jueves, 11 de agosto de 2016

CAPITULO 8



El ilustre doctor Manuel de la Peña y Peña, Director de la Academia de Jurisprudencia, dio la cordial bienvenida al licenciado Jorge Enrique Salcedo y Salmorán, como su nuevo catedrático; lo sustituiría, hasta en tanto, el claustro de profesores ratificara su nombramiento o bien, buscara otro profesor, de mayores cualidades académicas, para impartir la clase de Derecho Público que su maestro, el insigne y inmemorable doctor Samuel Rodríguez había dejado vacante.

La noticia fue bien aceptada por el Coronel Yáñez, quien con sus pocos conocimientos en letras y en leyes, sabía que esa invitación, era para su amigo Enrique Salcedo, un gran honor, una distinción, que ni trabajando en el Palacio Nacional cerca de quien fuera el Presidente de la República, la podía igualar. Yáñez observaba a su amigo, tan raro, tan diferente, era un tipo anormal, rara vez bebía o se divertía con él y sus amigos en la taberna, viendo a las hermosas mujeres bailar, beber, cantar y haciendo otro tipo de actividades tan placenteras para los hombres. Pero Jorge Enrique no hacía nada de eso, se encerraba en su oficina y escribía como si nada ocurriera a su alrededor. Se entregaba tanto a su trabajo, pero también a sí mismo, que nada parecía ser tan importante en su vida, como esa ansiedad de saber cada día más. 

- Amo la docencia. Me gusta impartir clases. Es como escucharme a mí mismo, entrar a un monologo donde yo mismo me hablo, me escucho, me entiendo e interpelo. Dar clases, es formar a los alumnos y formarme a mí mismo. Yo también soy uno de ellos, un estudiante de mí mismo, también aprendo de mi como profesor, para reconocerme en cada clase, lo neófito que sigo siendo. 

Cada mañana, en la inmensa soledad en la que vivía Jorge Enrique, se levantaba de su cama, preparaba su ropa del día para irse derechito a la Academia. ¡Había que vestir bien¡. Uno era el profesor, quien debía poner el ejemplo a sus alumnos, para ello, había que lustrar los zapatos, ponerse bien los calcetines y lucir gallardamente ese moño acompañado de esos sacos tan intachables de arrugas, a los cuales debían tener sus botones completos. ¿Qué difícil era aparentar alguien quien realmente no era. Verse todas las mañanas en el espejo, asearse y cuidarse aquella barba, para conservar esa personalidad de hombre respetable. Ser ahora, un catedrático de la Academia de Jurisprudencia. Que mejor reconocimiento a mi sabiduría en el arte y técnica de las leyes. Soy académico, soy al igual de lo que fue el Doctor Rodríguez, un maestro en el aula, en la plantilla de la insigne Universidad de México, de la Academia de Jurisprudencia, véanme señores, puedo llegar a ser Juez, Magistrado de alguna Corte Marcial o bien, de la propia Suprema Corte;  puedo ser juez de Minería, de Rentas, de causas criminales; puedo llegar a ser, si yo quisiera, a ser el abogado defensor de cualquiera de estos legos que desconocen el arte de las leyes. Pero no me importa serlo; lo único que quiero en la vida, es estar frente a una aula de alumnos, impartirles clases, enseñarles nuevos conocimientos, leyes, criterios Jurisprudenciales; tener todas las horas del día, para escribir al igual que mi maestro, todo aquello que aún no está dicho. Saciar esta necesidad de decir mediante todas las formas, que este país, puede llegar a ser justo, libre, igualitario y feliz. Decirle a todos los políticos y a la sociedad entera, que las ideas no se guardan en las páginas de los libros, ni se empolvan en las bibliotecas; sino que las mismas perduran eternamente, que siguen ahí viviendo; que yo soy el hilo conductor que las hace revivir; que por mis labios habla Sócrates, Platón, Aristóteles, Polibio, Cicerón, Santo Tomás de Aquino, San Agustín; Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant; que algo de mi vive mi querido maestro el doctor Rodríguez, a quien siempre recordare por siempre, hasta el último día de mi vida. Que en mis oídos, escucho lo que aún no descubro, lo que aún el tiempo no me ha permitido leer; pero que leeré para contárselo y escribírselo para cada uno de mis alumnos. ¡Soy académico¡. ¡Soy profesor¡. Nací para dar clases y entregarme de lleno a la vida académica. Soy simplemente su alumno, doctor Rodríguez.

