miércoles, 31 de agosto de 2016

CAPITULO 27



Obvio que no fue nada fácil para Enrique vivir los siguientes días de su vida, administrando los pocos pesos que tenía guardados; esperar buenas noticias de su amigo el Coronel Yáñez, así como esperar con tanta ansiedad la fecha en que volvería a ver a su prometida Fernanda para formalizar ya la fecha del matrimonio.

Luego de varias tardes y noches, en que todo el mundo ignora el desplazo de tropas americanas más allá del río bravo, o de los últimos intentos diplomáticos del embajador Sydney por lograr la paz con el gobierno mexicano; Jorge Enrique en vez de atender los asuntos oficiales, mal pagado y reconocido, estaba más interesado en olvidar el trágico destino de su país y pensar en sus ratos libres seguía pensando en aquella mujer.



Aquel sábado pudo verla, Fernanda parecía otra mujer muy distinta de la que había conocido meses anteriores, seguía siendo una mujer guapa, de una personalidad fina y de una alma tan coqueta, que Jorge Enrique seguía observando que cuando caminaba con ella en la alameda, muchos hombres volteaban a verla. Después de todo, había que sentir esa pequeña vanidad de hombre, de pasear en la calles, al lado de una mujer tan hermosa.

Fernanda con aquel vestido azulado de enorme crinolina, hablaba con Jorge Enrique de sus próximos planes, de sus infinitas ganas de conocer a Europa, sus tres ciudades importantes, París, Roma y Londres. Un viaje de placer que bien podría financiar su papá como luna de miel, al que tanto le podría servir a Jorge Enrique en su formación profesional e intelectual en el conocimiento de las leyes. Podría conocer la Universidad de la Sorbona, o bien la Universidad de Salamanca; si hubiera oportunidad de viajar a Inglaterra, habría que visitar la Universidad de Oxford. Si se pensaba en emigrar del país, sin duda alguna había que estudiar ingles, para cursar estudios doctorales en cualquier Universidad de Inglaterra y si no, por lo menos en cualquier Colegio de Leyes de los Estados Unidos.

Entonces Jorge Enrique cerca del Convento de San Fernando, le adelantó a Fernanda de lo que se tratarían en la cena. La boda se pospondría hasta en tanto regresará al país, el general Antonio López de Santa Anna. ¡La razón¡. Su presencia física en el banquete, así las cosas el Supremo Dictador, sería el invitado de honor a dicha boda.

Fernanda quien tenía toda la prisa del mundo para casarse y olvidar así cualquier posibilidad de revivir cualquier amorío con el cadete Jesús Melgar, no sabía si alegrarse de que la boda se pospondría.

-      ¿Por cuánto tiempo?.
-      ¡Quizás unos tres, cuatro, cinco meses, no pasara de un año.

Que largo por momentos parece el tiempo, tan eterno y a la vez tan lento. Sin embargo, el hecho de que Santa Anna pudiera ser testigo de honor en la boda, implicaba un buen futuro para quien sería  su esposo; así no habría duda para Fernanda que podría comisionársele a su marido, para convertirlo en embajador en Madrid o cónsul en alguna provincia del reino España; o porque no, embajadores Londres.

-      Tendrías que estudiar ingles. Mi mamá sabe hablar ingles, podría darte unas clases.

Jorge Enrique se rió silenciosamente, ¡efectivamente¡ su mama sería su maestra de ingles. Pero lo sabría Fernanda hasta la noche.



Aquella tarde, Jorge Enrique omitió comentar otras cosas a Fernanda, así como buen caballero, tomo del brazo a Fernanda para tener el placer de caminar por las calles de la Ciudad de México, visitar la Iglesia de San Hipólito; luego ambos cruzaron la Alameda con sus hermosos árboles, flores y fuentes, donde se observan gente de todos los niveles, muchos de ellos sentados en su infinita soledad en aquellas bancas de piedra y otros más, en su eterna embriaguez, gente lépera y mendiga que nunca falta; los novios siguieron caminando por la calle donde se encuentra otro convento, el de San Francisco, mismo que se ubica en la calle más hermosa de la ciudad de México, en la calle de los plateros, muy cerca de lo que fue el Palacio del ex emperador Agustín de Iturbide.

Jorge Enrique y Fernanda siguieron caminando por las calles de la Ciudad, ahora tan devastada, casi en ruinas, tan sucia en sus calles y en su gente, muchos de ellas de una clase social tan miserable; que pareciera increíble que alguna vez Humboldt la nombrara la “Ciudad de los Palacios”. 

