martes, 16 de agosto de 2016

CAPITULO 13


-      ¡Que gusto verlo Coronel¡.-  Exclamo el Escribano al verse sentado frente al Coronel Martín Yáñez.

El Coronel Yáñez sólo hizo una mueca que denotaba, su aberración hacía ese tipo. Tenía que hacerle unas preguntas respecto a sus gestiones en la legalización de la escritura que días antes había firmado, del mismo modo, tenía que pedirle cuentas respecto a los títulos de propiedad y garantizar la discrecionalidad de los dos millones de pesos escondidos en las cuevas de la Barranca del Moral, pero lo más importante, tenía que tratar el asunto de su amigo Enrique Salcedo.

Cuando Yáñez se dispuso a preguntarle al escribano, el carruaje comenzó andar, siendo este escoltado por el oficial Gaudencio y dos soldados más.

-      ¿Qué razón me tiene respecto a la legalización del asunto de mi general Santa Anna.
-      Precisamente del juzgado vengo Coronel, estoy haciendo las gestiones conducentes únicamente para que la autoridad judicial convalide el acto con su respectiva intervención, y así, darle mayores seguridades al general Santa Anna sobre la autenticidad del acto.

Para esos momentos el carruaje estaba cruzando la calle de los Plateros, frente al Convento de San Francisco; entonces Yáñez pensó dentro de si, que aquel acto, realmente era una farsa, tenía razón Salcedo, no se necesitaba ser abogado para darse cuenta que todo era una farsa. Que el único que saldría ganando de ese negocio inmoral, sería el mismo escribano, cuyos principios le eran mucho más indignantes y desleales que los suyos propios.

-      Llevara a los más una semana Coronel – en forma demasiada segura aseveró el escribano – créame que si he tenido demora alguna, no ha sido por mi culpa; ha sido el juez suplente quien ha puesto algunas observaciones sobre este asunto en particular.
-      ¿Qué le ha dicho?.
-      ¡Nada¡. Pero con sus actos me ha demostrado que no está muy convencido de la legalización del acto; manifiesta una serie de argucias jurídicas para no intervenir en el contrato celebrado con el general Santa Anna, pero le hecho saber, que se trata de una orden de Su Alteza.
-      ¿Quién es ese juez?.
-      Es el licenciado Alfonso Villarejo; es un joven muchacho inexperto, realmente no es el titular del juzgado, el Juez es Su Señoría Pedro Manuel Vázquez Goroyteza, amigo mío de muchos años, pero ha de entender que el estado de salud en que se encuentra Su Señoría, no le ha permitido absorber en forma directa este asunto, por lo que se lo ha encomendado al señor Villarejo.

Ese informe obviamente le genero un instante de preocupación al Coronel Yáñez, nadie absolutamente nadie debía de saber sobre esa extraña compraventa. El escribano había cometido un error, al haberle depositado la confianza de legalizar ese acto en ese juzgado y más con ese Juez Vázquez Goroyteza, quien a su vez, se lo había encargado al tal Villarejo. Esto ocurría, cuando aquel carruaje paseaba por la Alameda, cerca de la casa del Hospicio y del Palacio de la Acordada.



-      Don Alfonso, nadie absolutamente nadie, debe saber sobre los actos de mi general Santa Anna, y menos en estos momentos en que se encuentra la situación política del país. Como entonces, pudo tener el atrevimiento o la absurda estupidez de encomendárselo a ese Juez.
-      No tiene por qué preocuparse Coronel, conozco mi trabajo y el del Juez Vázquez Goroyteza; no tiene por qué suponer que habrá una indiscreción de Su Señoría, respecto a ese negocio que vos y yo conocemos.
-      Pero no me acaba de decir que un tal Villarejo había objetado el contrato.
-      Si así es, pero eso no implica que aquel joven sea un traidor, puede ser un aliado nuestro; es un joven inteligente al cual si ayudamos, el también nos ayudara.

Yáñez se quedo sólo pensando, en la confiabilidad de aquel escribano, cuya desconfianza le seguía teniendo. Pero el que no podía, negarle su capacidad persuasiva y a veces, hasta manipuladora.