Los primeros días fueron difíciles, el guion que tenía para impartir la clase, se desvaneció en los primeros cinco minutos, después no tenía nada que decir, más que volver a repetir lo que ya había dicho. Tratando simular la mirada de mis alumnos, a los cuales, no me atrevería a leerles el pensamiento para no descubrir la verdad que yo quería esconder.

Las pocas horas en que me encontraba en la Academia, saludaba algunos ex maestros míos, los cuales, al ser ahora ya uno de ellos, no hacían el mínimo esfuerzo para felicitarme, simplemente me trataban igual que ellos, en otros casos, simplemente me ignoraban o a lo mejor, no recordaban de que yo había sido su alumno. No quedaba de otra que soportar la pedantería, la cual no solamente se encuentra en el gobierno, sino también en los pasillos y aulas de la  Academia, donde cada Magíster se siente el dueño de la verdad absoluta. Algunos de ellos tan respetables como el doctor Guerrero, el cual recuerdo años atrás como un profesor temible, pero que ahora, sólo es un viejo senil más cerca de la muerte que de su próxima clase. ¡Y qué decir, del doctor Paniagua, hombre tan fino y elegante, que increíble imaginar su aliento etílico de cada clase.

Cada vez que impartía clase, mis alumnos me escuchaban, observaba en ellos, una mirada de credibilidad como si lo que dijera, fuera una ficción mía. Por momentos llegue a pensar que así era; que Sócrates nunca había existido, ni había tenido esa discusión con Critón en el cual se resistía a fugarse de la cárcel para enfrentar la condena de muerte que el tribunal ateniense le había impuesto.  Había que defender la virtud de la justicia, ante la sumisión de los tribunales de la república,  de las leyes que la ciudad se había impuesto. Había que seguir por siempre el criterio de Sócrates en sus horas finales, defender la congruencia de uno mismo, de predicar con el ejemplo, aún en contra de uno mismo. ¡Pera esa concepción, parecía una interpretación mía, de la cual, yo hubiera sido el autor de esas líneas, el artífice de esa idea platónica, con el que mis alumnos, me escuchaban atentamente.

Quien de mis alumnos podría ser yo mismo. ¿Cuántos años tendría que esperar para encontrarme a mi mismo?. ¿A quién debía preparar para dejar el legado de mi maestro?. ¡Su congruencia, su rectitud, su pasión por el conocimiento. Debía de seguir su ejemplo y transformarme en cada clase y después de ella, en el hombre libre y crítico, al que debía de aspirar.

Pero para hacerlo, tenía que ordenar no solamente mis ideas, sino también mi vida. Tenía que dejar de pensar en seguir siendo el hombre soltero y solitario que cada mañana se despertaba, sin rendir cuentas más que a la casera de los actos de mi vida. Tenía que encontrar a una mujer a quien cortejare, que me aceptara como su marido, sentar cabeza y fundar porque no, una familia.

Tenía que renunciar a mi empleo en el Supremo Gobierno, mandar a volar a mis jefes los militares, los políticos que de un día para otro se convierten en presidentes de la república, para posteriormente, también de un día para otro, dejar de serlo. Tenía que renunciar a las rentas que el Gobierno me pagaba; no podía ya prostituirme, ser cómplice de fechorías tan indignantes, como los cuatro millones de pesos que el ejecutivo perdiera y terminara la mitad de ese dinero en una inmoral compraventa y la otra mitad, escondidos o enterrados en alguna cueva de las montañas del Valle de México. Tenía que dejar de ser vil empleado de esos sujetos, que no conocen más lealtad a la patria, que el valor del dinero, olvidándose del amor a la república y de sus leyes. Tenía que organizar mi vida, empezando primero, por dejar ese maldito empleo, que me hacía infeliz como persona. Tipo hipócrita, maestro falso, indigno de la Academia.

