viernes, 5 de agosto de 2016

CAPITULO 1


    


Manuel Crescencio Rejón, Ministro de Relaciones Exteriores, Gobernación y Policía; suscribió el Acuerdo con el cual, se ordenó la disolución del Congreso mexicano; o mejor dicho; fue el ilustre Ministro, quien asesoró al general Presidente Constitucional Antonio López de Santa Anna, para evitar de una vez por todas, siguiera sesionando el Congreso, a fin de no obstruir la importante encomienda que tenía el benemérito, de sofocar la revolución de Jalisco, presidida por el Jefe del Departamento de Jalisco General Mariano Paredes Arrillaga.

El ilustre Ministro, con estudios de Filosofía, de nacionalidad yucateca, politólogo, escritor, antiespañol, partidario del federalismo, de la abolición de la pena de muerte, de la creación de la  Universidad de Mérida,  preso político por sus ideas liberales radicales, promotor de la autonomía del poder judicial y de una acción judicial denominada tentativamente “amparo”; exdiputado constituyente,  exembajador de México en Venezuela, al igual que critico del sistema político mexicano; era ahora, ni nada menos ni nada más, que el cerebro intelectual del generalísimo Antonio López de Santa Anna, desde que el ilustrísimo salvador de la patria, tomara la presidencia derivada de la revolución de Tacubaya.

Increíble que un hombre de la altura política e intelectual del señor Rejón, haya tomado la iniciativa de disolver el Congreso; fue él, quien asesoró al presidente interino general Valentín Canalizo; quien refrendo el decreto y además ordenó su difusión aquella tarde del 29 de noviembre de 1844.  A fin de que los diputados no siguieran sesionando, hasta en tanto, no se restableciera la paz y el orden público.

No era para mas, la revolución de Jalisco encabezada por el Jefe de Departamento Mariano Paredes Arrillaga; ponía en riesgo la campaña militar que en breve el presidente constitucional Antonio López de Santa Anna, emprendería con los cuatro millones de pesos que el Congreso había autorizado para recuperar los territorios de Texas. ¡Pero no era cierto! El general Paredes Arrillaga acusaba al Presidente de alta traición, de haberse robado el dinero y lo que es peor, de no cumplir la legalidad acordada en las Bases de Tacubaya. ¡Es un traidor, un mentiroso, un jijo de puta¡ - gritaba una y mil veces la multitud enardecida que exigía en las galeras de la sede del Congreso, el apersonamiento del Ministro de Guerra y de Relaciones, respecto al uso del dinero.

- Pero eso es una estupidez, replicaba el Ministro Rejón; no es posible que ante la amenaza de la guerra que se avecina, en estos momentos en que hay que salvar a la patria del expansionismo americano, en que se ha restablecido la legalidad,  en que se le ha depositado al presidente constitucional generalísimo Antonio López de Santa Anna de todas las facultades legales y militares para combatir al insurrecto de Paredes Arrillaga; sea ahora el Congreso quien ponga trabas a la situación financiera, política y ahora, hasta militar, del uso de los recursos.


Habrá que impedir que los diputados continúen sesionando, colocar guardias en las puertas del Palacio Nacional y evitar el paso al salón de sesiones de los legisladores; ir terminando de una vez por todas con este espíritu anarquista; del cual seguramente no dudaría que detrás de la revuelta jaliciense pueda esconderse el patrocinio de los americanos; habrá que acabar lo mas pronto posible con el Jefe de Armas de esta nueva revolución, para de una vez por todas, iniciar la expedición militar rumbo a Texas y disuadir a los rebeldes y porque no, a los propios americanos de intervenir en el suelo patrio. ¡Que mejor que el Protector de Anáhuac¡. Tipo controvertido, ¡cierto¡, pero el único estratega militar capaz de crear ejércitos de la nada; el único con la suficiente experiencia militar de ir a combatir a Texas y repetir aquellas hazañas del Goliat y del Álamo que tanto orgullo dieron al pueblo de México hace ocho años; evitar desee luego, los errores de San Jacinto, detener a esos piratas mercenarios, filibusteros y traidores mexicanos como su paisano el tal Lorenzo de Zavala y fusilar cada uno ellos y si fuera posible, colgar sus cabezas en las plazas públicas para que sirvieran de ejemplo y escarmiento para todo aquel que atentara a la nación; buscar la revancha militar que dignificara la patria, pero sobre todo, pudiera reivindicar de los desaciertos tanto políticos y militares, así como de los constantes ataques personales, que recibía en aquellos días, el benefactor de la patria.

