; así que decidió continuar con su plan; dejar que el pendejo de Valencia se rascara con sus propias uñas y emprender la retirada de sus tropas en  aquella noche.

Y en parte tenía razón; porque ni la lluvia y la oscuridad de la noche, había frenado a los soldados americanos, quienes en esa noche, habían logrado reubicarse en la plaza, colocando sus poderosos cañones y estacionando a sus tropas, en los puntos clave de la victoria; ya sin el ejército de Santa Anna, esperaría la luz del día, para dar la estocada final a la batalla de la Padierna.

Así a la mañana siguiente, Santa Anna, que tenía dos días de no dormir; pasaba por Tizapan y después a San Ángel, con su regimiento intacto de no haber participado en combate; no era aun el momento decía Santa Anna, no tenía porque desperdiciar recursos, debía conservar el ejército mexicano para los momentos decisivos y la noche de ayer, no era un momento crucial en la guerra, era un solo combate, de esos que estaba acostumbrado a perder como siempre el ejército mexicano. Y tenía mucha razón, porque a la mañana siguiente, bastaron treinta minutos, para que los cañones americanos que apuntaban a todas partes, destrozaran los árboles, provocaran incendios, derribara construcciones, sorprendiera a los soldados mexicanos, que como siempre, ahora eran estos los que huían, escondiéndose en la maleza, en las barrancas, huyendo como los ratones de siempre, sin responder con fuego, los rifles certeros de los soldados americanos. El general Valencia huyó entre la confusión, tomo su caballo y se perdió en el bosque, como hicieron también, mas de los cinco mil soldados mexicanos que componían supuestamente esa división, así de fácil, Estados Unidos y el comandante supremo de sus fuerzas armadas Winfield Scott se apuntaba otra batalla victoriosa; México perdía y Estados Unidos, como ya era costumbre volvía a ganar.

Esa fue la triste historia de la batalla de Padierna; mas triste fue, que en la boca del diablo, quedara sepultada entre piedras, pasto y el lodo provocado por la lluvia; que aquellos cuatro cadáveres quedaran tirados en el suelo, a consecuencia de los cañonazos de la artillería gringa que había derribado los árboles; era una tristeza lo que estaba ocurriendo para todos; debajo de la cueva, el oficial Gaudencio, el bandolero Ignacio Cien Fuegos y diez soldados mas, impacientes y temerosos de su destino, habían decidió prolongar la ración de comida para mas días, pues lo que habían escuchado horas antes, era sin duda alguna, un combate sangriento, donde seguramente los americanos habían pisado sus terrenos. Para todos los que estaban en la cueva del diablo, custodiando el tesoro de Moctezuma, ¡era sin duda alguna, el momento de esperar y rezar  dios, que Santa Anna no los olvidara y fuera éste a rescatarlos de la muerte.

Lejos de ahí; Santa Anna supuso la derrota de Valencia, lo mejor que le podría pasar a él y al país entero; sólo así, la opinión pública y la historia pondría a cada quien en su lugar; traidores e insubordinados como Valencia merecían eso y más; nadie debía de aprovecharse de la guerra para ganar sufragios y lugares inmortales en la historia de México, obtenidos a base de la traición, el oportunismo y la deslealtad.  Era doloroso lo que había ocurrido, pero mas doloroso hubiera sido el oportunismo político de un tipo ruin como Gabriel Valencia; quien en su momento debería de ser juzgado y responder en Consejo de Guerra por su falta grave de insubordinación.

¡Que importaba ya esta maldita guerra¡. ¡Al carajo México y la bandera nacional¡. ¡la soberanía me la paso por mis vuevos¡. Pero ese tesoro, esas joyitas y moneditas de oro, será mío y nada más mío. 

Y mientras Santa Anna pensaba en lo que haría con esa fortuna, después de terminada la guarra, a lo lejos, en la casona de Tizapan, Amparo Magdalena llora por la muerte de su hija.