Fernanda antes de llegar al Teatro Nacional le pidió a Jorge Enrique visitar la Catedral Metropolitana. En ese lugar y Jorge Enrique le explico a su prometida que debajo de esa monumental iglesia, existían los viejos templos aztecas; un viejo templo de quinientas habitaciones cuyo vestíbulo era de cal y canto, adornado de serpientes de piedra y de santuarios dedicados a los dioses de la guerra, una plaza destinada a las danzas religiosas adornada con bellas flores y con calaveras de las victimas sacrificadas.  Jorge Enrique le explicó que sobre esa imperiosa catedral, yacía enterrado el templo del dios de la guerra, Mecitli, hijo de una diosa; que además en todo ese lugar, existía cantidad de templos dedicados a distintos dioses: al agua, a la tierra, a las flores y al maíz; que sobre ese templo se sacrificaban anualmente entre veinte a cincuenta mil víctimas humanas, hasta que finalmente luego de la conquista española, se decidió edificar esta imperiosa catedral metropolitana, sustituyendo el culto de esos dioses sanguinarios, por el culto a la santísima Virgen María. 



Fernanda no le creyó en nada lo que decía Jorge Enrique, entonces este para convencerla, le mostró dos piedras aztecas que aún conservaba la catedral. La llamada y gigantesca piedra del sol o calendario azteca, empotrada sobre una de las paredes de la catedral y cuyos jeroglíficos aún desconocen su significados y la otra piedra, el “altar de los sacrificios”. Esta última era una piedra que tenía una hendidura en a que se acostaba a la víctima mientras que seis sacerdotes, vestidos de rojo, con cabezas adornadas con penachos de plumas verdes, sujetaban a la víctima, para que el pontífice de ellos le abriera el pecho y arrojase luego el corazón a las pies del ídolo, luego le cortaban la cabeza para colocarla en una torre de calaveras, después se comían distintas partes del cuerpo y el resto lo quemaban o lo arrojaban a los animales salvajes que custodiaba el palacio. Fernanda sólo se quedó callada y horrorizada por esas leyendas, contemplando esas piedras labradas que ahora servían de ornato; nunca nadie antes le había explicado esas historias legendarias del México de antes.



A un costado de la catedral, el Palacio Nacional.  Viejo edificio donde despacha el Presidente de la Republica y donde se encuentran también, las principales oficinas tanto del Supremo Gobierno, como de los principales Tribunales del país. Fernanda siguió caminando por el centro político del país; observando y escuchando aquellos vendedores ambulantes, que ofrecen carbón, mantequilla, cecina, tejocotes, petates, pasteles de queso y miel, requesón, caramelos, tamales, tortillas y hasta billetes de lotería. Después. Se encaminaron rumbo al teatro Nacional, dónde verían una función del gran dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón.



Llegaron al teatro, enorme edificio que alguna vez fue edificado y nombrado como el Teatro Santa Anna; de fachada de tipo europeo pero cuyo interior era austero, pobre, descuidado, inclusive hasta con malos olores; pero aun con todas esas deficiencias del teatro, los novios entraron a sus butacas donde esperaron la función. Las luces de la sala se apagaron al mismo tiempo que el telón se abría para mostrar al escenario, entonces Fernanda tomo la mano de su prometido se acerco a su oreja y le dijo que lo amaba. Jorge Enrique volteo y al verla tan linda y tierna, la beso.

Al salir del teatro tomaron un carro del alquiler que los condujera a su casa. En esos momentos, Jorge Enrique como buen novio, debía de cuidarla de que ningún lépero de la calle ofendiera a su prometida, ni con la vista, ni tampoco implorando palabras vulgares en forma de verso; Fernanda halagada por ese detalle, subió al carruaje, para regresar a la casa donde la cena hecha por su madre los esperaría. El carro de alquiler salió de la Ciudad, cruzo la Alameda, dio vuelta a la izquierda por el Paseo de Bucareli y después a la derecha, por los Arcos de Belén, hasta topar con el Castillo de Chapultepetl sede del Colegio Militar, Fernanda no quiso voltear ni ver aquella vieja casona, no le interesaba saber de quién había sido ese palacio, ni tampoco que en ese lugar fuera la residencia de quien alguna vez fuese su novio; Jorge Enrique sin sospechar la indiferencia que hizo su prometida sobre aquella casona, no insistió en continuar su plática sobre la historia del viejo Palacio del Virrey Gálvez, así que el carruaje, dio vuelta a la izquierda, para tomar al viejo camino de Tacubaya, para luego irse a la Villa de San Ángel y posteriormente a la casona de Tizapan, antes de que la noche los sorprendiera.