La inflexibilidad de las leyes se vuelven por momentos perniciosas, pues observar estrictamente lo que estas ordenan, pueden llevar al país a situaciones como la que actualmente vivimos, ¡a la ruina total¡, ¡a la desintegración de los valores patrios¡, ¡del territorio nacional¡; después de todo, el Poder Legislativo no actuaba con la debida responsabilidad política y patriota que se exigía en los momentos difíciles de la historia del país; no era posible que los diputados cuestionaran la legalidad de los actos de naturaleza castrense que sostenía el Ejecutivo en su calidad de comandante supremo del ejército nacional, o bien, hicieran imputaciones del mal manejo de los cuatro millones de pesos destinados para el financiamiento de una guerra que todavía no iniciaba. Definitivamente no era posible acatar estrictamente la ordenanza de los representantes populares, en momentos como éste, sin tomar en cuenta, que en las naciones mas civilizadas del mundo, los gobiernos responsables asumían decisiones como ésta.  ¡No había mayor duda¡, la solución no era propiamente disolver el Congreso, simplemente, evitar que éste continuara sesionando y seguir ejerciendo sus atribuciones de conformidad a las Bases Orgánicas de Tacubaya, simplemente, el plan político consistiría en suspender las funciones del Congreso, es decir, dejar sin efectos sus actos, que estos no continuaran legislando, hasta en tanto, no se restableciera el orden público en Jalisco y pudiera de una vez por todas, con la unidad de todos los mexicanos, iniciar la conquista de Texas. La decisión no era de todo mal, no se ordenó la captura de ninguno de los diputados, ni se confiscó ninguna imprenta, ni se desterraron los enemigos del Supremo Gobierno; simplemente, el acto era madurez política; había que dejar en suspenso la intervención del Congreso y otorgar al Presidente Constitucional Antonio López de Santa Anna, su legitimidad como el representante de la nación; otorgar en éste receso forzoso del Congreso, al Supremo Gobierno encabezado en forma interina al general Valentín Canalizo, de todas las providencias que se consideraran necesarias  para restablecer el orden en los Departamentos donde la revolución de Jalisco se expandiera, consolidar definitivamente la paz en la república; hacer efectiva la campaña de Texas preparando a los mexicanos para la futura guerra con todas las consecuencias que ésta pudiera generar; dictar las medidas legislativas necesarias para garantizar al pueblo, que en ningún momento, se podría disponer de la vida o de las propiedades de los habitantes de la nación; adoptar las medidas conducentes para el mejor arreglo y prosperidad de la hacienda y el ejército; sin aumentar las contribuciones establecidas, ni hacer que la sangre gravite exclusivamente sobre la clase proletaria del pueblo. 

El Presidente Interino General Valentín Canalizo, en sustitución del benemérito Santa Anna, quien se encontraba en Querétaro reclutando la tropa; publico y difundió a toda la burocracia del Ayuntamiento de la Ciudad de México, así como de cada uno de los Departamentos de la Departamento, aquel bando del 2 de diciembre de 1844, consistente en la orden para que todas las autoridades y empleados de la república jurasen debida obediencia al decreto del 29 de noviembre; - “El que suscribe, don Manuel Crescencio Rejón, Ministro de Relaciones, Gobernación y Policía; en cumplimiento al mandato dictado por el Ilustrísimo V. E. General Valentín Canalizo; juro ante Dios y a la Patria, acatar en todas y en cada una de sus partes, el Decreto del 29 de noviembre de 1844. Apercibido que de no hacerlo, asumir las penas y castigos que el Supremo Gobierno en ejercicio de sus facultades establezca en lo sucesivo.  Comunicándole  lo anterior, para Vuestra inteligencia y estricto cumplimiento. – Rubrica - ¡Dios y Libertad a 2 de diciembre de 1844”. Así había que hacerlo con cada uno de los Ministros y burócratas del Supremo Gobierno, con los Jefes de Departamento, los Jueces, Magistrados, con los empleados del rango menor y bajo; había que hacerlo, si era posible, con cada miembro del ejército.

