jueves, 1 de septiembre de 2016

CAPITULO 28


Qué necesidad tenía el sargento John Riley, de estar atado en ese árbol, amarrado de sus manos y con el torso desnudo, luego de haber resentido veinte latigazos; el dolor aun persistía y pese que la noche era fresca y en ciertos momentos, le aliviaba el dolor que sentía, John no dejaba de pensar en un solo momento en su natal Irlanda.

¿Qué hacer?. Se preguntó así una y otra vez, al mismo tiempo, que desde lejos también veía a sus compañeros, amarrados a otros árboles, habiendo resentido también la rudeza del látigo; cual había sido su delito, si todos los hombres del batallón, eran igual de ebrios y bravucones, si él igual que todos, se habían alistado al ejército de los Estados Unidos, en búsqueda del sueño americano; sólo querían trabajar, juntos algunos dólares y regresar a su natal tierra, a reencontrarse con sus padres y mujeres, a ver a sus hijos crecer y sentir los verdes pastos y ese cielo azul, de su tierra natal; imaginar que la campana de la iglesia sonaba y encontrar  a cada uno de sus vecinos, a santiguarse y a recibir los sagrados sacramentos. ¡Qué bonito sueño¡ - pensó una y mil veces más el sargento John Riley – cuando se encontraba amarrado en ese árbol y el viento de la noche seguía soplando.



Había que hacer algo, dijeron todos sus compañeros; estaban hartos de no haber encontrado en Norteamérica, lo que tanto se había dicho de ella. Se les dijo que era una tierra de oportunidades, que podían acumular riqueza, trabajar, producir, vender e inclusive regresar con sus familiares, o porque no traerlos a residir en dicha tierra; pero nada de eso era cierto, no les había dicho, que para los americanos, ellos los irlandeses, eran considerados unos ebrios holgazanes, indisciplinados, dignos de recibir todos los castigos, inclusive veinte latigazos, por haber tenido el valor, o mejor dicho, haber cumplido la obligación dominical, de haber cruzado el rio y haber acudido a misa.

Claro que el dolor duele y pese que el cielo es estrellado y el viento fresco, no deja de doler el injusto castigo que los jefes de la tropa habían impuesto. - ¡Malditos protestantes¡. – a fin y a cabo, hipócritas, si bien era cierto que su paga en el ejército de los Estados Unidos era puntual, también lo era, que la disciplina no era del todo equitativa con todos los miembros del batallón. Pues para los americanos, los irlandeses, eran no más que unos desertores del ejército británico; unos simples y viles católicos súbditos de Su Santidad el Papa, habían sido acusados de ser la peor gente de Norteamérica, homicidas y ladrones, de esos que tienen problemas legales en Irlanda y cruzan el océano, para llegar a Norteamérica y seguir engendrando el crimen en nuestras benditas tierras.¡Asi son esos inmigrantes¡. No hay que confiar mucho en ellos general, hay que ponerlos en la infantería, para que cuando inicien los combates con los mexicanos, sean los primeros en morir. ¡Quien los manda ser tan brutos¡. Católicos, como los mexicanos tenían que ser; mira que romper la disciplina y la lista de asistencia de la noche, para acudir a una misa y escuchar sermones de un tipo, hipócrita y mas mundano, disfrazado de santo con su sotana negra. ¡Que estúpidos general¡. – Les daremos veinte latigazos a cada uno de estos señores, para que no lo vuelvan hacer, pero son muy brutos, no entienden. Realmente no sirven para nada; han exigido constantemente les traigamos un sacerdote católico, porque los reverendos que nos acompañan en la tropa, no satisfacen sus necesidades religiosas. ¡Pobres imbéciles¡. Tenemos que seguirlos disciplinando, porque corremos el riesgo, de que estos malditos, al primer combate huyan.

John Riley, dentro de sí, no hacía más que olvidarse del ardor que tenía sus espalda a consecuencia de sus latigazos; después de todo, la noche fresca y estrellada no tenía la culpa, de que en el mundo, hubiera gente tan más hipócrita como los norteamericanos; muy parecidos a los ingleses, igual de ambiciosos, habían saqueado su natal Irlanda, constituido latifundios y cometiendo arbitrariedades contra sus connacionales, eran igual que ellos, protestantes e hipócritas que llegaban al cinismo de sentirse en elegidos de dios, pero que no tenían, ni el mas mínimo respeto, a los que creían en el catolicismo. Pareciera que ese fuera su delito, haber defendido la religión, por la cual habían sido creados; no había sido tanto viajar a esa tierra, haber pasado las penurias de aquel viaje largo e incómodo por todo el océano y haber pisado esta tierra, del otro lado del mundo, con el único fin de encontrar trabajo; y vaya, que trabajo, ser soldado y morir al primer combate, en esta guerra contra México.