Al subir al carruaje, Jorge Enrique pensó en la cena, donde conviviría con su próxima familia y anunciaría de una vez por todas, cuando se celebraría la boda. Al llegar a la Casona de Tizapan, ya los esperaban los papas de Fernanda.

Jorge Enrique ya se había hecho la idea de que Fernanda seria su esposa y que debía de respetarla por siempre. Pero cuando entraron a la casa y vio a Amparo – igual de bella y distinguida que su hija – Jorge Enrique no pudo negarse a sí mismo, que se sentía atraído más por esa mujer que por su propia prometida. Era algo inmoral, reprochable, si Jorge Enrique fuera un autentico católico, ya lo hubieran excomulgado, si existiera por lo menos la Santa Inquisición se le hubiera torturado y quemado ante tan grave e injuriosa falta. Como quitar la vista pecaminosa y lujuriosa a la madre de Fernanda, si esa mujer además de ser mayor que él, era la esposa del escribano y la madre – ¡nada más la madre¡ – de su próxima prometida.

Cenaron todos aquella vez, incluyendo don Alfonso el escribano, quien de mala gana como siempre, continuo con el tema que se había quedado pendiente desde el año pasado. Tenía que anunciar en primer lugar la fecha de la boda y en segundo lugar, la fecha en que por instrucciones del hombre de confianza del general Santa Anna, debía de dársele clases de ingles a su futuro yerno. El primer asunto competía a la hija y en el segundo, a la madre.

-      ¡A finales de enero¡ - propuso Amparo, haciendo notar que era muy poco tiempo para organizar la fiesta. Pensó también a finales de febrero. Pero de igual forma, se respondió que en ese tiempo, no alcanzarían a llegar los familiares provenientes de los Estados Unidos.
-      ¿Para qué diablos quieres que vayan esos malditos bastardos, además estaremos en guerra con ellos y no serán gente de fiar en el suelo mexicano. – dijo don Alfonso - No los expongas y mucho menos para una ceremonia familiar en la que acudirá el generalísimo Antonio López de Santa Anna.

Amparo entonces se quedo callada, quedando totalmente pasmada de que en la boda de su hija, acudiría el referido general.

-      ¡Santa Anna¡. ¿El general Santa Anna acudirá a la boda?.
-      Pues que esperabas mujer. Se casa nuestra hija, por eso a la ceremonia y al banquete acudirán distinguidas personalidades del Supremo Gobierno, tal cual honor será para nuestra familia, la presencia de tan distinguido patriota.

Amparo no pudo ocultar su molestia; por momentos Jorge Enrique llegó a pensar que la inconformidad derivaba de la fecha que se posponía, pero después noto que realmente su enojo era porque lo que alguna vez Amparo le contó.

-      ¿Cómo se te ocurrió invitar a ese hombre a la casa? – reclamo Amparo.
-      ¿Qué tiene?. No entiendo porque tu molestia.
-      Que no sabes que ese hombre …
-      ¡Doña Amparo – interrumpió bruscamente Jorge Enrique – Puede usted ordenar que ya sirvan la cena.

Amparo volteo a ver Jorge Enrique, como en cierta forma agradeciéndole su oportuna interrupción. No le quedaba otra que soportar resignadamente la hostil presencia para el día de la boda. Después de todo, había mucho trabajo para distraerse, pues había que escoger la Iglesia de San Fernando o bien la catedral Metropolitana si la boda se llevara a cabo en la ciudad de México, tomando en cuenta que a la dicha boda asistiría personalmente le general Santa Anna; por otra parte habría que confeccionar el vestido, buscar el padrino, organizar el banquete.

-      - El general Santa Anna regresará a México  - obvio era una noticia que circulaba de boca en boca por todo el país – quizás en unos tres o cuatro meses; así que mujer, deberás preparar ese tiempo a nuestro futuro yerno para que les des clases de ingles.

Es decir, no bastaba el trabajo que implicaba organizar una boda, sino que ahora, había que darle clases de ingles al futuro yerno.