Aprovecho el momento para informarle también, que el general Antonio López de Santa Anna ya había entablado comunicación epistolar con él. Encargándole que los títulos de propiedad de los bienes raíces de su propiedad, pasaran bajo su custodia en la Casona de Tizapan, obviamente con la discrecionalidad que ameritaba el caso.

El Jinete del carruaje preguntó al Coronel Yañez, si se irían a Tacubaya, por el camino de Tacuba, para después tomar la Calzada de la Verónica y de ahí a Tacubaya; o bien, irse por el paseo de Bucareli, hasta desviarse por los Arcos de Belén. El Coronel Yañez, opto por la segunda vía.



-      De eso, no tenga la menor preocupación. Os garantizo la debida discrecionalidad que el general requiere. ¡Por cierto¡. Tiene noticia de cuando planea regresar el general a la Ciudad de México.
-      ¿Qué no sabe acaso que el general se encuentra preso en Perote Veracruz.
-      Si, tengo conocimiento de ello. Pero Vos sabe que el general Santa Anna, puede ser preso del mismísimo presidente de los Estados Unidos y regresar a la Ciudad, como lo que es, todo un héroe nacional.

Los dos sujetos, no hicieron más que reír de aquel chiste irónico, parte aduladora y además, de cierta.

-      Así es don Alfonso. Quizás en algunos meses, tengamos conocimiento de nuestro gran héroe nacional. – Suspiro el Coronel -. El dinero. ¿Alguien mas sabe donde esta el dinero?.- Pregunto Yáñez, alzando la voz en un tono prepotente.
-      Donde vos ya sabe. No tiene por qué preocuparse. Nadie absolutamente nadie sabe de esos cofres de oro que se encuentran escondidos en las cuevas de los olivares de los padres carmelitas. Usted mismo los enterró. ¿Lo recuerda?. Ni yo sè os juro, en donde los tiene escondidos.
-      Claro que yo fui el que enterró ese dinero, pero hubo una persona de su propia familia, que sospecha donde se encuentra escondido ese dinero.

El escribano se quedó pensando, quien podía ser.

-      ¡Su esposa¡.  – Afirmo el Coronel.
-      ¿Mi esposa?.
-      Supongo que es su esposa, una mujer alta, de cabellera castaña, de por lo menos, unos treinta años menor que vos. Por cierto, si me perdona el atrevimiento, una mujer todavía muy hermosa.
-      Si es mi esposa, pero no se preocupe Coronel, de ella me encargo yo. – respondió en un tono enfadado el escribano, en cierta forma, le incomodaba la exclamación que de la belleza hacía el Coronel a su esposa.
-      ¿Y no se ha puesto a pensar, que pasaría si faltara Usted?. – la pregunta del Coronel tenía un carácter intimidatorio – ¿sería confiable su mujer?
-      ¿No entiendo a que se refiere?.
-      Si don Alfonso, que pasaría si usted faltare y su esposa, se negara hacer entrega de lo que a mi general le pertenece.

¿A qué diablos se refería el escribano?. Que quería decir eso, si llegara a uno faltar. El escribano, no sabía si ese comentario constituía una amenaza. Después de todo, venía la boca de un militar, quien podía disponer de todos los recursos que su investidura le otorgaba, inclusive hasta de su propia vida.

-      Le reitero que de mi esposa me encargo yo.
-      Se encarga usted en vida, pero no muerto don Alfonso. Que pasaría entonces,. Si de repente, un día de estos, unos asaltantes le roban, le golpean, le quitan la vida. ¿No lo ha pensado?.
-      ¡No…¡. – la respuesta había conseguido en su forma de expresarla, el efecto que había querido el Coronel. ¡Miedo¡.
-      ¿Qué pasaría si el día menos pensado faltare vos a su familia. No lo digo tanto por el dinero y los negocios que tiene celebrados con mi general Santa Anna. Me refiero más que a nada, a su encantadora esposa, y qué decir de su hija.



El escribano comenzó a sentir un nervio que trataba de simular. Cuando se dio cuenta, habían pasado la Fuente de la Libertad ubicada en la pequeña glorieta de Bucareli y  el carruaje circulaba ya por los Arcos de Belén.