Qué necesidad tenían sus compatriotas, de sufrir al igual que él, la vergüenza de ser castigado y ridiculizado, por las cosas tan mas absurdas, que inventaban de un día para otro los oficiales. Ellos no tenían la necesidad de seguir sufriendo cada día esta humillación, ni seguir sintiendo el ardor de su espalda, ni los golpes, ni las cubetadas de agua fría o que de un día, para otro, por no tener los botones brillantes del uniforme, los castigaran en posición de firmes, frente al sol, durante horas y horas. ¡Claro que no tenían necesidad¡. No tenía porque sufrir John Riley este castigo injusto, bastante había sufrido, viendo perder las tierras de su padre a causa del robo injusto que habían hecho los ingleses, bastante había sufrido el y su familia, de las penurias del hambre, de comer papas podridas y haber tomado la difícil decisión de abandonar su bendita tierra, cruzar el océano y ahora alistarse en esta guerra, cuya fecha de ingreso al ejército era cierto, pero cuyo regreso a su tierra natal, era totalmente incierto.

Los otros soldados castigados no hacían más que reírse y tratar de tomar la situación con sentido del humor, pero al parecer, les molestaba también a los americanos. ¡Vaya que traen con nosotros, que les hemos hecho. Si el problema es que acudimos a misa con los mexicanos, pues que traigan un sacerdote aquí en la tropa y asunto arreglado. ¡pero no lo hacen¡. ¿Por qué no respetan nuestras creencias?; nosotros tenemos que soportarlos con sus reverendos y ellos, porque no con nuestros sacerdotes. ¿No hemos hecho nada para ser victimas otra vez, de este castigo?. Que no se supone que en esta tierra, todos tenemos derecho a la libertad; que todos los seres humanos que pisemos norteamericana, por ese hecho, somos seres libres. ¡No dicen eso sus reverendos¡ no nos prometieron esos los oficiales del ejército norteamericano, cuando ellos mismos nos buscaron y nos prometieron además de buena paga, adquirir la nacionalidad americana y con ello, todos los derechos que la Constitución y las enmiendas otorgaban a sus connacionales. Si habían dicho eso una y mil veces, entonces porque, nos trataban peor que los propios esclavos negros; porque despertábamos esa desconfianza y porque dios mío, habíamos sido castigados como todos los domingos, por haber cometido el delito, de cumplir con nuestra obligación religiosa de acudir a misa. ¿Que acaso no saben que en una guerra como esta, estamos expuestos a morirnos?; que nadie de nosotros, los irlandeses quisiéramos ir al infierno, por no haber confesado quizás en el ultimo dia de nuestras vidas, nuestros pecados.



La solución era muy fácil. Ya habían abandonado su natal Irlanda, porque no ahora los Estados Unidos; si ya también habían desertado del ejército británico, porque no hacerlo ahora del ejército de los Estados Unidos. Era fácil tomar la decisión, bastaba huir en la noche y cruzar el río, y buscar las costas mexicanas, quizás irse a Veracruz, tomar el barco de vuelta y regresar a su natal Irlanda. ¿Por qué no hacerlo?. ¿Después de todo, que necesidad había, de seguir soportando, el ardor en sus espaldas?.

Había amanecido, al menos así lo indicaba el toque de corneta y ese cielo azul claro que se asomaba gradualmente por los cielos; la música del clarín despertaba a todo el batallón, inclusive a los propios irlandeses, que por momentos John Riley y sus compatriotas, habían tenido la necesidad de que habían dormido parados atados a esos árboles, quizás todos pensando en el mismo sueño. ¡Huir a México¡.