¿Pero cómo podía hacerlo?. ¿De que forma podría decirle a mi amigo el Coronel Yáñez, que ya nunca jamás seguiría trabajando al servicio del general Santa Anna, ni de ninguno otro que ostentara la primera magistratura del país?. Podría dedicarme a la docencia, ¿por qué no?, escribir artículos en la Voz del Pueblo, Siglo XIX, en el Diario de Gobierno o en Monitor Constitucional. Podría desde la prensa, denunciar la corrupción, la inmoralidad, la hipocresía de nuestros gobernantes. Sería más fácil combatir desde esa trinchera a los políticos que nos gobiernan, y no desde la investidura de un alto funcionario, lacayo de confianza. Artífice de las leyes, como diría mi maestro, las cuales manipulaba para legitimar la impunidad de los ladrones que han saqueado al país.

Con quien podía iniciar esta vida, enterrar lo pasado e iniciar otra nueva forma de ser, de vivir, de ser libre y no esclavo de las mentiras, las corruptelas y demagogias de nuestros gobernantes. Tenía que cambiar esto y el primer paso para hacerlo, era elegir a una mujer que me quisiera y me apoyara en esta nueva aventura por la conquista de la libertad, de mi felicidad.

Quien podía ser la mujer que me hiciera caso y aceptara mis proposiciones; de vivir con el hombre académico, libre de conciencia y de sus actos. A quien podría querer y entregarme de cuerpo entero.  Tenía que ser una mujer inteligente y no como la esposa del ilustre doctor Rodríguez, cuya sabiduría no pudo elegir lo más importante que uno debe hacer, y que es precisamente eso, elegir a una mujer.

Hay amada Dulcinea, ahora entiendo el Ilustre Quijote de la Mancha, aquel viejo loco idealista que vivía en algún lugar de la mancha, de cuyo nombre no quisiera recordar. Aquel que combatió con los molinos del viento; aquel que pregonaba frente a su caballerango Sancho Panza, diciendo que la libertad, era unos de los dones que los cielos habían dado a los hombres, que por la vida, así como por la libertad, se puede y se debe luchar.  Ese era el licenciado Salcedo, aquel caballerango que imitando al quijote se lanzaba a las calles de la Ciudad buscando quien podía ser la Dulcinea, del quien se podía enamorarse y entregar cada día de su vida, a la conquista de su amor.



Así que Salcedo cada vez que terminaba su clase, salía de la Academia rumbo a la sede del Palacio Nacional; ahí lo esperaba su amigo el Coronel Yáñez, para despachar aquellos asuntos que tanto el Ejecutivo como sus respectivos Ministerios tenían que atender. Había que caminar tan sólo unas calles, que es la distancia que separa la Academia de Jurisprudencia de la Catedral; había que pensar en tantas cosas, no solamente en su presente, sino también ir construyendo su futuro. Ver la gente pasar a su lado, no ensuciarse los zapatos con aquellas piedras que encontraba en el camino, toparse con algunos pelados y algunos vendedores ambulantes pasteleros y dulceros, que vendían fuera de la Plaza el Volador; había que seguir pensando antes que llegar a la oficina, quien era esa mujer a quien podía entregarle su vida entera y con la que podía sentar cabeza.

Entonces cuando Salcedo caminaba rumbo al Palacio Nacional, se encontró con ella. Ya la había visto con anterioridad, la conocía desde lejos, la noche del velorio, pero nunca había entablado conversación alguna con ella; sabía quien era, hermosa, jovial, alta, fina y distinguida; era una digna dama a quien bien valía la pena cortejarla. Esa mujer, era nada menos y nada más, que la hija del escribano. ¡Era Fernanda¡. 





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