Pero al parecer, la decisión sólo complico la situación social, provocando una total inconformidad de todos los sectores de la sociedad.  Empezando por el Magistrado de la Corte Jose M. Casasola, quien manifestó en una carta dirigida al presidente Canalizo, que “habiendo jurado esta Suprema Corte, guardar y hacer guardar las Bases Orgánicas de la República que acepto la nación, y no considerando la facultad en el actual ejecutivo para suspenderlas o quebrantarlas, acordado en tribunal pleno, con asistencia de su fiscal y con absoluta uniformidad de sus votos, se conteste a Vuestra Excelencia tener ésta imposibilidad legal para prestar el juramento que previene la orden del 2 de este mes que acaba de recibir, y que continuará desempeñando sus funciones con total arreglo a las mismas bases. – ¡Era incleible¡, - exclamo el Ministro Rejón golpeando su escritorio, arguyendo ante la presencia del Coronel Yáñez y del licenciado Salcedo, que no era posible que la Suprema Corte, interviniera en una cuestión meramente política, a la cual, en nada afectaba su autonomía como entidad política y si en cambio, ponía en crisis la legitimidad del gobierno.

Había que buscar una forma de gobierno en la cual, se garantice la estabilidad política del titular del Poder Ejecutivo; restarle peso político al Poder Legislativo y delimitar las funciones del Poder Judicial a no intervenir en asuntos políticos, limitándosele a sólo impartir justicia, otorgándole a los miembros de la judicatura de una facultad que dignificara y justificara su existencia en el sistema político mexicano que había que crear. –  La indebida intervención de la Suprema Corte en el presente conflicto entre el Presidente y el Congreso, más que resolver el conflicto político, lo único que había hecho fue acrecentarlo.  – repetía una y mil veces el Ministro Rejón, quien desde las ventanas del Palacio Nacional, observaba aquella chusma enardecida, gritando maldiciones al gobierno, mofándose de su presidente constitucional, gritándole “¡Cojo, quince uñas¡”, y teniendo además el atrevimiento de burlarse de la policía, al derribar frente a los ojos de las pocas guarniciones encargadas de la defensa de la Ciudad, la estatua del mismísimo general.

-       Son muchos Señor Ministro – decía el Coronel Martín Yáñez a Rejón – el pueblo esta molesto, las multitudes se han desbordado y saqueado los comercios, los mercados; los elementos con los que contamos para la custodia de la ciudad, nos son insuficientes para controlar la rapiña de este vandalismo nunca antes visto.  No conforme con eso, el Ayuntamiento de la Ciudad de México, se adherido a la opinión de la Suprema Corte, girando la contraorden a su circular, de suscribir el juramento a sus decretos su Excelencia.

Rejón se quedo pensando por unos segundos, al mismo tiempo que desde su oficina,  se seguían escuchando aquellos chiflidos y gritos de la chusma, que vociferaba en contra del Supremo de Gobierno.- ¡Rateros¡. ¡Devuelvan lo que se llevaron¡. - ¡Fuera¡, ¡Fuera¡, ¡Fuera¡. – No era posible, que la Corte haya intervenido en una decisión política, en vez de haberlo hecho para interpretar los alcances de los decretos del 29 de noviembre y del 2 de diciembre, su sola intromisión en una crisis política entre el Ejecutivo y el Legislativo, había originado lamentablemente ésta crisis social, en el que se tambaleaba el Gobierno de la República.

El Ministro Rejón no pudo controlar el caos social que había estallado en la ciudad. Los rumores decía, que la chusma enardecida, había ido al panteón de San Paula, a profanar la pierna que en acto heroico de campaña, había perdido el general Santa Anna. - ¡Que humillación¡.- Mientras el gran héroe de la patria, se encontraba en la ciudad de Puebla, ordenando las milicias para combatir al líder de la revuelta, la ciudad enardecida, saqueada, descontrolada y sumamente politizada; había decidido desconocer al Supremo Gobierno, a insultar a sus autoridades y lo peor de todo, a olvidar en forma cruel y por demás grosera, la gesta heroica que le había costado la pierna izquierda al ilustre generalísimo.