-      Mi esposa son herederas de toda mi fortuna. No pasarían penurias …No tendrían de por qué preocuparse, además…- interrumpió el Coronel en forma conciliadora.
-      No don Alfonso, no me refiero a la cuestión económica, del cual como buen hombre de negocios estoy seguro que ha sabido garantizar. Me refiero más a la cuestión del respeto. Vos entiende. Los hombres somos muy cabrones, apenas vemos una mujer sola y hacemos todo lo posible para conquistarla, porque no, somos capaces hasta de vejarlas. ¿Qué acaso no lo ha hecho usted?.

El comentario y la pregunta sobre todo, parecía mal intencionada.

-      ¿Que trata de hacerme entender?.
-      Que el día menos pensado, cualquier sujeto puede entrar a su casa, a realizar actos viles e inmorales, contra su esposa e hija. ¿Podrían fornicar con ellas?. Inclusive con su encantadora mujer.

El escribano cerró el puño, al volver escuchar esa expresión del Coronel a su hija.

-      Si, fornicar con su esposa. – acento más el Coronel. Mostrándole en su cinturón, su revólver. – Lo digo, porque existen muchos rufianes, que le faltarían el respeto a sus seres queridos. No creo que vos desearía la peor calaña a sus encantadoras mujeres, mucho menos a su distinguida esposa, mujer hermosa y respetable, del cual os aseguro que mas de uno, desearía cometer adulterio con ella.

Entonces, el escribano empezó a sentirse no solamente amenazado, sino también privado de su libertad. El tono de la conversación no era obviamente educado, era intimidante; más aun confirmo su sospecha de que estaba siendo amenazado, cuando noto que el carruaje circulaba por los arcos de Belén, temeroso de que su destino fuera el Bosque de Chapultepetl, donde pudiera ser asesinado en esa región desierta.

-      ¿A dónde me llevan Coronel?
-      A su casa don Alfonso. ¡A su casa¡. La hermosa Casona de Tizapan, propiedad de mi general Santa Anna, pero a nombre suyo. ¿No es así?.
-      Así es,…pero supongo que no nos vamos a desviar cuando lleguemos a Chapultepetl.
-      El camino lo decido yo don Alfonso, ¿o qué le desagrada mi persona?.
-      No mi Coronel, de ninguna forma.
-      Entonces, vaya pensando que necesita vos para garantizar el respeto que su amada esposa e hija merecen.
-      No se me ocurre nada.
-      ¿Vos tiene una hija?.
-      ¡Así es¡.
-      ¿Y no cree que tiene edad ya para contraer nupcias.

Quizás esa era la verdadera intención de esa conversación intimidante. El carruaje había llegado a Chapultepetl y estaba ahora, en las inmediaciones del cerro en donde se encontraba el castillo del Virrey don Bernardo de Gálvez, actualmente las instalaciones del Colegio Militar.



-      Si por supuesto. No me diga que vos se encuentra interesado en cortejar a mi hija Fernanda. Si así es Coronel, yo no tengo inconveniente alguno de que vos formalice alguna relación con mi pequeña hija. Creo que usted sería un buen partido para ella, además de que con Vos, podría garantizar esa estabilidad y seguridad que mi familia necesita.

El Coronel se quedo indignado con el ofrecimiento que le hacía el escribano, podía haber aceptado la proposición; pero antepuso primero la amistad.