Como si fuera un día normal y no hubieran resentido los latigazos que habían recibido la noche anterior, tuvieron que seguir con el entrenamiento militar, seguir marchando y haciendo simulacros, de combates de cuerpo a cuerpo. Ingirieron, como todos los días, sus sagrados alimentos, después de todo, no había queja en ese aspecto; los americanos cumplían con su palabra, también recibieron su salario integro y en forma puntual; así que la decisión de abandonar la tropa, debía de reconsiderarse una vez más, pues quizás, en un estado de guerra no sería fácil llegar a Veracruz.

Ya en la noche, con las tiendas de campaña preparadas, John Riley expuso a sus compañeros, la posibilidad de abandonar esa misma noche el ejército americano. Obviamente, que algunos de sus compañeros se opusieron al plan, pues sabían de antemano, que el castigo que podían recibir en caso de ser sorprendidos, sería demasiado severo. Sin embargo, Riley insistió, que era el momento de abandonar la tropa. Esa misma noche, antes de que en cualquier momento estallara la guerra. No habría cargos de traición a la patria, porque además de no ser realmente americanos, las hostilidades aun no comenzaban; había que animarse y tomar de una vez por todas la decisión, cruzar el rio nada más; caminar por toda la noche y dejarse guiar por la posición del sol, para llegar a la costa. Quizás podrían desembarcar en Tampico, pero sino era ahí, podría ser en Veracruz, o en cualquier puerto; lo importante, era emprender la huida. Irse lo más pronto, antes de que la guerra estallara.

Esa noche, luego de haber recibido un día antes, ese injusto castigo y todavía con el dolor en su espalda, John Riley y otros doce hombres, decidieron cruzar el Rio Nueces; caminaron por toda la noche sin parar, burlando cualquier escolta americana, inclusive a las propias patrullas mexicanas; tenían que escaparse lo mas pronto posible, inclusive, hasta de su propio destino de morir en combate o quizás colgado en la horca; huir y no mirar atrás, correr y seguir corriendo, con los pocos dólares que habían ahorrado y con esa mochila que guardaba sus pertenencias personales. Era noche y aun no amanecía; los irlandeses burlando el destino, nunca se imaginaron que su camino se vería truncado, cuando fueron capturados por aquellos soldados, que no eran propiamente americanos, sino mexicanos.

-       Somos amigos – dijo Riley cuando se vio apuntado por aquel mosquetero dispuesto a disparar – ¡I am not from american ¡-  no lo entendían, ante la barrera del idioma, entonces hicieron señales a sus captores, tratando de hacer entender de que no eran espías, sino simplemente desertores del ejército de los Estados Unidos, pero al parecer, aquel soldado mexicano, seguía sin entender y dispuesto a disparar el rifle en cualquier momento.

-           No lo hagan – grito un oficial del ejército mexicano. – Nos sirven más vivos que muertos.

Por momentos, John Riley, llegó a pensar, que su vida había llegado a su propio fin, de no haber aparecido aquel oficial mexicano. – ¡We´re friends¡ – dijo Riley, pero nadie le entendió.  Aquel amanecer, diecisiete irlandeses fueron capturados por tropas del ejército mexicanos, confundidos estos por espías y encarcelados y atados de sus manos, hasta en tanto, no fuera aclarada su situación.

Aquella tarde, John Riley y sus demás compañeros, habían cumplido dos noches sin dormir y ya para esa hora, estaban sumamente cansados; el sueño volvía invadirlos en su cuerpo y decidieron dormirse, esta vez ya no parados en el árbol, sino acostados en aquellos pastos fríos, cerrando los ojos y pidiendo a dios el milagro, de que la tropa mexicana los dejara libres.

Entonces, llegó el capellán del ejército mexicano bajando de aquel caballo y recibiendo un beso en la mano de algunos de los soldados captores. Joh Riley sintió alivio y sus compañeros despertaron inmediatamente en jubilo, al encontrar al sacerdote que los iba a rescatar. – ¡we are friend’s¡, - el capellán, al parecer les entendió, los reconoció automáticamente como verdaderos católicos y entonces, dio la orden al oficial mexicano.

-      Estos hombres son buenos, son católicos, no son americanos. ¡No los vayan a matar, ni tampoco  torturar. ¡No son americanos¡.


John Riley, no supo lo que dijo el capellán, pero sintió un alivio al escuchar la orden  que este le había dicho al soldado mexicano. Sabía con certeza, de que dios y San Patricio, les había concedido el milagro.

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