Los pocos miembros del ejército que se encontraban en la Ciudad de México, ante su imposibilidad de controlar las multitudes enardecidas, decidieron sumarse a la chusma, haciendo caso omiso a las órdenes de patrullaje que ordenaba el mismísimo Presidente Canalizo, ya para ese entonces, desconocido por algunas facciones de militares y burócratas. Aquel 6 de diciembre, el Coronel Martin Yáñez informo al Ministro que en el Convento de San Francisco, se encontraba reunidas las Cámaras y el general José Joaquín Herrera, quien ante la presencia de los legisladores y en cumplimiento a las Bases Orgánicas de la Constitución, aceptaba el cargo de Presidente Interino.
 
- El licenciado Salcedo, corrió inmediatamente en los pasillos del palacio nacional, para informarle al Coronel Yáñez, sobre lo que estaba aconteciendo en el Convento de San Francisco.- ¡Se trataba de un golpe de Estado¡. O mejor dicho, quizás era el restablecimiento de la legalidad. – había que pedirle al Presidente, el cual por cierto ya no era presidente, que abandonara lo más pronto posible el Palacio Nacional, antes de que un pelotón de soldados, decidiera apresarlo.

El Ministro Manuel Crescencio Rejón, sin vacilar ni dudar la cuestión tanto política como jurídica, en la que se vivía; resolvió escapar de la Ciudad de México. ¡Huyo¡, abandono sin guardia alguno el Palacio Nacional, tomas sus pertenencias personales y aquellos apuntes donde escribía algunas consideraciones jurídicas del “habeas corpus de amparo mexicano” , disponiéndose a perderse entre la muchedumbre, y si era posible, regresarse a Yucatán, o porque no, emprender un viaje a los Estados Unidos, para conocer más de sus instituciones republicanas. Lo importante era huir lo mas lejos de la capital, para que ninguna patrulla militar, lo apresara.

Pero para esas horas de la tarde de aquel 6 de diciembre de 1844, en que el general Canalizo se desistía abandonar la sede del ejecutivo, se recibiría la carta suscrita por el general José Joaquín Herrera, quien para esas horas, era ya nombrado, Presidente Interino de la República Mexicana, y por ende, encargado de la defensa de la Constitución – Vuestra Excelencia, - decía la misiva secreta - con la finalidad de atender el restablecimiento completo del orden público, así como prevenir el inútil derramamiento de sangre que su negativa pudiera ocasionar; excito a vuestra Excelencia, para que se sirva dar ordenes a fin de que el suscrito, quede en ejercicio del gobierno constitucional al que represento, deseando ante todo, logre conservar su dignidad y el buen nombre de la nación.

- ¿Qué significa eso?.- Pregunto el general Canalizo, al Coronel Yáñez - ¿Qué diablos significa eso?.- Ya para esos momentos, el ministro Rejón quien podía explicarle el contenido de la misiva, se encontraba abordando un carruaje, escapando de la Ciudad de México. – Significa – respondió el coronel – que tiene que abandonar el palacio nacional. Antes, de que las milicias del general Herrera lo hagan por la fuerza.

El general Canalizo, con sus manos se tapo el rostro, pensando por algunos momentos, la explicación que le diría a su jefe inmediato Santa Anna, no solamente de su ineptitud de evitar que derribaran su estatua y exhumaran en forma denigrante, su pierna izquierda; sino que ahora, tenía que explicarle, como en unos cuantos días, ocho para ser exactos, había perdido la presidencia, defraudando toda su confianza.

Sin dudarlo, sacando el don que caracteriza la honra de cualquier militar, se paro de su escritorio y ordenó al Coronel Martin Yáñez, alistara a las tropas de la guarnición para concentrarlas en el patio principal del Palacio Nacional, a fin de una vez ensillado su caballo, salir a combatir directamente a los rebeldes. – Pero al parecer era demasiado tarde, el Ministro de Guerra, el general Besadre le informaba que ningún regimiento militar estaba de su lado, mas que los que se encontraban acuartelados en la Ciudadela, los que por cierto resultaban totalmente insuficientes para combatir las milicias que custodiaban el Convento de San Francisco.