-      Gracias don Alfonso. Qué más quisiera ser la persona afortunada, para sostener una relación matrimonial con su hija, la cual, admiro su belleza y merece mis atenciones. Pero no soy yo, quien pretende su hija; es un querido amigo, al que vos conoce y el cual, no dudo que ponga objeción alguna para consentir su noviazgo y futuro matrimonio con su hija.
-      ¿No se de quien me habla?.
-      Del licenciado Jorge Enrique Salcedo Salmorán.
-      ¡El licenciado Salcedo¡.
-      Así es don Alfonso. El licenciado Salcedo. ¿Qué le parece la propuesta?.
-      Viniendo de Vos no encuentro objeción alguna. Me parece un buen partido para mi hija, es abogado, además es hombre de confianza.
-      El licenciado Salcedo además de ser funcionario del Supremo Gobierno, se desempeña interinamente como Catedrático en la Academia de Jurisprudencia. Una buena recomendación y podría ser, escribano, juez o magistrado. Porque no, podía proponérsele como Ministro. ¿No lo cree?.
-      Así es Coronel. Si el licenciado Salcedo tiene intención alguna de cortejar a mi hija, tenga la plena seguridad que contará con todo mi aval.
-      Sobre todo don Alfonso, debe pensar en su inminente ausencia. – Nuevamente el Coronel volvió a utilizar un tono hostil de la voz. – No somos eternos, a todos tarde o temprano nos toca. Qué tal si tiene la mala fortuna de ya no regresar a su casa.
-      No creo que sea este el momento.
-      Quizás no, pero si podría ser mañana, dentro una semana, un mes. No lo sabemos don Alfonso. La muerte en cualquier momento nos toca. Qué tal si en este momento, nos cae un rayo, o en el peor de los casos….- El Coronel guardo un silencio pesado para luego sacar su revolver y apuntar hacía al escribano -  una bala perdida lo puede matar.
-      No entiendo esa agresión hacia mi persona.
-      No don Alfonso, no piense lo que no es. Después de todo mi pistola esta descargada. – el Coronel Yáñez abrió el casquillo y le mostró que la misma estaba vacía.- ¿No me diga que lo espante?.
-      Si Coronel. No pensé que fuera tan bromista.
-      Pues ya ve que lo soy.- Ambos soltaron la carcajada. Al terminar de reírse, el Coronel volvió a recalcar.
-      Le encargo mucho a mi amigo Salcedo. Seguramente lo ira a buscar en estos días.
-      No tenga cuidado Coronel.

Entonces el Coronel volteo hacia donde se dirigía el carruaje, el cual había dado vuelta a la izquierda transitando ya por el camino a Tacubaya. Rió silenciosamente el Coronel, el cual simuladamente hizo una señal al jinete del carruaje, para que este aumentara la velocidad de los caballos y pudiera llegar lo más pronto a la casa del escribano.



El Coronel continúo con aquella conversación hostil, intimidatoria y por momentos aburrida. Había matado dos pájaros de un solo tiro. Por una parte, le había hecho un gran favor a su amigo ayudándole en su futuro matrimonio con Fernanda, y por la otra, garantizaba que ese dinero, no solamente la Casona de Tizapan, sino también esos cuatro millones de pesos, siguieran en buenas manos. ¡Ese dinero sería suyo¡. Si era capaz de resistir a un grupúsculo de militares ambiciosos, ignorantes, estúpidos, bien valía la pena retirarse con la mejor de las recompensas. Con esa cantidad, podía irse a vivir a Europa o a Sudamérica. Adquirir otro nombre y nacionalidad. Cambiar de mujer e hijos. Podía ser una persona distinta que ese vil militar del que ya era. Bien valía la pena soportar cada día a todos sus jefes, inclusive al imbécil del general de Santa Anna, del cual, tenía razón su amigo Salcedo. ¡Es un verdadero idiota¡.

El carruaje finalmente llegó a su destino, pues se detuvo frente a la Casona de Tizapan, fue entonces cuando el escribano se sintió aliviado de llegar sano y salvo a su casa; bajo del carro, tomo su bastón y aquellos legajos que sostenía su brazo, procediendo en ese momento a despedirse del Coronel Yáñez.

Al verlo bajar del carruaje, el Coronel Yáñez se quedo mirando aquella lujosa casona del cual, la vida no podía serle ingrata y negarle el derecho de llegar a tener una mansión de ese tamaño y belleza. Podía tenerlo. Más aún, que había encontrado quizás la formula mediante el cual, podía disfrutar lo que ese maldito escribano tenía, sin poderlo concebir, ni gozar, ni esconder. Una bella casa, los títulos de propiedad de medio México, cuatro millones de pesos y una hermosa mujer.

-      ¡Salúdeme a su esposa¡. – Le dijo el Coronel al escribano, cuando éste se disponía entrar a su casa y el carruaje, a emprender la marcha.





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