-      ¡Clases de ingles¡…- Fernanda no pudo ocultar la emoción de que su prometido aprendería ingles - .¿Pero si yo ya no practico el ingles?. Tengo que repasarlo, creo que se me olvido.
-      Lo tendrás que recordar, porque he pensado seriamente en solicitarle al general Santa Anna, que a su regreso proponga a nuestro yerno como encargado de una aduana.
-      ¡Papá¡, ¿No sería mejor que se le propusiera como diplomático en alguna ciudad de los Estados Unidos.
-      No hay relaciones diplomáticas con los Estados Unidos – dijo Amparo.
-      Cállate mujer, la política es sólo para los hombres, abstente de hacer comentarios que ignoras.
-      Pero porque me voy a callar, eso es una noticia que todos saben.
-      De todos modos cállate.

Jorge Enrique guardo silencio, mirando como la sirvienta servía a cada uno la cena. Amparo entonces se abstuvo de solicitar se le sirviera.

-      Don Alfonso – hablo Jorge Enrique – quería decirle la vez pasada, que no es mi intención generarle molestia alguna a su esposa, en una encomienda como esa.
-      No es ninguna molestia Jorge – dijo Fernanda emocionada.
-      Así es licenciado, coincido con mi hija, no es ninguna molestia porque es una instrucción del general Santa Anna y lo que ordene el generalísimo, es un mandato, al que con gusto y patriotismo, acatamos.
-      Don Alfonso – hablo Amparo – enseñar ingles no es fácil, tengo que recordar algunas cosas, …
-      Ese es tu problema Amparo; quiero que en el tiempo más próximo, mi yerno sea un hombre que sepa ingles.

La verdad era que don Alfonso no entendía como Amparo siendo mujer, podía tener ese don de conocer otra lengua; no podía olvidar que la conoció siendo una “institutriz”, una vil y simple gata de escuincles malcriados, hijos de alguna familia adinerada de Norteamérica.

-      ¿Cuándo empezaremos?. – pregunto Jorge Enrique.
-      Lo más pronto posible. Cuando regrese el general Santa Anna, Vos deberá aprender ese maldito idioma. – dijo el escribano.

Jorge Enrique busco la mirada de Amparo y le dijo

-      Me pongo a su entera disposición – con toda la sutileza y el doble sentido oculto de sus palabras.

Amparo vio a los ojos a quien sería su yerno y al mismo tiempo observó a su hija, quien emocionada de dicha situación, no pudo contener la emoción de besar en la mejilla su prometido.

-      ¡Fernanda¡ - reprimió la madre, por haber hecho esa muestra cariñosa ante la presencia de sus padres.
-      Perdón mamá, pero no puedo ocultar la emoción de que mi prometido hablara inglés.

Don Alfonso se quedó mirando a su hija, a su esposa y a su futuro yerno; y sin querer hacer comentario alguno, se dispuso a cenar. Mientras que Amparo vio a su hija acompañada de su futura madre.

-      ¿No tiene hambre señora? – pregunto Jorge Enrique.
-      Are you hungry? – respondió Amparo.
-      ¿Que?
-      Se dice What.
-      What.

Amparo sonrió.

-      No, you aren´t hungry. Are you.
-      ¿Qué?.
-      Se dice What – corrigió Fernanda?.
-      What.
-      Are you hangry?
-      No entiendo lo que me dice.
-      Are you hungry? – repitió la oración Amparo, haciendo en forma mímica la señal con sus manos y en la boca, como si estuviera comiendo.
-      ¿Me pregunta si tengo hambre?
-      Yes, of course.
-      Si, … si tengo hambre.
-      Yes, i’am hangry.
-      Yes i’ m hangry. – repitió Jorge Enrique
-      Yes, i’m hangry. – corrigió Amparo.
-      Yes i´m hangry. – volvió a decir Jorge Enrique.
-      Yes i’m hangry – nuevamente corrigió la pronunciación Amparo.
-      Yes i’m hangry – respondió Jorge Enrique.
-      Yes i’m hangry.
-      ¡Quieren callarse¡ - dijo don Alfonso – no pueden practicar en otra parte que no sea en la hora de la cena.
-      Perdone don Alfonso.

Continuaron en forma silenciosa ingiriendo la cena, viéndose los tres a los ojos – Fernanda, Jorge Enrique y Amparo – tratando de disimular las ganas de reírse.


En esos momentos Jorge Enrique era el hombre más feliz de todo el planeta.