- ¡No era posible¡. – el general Isidro Reyes encargado de la plaza, entro a la oficina del Presidente, informando sobre la insurrección del Teniente Coronel José García Conde, quien habiendo desobedecido su mando, había manifestado frente a la tropa, que el regimiento sólo acataría las instrucciones del gobierno constitucional. Para esos momentos, la crisis se agudizaba aún más, cuando desde la azotea del Palacio Nacional, se podía observar el avance de aquella muchedumbre jubilosa, rodeada de militares y población civil, presidida por el ahora Presidente José Joaquín Herrera, quien decidido por la concurrencia, estaba dispuesto a entrar a la fuerza al Palacio Nacional.

- ¡General Reyes¡, - grito el Presidente - localíceme urgentemente al Ingeniero Chavero y ordénele que dinamite el Palacio Nacional. ¡Hágalo pronto¡.

Tanto el general Reyes como Besadree estaban sorprendidos de esa decisión, estaba claro que la resistencia del gobierno de Canalizo y por ende, de su jefe inmediato para quien trabajaba, implicaba desde luego la destrucción de la propia sede del gobierno. 

-       ¿Destruir el Palacio Nacional?.
-       Destruirlo, que no escucho; ¿Qué quieren que lleguen esos señores a destruirlo. ¿Qué no entiende la orden general?. ¡Hágalo¡ - para ese momento, el general Canalizo desenfundo su arma apuntando al Ministro de Guerra.

El Coronel Martín Yáñez, anonadado por la orden presidencial, salió del lugar, dirigiéndose inmediatamente a la oficina de su amigo el licenciado Jorge Enrique Salcedo y Salmorán; para avisarle a éste sobre la orden que acababa de escuhar. Entonces aquel funcionario, llamado Enrique Salcedo, observó su escritorio y vio su carta de juramento al decreto del 2 de diciembre ya debidamente firmada.- ¿Ya para qué?. Había que romperla e irse inmediatamente de las oficinas. Al hacerlo, un pelotón encabezado por el Teniente Coronel José García Conde, se disponía a ir directamente a la oficina presidencial.

-       Creo que tenemos que entregarnos. – dijo Salcedo.
-       ¿Entregarnos?. – contesto con cierto miedo el Coronel Yáñez – ¿Y si nos fusilan?.

Salcedo sólo suspiro y de repente tuvo una idea genial.

-       ¡Sumémonos a la revolución¡. Es el momento de cambiar de bando, pasémonos del lado del general Herrera, apoyemos al gobierno constitucional, es la única salida para conservar nuestra comisión en este gobierno.
-       ¿Y el general Santa Anna?, ¿Qué le vamos a decir, cuando se entere, que los estamos traicionando?.
-       ¡Lo comprenderá¡. Te juro que lo comprenderá. 

El pelotón del Teniente Coronel José García Conde en compañía de una escolta de cuatro soldados, toco la puerta de la oficina de aquel privado, ordenando la rendición del Coronel Yáñez y de su acompañante el licenciado Enrique Salcedo. Pero ya no había necesidad de hacerlo, porque dichos funcionarios, acababan de adherirse a la justa revuelta. Entonces, como muestra de su adhesión a la revuelta, denunciaron la pretensión del presidente depuesto, de dinamitar el Palacio Nacional. Valientemente el Coronel Treviño instruyo a su subordinado a impedir tal hecho.

La idea de destruir cada ladrillo del Palacio Nacional, era cierta; al menos esa sería la única justificante que podía informarle el general Canalizo hacía su jefe el general Santa Anna; si bien es cierto en ocho días se me fue de las manos la presidencia de la república, le juro mi general, que no ocurrió lo mismo con el Palacio Nacional, a quien defendí hasta el grado de destruirlo piedra sobre piedra. - ¡Que no oyen estupidos¡. Dinamiten la sede del gobierno, aquí no hay mas gobierno, que el que diga el generalísimo Santa Anna; ¡váyanse a la chingada pinches diputados, ministros, pinche pueblo jodido¡, ¡Ahí tienen su pinche palacio¡. - ¡Que no oyen cabrones¡.- Destruyan el Palacio Nacional.

En cumplimiento a la orden, el general Mariano Salas, acatando la instrucción del Ministro de Guerra, se dirigió a las bodegas del Palacio de gobierno, en compañía de una docena de soldados y del Ingeniero Chavero, a fin de hacer posible la destrucción de cada metro cuadrado de la sede del gobierno. Ya para esos momentos, no existía ya ninguna autoridad que gobernara en el edificio sede; la única autoridad que prevalecía, era la que uno mismo podía imponer a través de los gritos y de las armas.

Los puntos estratégicos donde habrían que colocar las minas para destruir el palacio, serían la entrada principal al edificio, así como las orillas tanto izquierda como derecha del inmueble. ¡Claro destruir el palacio¡, llevaba mas tiempo, no sería tan difícil. Sin duda alguna la mejor manera de destruir la sede del poder ejecutivo sería desde a fuera a través de la artillería colocada desde el Convento de San Francisco y no propiamente dentro del inmueble. Aun pese a esta imposibilidad técnica, el general Mariano Salas, fiel seguidor del general Santa Anna, comenzó en forma apresurada a iniciar los trabajos para la pronta demolición del inmueble, pero escucho la voz de su compañero de armas del Coronel Falcón, quien en forma imperativa pero al mismo tiempo en forma de suplica le dijo – desístase de la orden del general Canalizo;  no nos conviene destruir el Palacio de Gobierno. - ¿Qué no escucho Coronel?.- las ordenes se acatan, no se discuten. - General, con el debido respeto y subordinación que le debo a su Señoría, desístase de la orden – en esos momentos, el Coronel  Falcón observaba como el Teniente Coronel Conde se acercaba almacén, en compañía del Coronel Yáñez y de un pelotón de soldados, dispuestos a disparar, al general Salas. El riesgo latente de que iniciara la balacera dentro de las instalaciones del Palacio Nacional era latente, sólo era cuestión de quien tomará la iniciativa primero.

Maldita situación, susurraba el general Salas, - ¡desístase de la orden general¡ - insistía Falcón - ¡Podemos disparar pendejo¡, pensaba Salas - ¡No nos conviene general¡.  – contestaba Falcón - Nomás piense, que palacio, le vamos a dejar a Santa Anna cuando regrese a la presidencia. – Entonces Mariano Salas reflexionó esa gran verdad por unos instantes - ¡Tenía razón¡. Que Palacio, se le iba a dejar al generalísimo Antonio López de Santa Anna cuando este regresara nuevamente a la capital a gobernar el país, una vez que este venciera y aplastara a sus eternos enemigos. - ¡Pinche Coronel¡, tenía razón, el gobierno de Canalizo había sido derrocado; … ¡ni modo, esta vez nos ganaron¡…. ¡Viva el gobierno constitucional¡. … ¡Viva el general Herrera¡. ¡Muera Santa Anna¡. … Comencemos ahora con la “reconciliación nacional”.

El Palacio Nacional estaba siendo ocupado por las milicias constitucionales del gobierno del ahora Presidente Constitucional José Joaquín Herrera; la comitiva de los funcionarios burócratas del gobierno se dispusieron a ser participes del jubilo popular, cuando con los elementos militares encabezados por el Teniente Coronel Conde, el Coronel Yáñez y ahora el general Mariano Salas, de dispusieron a dar la bienvenida, al nuevo presidente de la república.

-       El orden constitucional ha sido restablecido su Señoría. – expresaba Salas -  Su señoría, en compañía de las respectivas cámaras, volverán a presidir los destinos de ésta magnánima nación; - exclamo el Coronel Yáñez, frente a la multitud que ingresaba al patio principal - en el nombre del pueblo de México, de los funcionarios quienes hemos servido lealmente a la institución de la presidencia de la república, os damos la cordial bienvenida general Herrera. – los aplausos se escucharon fuertemente, los gritos de alegría, de euforia, no paraban sin cesar, era un momento histórico de esos que jamás se olvidan – Nos llenamos de placer, el recordar vuestras virtudes Su Excelencia. Se hace entrega del Palacio Nacional, al gobierno constitucional de la república, sin que se haya cometido en este recinto sagrado del pueblo, crimen alguno, que avergüence la deshonra del general Canalizo y el prestigio de su dignidad.



El presidente Herrera sólo respondió al cordial recibimiento, extendiendo las manos, en medio de una multitud eufórica, de haber conquistado, la vigencia de su gobierno.  - ¡Gracias¡. ¡Gracias compatriotas¡.- después de todo, el nuevo presidente de México, no tenía necesidad alguna de mostrar su carácter y subordinación a las leyes; bastaba las muestras de gratitud y lealtad, de cada uno de los soldados que se encontraba en la explanada del Palacio Nacional, para darse cuenta de que la situación estaba controlada. Era un día de fiesta, sin duda alguna, se había defendido la integridad de las leyes, del orden público, de las Bases Orgánicas de la República Mexicana; el pueblo había mostrado en aquellos ocho días, una verdadera revolución, no como la que encabezaba el Jefe de Armas de Jalisco que encabezaba una revuelta contra el expresidente Santa Anna, sino esta revuelta,  ciudadana y no militar, tan espontánea, tan original y a la vez, tan popular. Había que agradecer, la valentía de los magistrados de la Suprema Corte, del Ayuntamiento de la Ciudad de México y de algunos honrosos militares, como el de aquel Coronel, de nombre Martín Yáñez, quien cumpliendo con su lealtad a la Constitución, había sido algunos de los militares, que habían contribuido en la entrega pacifica del Palacio.

Las escoltas de aquella procesión democrática del gobierno constitucional del general Herrera, entraron a cada oficina del Palacio Nacional, para arrestar al general Canalizo, así como a cada uno de los cómplices del golpe de Estado que se había hecho al Congreso- ¡Era un día de fiesta para recordar por siempre, aquel 6 de diciembre de 1844. Fecha en que el pueblo de México, cansado de tanto sufrimiento, en búsqueda y defensa de sus libertades publicas, de su patriotismo, valor, decisión y disciplina; había logrado la defensa de la Constitución y de las leyes, sin haber derramado ni una gota de sangre. ¡No lo olviden¡. ¡Ningún muerto costo el triunfo de los principios, por encima de los intereses¡

Y mientras eso corría en el Palacio Nacional, ya fuera de la Ciudad de México, en aquel carruaje corriendo a todo galope, viajaba el ahora ex ministro Manuel Crescencio Rejón; pensando en lo que había ocurrido en la ciudad, había que contactar a Santa Anna para explicarle lo que había pasado, pero mientras tanto, había que seguir pensando en aquella idea, que le obsesionaba en aquellos ratos de soledad como los que estaba en ese momento experimentando.

-       Nadie había entendido que el decreto que había elaborado, no disolvía al Congreso, sino únicamente, suspendía temporalmente sus funciones. Al parecer, nadie entendía ese concepto, válgame, ni los magistrados de la Corte. Sin embargo, ante los ojos de los demás, había sido el autor intelectual del golpe de Estado, del cual, sin quererlo, había propiciado esa revuelta popular, que ante las instancias constitucionales, no se había pronunciado ni por el gobierno de Santa Anna, ni por el insurrecto Paredes Arrillaga.

Había que hacer algo, buscar una forma de gobierno que garantizara la estabilidad del país, es decir la no alteración del orden público; encontrar  el equilibrio de poderes conforme a las necesidades de la idiosincrasia del pueblo mexicano; evitar en el futuro mayores crisis como las que se vivía; ¿pero que había que hacer?. ¿Qué nueva constitución se tenía que legislar?, ¿Qué forma de gobierno se tenía que crear para evitar lo que en ocho días había pasado?, pero sobre todo, lo que año con año, ocurría en el país de la revuelta, el desorden, del relajo.

Entonces Crescencio Rejón, leyó los apuntes que había alcanzado a rescatar de su oficina en el Palacio Nacional. No solamente se había salvado de su arresto, sino que también, había conservado los escritos que tarde o temprano, difundiría ante la comunidad política y académica.

- El habeas corpus mexicano, o simplemente: ¡amparo¡.  

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